La ciudad de los prodigios (12 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

–¡Eh, señor Braulio —le gritó—, espéreme! Soy yo, Onofre Bouvila, su huésped; de mí no tiene nada que temer.

–¡Ay, hijo —exclamó el fondista, por cuyos carrillos discurría aún el llanto—, me han golpeado en la boca y me habrían rajado como a una puerca si no llego a poner los pies en polvorosa! ¡Esa chusma!

–Pero, ¿por qué demonios viene usted a este lugar inmundo a que le peguen, señor Braulio? ¡Y vestido de mujer! Esto no puede ser normal —dijo Onofre.

El señor Braulio se encogió de hombros y reemprendió la marcha. Nubarrones habían cubierto la luna y no se veía nada. Era imposible no tropezar con el carbón, irse de bruces y lastimarse las rodillas, las manos o la cara. Onofre y el señor Braulio acabaron cogiéndose del brazo para afianzarse el uno en el otro.

–Ah —exclamó de nuevo el señor Braulio al cabo de un rato—, ¿no notas, Onofre? Está empezando a nevar. ¡Cuántos años hacía que no nevaba en Barcelona!

A sus espaldas crecía el bullicio: los habitantes y la clientela del villorrio depravado habían salido a la calle y se alumbraban con hachones y quinqués para contemplar aquel espectáculo insólito.

3

Aquél fue realmente el invierno más frío de cuantos se recordaban en Barcelona. Nevó durante días y noches sin parar, la ciudad quedó enterrada bajo una capa de nieve de más de un metro de espesor, el tráfico se detuvo y toda actividad y los servicios públicos se interrumpieron, aun los más perentorios; las temperaturas bajaron a varios grados bajo cero: esto no es mucho en otras latitudes, pero sí en una ciudad indefensa, en la que jamás se había tomado ninguna previsión contra esta eventualidad ni las personas tenían el organismo preparado para afrontar el frío. Hubo que lamentar numerosas víctimas. Una mañana, cuando Onofre, a quien la vida en el campo había curtido, para quien por lo tanto aquellos rigores no suponían una traba, abrió el balcón de su habitación para contemplar el paisaje de las casas emblanquecidas, encontró en la baranda el cuerpo sin vida de una de las tórtolas. Al intentar coger el cadáver éste se cayó a la calle y se hizo añicos, como si la tórtola hubiera estado hecha de loza. El agua al congelarse reventó las cañerías y conductos: dejaron de manar los grifos y las fuentes públicas. Hubo que organizar la distribución de agua potable en unos carros-cuba que se apostaban en ciertos puntos de la ciudad a determinadas horas. Los conductores anunciaban la presencia de los carros-cuba soplando un cuerno de latón dorado. Se formaban colas muy penosas de guardar a la intemperie, con aquel frío que mordía a través de la ropa. La policía tenía que intervenir para evitar peleas y verdaderos amotinamientos por la lentitud del servicio. a veces a alguien haciendo cola se le congelaban las extremidades y había que arrancarlo del suelo echándole agua caliente en los zapatos o por la fuerza, a tirones. Muchos ciudadanos obtenían agua metiendo cubos de nieve en las casas y esperando a que se derritiese la nieve. Otros hacían lo mismo con los carámbanos que colgaban de los aleros. Todo esto, por más que era incómodo, creaba una sensación de aventura compartida, hermanaba a los barceloneses: nunca faltaba una anécdota que referir.

Para quienes trabajaban al aire libre la situación resultaba dolorosísima. Los obreros de la Exposición Universal sufrían lo indecible en el recinto, abierto al mar y desprotegido del viento. Mientras que en otros lugares parecidos, como el puerto, las labores se habían paralizado temporalmente, en la Exposición se seguía trabajando a ritmo creciente. Además, las reclamaciones de los albañiles no recibían respuesta satisfactoria, por lo que decidieron ir a la huelga. Pablo, a quien Onofre mantenía al corriente de los acontecimientos, montó en cólera. Esta huelga, decía, es una insensatez. Onofre pidió a Pablo que le explicase por qué decía aquello.

