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Authors: Mario Vargas Llosa

La civilización del espectáculo (19 page)

La secularización no puede significar persecución, discriminación ni prohibición a las creencias y cultos, sino libertad irrestricta para que los ciudadanos ejerciten y vivan su fe sin el menor tropiezo siempre y cuando respeten las leyes que dictan los parlamentos y los gobiernos democráticos. La obligación de éstos es garantizar que nadie sea acosado o perseguido en razón de su fe y, al mismo tiempo, obrar de manera que las leyes se cumplan así se aparten de las doctrinas religiosas. Esto ha ocurrido en todos los países democráticos en asuntos como el divorcio, el aborto, el control de la natalidad, el homosexualismo, los matrimonios gays, la eutanasia, la descriminalización de las drogas. De manera general, la Iglesia ha limitado su reacción a protestas legítimas, como manifiestos, mítines, publicaciones y campañas encaminadas a movilizar a la opinión pública en contra de las reformas y disposiciones que rechaza, aunque haya en su seno instituciones y clérigos extremistas que alienten las prácticas autoritarias de la extrema derecha.

La preservación del secularismo es requisito indispensable para la supervivencia y perfeccionamiento de la democracia. Para saberlo basta volver la vista hacia las sociedades donde el proceso de secularización es nulo o mínimo, como ocurre en la gran mayoría de países musulmanes.

La identificación del Estado con el islam —los casos extremos son ahora Arabia Saudita e Irán— ha sido un obstáculo insuperable para la democratización de la sociedad y ha servido —sirve todavía, aunque, por fin, parece haberse iniciado un proceso emancipador en el mundo árabe— para preservar sistemas dictatoriales que impiden la libre coexistencia de las religiones y ejercitan un control abusivo y despótico sobre la vida privada de los ciudadanos, sancionándolos con dureza (que puede llegar a la cárcel, la tortura y la ejecución) si se apartan de las prescripciones de la única religión tolerada. No era muy diferente la situación de las sociedades cristianas antes de la secularización y seguiría siéndolo si este proceso no hubiera tenido lugar. Catolicismo y protestantismo redujeron su intolerancia y aceptaron coexistir con otras religiones no porque su doctrina fuera menos totalizadora e intolerante que la del islam, sino forzados por las circunstancias, unos movimientos y una presión social que pusieron a la Iglesia a la defensiva y la obligaron a adaptarse a las costumbres democráticas. No es verdad que el islam sea incompatible con la cultura de la libertad, no menos que el cristianismo en todo caso. La diferencia es que en las sociedades cristianas hubo, empujado por movimientos políticos inconformes y rebeldes y una filosofía laica, un proceso que obligó a la religión a privatizarse, a desestatizarse, gracias a lo cual la democracia prosperó. En Turquía, gracias a Mustafa Kemal Atatürk, la sociedad vivió un proceso de secularización (impulsado por métodos violentos) y, desde hace algunos años, pese a que una mayoría de turcos es de confesión musulmana, la sociedad se ha ido abriendo hacia la democracia mucho más que el resto de países islámicos.

El laicismo no está contra la religión; está en contra de que la religión se convierta en obstáculo para el ejercicio de la libertad y en una amenaza contra el pluralismo y la diversidad que caracterizan a una sociedad abierta. En ésta la religión pertenece al dominio de lo privado y no debe usurpar las funciones del Estado, el que debe mantenerse laico precisamente para evitar en el ámbito religioso el monopolio, siempre fuente de abuso y corrupción. La única manera de ejercitar la imparcialidad que garantice el derecho de todos los ciudadanos a profesar la religión que les plazca o a rechazarlas todas, es ser laico, es decir, no subordinado a institución religiosa alguna en sus deberes de función.

Mientras la religión se mantenga en el ámbito de lo privado, no es un peligro para la cultura democrática sino, más bien, su cimiento y complemento irreemplazable.

Aquí entramos en un asunto difícil y controvertible sobre el que no hay unanimidad de pareceres entre los demócratas, ni siquiera entre los liberales. Por eso debemos avanzar en este terreno con prudencia, evitando las minas de que está sembrado. Así como tengo la firme convicción de que el laicismo es insustituible en una sociedad de veras libre, con no menos firmeza creo que, para que una sociedad lo sea, es igualmente necesario que en ella prospere una intensa vida espiritual —lo que para la gran mayoría significa vida religiosa—, pues, de lo contrario, ni las leyes ni las instituciones mejor concebidas funcionan a cabalidad y, a menudo, se estragan o corrompen. La cultura democrática no está hecha solamente de instituciones y leyes que garanticen la equidad, la igualdad ante la ley, la igualdad de oportunidades, mercados libres, una justicia independiente y eficaz, lo que implica jueces probos y capaces, el pluralismo político, la libertad de prensa, una sociedad civil fuerte, los derechos humanos. También y, sobre todo, de la convicción arraigada entre los ciudadanos de que este sistema es el mejor posible y la voluntad de hacerlo funcionar. Esto no puede ser realidad sin unos valores y paradigmas cívicos y morales profundamente anclados en el cuerpo social, algo que, para la inmensa mayoría de seres humanos, es indistinguible de unas convicciones religiosas. Es verdad que desde los siglos XVI I y XIX ha habido en el mundo occidental, entre los sectores —siempre minoritarios— de librepensadores, ciudadanos ejemplares cuyo agnosticismo o ateísmo no fue obstáculo para unas conductas cívicas intachables, signadas por la honestidad, el respeto a la ley y la solidaridad social. Es el caso, en España, en las primeras décadas del siglo XX, de tantos maestros y maestras impregnados de ideología anarquista cuya moral laica, de alto civismo, los convirtió en verdaderos misioneros sociales que haciendo grandes sacrificios personales y llevando vidas espartanas se esforzaron por alfabetizar y formar a los sectores más empobrecidos y marginados de la sociedad. Se podrían citar muchos ejemplos parecidos.

