Puli levantó su chistera y la música enmudeció. Se encontraban ante el corralillo y había que disimular la cara del novio. Dos matronas cogieron el pedazo de tela de manos de Lambert y lo prendieron con alfileres en la parte superior del turbante. El hermoso rostro barbudo de Anonar desapareció a la vista. La chistera de Puli volvió entonces a elevarse por encima de las cabezas, y el cortejo se puso en marcha de nuevo al son de los tambores y de los címbalos. «En el reino de los Cielos serán las caras más hermosas del mundo», pensaba el sacerdote mirando la hilera de pobres seres vestidos de fiesta que esperaban alrededor del pequeño patio. En un cuenco lleno de aceite situado en medio de los
rangoli
ardía una llama. Era el tradicional fuego del sacrificio ofrecido a los dioses para que bendijeran la unión que se preparaba. La frágil silueta de Meeta estaba sentada sobre un almohadón, con la cabeza inclinada hacia adelante, completamente oculta por el velo. Parecía meditar. Sobre sus cabellos brillaba la diadema dorada que le había enviado Anonar en su cesto de regalos. Un olor a incienso impregnaba el aire lleno de humo.
Cuando el cortejo hubo dado tres vueltas al patio, Puli hizo una señal a Lambert para que se colocase a la izquierda de la novia. Luego ordenó a los porteadores que depositaran a Anonar a su derecha. Con la chistera bien encasquetada, hinchando el pecho en su frac demasiado holgado, comenzó entonces a oficiar. ¡Admirable Puli! Nadie podía imitar como él a un brahmán. Adoptando un aire inspirado, comenzó por soltar con su voz de carraca una interminable retahíla de fórmulas. La asistencia parecía fascinada por aquella melopea monocorde que puntuaba a intervalos regulares un golpe de címbalo. Después de este preámbulo, entró en el meollo de la celebración. El «Panigrahan» era el rito esencial del casamiento brahmánico. Puli sacó del bolsillo una cuerdecilla violeta y ató con ella la mano derecha del novio y de la novia mientras repetía sus nombres en voz alta. Así celebraba el primer contacto físico entre los esposos. Mientras Puli recitaba nuevas plegarias, Lambert contempló aquellas dos palmas mutiladas unidas por la ligadura. La visión le recordó una frase de Léon Bloy que había leído una vez en un libro: «No se entra en el paraíso mañana ni dentro de diez años. Se entra hoy, cuando uno es pobre y está crucificado». Llegó entonces el momento más intenso de la ceremonia. La fanfarria y los asistentes guardaban silencio. Puli invitó a los novios a conocerse de manera oficial. Lenta, tímidamente, cada uno apartó con la mano libre el velo del otro. La alegre cara barbuda apareció ante los ojos grandes, un poco tristes y ennegrecidos por el
khol
, de Meeta. Paul Lambert adelantó la cabeza para captar toda la emoción de aquel instante. Para tratar también de adivinar los pensamientos de la joven leprosa a quien su marido había vendido por quinientas rupias. Los ojos de Meeta brillaban entre las lágrimas.
Una auténtica boda hindú comprendía otros muchos ritos que variaban según las provincias y las castas. Pero uno de ellos era universal. Sin él ninguna ceremonia era completa. Puli invitó a los esposos a dar siete vueltas alrededor del fuego sacrificial, siempre con las manos atadas por la cuerdecilla. En su excitación, había olvidado que Anonar carecía de piernas. Hubo que llamar otra vez a los porteadores. El lisiado vio entonces que su «Paul, gran hermano» se levantaba de su almohadón y se acercaba a él tendiéndole los brazos.
—¡Hermano, déjame que te ayude a acompañar a Meeta a dar vueltas a la llama! —dijo afectuosamente.
El sacerdote levantó su frágil cuerpecito. Los tres giraron entonces lentamente, por siete veces, alrededor del fuego cósmico. Los habitantes del corralillo y otros muchos vecinos que se habían subido a los tejados contemplaban la escena con emoción. Cuando Lambert volvió a dejar a Anonar en su lugar, éste le sujetó por el brazo.
—Y tú, ¿cuándo vas a casarte? —preguntó.
Puli, que le había oído, se echó a reír. Haciendo molinetes con su chistera, gritó:
—¡Yo volveré a hacer de brahmán!
Todos rieron a la vez. Sólo la pobre Meeta parecía incómoda en su nueva situación y no compartía la hilaridad.
Y ahora el festín. A una señal de Puli, unos niños trajeron pilas de hojas de banano que repartieron entre los presentes. En seguida salieron de los cuchitriles unas mujeres cargadas con fuentes humeantes de arroz, de hortalizas, de pescado. Con un cazo en la mano, unas muchachas empezaron a servir. Discutían, reían, cantaban, bromeaban. Para hacer reír a un niño, un viejo leproso sin nariz fingía llevar una máscara. Un olor a especias se esparció por el patio a medida que se llenaban las hojas de banano. Se servía hasta a los vecinos que estaban en los tejados. Los altavoces berreaban hasta el punto de hacer vibrar las tejas. Soberbios de aspecto, en sus almohadones, los recién casados y Lambert recibían el homenaje de la comunidad ante la jubilosa mirada de Puli, que multiplicaba sus payasadas. Cada cinco o seis minutos desaparecía para volver un instante después aún más excitado. Lambert no tardó en adivinar adónde iba.
