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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (39 page)

A pesar de sus setenta mil habitantes, la Ciudad de la Alegría vivía sin ninguna autoridad legal. No tenía ni alcalde ni jueces ni policías. Como en el barrio de chabolas de los Pal, este vacío no había tardado en llenarlo la mafia. Ésta reinaba como dueña y señora en el
slum
. Dirigía, imponía tributos, arbitraba. Nadie discutía su poder. Había varias familias rivales, pero el «padrino» más poderoso era un hindú de gruesas gafas que tenía unos sesenta años y que vivía con sus hijos, sus mujeres y su clan en un edificio moderno de cuatro plantas construido cerca del
slum
, al otro lado de la Grand Trunk Road, la gran carretera Delhi-Calcuta. Se llamaba Kartik Babu, nombre que su padre le había puesto en homenaje al hijo de Shiva, dios de la guerra.

Casi todas las tabernas clandestinas del
slum
eran de su propiedad. Controlaba también el tráfico de estupefacientes y la prostitución local. Además, podía jactarse de ser uno de los mayores propietarios inmobiliarios de Anand Nagar. Había sabido elegir a sus inquilinos con una gran habilidad. En vez de familias de refugiados, había preferido vacas y búfalas. La mayor parte de los establos que albergaban los ocho mil quinientos animales de cuerna que vivían en el
slum
le pertenecían. Esta invasión animal, con su hedor, su cortejo de millones de moscas, el río de estiércol líquido que vertía todos los días en las cloacas, se remontaba al día en que, por razones de higiene, el ayuntamiento expulsó los establos del centro de Calcuta. Se anunció a bombo y platillos la creación de lecherías municipales en el exterior de la ciudad. Pero, como siempre, no se hizo nada, y los animales simplemente encontraron acomodo en la Ciudad de la Alegría y en otros
slums
. El padrino fue uno de los principales beneficiarios de esta operación: era más ventajoso alojar una vaca que una familia de nueve personas. Como él mismo decía: «Por el mismo alquiler y el mismo espacio, no se arriesga uno a la menor reclamación».

Todo el mundo sabía que el padrino disponía de otras muchas fuentes de ingresos. Sobre todo dirigía una red de peristas que compraban y revendían las mercancías robadas en los vagones del tren. Las ganancias de este
racket
se cifraban en millones de rupias. Pero sobre todo obtenía beneficios considerables de una explotación particularmente odiosa. Sacaba dinero de los leprosos de Anand Nagar. No contento con cobrar los alquileres de sus miserables casuchas, les obligaba a pagarle un canon diario de una o dos rupias a cambio de su «protección» y de un lugar para mendigar en una acera de la estación de Howrah. El padrino había necesitado importantes apoyos políticos para poder entregarse impunemente a tales exacciones. Corría el rumor de que alimentaba generosamente las cajas del partido en el poder, del que era el agente electoral más activo. Las papeletas de voto de la Ciudad de la Alegría, incluso sujetadas por muñones, formaban parte de sus tráficos. Curiosamente, los habitantes se adaptaban bastante bien a ese estado de cosas. E incluso, como en el
slum
no existía ninguna otra autoridad indiscutida, recurrían a menudo a la del padrino. Éste se dedicaba entonces a enderezar entuertos, a la manera de Robín de los Bosques. Desde luego, casi nunca intervenía personalmente. Delegaba en su hijo mayor Ashoka o en otros miembros de su clan. Pero era él quien movía los hilos. Y nunca le faltaban recursos para establecer su autoridad. Mandaba a sus hombres para que provocasen un incidente en algún lugar, por ejemplo en una de sus tabernas. Luego, se presentaba allí Ashoka o, en los casos muy delicados, acudía él en persona para restablecer la paz y el orden y demostrar a todos lo bueno e influyente que era. Y cuando Ashoka u otro de sus hijos habían abusado de una muchacha del
slum
, se mostraba tan generoso con los padres que se apresuraban a echar tierra al asunto. En resumen, era un verdadero señor.

Cierta mañana, la presencia de la moto del hijo del padrino ante la puerta de Paul Lambert causó sensación en Fakir Bhagan Lane. En seguida circularon rumores: «El padrino busca camorra al gran hermano Paul… El padrino quiere expulsar al “Father”…». A simple vista, semejante inquietud parecía justificada. Después de haberse prosternado ante el sacerdote con el mismo respeto que si estuviera delante de la diosa Kali, el mensajero del jefe de la mafia se dirigió a él en estos términos:

—Father, mi padre me ha pedido que le invite.

—¿Invitarme? —se sorprendió el cura.

—Sí, quisiera discutir con usted un pequeño asunto. Oh, algo completamente insignificante.

Lambert sabía que nada era «insignificante» para el padrino de la mafia. Le pareció inútil andarse con más rodeos.

—Está bien —dijo—, le acompaño.

Ashoka agitó el aire con sus gruesas manos peludas.

—¡Bueno, no tan aprisa! ¡Mi padre no recibe a cualquier hora! Le espera mañana a las diez. Vendré a buscarle.