–Mira, chico, hay dos tipos de huelga: la que tiene como fin obtener un beneficio concreto y la que tiene como fin hacer que se tambalee el orden establecido, contribuir a su eventual destrucción. La primera es muy perjudicial para el obrero, porque en el fondo tiende a consolidar la situación injusta que prevalece en la sociedad. Esto es fácil de entender y no tiene vuelta de hoja. La huelga es la única arma con que cuenta el proletariado y es tonto malgastarla en minucias. Además, esta huelga carece de organización, de base, de líderes y de propósitos definidos. Fracasará del modo más rotundo y la causa habrá dado un paso atrás gigantesco —dijo Pablo.

Onofre discrepaba: para él la rabia del apóstol se debía a que los huelguistas no habían contado para nada con los ácratas: no les habían pedido consejo ni que se sumasen a la acción colectiva ni mucho menos que la dirigiesen. No obstante, aprendió que la huelga era efectivamente un arma de doble filo, que los obreros debían usar de ella con mucha cautela y que hábilmente manipulada por los patronos, éstos podían beneficiarse mucho de ella. Ahora se limitaba a seguir de cerca los sucesos procurando no perder detalle de lo que ocurría ni salir malparado si las cosas tomaban mal cariz. Esta huelga, como había anunciado Pablo, acabó en nada: una mañana llegó al parque de la Ciudadela y encontró a casi todos los obreros reunidos en la explanada central de la futura Exposición, la antigua Plaza de Armas de la Ciudadela, frente al Palacio de la Industria. Este palacio todavía era sólo una armadura de tablones vastísima; ocupaba un área de 70.000 metros cuadrados y su altura máxima era de 26 metros. Ahora, cubierto de nieve, vacío y abandonado parecía el esqueleto de un animal antediluviano. Los obreros congregados en la Plaza de Armas no hablaban entre sí. Ateridos zapateaban, se azotaban los costados con los brazos. Parecían un mar de gorras inquieto. La Guardia Civil se había apostado en puntos estratégicos. La silueta inconfundible de los capotes y los tricornios se recortaba en las azoteas contra el cielo nítido de la mañana. Un destacamento de a caballo patrullaba las inmediaciones del parque.

–Si cargan, recordad que sólo pueden usar el sable por el lado derecho del caballo —decían algunos obreros, veteranos de otras escaramuzas—; por el izquierdo son inofensivos —añadían para calmar los nervios de los bisoños—. Y si os alcanzan, echaos al suelo y tapaos la cabeza con las manos. Los caballos no golpean nunca un cuerpo tendido. Es mejor eso que huir corriendo.

No faltaba quien decía que se podía asustar fácilmente a los caballos, animales muy tontos y timoratos, agitando un pañuelo delante de sus ojos. Con eso, decían, se encabritan y con suerte arrojan al jinete de la silla. Pero todos pensaban: que lo pruebe otro.