¡El alcohol! La fiesta estaba a punto de convertirse en una monumental borrachera. Las botellas de
bangla
, que hasta entonces habían permanecido ocultas en el fondo de los chamizos, empezaban a circular entre los invitados. El efecto de la bebida fue inmediato y completamente inesperado. En vez de tumbar a aquellos organismos subalimentados y enfermos, aquella brusca ingestión de etilo los electrizó. Los leprosos que podían tenerse en pie se levantaron de un brinco y se pusieron a bailar. Unos muñones se unieron a otros en una zarabanda endiablada que serpeó por el patio entre las risas y los vítores del resto de los asistentes. Había niños que se perseguían corriendo entre risas jubilosas. Sacudidas a su vez por copiosos tragos de
bangla
, las mujeres se lanzaron a unos alocados bailes en corro girando como peonzas por todo el patio. ¡Cuánta energía! ¡Cuánta vitalidad! ¡Cuánto entusiasmo de vivir! Una vez más Lambert estaba maravillado. Que no volvieran a decirle que los leprosos eran un hatajo de apáticos, un hormiguero de desechos humanos, unos guiñapos resignados. Aquellos hombres y aquellas mujeres eran la Vida. La VIDA con mayúsculas. La vida que palpita, que se arremolina, que se estremece, que se agita, la vida que vibra como vibraba en toda aquella ciudad bendita de Calcuta.
Entonces se produjo algo pasmoso. A una señal de la chistera de Puli, los bailes cesaron bruscamente, los cantos y los gritos disminuyeron antes de enmudecer por completo. Las guirnaldas de bombillas se apagaron de golpe. El generador se detuvo tras un último hipido. Eran las tinieblas. Un manto de silencio cayó sobre todos. Ni un ruido, ni una palabra. Hasta los niños habían callado.
En su almohadón de honor, Paul Lambert retenía la respiración. ¿Por qué aquella súbita oscuridad? ¿Por qué aquella inmovilidad? Entonces distinguió sombras que se deslizaban entre la negrura y que entraban en las diferentes viviendas que daban al patio. Otras avanzaban a tientas sobre los tejados. Otras se fundían con la sombra del suelo. Los recién casados habían desaparecido de su lado. Aguzando el oído, captó débiles murmullos que parecían gemidos, o mejor dicho, lamentos. Incluso oyó, aunque no tardaron en ahogarse, algunos gritos. Entonces comprendió.
La fiesta no había terminado. Continuaba. Tenía su culminación en un último rito, un último homenaje a la Vida todopoderosa. Los leprosos de Anand Nagar hacían el amor.
«
EMPECÉ con un gran cansancio y un extraño dolor en los huesos, como si muchos policías me hubiesen estado aporreando con sus
lathis
», contará Hasari Pal. «Yo suponía que probablemente era la vejez que se anticipaba un poco, como sucede con muchos de los que tiramos de los
rickshaws
. En Calcuta, hasta las hojas de los árboles de las plazas caen antes que en el campo. Luego noté un calor raro en el pecho. Hasta cuando estaba parado esperando a los clientes, sentía ese calor que me empapaba de sudor todo el cuerpo. Era curioso porque estábamos en invierno, y bien sabe Dios que en Calcuta puede hacer tanto frío en invierno como calor en verano. Aunque me quitara el viejo chándal que me dio una clienta de Wood Street a la que llevaba todas las mañanas hasta su parada de autobús, seguía teniendo frío. Tal vez había pillado la enfermedad del mosquito
[47]
. Según Chomotkar, mi compañero el taxista, esta enfermedad produce grandes escalofríos. Él la había tenido y se curó tomando unas pastillitas blancas. Me trajo un montón envueltas en un trozo de periódico y me dijo que tragara dos o tres cada día. Empezamos el tratamiento con una botella de
bangla
. Chomotkar aseguraba que el
bangla
era una medicina que lo curaba todo. Pero me parece que se equivocaba, porque seguí sudando como un condenado. Y sobre todo, aquel calor en el pecho llegó a ser como una verdadera quemadura, hasta el punto de que cada vez que respiraba sentía dolor. Cada vez que subía un cliente, aunque fuese un peso ligero como un colegial, al cabo de dos o tres minutos tenía que detenerme para recobrar aliento. Un día tuve miedo de verdad. Era en Park Street. Había estacionado mi
rickshaw
para ir a comprar unos
bidi
bajo las arcadas, cuando de pronto, al pasar ante la pastelería Flury’s, me vi en el cristal del escaparate. Durante un segundo me pregunté quién era aquel viejo que veía reflejado allí ante los pasteles, con las mejillas hundidas llenas de barba, aquel cráneo cubierto de cabellos blancos. De pronto vi a mi padre la mañana en que me bendijo antes de irnos a Calcuta. Nunca olvidaré aquella visión.
