La Ciudad de la Alegría (7 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

Acababa de amanecer después de una noche de ansiedad, cuando reapareció la joven Maya. Su madre se irguió como una cobra.

—¡Maya! —gritó, apretando a la adolescente en sus brazos—. Maya, ¿dónde estabas?

La joven tenía una cara hosca, hostil. Llevaba huellas de carmín en los labios y olía a perfume. Se soltó de los brazos de su madre y le entregó un billete de diez rupias señalando a sus hermanos dormidos.

—Hoy no llorarán.

7

T
RESCIENTOS mil náufragos de la ciudad-espejismo vivían como estas dos familias en sus aceras. Los demás se aglomeraban en los laberintos de adobe y de maderos de sus tres mil
slums
. Un
slum
no es lo mismo que un barrio de barracas, es más bien una especie de ciudad obrera miserable habitada únicamente por refugiados de las zonas rurales. Allí todo contribuye a conducir a éstos a la miseria: subempleo y paro crónicos, salarios terriblemente bajos, trabajo inevitable de los niños, carencia de ahorro, endeudamiento incurable con empeño de los bienes privados y su pérdida definitiva a un plazo más o menos largo, inexistencia de toda reserva de alimento y necesidad de comprar en cantidades ínfimas: diez céntimos de sal, veinticinco céntimos de leña, una cerilla, una cucharada de azúcar: falta absoluta de intimidad: una sola habitación para diez o doce personas. Pero el milagro de esos guetos semejantes a campos de concentración era que la acumulación de los factores desastrosos resultaba equilibrado por otros factores que permitían a sus habitantes no sólo seguir siendo plenamente hombres, sino incluso superarse a sí mismos y convertirse en hombres modelos de humanidad.

En estos barrios de barracas se practicaba el amor y la ayuda mutua, se compartía todo con los que eran más pobres aún que uno mismo, había tolerancia para todas las creencias y las castas, respeto para el forastero, verdadera caridad para los mendigos, los desvalidos, los leprosos e incluso los locos. Aquí se ayudaba a los débiles en vez de aplastarlos, los huérfanos eran adoptados inmediatamente por sus vecinos, los ancianos acogidos y venerados por sus hijos.

A diferencia de los ocupantes de los demás barrios de barracas del mundo, los antiguos campesinos refugiados en los
slums
de Calcuta no eran marginales. Habían reconstituido mal que bien la vida de su aldea en su destierro urbano. Vida adaptada y desfigurada, por supuesto, pero muy real, hasta el punto de que su misma pobreza se había convertido en una forma de cultura. En su gran mayoría, los pobres de Calcuta no eran desarraigados. Participaban en un universo comunitario cuyos valores sociales y religiosos respetaban. Perpetuaban las tradiciones y creencias ancestrales. En fin, y eso era capital, aunque fueran pobres, sabían que no era por culpa suya, sino a causa de las crisis cíclicas o permanentes que asolaban su región de origen.

Uno de los
slums
más importantes y más antiguos estaba situado en un arrabal de Calcuta, a quince minutos a pie de la estación donde había desembarcado la familia Pal, entre las vías del tren, la gran carretera Calcuta-Delhi y dos fábricas. Por inconsciencia o por desafío, el propietario de la fábrica de yute que a comienzos de siglo había alojado a sus obreros en aquel terreno, que ha sido un pantano infestado de fiebres, bautizó el lugar con el nombre de Anand Nagar, la «Ciudad de la Alegría». Luego la fábrica cerró sus puertas, pero aquella primera ciudad obrera fue creciendo hasta convertirse en una verdadera ciudad dentro de la ciudad. Más de setenta mil habitantes se apiñaban allí ahora en un espacio apenas tres veces mayor que un campo de fútbol, es decir, alrededor de diez mil familias repartidas geográficamente según su religión. Había un sesenta y tres por ciento de musulmanes, un treinta y siete por ciento de hindúes y algunos islotes de sijs, de jainíes, de cristianos y de budistas.

Con sus rectángulos de casas bajas construidas en torno a un patio minúsculo, con sus tejados de tejas rojas y sus callejas rectilíneas, la Ciudad de la Alegría se parecía en efecto más a una ciudad obrera que a un barrio de barracas. Sin embargo, ostentaba el triste récord de la mayor concentración humana del planeta: ciento treinta mil personas por kilómetro cuadrado. Era un lugar donde no había ni un árbol por cada tres mil habitantes, ni una flor, ni una mariposa, ni pájaros, con la única excepción de los buitres y los cuervos. Donde los niños no sabían lo que era un matorral, un bosque, un estanque; donde el aire estaba tan impregnado de óxido de carbono y de azufre, que esta contaminación ocasionaba la muerte al menos de una persona de cada familia; donde un calor insoportable petrificaba a las gentes durante los ocho meses del verano; donde el monzón transformaba las callejas y las chabolas en lagos de fango y de excrementos; un lugar en el que la lepra, la tuberculosis, las disenterías y todas las enfermedades carenciales reducían la esperanza de vida a uno de los niveles más bajos del mundo; donde ocho mil quinientas vacas y búfalos encadenados sobre montones de estiércol daban una leche envenenada de microbios. Pero sobre todo la Ciudad de la Alegría era un lugar donde existía la miseria económica más total. Nueve habitantes de cada diez no tenían ni una rupia diaria para comprarse una libra de arroz. Y al igual que todos los demás
slums
, la Ciudad de la Alegría en general era ignorada por el resto de Calcuta, salvo en caso de crimen o de huelga. Considerada como un lugar peligroso y de mala fama, una partida de intocables, de parias, de asociales, era un mundo aparte que vivía apartado del mundo.

