La civilización del espectáculo (15 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Para que una democracia funcione a cabalidad es indispensable una burocracia capaz y honesta, como las que, en el pasado, hicieron la grandeza de Francia, Inglaterra o Japón, para citar sólo tres casos ejemplares. En todos el os, hasta una época relativamente reciente, servir al Estado era un trabajo codiciado porque merecía respeto, honorabilidad y la conciencia de estar contribuyendo al progreso de la nación. Esos funcionarios, por lo general, recibían salarios dignos y cierta seguridad en lo concerniente a su futuro. Aunque muchos de ellos hubieran podido ganar más en empresas privadas, preferían el servicio público porque lo que dejaban de percibir en éste lo compensaba el hecho de que el trabajo que realizaban los hacía sentirse respetados, pues sus conciudadanos reconocían la importancia de la función que ejercían. En nuestros días, eso ha desaparecido casi por completo. El funcionario está tan desprestigiado como el político profesional y la opinión pública suele ver en él no una pieza clave del progreso sino una rémora y un parásito del Presupuesto. Desde luego que la inflación burocrática, el crecimiento irresponsable de funcionarios para pagar favores políticos y crearse clientelas adictas ha convertido a veces a la administración pública en un dédalo donde el menor trámite se convierte en una pesadilla para el ciudadano que carece de influencias y no puede o no quiere pagar coimas.

Pero es injusto generalizar y meter en un solo saco a todos cuando hay muchos que resisten la apatía y el pesimismo y demuestran con su discreto heroísmo que la democracia sí funciona.

Una creencia tan extendida como injusta es que a las democracias liberales las está minando la corrupción, que ésta acabará por realizar aquello que el difunto comunismo no logró: desplomarlas. ¿No se descubren a diario, en las antiguas y en las novísimas, asqueantes casos de gobernantes y funcionarios a quienes el poder político sirve para hacerse, a velocidades astronáuticas, con fortunas? ¿No son incontables los casos de jueces sobornados, contratos mal habidos, imperios económicos que tienen en sus planillas a militares, policías, ministros, aduaneros?

¿No llega la putrefacción del sistema a grados tales que sólo queda resignarse, aceptar que la sociedad es y será una selva donde las fieras se comerán siempre a los corderos?

Es esta actitud pesimista y cínica, no la extendida corrupción, la que puede efectivamente acabar con las democracias liberales, convirtiéndolas en un cascarón vacío de sustancia y verdad, eso que los marxistas ridiculizaban con el apelativo de democracia «formal». Es una actitud en muchos casos inconsciente, que se traduce en desinterés y apatía hacia la vida pública, escepticismo hacia las instituciones, reticencia a ponerlas a prueba. Cuando secciones considerables de una sociedad devastada por la inconsecuencia sucumben al catastrofismo y la anomia cívica, el campo queda libre para los lobos y las hienas.

No hay una razón fatídica para que esto ocurra. El sistema democrático no garantiza que la deshonestidad y la picardía se evaporen de las relaciones humanas; pero establece unos mecanismos para minimizar sus estropicios, detectar, denunciar y sancionar a quienes se valen de ellas para escalar posiciones o enriquecerse, y, lo más importante de todo, para reformar el sistema de manera que aquellos delitos entrañen cada vez más riesgos para quienes los cometen.

No hay democracia en nuestros días en que las nuevas generaciones aspiren a servir al Estado con el entusiasmo con que hasta hace pocos años los jóvenes idealistas del Tercer Mundo se entregaban a la acción revolucionaria. Esa entrega llevó a las montañas y selvas de casi toda América Latina en los años sesenta y setenta a centenares de muchachos que veían en la revolución socialista un ideal digno de sacrificarle la vida. Estaban equivocados creyendo que el comunismo era preferible a la democracia, desde luego, pero no se les puede negar una conducta consecuente con un ideal. En otras regiones del mundo, como Afganistán, Pakistán o Irak, jóvenes impregnados de integrismo islámico ofrendan en nuestros días sus vidas convirtiéndose en bombas humanas para hacer desaparecer a decenas de inocentes en mercados, ómnibus y oficinas, convencidos de que esas inmolaciones purificarán el mundo de sacrílegos, concupiscentes y cruzados. Desde luego que semejante locura terrorista merece condena y repudio.

Pero, lo que en nuestros días está ocurriendo en el Medio Oriente, ¿no nos devuelve el entusiasmo al mostrar que la cultura de la libertad está viva y es capaz de dar a la historia un vuelco radical en una región donde aquello parecía poco menos que imposible?