Por fin circuló la orden de ponerse en marcha. Nadie sabía de dónde provenía; el grupo echó a andar muy despacio, arrastrando los pies. A él, que caminaba junto al grupo, aunque a cierta distancia, le llamó la atención una cosa: que el grupo, inicialmente compuesto de unas mil personas o más, se había reducido a doscientas o trescientas apenas iniciada la marcha. Los demás se habían esfumado. Los que quedaban fueron saliendo del parque a través de una puerta situada entre el Invernáculo y el CaféRestaurante y tomaron la calle de la Princesa, con ánimo de llegar hasta la plaza de San Jaime. Su aspecto no era muy amenazante. Más bien parecía que todos deseaban poner fin a lo que ya preveían inútil y que sólo los mantenían unidos y activos el pundonor y la solidaridad. Los comercios de la calle de la Princesa no habían cerrado las rejas y a las ventanas de las casas se asomaba la gente a ver pasar la manifestación. El destacamento de guardias seguía a los obreros al paso, con los sables envainados, más atentos al frío que a una posible alteración de la vida ciudadana. Onofre siguió un rato la manifestación y se metió luego por una calleja lateral con objeto de rebasarla y reencontrarla más adelante. En una plazoleta cercana se dio de manos a boca con una compañía de a caballo de la Guardia Civil y tres cañones de poco calibre montados sobre cureñas. cuando se reunió con los obreros ya sabía que si las cosas se salían de su cauce la manifestación acabaría en un baño de sangre. Por suerte no ocurrió nada grave. Llegados al cruce de la calle Montcada los manifestantes se detuvieron de común acuerdo. Tanto da que nos paremos aquí, parecían pensar, como que sigamos andando hasta el día del juicio. Un obrero se encaramó al enrejado que celaba una ventana y pronunció una arenga. Dijo que la manifestación había sido un éxito. Luego otro obrero ocupó el mismo lugar y dijo que todo había salido mal por falta de organización y de conciencia de clase e instó a los manifestantes a que se reintegrasen al trabajo sin tardanza. Quizás así logremos evitar las represalias, dijo al concluir su intervención. Ambos oradores fueron escuchados con grandes muestras de atención y respeto. El primero que habló, según averiguó Onofre más tarde por mediación de Efrén Castells, era un confidente de la policía; el segundo, un albañil honrado no exento de veleidades sindicalistas. Este último perdió el empleo a raíz de esa huelga y no se le volvió a ver más por el parque de la Ciudadela. El resumen de la jornada fue éste: al mediodía todos los obreros habían vuelto a sus puestos de trabajo; ninguna de sus reclamaciones fue atendida y la prensa local ni siquiera recogió el hecho.

–No podía ser de otro modo —refunfuñó Pablo con un deje de satisfacción en sus ojillos febriles—. Ahora tendrán que pasar años antes de que pueda plantearse otra acción colectiva. Ni siquiera sé si vale la pena que sigas repartiendo panfletos.

Onofre, algo asustado al ver que peligraba aquella fuente de ingresos, trató de desviar el tema contando lo que había visto al separarse del grueso de la manifestación.

–Pues claro —dijo Pablo—, ¿qué creías? No van a arriesgarse a que un puñado de obreros se salga con la suya y cree un precedente funesto. Mientras se puede se les deja actuar. Un destacamento se encarga de mantener el orden público y regular el tráfico. La gente dice: no sé de qué se quejan, tenemos un gobierno de lo más benévolo. Si las cosas toman mal cariz, la caballería carga. Y si con eso no basta, ¡metralla para el pueblo!

–Entonces, ¿por qué seguir intentándolo? – preguntó Onofre—. Ellos tienen las armas. Nunca cambiará nada. Dediquémonos a otra cosa más lucrativa.

–No digas eso, chico, no digas eso —respondió Pablo con los ojos perdidos en un horizonte imaginario, más dilatado y más luminoso que el que le ofrecían los muros húmedos y agrietados del sótano donde vivía—. No digas eso jamás. Es cierto que a las armas sólo podemos oponer nuestro número. El número y el arrojo que engendra la desesperación. Pero algún día venceremos. Nos costará mucho dolor y mucha sangre, pero el precio que hayamos de pagar será pequeño porque con él compraremos un futuro para nuestros hijos, un futuro en el que todos tendrán las mismas oportunidades y no habrá más hambre ni más tiranía ni más guerra. Es posible que esto yo no lo vea; ni tú tampoco, Onofre, chico, aunque seas muy joven. Han de pasar muchos años y hay una infinidad de cosas que hacer antes: destruir todo lo que existe, ahí es nada. Acabar con la opresión y el Estado, que la hace posible y la fomenta; con la policía y con el Ejército; con la propiedad privada y con el dinero; con la Iglesia y con la enseñanza que ahora se imparte, ¿qué sé yo? Por lo menos hay aquí para cincuenta años de trabajo, ya ves lo que te digo.

