La ciudad de los prodigios (7 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

–¿Qué traes aquí, chaval? – le preguntó un albañil al que se había dirigido; este albañil formaba parte de un corrillo de varios albañiles que hacían una pausa en el trabajo. Uno de ellos vigilaba. Si veía venir al capataz lanzaba un silbido. Al oír este silbido los albañiles se reintegraban al trabajo apresuradamente. Esta costumbre había dado origen a una canción popular.

–Es por si quieren ustedes hacer la revolución -respondió Onofre, entregándole un panfleto. El albañil hizo una bola con el panfleto y la arrojó a donde había un montón de cascotes. Pero, chaval, si aquí no sabemos ni leer ni nada, le dijo a Onofre. Además, ¿qué dices tú de la revolución? Eso es una cosa muy seria. Mira, añadió, más vale que te vayas antes de que el capataz venga y te vea.

Alertado por el albañil se dedicó un rato a explorar el terreno con minuciosidad. Pronto aprendió a distinguir a los capataces. También comprobó que los capataces estaban más dedicados a impartir órdenes y a cerciorarse de que éstas eran cumplidas que a vigilar eventuales desviaciones ideológicas por parte de sus subordinados. Con todo, habrá que andarse con tiento, se dijo. Cada capataz se ocupaba de un sector o de una parte de una obra; había muchos y cada uno tenía su forma propia de ser y de actuar. Por el recinto iban y venían unos personajes cubiertos de guardapolvo; llevaban gorra y anteojos e inspeccionaban la marcha de los trabajos, tomaban medidas con varas y teodolitos, consultaban planos y daban instrucciones a los capataces, quienes las escuchaban con atención y daban de inmediato muestras de haberlo entendido todo. Pierda usted cuidado, que así se hará, parecían querer decir con sus reverencias, exactamente como usted ha dicho, hasta el detalle más mínimo. Estos señores tan importantes eran los arquitectos, sus ayudantes y sus colaboradores. Con sus idas y venidas trataban de coordinar lo que se estaba haciendo allí. Salvo esta conexión esporádica cada grupo de obreros parecía actuar por cuenta propia, insensible a la presencia de los demás. Unos levantaban andamios y otros los desmontaban; unos abrían zanjas y otros las rellenaban; unos apilaban ladrillos y otros derribaban paredes; todo ello entre órdenes y contraórdenes, gritos, pitidos, relinchos, rebuznos, ronquido de calderas, estrépito de ruedas, rechinar de hierros, retumbar de piedras, repicar de tablas y entrechocar de herramientas, como si en aquel punto se hubieran dado cita todos los locos del país para dar rienda suelta a su vesania. Las obras de la exposición habían adquirido por esas fechas un ritmo propio que no podía detener nada ni nadie. Los medios técnicos para llevarlas a cabo no faltaban: por aquellas fechas Barcelona contaba con 50 arquitectos y 146 maestros de obras a cuya disposición estaban varios centenares de hornos de obra, fundiciones, serrerías y talleres mecánico-metalúrgicos. La mano de obra también era numerosa, gracias al desempleo creciente provocado por la recesión económica. Lo único que no sobraba era el dinero para pagar a tanta gente ni a los proveedores de materias primas. Madrid, según frase acuñada por un periódico satírico de la época, tenía
sujetos los cordones de la bolsa con los dientes
; este epigrama, característico del humor de entonces, daba fe de la parquedad obstinada del Gobierno. Mala suerte, dijo Rius y Taulet encogiéndose de hombros, soslayaremos el problema no pagando. El municipio contraía deudas gigantescas en aplicación de este principio. Sólo dos cosas me hacen sentir alcalde, decía él: gastar sin freno y hacer el bandarra. Sus sucesores en el cargo adoptaron este lema. Pero de todo esto Onofre Bouvila estaba aún muy ajeno. Vagando por el recinto, con cuyas dimensiones trataba de familiarizarse poco a poco, se llevó varios sobresaltos. El mayor de éstos fue la aparición súbita de la Guardia