El alzamiento de los pueblos árabes contra las corrompidas satrapías que los explotaban y mantenían en el oscurantismo ha derribado ya a tres tiranos, el egipcio Mubarak, el tunecino Ben Ali y el libio Muamar el Gadafi. Todo el resto de regímenes autoritarios de la región, empezando por Siria, se encuentra amenazado por ese despertar de millones de hombres y mujeres que aspiran a salir del autoritarismo, la censura, el saqueo de las riquezas, a encontrar trabajo y vivir sin miedo, en paz y libertad, aprovechando la modernidad.

Éste es un movimiento generoso, idealista, antiautoritario, popular y profundamente democrático. Nació laico y civil y no ha sido liderado ni capturado por los sectores integristas —no todavía, por lo menos— que quisieran reemplazar las dictaduras militares por dictaduras religiosas.

Para evitarlo es indispensable que las democracias occidentales muestren su solidaridad y su apoyo activo a quienes hoy día en todo el Medio Oriente luchan y mueren por vivir en libertad.

Ahora bien, frente a lo que ocurre allí, preguntémonos: ¿cuántos jóvenes occidentales estarían hoy dispuestos a arrostrar el martirio por la cultura democrática como lo han hecho o están haciendo los libios, tunecinos, egipcios, yemenitas, sirios y otros? ¿Cuántos, que gozan del privilegio de vivir en sociedades abiertas, amparados por un Estado de derecho, arriesgarían sus vidas en defensa de ese tipo de sociedad?

Muy pocos, por la sencilla razón de que la sociedad democrática y liberal, pese a haber creado los más altos niveles de vida de la historia y reducido más la violencia social, la explotación y la discriminación, en vez de despertar adhesiones entusiastas, suele provocar a sus beneficiarios aburrimiento y desdén cuando no una hostilidad sistemática.

Por ejemplo, entre los artistas e intelectuales. Comencé a escribir estas líneas en momentos en que, en la dictadura cubana, un disidente, Orlando Zapata, se había dejado morir después de ochenta y cinco días de huelga de hambre protestando por la situación de los presos políticos en la isla, y otro, Guillermo Fariñas, agonizaba después de varias semanas de privación de alimentos. En esos días leí en la prensa española insultos contra ellos de un actor y un cantante, ambos famosos, que, repitiendo las consignas de la dictadura caribeña, los llamaban «delincuentes». Ninguno de ellos veía la diferencia entre Cuba y España en materia de represión política y falta de libertad. ¿Cómo explicar semejantes actitudes? ¿Fanatismo? ¿Ignorancia? ¿Simple estupidez? No. Frivolidad. Los bufones y los cómicos, convertidos en
maîtres à penser
—directores de conciencia— de la sociedad contemporánea, opinan como lo que son: ¿qué hay de raro en eso? Sus opiniones parecen responder a supuestas ideas progresistas pero, en verdad, repiten un guión esnobista de izquierda: agitar el cotarro, dar que hablar.

No es malo que los principales privilegiados de la libertad critiquen a las sociedades abiertas, en las que hay muchas cosas criticables; sí que lo hagan tomando partido por quienes quieren destruirlas y sustituirlas por regímenes autoritarios como Venezuela o Cuba. La traición de muchos artistas e intelectuales a los ideales democráticos no lo es a principios abstractos, sino a miles y millones de personas de carne y hueso que, bajo las dictaduras, resisten y luchan por alcanzar la libertad. Pero lo más triste es que esta traición a las víctimas no responda a principios y convicciones, sino a oportunismo profesional y a poses, gestos y desplantes de circunstancias. Muchos artistas e intelectuales de nuestro tiempo se han vuelto muy baratos.

Un aspecto neurálgico de nuestra época que concurre a debilitar la democracia es el desapego a la ley, otra de las gravísimas secuelas de la civilización del espectáculo.

Atención, no hay que confundir este desapego a la ley con la actitud rebelde o revolucionaria de quienes quieren destruir el orden legal existente porque lo consideran intolerable y aspiran a reemplazarlo con otro más equitativo y justo. El desapego a la ley no tiene nada que ver con esta voluntad reformista o revolucionaria, en la que anida una esperanza de cambio y la apuesta por una sociedad mejor. Esas actitudes en la cultura de nuestro tiempo se han extinguido prácticamente con el gran fracaso de los países comunistas cuyo final selló la caída del Muro de Berlín en 1989, la desaparición de la Unión Soviética y la conversión de China Popular en un país de economía capitalista pero de política vertical y autoritaria. Quedan desde luego, aquí y al á, herederos de esa rota utopía, pero se trata de grupos y grupúsculos minoritarios sin mayor perspectiva de futuro. Los últimos países comunistas del planeta, Cuba y Corea del Norte, son dos anacronismos vivientes, países de museo, que no pueden servir a nadie de modelo. Y casos como la Venezuela del comandante Hugo Chávez, que se debate ahora, pese a sus cuantiosas reservas de petróleo, en una crisis económica sin precedentes, mal podría servir para resucitar en el mundo el modelo comunista que en los años sesenta y setenta llegó a entusiasmar a importantes sectores del Primer y Tercer Mundo.

