El desarrollo económico de Barcelona se había iniciado a finales del siglo XVIII y había de continuar hasta la segunda década del siglo XX, pero este desarrollo no había sido constante. A los períodos de auge les seguían períodos de recesión. Entonces el flujo migratorio no cesaba, pero en cambio la demanda disminuía; encontrar trabajo en esas circunstancias revestía dificultades casi insuperables. A pesar de lo que el señor Braulio había dicho la noche antes, cuando Onofre Bouvila se echó a la calle en busca de un empleo que le permitiera ganarse la vida Barcelona atravesaba desde hacía varios años una de estas fases de recesión.
Un cordón de policías le cerró la entrada a los muelles. Preguntó qué pasaba y le respondieron que entre los obreros portuarios se habían declarado varios casos de cólera morbo, sin duda traído por algún barco proveniente de costas lejanas. Atisbando por encima del hombro de un agente pudo percibir un cuadro trágico: varios estibadores habían dejado caer los fardos que acarreaban y vomitaban en las losas de la dársena; otros evacuaban al pie de las grúas un líquido ocre y fluido. Remitido el ataque volvían a sus faenas entre convulsiones, por no perder el jornal. Los sanos se apartaban al paso de los contaminados; los amenazaban con cadenas y bicheros si éstos pretendían aproximarse a ellos. Un puñado de mujeres trataba de romper el cordón sanitario para acudir en socorro de sus maridos o amigos; a éstas las rechazaba la policía sin miramientos.
Onofre Bouvila siguió caminando; iba bordeando el mar en dirección a la Barceloneta. En esa época la gran mayoría de los barcos era aún de vela. Las instalaciones del puerto estaban también muy atrasadas: los muelles no permitían que los barcos atracaran de costado, habían de atracar de popa. Esto dificultaba mucho las labores de carga y descarga, que habían de ser efectuadas por medio de barcazas y chalupas. Un enjambre de estas barcazas y chalupas surcaba las aguas del puerto a todas horas trayendo y llevando mercancías. Por los muelles y las calles aledañas pululaban marinos viejos de rostro curtido; solían llevar el pantalón arremangado hasta la rodilla, blusón a rayas horizontales y gorro frigio. Fumaban pipas de caña, bebían aguardiente y comían cecina y unos bizcochos que dejaban secar durante semanas; también succionaban limón con avidez; eran lacónicos con la gente, pero hablaban a solas sin parar; rehuían el contacto humano y eran pendencieros, pero acostumbraban a ir acompañados de un perro, un loro, un galápago o algún otro animalito al que prodigaban mimos y atenciones. En realidad sufrían un trágico destino: embarcados de niños como grumetes, no habían regresado hasta la vejez a su tierra natal, a la que ya sólo les unía la memoria. El vagabundear continuo les había impedido fundar una familia o anudar amistades duraderas. Ahora, de regreso, se sentían extraños. Pero a diferencia del auténtico extranjero, que puede amoldarse mal que bien a las costumbres del país que le acoge, ellos arrastraban la impedimenta de unos recuerdos falseados por el transcurso de tantos años, por tantas horas de ocio desperdiciadas en forjar ensueños y proyectos; ahora, enfrentados a una realidad distinta, estos recuerdos idealizados les imposibilitaban de adaptarse al presente. Algunos precisamente para evitar estos desajustes optaban por acabar sus días en algún puerto extraño, lejos de su patria. Éste era el caso de un lobo de mar casi centenario llamado Sturm, de origen desconocido, que en aquellos años se había hecho célebre en la Barceloneta, donde vivía. Hablaba una lengua incomprensible para todos, incluso para los profesores de la Facultad de Filosofía y Letras, a quienes habían llevado en vano al anciano sus vecinos. Por todo capital contaba con un fajo de billetes que ningún banco de Barcelona le quería canjear; como este fajo era abultado pasaba por rico y en las tiendas y los bares de su barrio le fiaban. De él se decía que no era cristiano, que adoraba al sol y que en su cuarto tenía metida una foca o un manatí.