Civil. Sin embargo, pasado el susto, se dijo que en medio de aquel barullo colosal la Guardia Civil sólo debía de ocuparse de los altercados, los motines y otros disturbios graves y que probablemente su presencia pasaría desapercibida a los guardias a poco que fuera cauteloso. Más tranquilo volvió a la carga, pero al término de la jornada no había conseguido colocar ni un solo panfleto. Extenuado, polvoriento y sin haber comido nada desde el desayuno, recuperó el fardo que había escondido antes de entrar en el recinto y regresó a la pensión a pie. ¿Será posible que una cosa tan sencilla como entregar un papel a otra persona esté fuera de mi alcance?, se iba diciendo mientras caminaba. Quiá, eso no lo puedo admitir, respondía para sus adentros; aunque está visto que todo es más complicado de lo que parece ser al principio. Antes de emprender cualquier acción hay que estudiar bien las circunstancias, el terreno que uno pisa, pensó. No hay duda de que todavía me queda mucho por aprender. Pero es preciso que aprenda aprisa, agregaba de inmediato y con vehemencia, porque no sobra el tiempo. Es verdad que aún soy joven, pero es ahora cuando debo abrirme camino si quiero llegar a ser rico. Luego ya será tarde, se decía. Ser rico era el objetivo que se había fijado en la vida. Cuando su padre hubo emigrado a Cuba, su madre y él habían sobrevivido con grandes estrecheces. A menudo pasaban hambre y todos los inviernos sufrían la tortura del frío. Desde que tuvo uso de razón, sin embargo, sobrellevó estas penurias en el convencimiento de que algún día su padre había de regresar cargado de dinero. Entonces todo será bienestar, pensaba, y ese bienestar ya no se acabará nunca. Su madre no había hecho ni dicho nada que hubiera podido fomentar estas fantasías; pero tampoco disuadirle de ellas: nunca hablaba del tema. Así él había fantaseado a su antojo. Nunca se había preguntado por qué su padre no les enviaba alguna remesa de dinero de cuando en cuando si verdaderamente se había enriquecido como él imaginaba, por qué permitía que su mujer y su hijo vivieran sumidos en la miseria mientras él nadaba en la abundancia. Cuando inocentemente había dado a conocer a otros estas fantasías la reacción de sus oyentes le había resultado penosa; por este motivo dejó de hablar del tema él también. Ahora su madre y él compartían este silencio obstinado. Así habían vivido año tras año hasta el día en que el tío Tonet trajo la noticia de que Joan Bouvila regresaba de Cuba efectivamente enriquecido. Nadie sabía por qué conducto esta noticia había llegado a oídos del tartanero. Muchos dudaban de su veracidad, pero tuvieron que rectificar cuando al cabo de unos días trajo en su tartana al propio Joan Bouvila. Diez años antes él mismo lo había llevado a Bassora, a la estación de ferrocarril, de donde había partido para Barcelona, a embarcar. Ahora lo traía de vuelta. Toda la gente de los alrededores se había congregado delante de la iglesia para verlos llegar; desde allí escrutaban la colina, el camino que bajaba a través del encinar. Un monaguillo aguardaba la señal del rector para echar al vuelo la campana de la iglesia. Onofre fue el único que no lo reconoció de inmediato apenas la tartana apareció en una revuelta del camino. Los demás supieron en seguida que era él a pesar de que había cambiado físicamente en aquellos diez años de clima extremo y vicisitudes. Ahora llevaba un traje de lino blanco que casi centelleaba bajo el sol otoñal y un panamá de ala ancha. También traía sobre las rodillas un paquete cuadrado envuelto en un pañuelo de hierbas. Tú debes de ser Onofre, había sido lo primero que dijo al saltar de la tartana a tierra. Sí, señor, había contestado él. Joan Bouvila había hincado las rodillas en tierra y había besado el polvo. No había querido levantarse hasta que el rector le hubo dado la bendición. Miraba a su hijo con los ojos vidriosos, con la mirada empañada por la