Cruzar la Ciudad de la Alegría sentado sobre el gran cubo petardeante del príncipe heredero, haciendo sonar todas las sirenas, fue una experiencia que a Paul Lambert le pareció más bien cómica. Pensaba en la cara que pondría el párroco de Howrah si le viese. «Como para que se trague el hisopo… y me excomulgue». «No sé cómo los emperadores hindúes y mongoles recibían a sus súbditos», contará más tarde, «pero será difícil de olvidar la manera principesca como me recibió el padrino de Anand Nagar».

Su vivienda era un verdadero palacio. Ante la puerta había estacionados tres automóviles Ambassador, con antenas de radio y cortinillas protectoras en los cristales de las ventanillas, así como varias motos como las de los policías que escoltan a los ministros y a los jefes de Estado. El vestíbulo de la planta baja daba a una gran sala tapizada de una moqueta oriental y de cómodos almohadones. Un pequeño altar con un
lingam
de Shiva, las imágenes de numerosos dioses y una campanilla para tocar la
puja
, decoraba un ángulo de la estancia. Por todas partes ardían bastoncillos de incienso, exhalando un perfume que mareaba. El padrino se sentaba en una especie de trono de madera esculpida, con motivos de nácar y de marfil incrustados. Llevaba un gorro blanco y un chaleco de terciopelo negro sobre una larga camisa de algodón blanco. Unas gafas ahumadas de cristales muy gruesos le ocultaban completamente los ojos, pero podían adivinarse sus reacciones por el brusco fruncimiento de sus espesas cejas. Ashoka indicó por señas al visitante que se sentara en el almohadón situado ante su padre. Unos criados con turbante trajeron boles de té y botellas de limonada helada, así como una fuente de dulces bengalíes. El padrino vació una de las botellas y luego se puso a dar golpecitos en el brazo de su sillón con el grueso topacio que adornaba su dedo índice.

—Father, bienvenido a esta casa —dijo con voz ceremoniosa y un poco sorda—, considérela como su propia casa.

Carraspeó sin esperar respuesta y envió un soberbio escupitajo a un recipiente de cobre que brillaba cerca de su pie derecho. Lambert observó entonces que usaba sandalias cuyas correas tenían incrustaciones de piedras preciosas. «Es un gran honor haberle conocido», añadió su anfitrión. Uno de los criados reapareció con una bandeja sobre la cual había unos cigarros atados entre sí por un cordón. El jefe de la mafia tiró del cordón y ofreció un cigarro al sacerdote quien rehusó. El padrino encendió el suyo sin mostrar la menor prisa.

—Usted debe de ser una persona muy particular —declaró, soltando una bocanada de humo—, porque me han dicho que ha presentado una solicitud para obtener…, casi no puedo creerlo…, para obtener la nacionalidad india.

—Evidentemente está usted bien informado —confirmó Lambert.

El padrino emitió una risa contenida y se arrellanó en su sillón.

—Reconocerá que puede parecer más bien sorprendente que un extranjero tenga la tentación de renunciar a ser un privilegiado de la fortuna para convertirse en un pobre indio de
slum
.

—Es probable que usted y yo no tengamos la misma concepción de la riqueza.

—En cualquier caso, me sentiré orgulloso de contar con un nuevo compatriota como usted. Y si por casualidad tardan en contestar a su solicitud, dígamelo. Tengo amigos. Trataré de influir.

—Se lo agradezco, pero yo pongo toda mi confianza en el Señor.

El padrino pareció sorprenderse al ver que alguien rechazaba su ayuda. Y pasó a otra cuestión.

—Father —dijo después de un silencio—, he oído rumores extraños… Parece que tiene usted la intención de fundar una leprosería en el
slum
. ¿Es cierto eso?

—Oh, «leprosería» es mucho decir. Se trata más bien de un dispensario para tratar los casos más graves. He pedido a la Madre Teresa la asistencia de dos o tres de sus hermanas.

El padrino midió severamente al cura con su mirada.

—Debería usted saber que nadie puede ocuparse de los leprosos de este
slum
sin mi autorización.

—Pues entonces, ¿qué espera usted para socorrerles? Su ayuda será muy bien recibida.

Las cejas del padrino se movieron frenéticamente por encima de sus gruesas gafas.

—Desde hace doce años, los leprosos de la Ciudad de la Alegría están bajo mi alta protección, y es lo mejor que podía ocurrirles —gruñó—. De no ser por mí, hace ya mucho tiempo que los habitantes del barrio les hubiesen echado —se inclinó hacia adelante con una expresión repentinamente cómplice—. Mi querido Father, ¿no se ha preguntado usted cómo van a reaccionar los vecinos de su «dispensario» cuando vean llegar a los leprosos?

—Confío en la compasión de mis hermanos —dijo Lambert.

—¿Compasión? ¡Ustedes, los hombres santos, hablan siempre de compasión! En vez de compasión va a tener un alboroto. ¡Pegarán fuego a su dispensario y lincharán a sus leprosos!