La Barceloneta era un barrio de pescadores que había surgido durante el siglo XVIII fuera de las murallas de Barcelona. Posteriormente había quedado integrado en la ciudad y sometido a un proceso acelerado de industrialización. En la Barceloneta estaban ahora los grandes astilleros. Paseando por allí Onofre Bouvila encontró un grupo de mujeres campechanas y rechonchas que seleccionaban pescado entre risotadas. Alentado por estas muestras de buen talante se dirigió a ellas para recabar información. Quizá estas mujeres sepan decirme dónde puedo encontrar trabajo, pensó; las mujeres serán más afectuosas con un muchacho como yo. Pronto se percató de que el buen humor aparente de aquellas mujeres se debía en realidad a un trastorno nervioso que les hacía reír desacompasadamente, sin motivo ni control. En el fondo estaban amargadas y hervían de ira: por nada blandían cuchillos y se arrojaban bogavantes y cangrejos a la cabeza. En vista de ello salió huyendo. Tampoco tuvo más suerte cuando trató de sentar plaza de marino en uno de los bajeles que estaban fondeados allí y a los que no afectaba la cuarentena. Al acercarse a uno de estos bajeles los marineros acodados en la borda le disuadieron de enrolarse. No subas a bordo si no quieres morir, chaval, le dijeron. Le contaron que ellos mismos eran víctimas del escorbuto. Al hablar mostraban las encías ensangrentadas. En la estación de ferrocarril los mozos de cuerda, a quienes el reumatismo apenas dejaba andar, le dijeron que sólo los miembros de cierta asociación podían aspirar con éxito a aquel oficio de esclavos. Y así sucesivamente. Al anochecer regresó a la pensión exhausto. Mientras devoraba la cena exigua el señor Braulio, que mariposeaba de mesa en mesa, se interesó por el resultado de sus gestiones. Onofre le comentó que no había tenido suerte. El individuo que tenía la barbería instalada en el vestíbulo oyó esta conversación y no se recató de intervenir en ella. De sobra se ve que vienes del campo, le dijo a Onofre Bouvila; ve al mercado de verduras, quizá allí encuentres algo. Pasando por alto lo que había de sarcasmo en este consejo, le dio las gracias al huésped y un puntapié al gato de Delfina, que le había clavado las zarpas en la pantorrilla. La fámula le lanzó una mirada cargada de odio a la que él respondió con otra de desdén. Aunque no quería confesárselo, los contratiempos de aquel día habían hecho mella en su ánimo. No pensé que las cosas estuvieran tan requetemal, se decía. Bah, no importa, añadía luego para sus adentros, mañana volveré a intentarlo; a fuerza de paciencia algo saldrá. Lo que sea con tal de no tener que volver a casa. Esta perspectiva era lo que más le preocupaba.
Siguiendo los consejos del barbero, al día siguiente visitó el Borne: así se llamaba el mercado central de frutas y verduras. La visita, sin embargo, resultó estéril; lo mismo sucedió con las que fue haciendo luego. Así pasaron las horas y los días: siempre sin resultado tangible ni esperanza de obtenerlo. Con sol o con lluvia recorrió la ciudad a pie de punta a punta. En este peregrinaje no dejó puerta por llamar. Trató de desempeñar oficios cuya existencia había ignorado hasta entonces: cigarrero, quesero, buzo, marmolista, pocero, etcétera. En la mayoría de sitios donde probó no había trabajo; en otros exigían experiencia. En una confitería le preguntaron si sabía hacer barquillos; en unos astilleros, si sabía calafatear. A todas estas preguntas se veía obligado a responder que no. Pronto descubrió cosas que nunca había sospechado antes: de todos los trabajos, el servicio doméstico era el más descansado. A él se dedicaban por esas fechas 16.186 personas en Barcelona. Los restantes trabajos se desarrollaban en condiciones terribles: las jornadas laborales eran muy dilatadas; los trabajadores tenían que levantarse diariamente a las cuatro o cinco de la mañana para acudir a sus puestos puntualmente. Los sueldos eran muy bajos. Los niños trabajaban a partir de los cinco años en la construcción, en el transporte, incluso en los camposantos, ayudando a los sepultureros. En algunos lugares le trataron con amabilidad; en otros, con hostilidad abierta. Una vaca estuvo a punto de