emoción. Estás muy crecido, había dicho, ¿y a quién dicen que te pareces? A usted, padre, había respondido él sin vacilar. En aquel momento era consciente de la curiosidad con que los demás los estaban observando, de las conjeturas que se estarían haciendo. Joan Bouvila trajo de la tartana el paquete cuadrado. Mira lo que te he traído, había dicho, quitando el pañuelo de hierbas que envolvía el paquete. Había dejado al descubierto una jaula de alambre en cuyo interior había un mono algo mayor que un conejo, delgado y con la cola muy larga. Aquel mono parecía muy enfadado y enseñaba los dientes con una ferocidad que no guardaba relación con su tamaño. Joan Bouvila había abierto la puerta de la jaula y metido la mano por ella; el mono se había aferrado a sus dedos. Luego había sacado la mano y había acercado el mono a la cara de Onofre, que lo estudiaba con recelo. Cógelo sin miedo, hijo, le había dicho su padre, no te hará ningún daño: es tuyo. Onofre lo había cogido, pero el mono se le había encaramado por el brazo, se le había aposentado en el hombro y le había golpeado la cara con la cola. He organizado unas oraciones para dar gracias a Dios Nuestro Señor por tu regreso, había dicho el rector interrumpiendo esta escena. Joan Bouvila hizo una leve reverencia; luego recorrió la fachada de la iglesia con los ojos de arriba abajo. Era una construcción tosca, de piedra, de una sola nave rectangular; el campanario era de planta cuadrada. Esta iglesia necesita una buena restauración, había dicho Joan Bouvila en voz alta. A partir de entonces todos habían empezado a llamarle
el americano
; ahora esperaban que introdujera grandes cambios en el valle. Él se había quitado el sombrero y había ofrecido el brazo a su mujer; juntos habían entrado en la iglesia. Allí refulgían los cirios ante el altar. Nadie había visto nunca antes semejante protocolo. Ahora Onofre recordaba nítidamente aquellos momentos mágicos mientras regresaba hambriento y fatigado a la pensión. Cuando se cruzaba con algún carruaje procuraba atisbar en su interior, por si allí había algún personaje cuya visión fugaz pudiera alimentar luego sus ensoñaciones. Estos carruajes, sin embargo, iban escaseando cada vez más a medida que sus pasos lo acercaban al barrio lóbrego de la pensión. Esto no bastó para desalentarlo. La primera luz del día siguiente lo encontró ya en el recinto de la Exposición. Había dejado los panfletos en la pensión; ahora sólo husmeaba aquí y allá, decidido a conocer palmo a palmo lo que había de ser su campo de operaciones en lo sucesivo. Así aprendió pronto que no todos los empleados que trabajaban en las obras eran de igual categoría. Había operarios y manobres y entre ambos existía una diferencia fundamental para él. Los operarios eran hombres con oficio, organizados con arreglo a las jerarquías y los usos de los gremios antiguos; contaban con el respeto de los amos y se hablaban casi de igual a igual con los capataces; sentían un orgullo comparable al de los artistas, se sabían imprescindibles y eran reacios en general a los postulados del sindicalismo porque recibían una remuneración decorosa. Los manobres o peones de mano provenían del campo y no sabían hacer nada; habían acudido a la ciudad a la desesperada, expulsados de su tierra por la sequía, la desolación causada por las guerras y las plagas, o simplemente porque la riqueza local era insuficiente para asegurarles la manutención. Arrastraban a sus familias y a veces a parientes lejanos, a allegados inválidos que no habían podido dejar atrás, de quienes se hacían cargo con la lealtad heroica de los pobres; ahora vivían en chozas de hojalata, madera y cartón en la playa que se extendía desde el embarcadero de la Exposición hasta la fábrica de gas. Las mujeres y los niños pululaban a centenares por este campamento surgido a la sombra de los entablados y armazones que dibujaban ya las siluetas de lo que pronto serían