Read La civilización del espectáculo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
La inmigración provoca en nuestro tiempo una alarma exagerada en muchos países europeos, entre ellos Francia, donde este miedo explica en buena parte el elevadísimo número de votos que alcanzó, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales pasadas, el Front National, movimiento xenófobo y neofascista que lidera Le Pen. Esos temores son absurdos e injustificados, pues la inmigración es absolutamente indispensable para que las economías de los países europeos, de demografía estancada o decreciente, sigan creciendo y los actuales niveles de vida de la población se mantengan o eleven. La inmigración, por eso, en vez del íncubo que habita las pesadillas de tantos europeos, debe ser entendida como una inyección de energía y de fuerza laboral y creativa a la que los países occidentales deben abrir sus puertas de par en par y obrar por la integración del inmigrante. Pero, eso sí, sin que por ello la más admirable conquista de los países europeos, que es la cultura democrática, se vea mellada, sino que, por el contrario, se renueve y enriquezca con la adopción de esos nuevos ciudadanos. Es obvio que son éstos quienes tienen que adaptarse a las instituciones de la libertad, y no éstas renunciar a sí mismas para acomodarse a prácticas o tradiciones incompatibles con ellas. En esto, no puede ni debe haber concesión alguna, en nombre de las falacias de un comunitarismo o multiculturalismo pésimamente entendidos. Todas las culturas, creencias y costumbres deben tener cabida en una sociedad abierta, siempre y cuando no entren en colisión frontal con aquellos derechos humanos y principios de tolerancia y libertad que constituyen la esencia de la democracia. Los derechos humanos y las libertades públicas y privadas que garantiza una sociedad democrática establecen un amplísimo abanico de posibilidades de vida que permiten la coexistencia en su seno de todas las religiones y creencias, pero éstas, en muchos casos, como ocurrió con el cristianismo, deberán renunciar a los maximalismos de su doctrina —el monopolio, la exclusión del otro y prácticas discriminatorias y lesivas a los derechos humanos— para ganar el derecho de ciudad en una sociedad abierta. Tienen razón Alain Finkielkraut, Élisabeth Badinter, Régis Debray, Jean-François Revel y quienes están con ellos en esta polémica: el velo islámico debe ser prohibido en las escuelas públicas francesas en nombre de la libertad.
El País,
Madrid, junio de 2003
Lo que ha ocurrido con las artes y las letras y, en general, con toda la vida intelectual, ha sucedido también con el sexo. La civilización del espectáculo no sólo ha dado el puntillazo a la vieja cultura; asimismo está destruyendo una de sus manifestaciones y logros más excelsos: el erotismo.
Un ejemplo, entre mil.
A finales de 2009 hubo un pequeño alboroto mediático en España al descubrirse que la Junta de Extremadura, en manos de los socialistas, había organizado, dentro de su plan de educación sexual de los escolares, unos tal eres de masturbación para niños y niñas a partir de los catorce años, campaña a la que bautizó, no sin picardía,
El placer está en tus manos
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Ante las protestas de algunos contribuyentes de que se invirtiera de este modo el dinero de los impuestos, los voceros de la Junta alegaron que la educación sexual de los niños era indispensable para «prevenir embarazos no deseados» y que las clases de masturbación servirían para «evitar males mayores». En la polémica que el asunto provocó, la Junta de Extremadura recibió las felicitaciones y el apoyo de la Junta de Andalucía, cuya Consejera de Igualdad y Bienestar Social, Micaela Navarro, anunció que en Andalucía comenzaría en breve una campaña similar a la extremeña. De otro lado, un intento de acabar con los tal eres de masturbación mediante una acción judicial que puso en marcha una organización afín al Partido Popular y bautizada, con no menos chispa, Manos Limpias, fracasó de manera estrepitosa pues la Fiscalía del Tribunal de Justicia de Extremadura no dio curso a la denuncia y la archivó.
¡A masturbarse, pues, niños y niñas del mundo! Cuánta agua ha corrido en este planeta que todavía nos soporta a los humanos desde que, en mi niñez, los padres salesianos y los hermanos de La Sal e —colegios en los que estudié— nos asustaban con el espantajo de que los «malos tocamientos» producían la ceguera, la tuberculosis y la imbecilidad. Seis décadas después ¡clases de paja en las escuelas! Eso es el progreso, señores.
¿Lo es, de veras?
La curiosidad me acribilla el cerebro de preguntas. ¿Pondrán notas? ¿Tomarán exámenes? ¿Los tal eres serán teóricos o también prácticos?
¿Qué proezas tendrán que realizar los alumnos para sacar la nota de excelencia y qué fiascos para ser desaprobados? ¿Dependerá de la cantidad de conocimientos que su memoria retenga o de la velocidad, cantidad y consistencia de los orgasmos que produzca la destreza táctil de chicos y chicas? No son bromas. Si se tiene la audacia de abrir tal eres para iluminar a la puericia en las técnicas de la masturbación, estas preguntas son pertinentes.