Paul Lambert apretó los dientes, prefiriendo no responder. «Este tipo es un granuja, pero probablemente tiene razón», pensó. El padrino volvió a encender su cigarro y lanzó una bocanada al aire echando la cabeza hacia atrás.

—Sólo veo una manera de evitar todos esos trastornos…

—¿Y cuál es?

—Que suscriba un contrato de protección.

—¿Un contrato de protección?

—Sólo le va a costar tres mil rupias al mes. Nuestras tarifas suelen ser mucho más altas. Pero usted es un hombre de Dios, y sabe bien que en la India tenemos la costumbre de respetar lo sagrado…

Y sin esperar ninguna respuesta, dio una palmada. Su hijo mayor se apresuró a acudir.

—El Father y yo hemos acordado hacer un contrato de amistad —anunció con una satisfacción evidente—. Habla con él para establecer las modalidades de pago.

El padrino era un señor. No se ocupaba de los detalles.

—La familia del padrino es todopoderosa —declaró esa noche Kamrudin, el musulmán del Comité de Escucha—. Acuérdese de las últimas elecciones… Los cócteles Molotov, las lluvias de pernos, los golpes con barras de hierro… Los muertos y todos aquellos heridos. ¿Vale la pena realmente correr el riesgo de que vuelva a pasar lo mismo por unos cuantos lisiados? Es mejor pagar.

Los fundadores de la Obra se habían reunido en el cuarto de Paul Lambert para debatir el ultimátum del padrino.

—Tres mil rupias por tener derecho a albergar y a cuidar a unos leprosos es un precio exorbitante —hizo observar Margareta.

—¿Qué es lo que te subleva —preguntó Lambert—, el dinero o el principio?

Ella pareció extrañarse ante la pregunta.

—¡El dinero, naturalmente!

«Respuesta ejemplar», pensó Lambert. «Hasta en este barrio de chabolas, el chantaje y la corrupción son algo tan natural como las moscas». Todos los demás compartían la opinión de Kamrudin. Excepto Bandona, la joven assamesa.

—¡Dios maldiga a ese demonio! —exclamó—. Darle una sola rupia sería traicionar la causa de todos los pobres.

Lambert, al oír esto, se sintió como electrizado.

—¡Bandona tiene razón! —decidió—. Hay que aceptar el reto, resistir, luchar. Es una ocasión única para demostrar a la gente de aquí que ya no están solos.

Al día siguiente, muy de mañana, la enorme y estrepitosa moto del hijo de Kartik Babu se detuvo ante el cuarto de Lambert. Tal como había anunciado su padre, Ashoka se disponía a discutir las modalidades de pago del «contrato». Pero la entrevista sólo duró unos segundos, el tiempo necesario para que el sacerdote comunicara su negativa al joven truhán. Era el primer desafío que jamás se había lanzado a la autoridad del todopoderoso jefe de la mafia de la Ciudad de la Alegría. Ocho días después, todo estaba a punto en el pequeño dispensario para recibir a los primeros leprosos. Bandona y unos voluntarios fueron a buscar a seis enfermos graves a quienes Lambert quería hospitalizar antes que a los demás. Apenas amanecer, él mismo se dirigió al asilo de la Madre Teresa para traer a las tres monjitas que debían cuidar a sus leprosos. Apenas llegar a la altura de la mezquita, el grupo de Bandona fue interceptado por un comando de jóvenes gamberros armados de barras de hierro y de bastones.

—¡No vais a pasar! —gritó el jefe, un adolescente granujiento a quien faltaban los dientes de delante.

La joven assamesa quiso seguir adelante, pero la detuvo un alud de golpes. En aquel mismo momento el sacerdote llegaba del otro extremo del
slum
con sus tres religiosas. Apretó los dientes a la vista de nube de humo que subía hasta el fondo de la calleja. No era el humo habitual de las
chulas
. Entonces oyó una fuerte explosión y un griterío. Un segundo comando había empezado a destruir, a golpes de barra y de pico, la antigua escuela que debía servir de leprosería. Aterrados, los tenderos del barrio parapetaron apresuradamente sus escaparates. En la Grand Trunk Road se oyó entonces el chirrido agudísimo de docenas de cierres metálicos que los comerciantes bajaban a toda prisa. Una vez concluida la destrucción del dispensario, apareció un tercer comando. Cada uno de sus miembros llevaba botellas y artefactos explosivos en una mochila colgada al hombro. La calle se vació en un abrir y cerrar de ojos. Hasta los niños, que tanto abundaban siempre en todas partes, y los perros desaparecieron. Una serie de deflagraciones sacudió todo el barrio, y sus ecos llegaron hasta mucho más allá de la Ciudad de la Alegría, hasta la estación y aun más lejos. Al lado de Lambert, las monjas de la Madre Teresa, en sari blanco, empezaron a rezar el rosario en voz alta. El sacerdote las condujo hasta el corralillo de Margareta y las confió a la custodia de Goonga, el sordomudo. Luego salió corriendo en dirección a las explosiones. Una voz le llamó. Se volvió. Margareta trotaba detrás de él.

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