palacios y pabellones. Algunas de estas mujeres estaban casadas con los manobres; otras, sólo amistanzadas con algunos de ellos; otras eran madres, hermanas solteras, suegras o cuñadas de aquéllos. La mayoría de ellas estaban en un estado de gravidez avanzado. Se pasaban el día tendiendo ropa húmeda en unas cuerdas tensadas entre dos cañas clavadas en la arena para que allí la brisa tibia del mar y el sol radiante la oreasen. También cocinaban en unos braseros colocados a la puerta de las chozas a los que atizaban enérgicamente con unos abanicos de paja, o remendaban y zurcían. Todo esto lo hacían mientras atendían a los niños. Estos iban tan sucios que era difícil precisar sus rasgos faciales; tenían las tripas hinchadas, andaban desnudos y la emprendían a pedradas con todo el mundo. Si se acercaban a las mujeres que cocinaban corrían el riesgo de recibir un bofetón o un sartenazo. Con esto los alejaban, pero pronto volvían atraídos por el olor de la comida. Entre las mujeres menudeaban las trifulcas, los gritos y los insultos; con frecuencia llegaban a las manos. La Guardia Civil se apostaba a prudencial distancia en estas ocasiones y no intervenía si no salían a relucir cuchillos o navajas. En averiguar estas cosas pasaba Onofre Bouvila los días. Prevaliéndose de su aspecto inofensivo y de la ventaja de no estar sujeto a ningún horario ni adscrito a ningún sector iba de un lado a otro para que la gente se acostumbrara a su presencia. Nunca molestaba a los que estaban trabajando; a los que descansaban les hacía preguntas relacionadas con su oficio. Si encontraba la manera de ayudar en algo, lo hacía. Poco a poco se iba granjeando la tolerancia de todos y el aprecio de algunos.

Transcurrida la primera semana y aunque no había colocado un solo panfleto, encontró sobre la almohada de su cama el dinero que Delfina le había prometido y que seguramente ella misma había colocado allí. Interiormente se felicitó de la comprensión y de la honradez de sus empleadores. No les defraudaré, pensaba; y no porque esta revolución que ando pregonando me interese nada, sino porque quiero demostrar que puedo hacer esto tan bien como el mejor. Pronto podré empezar a repartir los panfletos dichosos: mi asiduidad y mi discreción están dando sus primeros frutos; ya he vencido la desconfianza inicial que puede haber inspirado con mi torpeza; además ya nadie me vigila: todos están absortos en esta Exposición disparatada. En efecto, ya en 1886, cuando aún faltaban dos años para la inauguración, un periódico había advertido de que
acudirán constantemente a Barcelona forasteros dispuestos a formar concepto de su belleza y adelantos
, por lo cual, añade,
el ornato públicos lo propio de la comodidad y seguridad personal, son las cuestiones que en el caso presente han de llamar con toda preferencia la preciosa atención de nuestras autoridades
. No pasaba día últimamente sin que los periódicos hicieran sugerencias:
construir el alcantarillado de la parte nueva
, proponía uno;
hacer desaparecer los barracones que afean la plaza Cataluña
, proponía otro;
dotar al paseo de Colón de bancos de piedra, mejorar los barrios extremos como el del Poble Sech, que habrán de recorrer quienes aprovechen su estancia en Barcelona para llegarse a Montjuich atraídos por los deliciosos manantiales de que está salpicada esta montaña
, etcétera. Algunos se mostraban preocupados por la actitud de los propietarios de fondas, restaurantes, posadas, cafés, casas de pupilos, etcétera, a quienes exhortaban a comprender que
el deseo de excesiva ganancia es por lo general contraproducente, redundando en perjuicio propio, pues lleva consigo el retraimiento del viajero
. A este sector de la prensa le preocupaba menos la impresión que pudiera causar la ciudad que la que pudieran causar sus habitantes, de cuya honradez, competencia y modales desconfiaba a todas luces.

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