Habiendo recalado allí en el curso de sucesivas migraciones, los hombres que poblaban aquel barrio pertenecían a todas las razas del continente indio. Allí podían verse juntos a afganos de tipo turco-iranio, puros indo-arios de Cachemira y del Punjab, bettiahs cristianos, oraones negroides, mongoloides del Nepal, Tíbeto-birmanos de Assam, aborígenes, bengalíes, usureros kabulis,
marwaris
del Rajasthan, sijs de turbantes orgullosos refugiados de la remota Kerala superpoblada y algunos millares de tamiles del sur agrupados aparte en sus chozas miserables, con sus cerdos enanos, sus costumbres y su lengua. También se veían monjes hindúes instalados en pequeños
ashrams
de maderos; grupos de
bauls
, esos monjes trovadores bengalíes ataviados con largas vestiduras de color naranja, que tenían en la Ciudad de la Alegría uno de sus paraderos habituales; sufíes musulmanes con barba de macho cabrío y vestidos de blanco; toda clase de faquires envueltos en los ropajes más heterogéneos, y a veces incluso sin ningún ropaje; algunos parsis adoradores del fuego, y jainíes con la boca tapada para no correr el peligro de dañar a la vida tragando por descuido algún insecto. Hasta había varios dentistas chinos. Este mosaico sería incompleto si olvidásemos mencionar una pequeña colonia de eunucos y las familias de los mafiosos locales, de quienes dependían todas las actividades del
slum
, desde la especulación inmobiliaria sobre los establos hasta las destilerías ilegales de alcohol, las expulsiones por falta de pago de alquiler, los juicios sumarios, los castigos infligidos por las menores irregularidades, el mercado negro, los fumaderos, la prostitución, la droga y el control de los movimientos sindicales y políticos.

Algunos anglo-indios —descendientes de hijos de mujeres indias sin casta y militares británicos sin graduación— y una multitud de miembros de otras etnias completaban la población de esta torre de Babel. Sólo la raza blanca de los galos y de los celtas no estaba representada en aquel hormiguero. Este hueco no iba a tardar en llenarse.

8

U
NOS días después de la llegada de la familia Pal a Calcuta, un europeo se sumaba también al maremágnum de la gran estación de Howrah. Con su fino bigote bajo la arremangada nariz, la frente muy amplia, sus andares desenvueltos y el desaliño de su ropa, recordaba al actor norteamericano Jack Nicholson. En tejanos y camisa india, calzando zapatillas de deporte, no llevaba más equipaje que una mochila a la espalda. Sólo una cruz de metal negro, colgando sobre el pecho y sujeta por un cordel, indicaba su condición. El francés Paul Lambert, de treinta y dos años, era un sacerdote católico.

Calcuta era para él el término de un largo itinerario que había empezado en Douai, ciudad del norte de Francia donde había nacido en 1933. Hijo y nieto de mineros, Paul Lambert había crecido cerca del pozo número 4, al que su padre bajaba todas las mañanas. Una noche de verano de 1946, una ambulancia se había detenido ante la casa del poblado minero en que vivían los Lambert. Paul vio bajar a su padre sostenido por dos enfermeros, con la cabeza envuelta en vendajes. Era el verano de la gran huelga de la cuenca hullera. Durante los violentos enfrentamientos entre mineros y fuerzas del orden, el padre de Paul Lambert había sufrido quemaduras en la cara y había perdido un ojo. Este traumatismo transformó a aquel hombre tranquilo y profundamente creyente. Se negó a aceptar aquella prueba y se refugió en una rebeldía activa, radical, desesperada. El que fue antiguo militante de la Acción Católica Obrera, pasó a engrosar las filas de la Liga Marxista Revolucionaria, una organización de extrema izquierda. Reconocible desde lejos por el parche que le tapaba un ojo, le apodaron «el Pirata». Se mezcló en graves incidentes. Se habló de terrorismo obrero y fue detenido. Unos días más tarde, el alcalde de la localidad informó a la madre de Paul, una flamenca dulce y generosa, que su marido se había ahorcado en su celda.