No tengo el menor reparo moral que oponer a la iniciativa
El placer está en tus manos
de la Junta de Extremadura. Reconozco las buenas intenciones que la animan y admito que, mediante campañas de esta índole, no es imposible que disminuyan los embarazos no queridos. Mi crítica es de índole sensual y sexual. Me temo que en vez de liberar a los niños de las supersticiones, mentiras y prejuicios que tradicionalmente han rodeado al sexo, los tal eres de masturbación lo trivialicen aún más de lo que ya lo ha trivializado la civilización de nuestro tiempo de tal modo que acaben por convertirlo en un ejercicio sin misterio, disociado del sentimiento y la pasión, privando de este modo a las futuras generaciones de una fuente de placer que irrigó hasta ahora de manera tan fecunda la imaginación y la creatividad de los seres humanos.
La vacuidad y chabacanería que han ido socavando la cultura han estropeado también en cierta forma otra de las más importantes conquistas de nuestra época en los países democráticos: la liberación sexual, el eclipse de muchos tabúes y prejuicios que rodeaban la vida erótica. Porque, al igual que en los dominios del arte y la literatura, la desaparición de las formas en la vida sexual no significa un progreso sino más bien un retroceso que desnaturaliza la libertad y empobrece el sexo, rebajándolo a lo puramente instintivo y animal.
La masturbación no necesita ser enseñada, ella se descubre en la intimidad y es uno de los quehaceres que fundan la vida privada. Ella va desgajando al niño, a la niña, de su entorno familiar, individualizándolos y sensibilizándolos al revelarles el mundo secreto de los deseos, e instruyéndolos sobre asuntos capitales como lo sagrado, lo prohibido, el cuerpo y el placer. Por eso, destruir los ritos privados y acabar con la discreción y el pudor que, desde que la sociedad humana alcanzó la civilización, han acompañado al sexo no es combatir un prejuicio sino amputar de la vida sexual aquella dimensión que fue surgiendo en torno suyo a medida que la cultura y el desarrollo de las artes y las letras iban enriqueciéndola y convirtiéndola a ella misma en obra de arte. Sacar al sexo de las alcobas para exhibirlo en la plaza pública es, paradójicamente, no liberalizarlo sino regresarlo a los tiempos de la caverna, cuando, como los monos y los perros, las parejas no habían aprendido todavía a hacer el amor, sólo a ayuntarse. La supuesta liberación del sexo, uno de los rasgos más acusados de la modernidad en las sociedades occidentales, dentro de la cual se inscribe esta idea de dar clases de masturbación en las escuelas, quizá consiga abolir ciertos prejuicios tontos sobre el onanismo. En buena hora. Pero también podría contribuir a asestar otra puñalada al erotismo y, acaso, acabe con él.
¿Quién saldría ganando? No los libertarios ni los libertinos, sino los puritanos y las iglesias. Y continuaría el delirio y la futilización del amor que caracterizan a la civilización contemporánea en el mundo occidental.
La idea de los tal eres de masturbación es un nuevo eslabón en el movimiento que, para ponerle una fecha de nacimiento (aunque en verdad es anterior), comenzó en París en Mayo de 1968 y pretende poner fin a los obstáculos y prevenciones de carácter religioso e ideológico que, desde tiempos inveterados, han reprimido la vida sexual provocando innumerables sufrimientos, sobre todo a las mujeres y a las minorías sexuales, así como frustración, neurosis y otros desequilibrios psíquicos en quienes, debido a la rigidez de la moral reinante, se han visto discriminados, censurados y condenados a una insegura clandestinidad.
Este movimiento ha tenido saludables consecuencias, desde luego, en los países occidentales, aunque en otras culturas, como la islámica, ha exacerbado las prohibiciones y la represión. El culto de la virginidad que pesaba como una lápida sobre la mujer se ha evaporado y gracias a ello y a la generalización del uso de la píldora las mujeres gozan hoy, si no exactamente de la misma libertad que los hombres, al menos de un margen de autonomía sexual infinitamente más ancho que sus abuelas y bisabuelas y que sus congéneres de los países musulmanes y tercermundistas. De otro lado, aunque sin desaparecer del todo, han ido reduciéndose los prejuicios y anatemas y las disposiciones legales que hasta hace pocos años penaban la homosexualidad por considerarla una práctica perversa. Poco a poco va admitiéndose en los países occidentales el matrimonio entre personas del mismo sexo con los mismos derechos que los de las parejas heterosexuales, incluido el de adoptar niños. Y, también, de manera paulatina, se extiende la idea de que, en materia sexual, lo que hagan o dejen de hacer entre ellos los adultos en uso de razón y decisión, es prerrogativa suya y nadie, empezando por el Estado y terminando por las iglesias, debe inmiscuirse en el asunto.