»Por la manera que tenía de mirarme desde hacía algún tiempo, comprendí que también mi mujer se alarmaba por mi salud. Prestaba más atención que nunca a mis gestos y a mis palabras. Parecía como si acechase los menores detalles que pudieran tranquilizarla, demostrarle que me encontraba bien. De ahí, sin duda, la solicitud inhabitual que mostraba cada vez que yo manifestaba el deseo de hacer el amor. Era curioso: cuanto más abrumado estaba de fatiga, más ganas sentía de tener relaciones con mi mujer. Como si toda la savia de mi cuerpo agotado se refugiase en el órgano de la reproducción. Por otra parte, mi mujer no tardó en anunciarme que esperaba un hijo. Esta noticia me produjo tal alegría que durante varios días no volví a notar ni el cansancio, ni el frío, ni el sudor. Pero después las cosas se agravaron brutalmente. Un día en que acababa de cargar a un
marwari
con un montón de paquetes, me vi obligado a detenerme y a dejar las varas. Algo se me había atascado en el pecho, no podía respirar. Caí de rodillas. El
marwari
era un buen hombre. En vez de insultarme y de llamar otro
rickshaw
, trató de hacer que recobrara el resuello dándome fuertes palmadas en la espalda. Sentí algo caliente que me llenaba la boca. Escupí. El
marwari
miró el escupitajo e hizo una mueca. Me tendió un billete de cinco rupias y trasladó sus paquetes a otro
rickshaw
. Cuando se alejaba, me hizo una señal con la mano.
»Me quedé allí un buen rato antes de volver a levantarme. Pero al escupir me sentía más aliviado. Poco a poco volví a respirar regularmente y pude reunir fuerzas como para volver a ponerme en marcha. No iba a ser hoy el día en que el dios viniese a buscarme. Mi mujer se puso a sollozar cuando le conté el incidente. Las mujeres son como los animales. Sienten la tempestad antes que los hombres. Me mandó que fuese inmediatamente a ver un
kak
[48]
para que me vendiese drogas. Un
kak
sólo pedía una rupia o dos, mientras que a un médico de verdad que había ido a la escuela había que darle cinco o diez veces más. Pero antes de ir en busca del
kak
, mi mujer sugirió que llevara unas ofrendas al templo para conjurar a la ogresa Surpa-Nakha, responsable de numerosas enfermedades. Puso sobre un plato un plátano, pétalos de jazmín y el equivalente de un puñado de arroz, y fuimos al templo, donde entregué al brahmán el billete de cinco rupias que me había dado el
marwari
. Recitó unos
mantras
. Depositamos nuestras ofrendas al pie de la estatua de Ganesh y encendimos varios bastoncillos de incienso. Cuando el dios con cabeza de elefante desapareció tras una cortina de humo, nos retiramos para dejarle que aplastara a la ogresa con su trompa. Al día siguiente me vi con fuerzas suficientes como para volver a coger las varas de mi
rickshaw
. Una ola de intenso frío cayó entonces sobre el norte del país. El asfalto de las calles de Calcuta bajo la planta de nuestros pies desnudos se volvió tan frío como ardiente era durante la peor canícula de antes del monzón. Las noches eran terribles. Aunque nos apretáramos unos contra otros como en una caja de pescado salado, el frío nos mordía la piel y los huesos con dientes más puntiagudos que los de un cocodrilo.
»Las pociones del
kak
de Wellesley Street debían de contener sustancias milagrosas, porque bastaron dos frascos para calmar en pocos días el dolor de los huesos y el calor de mi pecho. Estaba seguro de que pronto iba a poder volver ante la pastelería Flury’s y mirarme sin miedo en el escaparate. Entonces tuve una extraña picazón en el fondo de la garganta que provocaba unas toses incontenibles. Era una tos seca y dolorosa. Se hizo cada vez más fuerte, hasta sacudirme como un cocotero durante un tornado, para dejarme al fin completamente extenuado. Claro que esos accesos de tos, entre los
rickshaws wallahs
son una música tan familiar como el sonido de sus cascabeles. A pesar de que todo era una experiencia aterradora. Demostraba que el dios no había escuchado mi plegaria.»
C
ON su manillar erizado de faros y de sirenas, sus anchas ruedas pintadas de verde y de rojo, el depósito reluciente como un filón de plata y el sillín recubierto de piel de pantera, la máquina parecía una de esas inmensas motos que salen en las películas. Embutido en un pantalón de cuero con los bajos en forma de patas de elefante y una camisa de seda, su piloto recorría petardeando las callejas fangosas de la Ciudad de la Alegría. Todo el mundo conocía a aquel mocetón de gafas oscuras que repartía saludos y sonrisas como un político en vísperas de elecciones. Era un personaje tan familiar como el
mollah
ciego de la gran mezquita y el viejo brahmán del templecito que había junto a las vías del tren. Se llamaba Ashoka, como el célebre emperador de la historia india. Era el hijo mayor y el principal lugarteniente del jefe de la «mafia» local.