cornearle en una lechería y unos carboneros le azuzaron un mastín. Por todas partes vio miseria y enfermedades. Había barrios enteros aquejados de tifus, viruela, erisipela o escarlatina. Encontró casos de clorosis, cianosis, gota serena, necrosis, tétanos, perlesía, aflujo, epilepsia y garrotillo. La desnutrición y el raquitismo se cebaban en los niños; la tuberculosis en los adultos; la sífilis en todos. Como todas las ciudades, Barcelona había sido visitada periódicamente por las plagas más terribles. En 1834 el cólera había dejado a su paso 3.521 muertos; veinte años más tarde, en 1854, 5.640 personas habían caído víctimas de esa misma enfermedad. En 1870 la fiebre amarilla proveniente de las Antillas españolas se había extendido por la Barceloneta. El barrio entero había sido evacuado, el muelle de la Riba había sido quemado. En estas ocasiones cundía el pánico primero y el desaliento después. Se organizaban procesiones y actos públicos de desagravio a Dios. A estas rogativas acudían todos, incluso quienes meses antes habían participado en la quema de conventos ocurrida a raíz de una algarada o habían promovido estos actos de barbarie. Los más contritos eran precisamente los que poco tiempo atrás habían aplicado con más saña la tea a la casulla de un pobre sacerdote, habían jugado al bilboquete con las imágenes sagradas y habían hecho, según se decía, escudella y carn d.olla con los huesos de los santos. Luego las epidemias decrecían y se alejaban, pero nunca del todo: siempre quedaban reductos donde la enfermedad parecía hallarse a gusto, haber echado raíces. Así a una epidemia seguía otra sin que hubiera desaparecido por completo la anterior, se solapaban. Los médicos tenían que abandonar los últimos casos de una afección para atender los primeros de la siguiente y su trabajo no tenía fin. Esto hacía que proliferasen charlatanes y curanderos, herbolarios y saludadores. En todas las plazas había hombres o mujeres que predicaban doctrinas confusas, anunciando la venida del Anticristo, el día del Juicio, de algún Mesías extravagante y sospechosamente interesado en el peculio ajeno. Algunos, sin mala fe, ofrecían medios de curación o prevención inútiles, cuando no contraproducentes, como eran el proferir gritos en las noches de luna llena, el atarse cascabeles a los tobillos o el grabarse en la piel del tórax signos zodiacales o ruedas de Santa Catalina. La gente, atemorizada e indefensa ante los estragos de la enfermedad, compraba los talismanes que le ofrecían y se tomaba sin chistar los bebedizos y filtros o se los hacían tomar a sus hijos, creyendo con eso hacerles un bien. El Ayuntamiento sellaba la casa de los infectados que fallecían, pero la escasez de vivienda era tal que a poco alguien que prefería el riesgo de contagio a vivir a la intemperie la ocupaba de nuevo, contraía la enfermedad de inmediato y moría sin remisión. A veces, sin embargo, las cosas no sucedían así. Tampoco faltaban casos de abnegación, como siempre sucede en estas circunstancias extremas. Así contaban, por ejemplo, este concreto: el de una monja ya entrada en años, llamada Társila, algo bigotuda, la cual, apenas se enteraba de que tal o cual persona había caído en cama aquejada de un mal incurable, corría junto a esa persona llevando consigo un acordeón. Y esto lo hizo durante décadas sin contraer ella nunca dolencia alguna, por más que le tosían encima.
La noche en que vencía el plazo fijado, el señor Braulio llamó a Onofre a capítulo: Los pagos, como usted sabe, se efectúan por adelantado, le dijo. Debe usted abonarnos la semanada. Onofre suspiró. Todavía no he conseguido trabajo, señor Braulio, dijo; deme una semana de gracia y yo le pagaré todo lo que le debo en cuanto cobre mi primer jornal.
–No crea que no me hago cargo de su situación, señor Bouvila -respondió el fondista-, pero tiene usted que hacerse cargo de la nuestra: no sólo nos cuesta mucho dinero darle de comer a diario, sino que perdemos lo que nos pagaría otro huésped si usted dejase su habitación libre. Es penoso, ya lo sé, pero no voy a tener más remedio que rogarle que se vaya mañana a primera hora. Créame que siento tener que proceder así, porque le he tomado afecto.