El frío, que tantas víctimas se cobró aquel invierno en Barcelona, no dejó incólume la pensión. Micaela Castro, la vidente, cayó enferma de gravedad. Mosén Bizancio trajo un médico para que la reconociera. Era un médico joven y apareció revestido de una bata blanca salpicada de manchas rojas. De un maletín sacó unos hierros sucios y algo oxidados con los que estuvo golpeando y punzando a la paciente. Todos comprendieron que el médico no sabía nada de medicina, se percataron de que las manchas de la bata eran de tomate, pero hicieron como que no lo notaban. El médico, pese a su aparente incompetencia, se mostró muy seguro en el diagnóstico: a Micaela Castro le quedaba poco de vida. No precisó la enfermedad: la vejez y otras complicaciones se la están llevando, dijo. Dejó recetados unos calmantes y se fue. Al quedarse solos los huéspedes fijos de la pensión y el señor Braulio se reunieron a deliberar en el zaguán, donde estaba la señora Agata con los pies en la jofaina. Mariano era partidario de sacar a la enferma de la pensión cuanto antes. El médico había dicho que la dolencia de la pitonisa no era contagiosa, pero el barbero era muy aprensivo.

–Llevémosla a la Casa de Caridad —propuso—, allí la atenderán bien hasta que se muera.

El señor Braulio estuvo de acuerdo con el barbero; la señora Agata no dijo nada, como de costumbre, ni dio muestras de enterarse de cuál era el objeto del cónclave; Onofre se declaró dispuesto a respaldar la opinión de la mayoría. Sólo mosén Bizancio se opuso: en su calidad de sacerdote había visitado algunos hospitales y las condiciones en que estaban los enfermos allí le parecían inaceptables. Aun en el supuesto de que hubiese una cama libre, dijo, abandonar a esta pobre mujer a su suerte en un lugar extraño, a cargo de desconocidos y rodeada de moribundos como ella sería una crueldad impropia de cristianos. Su dolencia no exigía cuidados especiales y no causaría molestia alguna, añadió.

–Esta pobre chiflada lleva muchos años en la pensión —dijo mosén Bizancio—. Ésta es su casa. Es de justicia dejarla morir aquí, rodeada de nosotros, que somos, como si dijéramos, su familia, lo único que tiene en este mundo. Tengan ustedes en cuenta —añadió mirando uno a uno a los reunidosque esta mujer tiene hecho pacto con el diablo. Le espera la condenación y una eternidad de sufrimientos. Ante esta terrible perspectiva, lo menos que podemos hacer es procurar que lo que le queda de vida terrena sea lo menos ingrato posible.

El barbero empezó a formular una protesta, pero le interrumpió la señora Agata. El mosén tiene razón, dijo con una voz bronca como la de un minero. Nadie, salvo su marido, la había oído hablar nunca; su intervención lacónica zanjó el caso. Onofre lo entendió así de inmediato y se apresuró a manifestar su acuerdo apenas la señora Agata hubo hablado. El barbero acabó por ceder: no le cabía otra salida. Mosén Bizancio prometió atender a la enferma para que su cuidado no supusiera una carga para nadie. El cónclave se deshizo amigablemente. A la hora de la cena la ausencia de Micaela Castro tendió una nube de melancolía sobre los reunidos, a quienes ya nunca volvería a distraer con sus trances.

Por fin concluyó el año 1887. Por una razón o por otra, a todos se les había antojado más largo que los precedentes; quizá porque, como sucede a veces, aquel año no había traído buena suerte. a ver si el que viene es un poquito mejor, se deseaban mutuamente los barceloneses. También es probable que el frío riguroso de las últimas semanas contribuyera a dejar un mal recuerdo del año. La nieve, allí donde no había sido limpiada, se convirtió en hielo; por consiguiente, en causa de caídas y fracturas. Esto parece el Polo Norte, decían los graciosos. Y, en efecto, la plaza Cataluña, como estaba en obras y llena de cráteres, montículos y zanjas, presentaba un aspecto desolador, de tundra. Un diario publicó al respecto una noticia chocante; en un hoyo de dicha plaza habían sido encontrados varios huevos de gran tamaño. Analizados en un laboratorio, habían resultado ser huevos de pingüino. Es casi seguro que esta noticia era falsa, que el periódico en cuestión se proponía publicarla el día de los Inocentes, y que se traspapeló y salió a destiempo. Pero este hecho mismo indica hasta qué punto el frío protagonizaba la vida de la ciudad y especialmente de quienes carecían allí de medios para defenderse de sus embestidas.

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