Todo esto constituye un progreso, por supuesto. Pero es un error creer, como los promotores de este movimiento liberador, que, desacralizándolo, desvistiéndolo de las veladuras, el pudor y los rituales que lo acompañan desde hace siglos, aboliendo de su práctica toda forma simbólica de transgresión, el sexo pasará a ser una práctica sana y normal en la ciudad.
El sexo sólo es sano y normal entre los animales. Lo fue entre los bípedos cuando aún no éramos humanos del todo, es decir, cuando el sexo era en nosotros desfogue del instinto y poco más que eso, una descarga física de energía que garantizaba la reproducción. La desanimalización de la especie fue un largo y complicado proceso y en él tuvo papel decisivo lo que Karl Popper llama «el mundo tercero», el de la cultura y la invención, la lenta aparición del individuo soberano, su emancipación de la tribu, con tendencias, disposiciones, designios, anhelos, deseos, que lo diferenciaban de los otros y lo constituían como ser único e intransferible. El sexo desempeñó un papel protagónico en la creación del individuo y, como mostró Sigmund Freud, en ese dominio, el más recóndito de la soberanía individual, se fraguan los rasgos distintivos de cada personalidad, lo que nos pertenece como propio y nos hace diferentes de los demás. Ése es un dominio privado y secreto y deberíamos procurar que siga siéndolo si no queremos cegar una de las fuentes más intensas del placer y de la creatividad, es decir, de la civilización.
Georges Bataille no se equivocaba cuando alertó contra los riesgos de una permisividad desenfrenada en materia sexual. La desaparición de los prejuicios, algo liberador, en efecto, no puede significar la abolición de los rituales, el misterio, las formas y la discreción gracias a los cuales el sexo se civilizó y humanizó. Con sexo público, sano y normal, la vida se volvería más aburrida, mediocre y violenta de lo que es.
Hay muchas formas de definir el erotismo, pero, tal vez, la principal sea llamarlo la desanimalización del amor físico, su conversión, a lo largo del tiempo y gracias al progreso de la libertad y la influencia de la cultura en la vida privada, de mera satisfacción de una pulsión instintiva en un quehacer creativo y compartido que prolonga y sublima el placer físico rodeándolo de una puesta en escena y unos refinamientos que lo convierten en obra de arte.
Tal vez en ninguna otra actividad se haya ido estableciendo una frontera tan evidente entre lo animal y lo humano como en el dominio del sexo.
Esta diferencia en un principio, en la noche de los tiempos, no existía y confundía a ambos en un acoplamiento carnal sin misterio, sin gracia, sin sutileza y sin amor. La humanización de la vida de hombres y mujeres es un largo proceso en el que intervienen el avance de los conocimientos científicos, las ideas filosóficas y religiosas, el desarrollo de las artes y las letras. En esa trayectoria nada cambia tanto como la vida sexual. Ésta ha sido siempre un fermento de la creación artística y literaria y, recíprocamente, pintura, literatura, música, escultura, danza, todas las manifestaciones artísticas de la imaginación humana han contribuido al enriquecimiento del placer a través de la práctica sexual. No es abusivo decir que el erotismo representa un momento elevado de la civilización y que es uno de sus componentes determinantes. Para saber cuán primitiva es una comunidad o cuánto ha avanzado en su proceso civilizador nada tan útil como escrutar sus secretos de alcoba y averiguar cómo sus miembros hacen el amor.
El erotismo no sólo tiene la función positiva y ennoblecedora de embellecer el placer físico y abrir un amplio abanico de sugestiones y posibilidades que permitan a los seres humanos satisfacer sus deseos y fantasías. Es también una actividad que saca a flote aquellos fantasmas escondidos en la irracionalidad que son de índole destructiva y mortífera. Freud los llamó la vocación tanática, que se disputa con el instinto vital y creativo —el Eros— la condición humana. Librados a sí mismos, sin freno alguno, aquellos monstruos del inconsciente que asoman en la vida sexual y piden derecho de ciudad podrían acarrear una violencia vertiginosa (como la que baña de sangre y cadáveres las novelas del marqués de Sade) y hasta la desaparición de la especie. Por eso el erotismo no sólo encuentra en la prohibición un acicate voluptuoso, también un límite violado el cual se vuelve sufrimiento y muerte.
Yo descubrí que el erotismo estaba inseparablemente unido a la libertad humana, pero también a la violencia, leyendo a los grandes maestros de la literatura erótica que reunió Guillaume Apollinaire en la colección que dirigió (prologando y traduciendo algunos de sus volúmenes) con el título
Les maîtres de l’amour
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