El joven Paul había asistido impotente a la metamorfosis de su padre. Su suicidio fue para el adolescente un drama terrible. Dejó de comer hasta el punto de que se temió por su vida. Se encerraba durante horas en su habitación para meditar ante la imagen del Santo Sudario de Turín que le había regalado su padre para su primera comunión. Aquel rostro de Cristo al ser bajado de la cruz, además de una fotografía de Edith Piaf y de unos pocos libros entre los que figuraban una vida de Charles de Foucault y el
Vuelo nocturno
de Saint-Exupéry, eran sus únicos compañeros. Una mañana, al abrazar a su madre en el momento de salir camino del liceo, le anunció: «Mamá, yo seré misionero».

Paul Lambert había madurado largamente su decisión. «Dos fuerzas me empujaban», contaría años más tarde. «La necesidad de alejarme después de la muerte de mi padre, pero sobre todo el deseo de conseguir por otros medios lo que él había intentado por la violencia. Nuevos inmigrantes trabajaban por esa época en las minas del norte, magrebíes, senegaleses, turcos, yugoslavos. Mi padre los había incorporado a su organización revolucionaria. Ésta se convirtió en su familia, y él un poco en su padre. Algunos, al salir de los pozos pasaban la velada en casa. Entonces aún no existía la televisión, se discutía. De todo, pero sobre todo de justicia, de solidaridad, de fraternidad, lo que más necesitaban. Un día un senegalés interpeló a mi padre: “Tú siempre dices que estás cerca de nosotros, pero en realidad no sabes nada de nosotros. ¿Por qué no vas a vivir un tiempo en nuestros barrios de chabolas y en nuestros campos pobres de África? ¡Comprenderías mejor por qué tuvimos que irnos de allí y venir a picar piedra durante todo el día en el fondo de una mina!”. Nunca lo he podido olvidar».

La reflexión de aquel africano marcó profundamente al muchacho. Unos años antes, durante el cruel verano de 1940, le había impresionado el espectáculo del éxodo de los belgas que huían ante los ejércitos alemanes por la carretera que pasaba por detrás del poblado minero. Al salir de la escuela, corría a dar de beber a aquellos desdichados. Más tarde asistió a las redadas de niños judíos que hacían los nazis. Junto con sus padres, arrojaba por encima de las alambradas pan y queso de su propia ración. Durante toda la guerra, aquella familia de obreros se privó de muchas cosas para compartir y aliviar. Su vocación de servir a los demás, de la rebeldía contra la injusticia y de la vida de amor y de participación en la que había crecido.

Cuando se fue del poblado, pasó tres años en el seminario menor de Lila. La enseñanza religiosa que recibió allí le pareció muy alejada de las urgencias cotidianas, pero el estudio a fondo del Evangelio le confirmó en su voluntad de compartir la suerte de los pobres. En cada período de vacaciones volvía a su casa para abrazar a su madre antes de dirigirse haciendo auto-stop hacia la región parisiense para ir en busca de una especie de santo barbudo. El abate Pierre, tocado con una vieja boina, y sus traperos de Emaús, en esta época socorrían a los más necesitados con el producto de la venta de papeles viejos y de todo lo que podía utilizarse limpiando los sótanos y los desvanes de los más favorecidos por la fortuna.

Más tarde, en el seminario mayor de Juvisy, Paul Lambert conoció a quien debía señalarle su camino definitivo. El padre Ignacio Fraile pertenecía a una congregación española fundada en el siglo pasado por un sacerdote de Asturias cuya causa de beatificación estaba en curso en Roma. La hermandad de San Vicente agrupaba a religiosos y a laicos consagrados que hacían votos de pobreza, castidad, obediencia y caridad para «vivir con los más pobres y más necesitados allí donde se encuentren, compartir su vida y morir con ellos». Se habían formado pequeñas comunidades de sacerdotes y de hermanos en los suburbios industriales de numerosas ciudades europeas, en América Latina, en África, en Asia, en todas partes donde hubiera hombres que sufriesen. En Francia había varias de ellas.

Paul Lambert fue ordenado sacerdote el 15 de agosto de 1960, fiesta de la Asunción de la Virgen. Acababa de cumplir veintisiete años. Aquella misma noche tomó el tren para Douai a fin de pasar unas horas al lado de su madre, hospitalizada desde hacía tres meses por trastornos cardíacos. Antes de abrazar por última vez a su hijo, ésta le entregó una caja cuidadosamente envuelta. Sobre una capa de algodón, contenía una cruz de metal negro que llevaba grabadas las dos fechas de su nacimiento y de su ordenación.

—No te separes nunca de ella, pequeño —le dijo, apretando las dos manos de su hijo entre las suyas—. Esta cruz te protegerá allí donde vayas.

Consciente de que los hombres más abandonados no se encontraban en Europa, sino en el tercer mundo, Lambert estudió español durante su último año de seminario con la esperanza de que le enviasen a los barrios de barracas o a las favelas de América del Sur. Pero su hermandad le pidió que fuera a la India.

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