Aquella noche casi no cenó. El cansancio acumulado durante el día hizo que se durmiera apenas se hubo acostado, pero al cabo de una hora se despertó bruscamente. Entonces empezaron a acosarle las ideas más aciagas. Para librarse de ellas se levantó y salió al balcón; allí respiró agitadamente el aire húmedo y salobre que traía del puerto olor a pescado y a brea. De allí provenía también un resplandor fantasmagórico: eran las farolas de gas que reflejaban su luz en la neblina. El resto de la ciudad estaba sumido en la oscuridad absoluta. Al cabo de un rato el frío le había calado los huesos y decidió volver a la cama. Una vez allí encendió el cabo de vela que había en la mesilla de noche y sacó de debajo de la almohada una hoja de papel amarillento, cuidadosamente plegada. La desdobló con cautela y leyó lo que había escrito en aquel papel a la luz temblorosa de la vela. A medida que iba leyendo lo que sin duda conocía de memoria, se le iban crispando los labios, arrugaba el entrecejo y sus ojos adquirían una expresión equívoca, mezcla de rencor y tristeza.
En la primavera de 1876 o 1877 su padre había emigrado a Cuba. Onofre Douvila tenía en esa ocasión un año y medio; el matrimonio no había tenido más hijos todavía. Su padre era hombre parlanchín, festivo, buen cazador y algo alunado, al decir de los que le habían conocido antes de que emprendiese aquella aventura. Su madre procedía de las montañas y había bajado al valle para contraer matrimonio con Joan Bouvila; era espigada, enjuta, silenciosa, de gestos nerviosos y modales algo bruscos, aunque contenidos; antes de encanecer tenía el pelo castaño; también tenía los ojos de color gris azulado, como los de Onofre, que por lo demás se parecía físicamente a su padre. Antes del siglo XVIII los catalanes habían ido a América muy raramente, siempre como funcionarios de la corona; a partir del siglo XVIII, sin embargo, muchos catalanes emigraron a Cuba. El dinero que estos emigrantes remitían desde la colonia había producido una acumulación de capital inesperada. Con este capital se pudo iniciar el proceso de industrialización, imprimir impulso a la economía de Cataluña, que languidecía desde los tiempos de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel. Algunos, además de enviar dinero, acababan regresando; eran los indianos enriquecidos, que edificaban mansiones extravagantes en sus aldeas. Los más pintorescos traían consigo esclavas negras o mestizas con las que obviamente mantenían relaciones íntimas. Esto causaba un gran revuelo y ellos, presionados por parientes y vecinos, acababan casando aquellas esclavas con masoveros turulatos. De estas uniones salían hijos retintos, desplazados, que solían acabar entrando en religión. Entonces eran enviados a misiones al otro confín del mundo: a las islas Marianas o a las Carolinas, que aún dependían de la silla arzobispal de Cádiz o de Sevilla. Luego este flujo migratorio había menguado. No faltaban quienes siguieran cruzando el océano en busca de fortuna, pero eran casos individuales: un hijo segundón reducido a la penuria por un sistema hereditario conforme al cual todo el patrimonio familiar era legado a un solo hijo, llamado el
hereu
, un terrateniente arruinado por la filoxera, etcétera. Joan Bouvila no se encontraba en ninguno de estos casos: nadie había sabido entonces ni supo luego la razón que le impulsó a emigrar. Unos dijeron que había obrado por ambición; otros, que por desavenencias conyugales. Alguien se inventó esta historia: que Joan Bouvila había descubierto poco después de casarse un secreto horrible concerniente a su mujer, que en la casa se oían gritos y golpes tremendos por las noches, que este griterío tenía despierto al niño toda la noche, que se le oía llorar hasta la madrugada, cuando remitía la algazara. Al parecer nada de esto era verdad. Cuando Joan Bouvila hubo partido, el rector de Sant Climent siguió recibiendo en la iglesia a su esposa, a Marina Mont; le administraba los sacramentos como a los demás feligreses y la trataba con deferencia especial. Con esto acalló los rumores maliciosos.