El desapego a la ley ha nacido en el seno de los Estados de derecho, y consiste en una actitud cívica de desprecio o desdén del orden legal existente y una indiferencia y anomia moral que autoriza al ciudadano a transgredir y burlar la ley cuantas veces puede para beneficiarse con el o, lucrando, sobre todo, pero también, muchas veces, simplemente para manifestar su desprecio, incredulidad o burla hacia el orden existente. No son pocos los que, en la era de la civilización entretenida, violan la ley para divertirse, como quien practica un deporte de riesgo.

Una explicación que se da para el desapego a la ley es que a menudo las leyes están mal hechas, dictadas no para favorecer el bien común sino intereses particulares, o concebidas con tanta torpeza que los ciudadanos se ven incitados a esquivarlas. Es obvio que si un gobierno abruma abusivamente de impuestos a los contribuyentes éstos se ven tentados a evadir sus obligaciones tributarias. Las malas leyes no sólo van en contra de los intereses de los ciudadanos comunes y corrientes; además, desprestigian el sistema legal y fomentan ese desapego a la ley que, como un veneno, corroe el Estado de derecho. Siempre ha habido malos gobiernos y siempre ha habido leyes disparatadas o injustas.

Pero, en una sociedad democrática, a diferencia de una dictadura, hay maneras de denunciar, combatir y corregir esos extravíos a través de los mecanismos de participación del sistema: la libertad de prensa, el derecho de crítica, el periodismo independiente, los partidos de oposición, las elecciones, la movilización de la opinión pública, los tribunales. Pero para que ello ocurra es imprescindible que el sistema democrático cuente con la confianza y el sostén de los ciudadanos, que, no importa cuántas sean sus fallas, les parezca siempre perfectible. El desapego a la ley resulta de un desplome de esta confianza, de la sensación de que es el sistema mismo el que está podrido y que las malas leyes que produce no son excepciones sino consecuencia inevitable de la corrupción y los tráficos que constituyen su razón de ser. Una de las consecuencias directas de la devaluación de la política por obra de la civilización del espectáculo es el desapego a la ley.

Recuerdo que una de las impresiones mayores que tuve, en 1966, cuando fui a vivir en Inglaterra —había pasado los siete años anteriores en Francia—, fue descubrir ese respeto, podría decir natural —espontáneo, instintivo y racional a la vez—, del inglés común y corriente por la ley. La explicación parecía ser la creencia firmemente arraigada en la ciudadanía de que, por lo general, las leyes estaban bien concebidas, que su finalidad y fuente de inspiración era el bien común, y que, por lo mismo, tenían una legitimidad
moral:
que, por lo tanto, aquello que la ley autorizaba estaba bien y era bueno y que lo que ella prohibía estaba mal y era malo. Me sorprendió porque ni en Francia, España, el Perú o Bolivia, países en los que había vivido antes, percibí algo semejante. Esa identificación de la ley y la moral es una característica anglosajona y protestante, no suele existir en los países latinos ni hispanos. En estos últimos los ciudadanos tienden más a resignarse a la ley que a ver en ella la encarnación de principios morales y religiosos, a considerar la ley como un cuerpo ajeno (no necesariamente hostil ni antagónico) a sus creencias espirituales.

De todas maneras, si aquella distinción era cierta en los barrios en que yo viví en Londres, probablemente ya no lo sea en la actualidad donde, en gran parte gracias a la globalización, el desapego a la ley ha igualado a países anglosajones con los latinos e hispanos.

El desapego presupone que las leyes son obra de un poder que no tiene otra razón de ser que servirse a sí mismo, es decir, a quienes lo encarnan y administran, y que, por lo tanto, las leyes, reglamentos y disposiciones que emanan de él están lastrados de egoísmo e intereses particulares y de grupo, lo que exonera moralmente al ciudadano común y corriente de su cumplimiento. La mayoría suele acatar la ley porque no tiene más remedio que hacerlo, por miedo, es decir, por la percepción de que hay más perjuicio que beneficio en tratar de violentar las normas, pero esa actitud debilita tanto la legitimidad y la fuerza de un orden legal como la de quienes delinquen violentándolo. Lo que quiere decir que, en lo que se refiere a la obediencia a la ley, la civilización contemporánea representa también un simulacro, que, en muchos lugares y a menudo, se convierte en pura farsa.

Y en ningún otro campo se ve mejor este generalizado desapego a la ley en nuestro tiempo que en el reinado por doquier de la piratería de libros, discos, videos y demás productos audiovisuales, principalmente la música, que, casi sin obstáculos y hasta, se diría, con el beneplácito general, ha echado raíces en todos los países de la Tierra.

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