Pero, hecha esta salvedad, lo cierto es que esta moral laica sólo ha encarnado en grupos reducidos. Todavía sigue siendo una realidad indiscutible que, para las grandes mayorías, es la religión la fuente primera y mayor de los principios morales y cívicos que son el sustento de la cultura democrática. Y que, cuando, como ocurre en nuestros días en las sociedades libres, tanto del Primer como del Tercer Mundo, la religión empieza a desfallecer, pierde dinamismo y crédito y se vuelve superficial y frívola —un mero ornamento social—, el resultado es perjudicial, y puede llegar a ser trágico, para el funcionamiento de las instituciones de la democracia.

Ocurre en todos los estratos de la vida social, pero donde el fenómeno es más visible es, sin duda, en la economía.

La Iglesia católica y el capitalismo nunca se llevaron bien. Desde los comienzos de la Revolución Industrial inglesa, que disparó el desarrollo económico y la economía de mercado, los Papas han lanzado duros anatemas, en encíclicas y sermones, contra un sistema que, a su juicio, alentaba el apetito de riquezas materiales, el egoísmo, el individualismo, acentuaba las diferencias económicas y sociales entre ricos y pobres y apartaba a los seres humanos de la vida espiritual y religiosa. Hay un elemento de verdad en estas críticas, pero ellas pierden su capacidad persuasiva si se las sitúa en un contexto histórico y social más ancho, el de la transformación positiva que trajo al conjunto de los seres humanos el régimen de la propiedad privada y una economía libre donde empresas y empresarios compitan bajo reglas claras y equitativas por la satisfacción de las necesidades de los consumidores. A ese sistema se debe que buena parte de la humanidad se librara de lo que Karl Marx llamaba «el cretinismo de la vida rural», que progresara la medicina en particular y las ciencias en general y se elevaran los niveles de vida de una manera vertiginosa en todas las sociedades abiertas, en tanto que las cautivas languidecían en el régimen patrimonialista y mercantilista que conducía a la pobreza, la escasez y la miseria para la mayoría de la población y al lujo y la opulencia para la cúpula. El mercado libre, sistema insuperado e insuperable para la asignación de recursos, hizo surgir a las clases medias, que dan la estabilidad y el pragmatismo políticos a las sociedades modernas, y ha hecho que tenga una vida digna la inmensa mayoría de los ciudadanos, algo que no ocurrió antes en la historia de la humanidad.

Ahora bien, es verdad que este sistema de economía libre acentúa las diferencias económicas y alienta el materialismo, el apetito consumista, la posesión de riquezas y una actitud agresiva, beligerante y egoísta que, si no encuentra freno alguno, puede llegar a provocar trastornos profundos y traumáticos en la sociedad. De hecho, la reciente crisis financiera internacional, que ha hecho tambalear a todo Occidente, tiene como origen la codicia desenfrenada de banqueros, inversores y financistas que, cegados por la sed de multiplicar sus ingresos, violentaron las reglas de juego del mercado, engañaron, estafaron y precipitaron un cataclismo económico que ha arruinado a millones de gentes en el mundo.

De otro lado, en las tareas creativas y, digamos, imprácticas, el capitalismo provoca una confusión total entre
precio
y
valor
en la que este último sale siempre perjudicado, algo que, a la corta o a la larga, conduce a esa degradación de la cultura y el espíritu que es la civilización del espectáculo. El mercado libre fija los precios de los productos en función de la oferta y la demanda, lo que ha hecho que en casi todas partes, incluidas las sociedades más cultas, obras literarias y artísticas de altísimo valor queden disminuidas y arrinconadas, debido a su dificultad y exigencia de una cierta formación intelectual y de una sensibilidad aguzada para ser cabalmente apreciadas. La contrapartida es que, cuando el gusto del gran público determina el valor de un producto cultural, es inevitable que, en muchísimos casos, escritores, pensadores y artistas mediocres o nulos, pero vistosos y pirotécnicos, diestros en la publicidad y la autopromoción o que halagan con destreza los peores instintos del público, alcancen altísimas cotas de popularidad y le parezcan, a la inculta mayoría, los mejores y sus obras sean las más cotizadas y divulgadas.

Esto, en el dominio de la pintura, por ejemplo, como hemos visto, ha l evado a que las obras de verdaderos embaucadores, gracias a las modas y a la manipulación del gusto de los coleccionistas por obra de galeristas y críticos, alcancen precios vertiginosos. El o indujo a pensadores como Octavio Paz a condenar el mercado y sostener que ha sido el gran responsable de la bancarrota de la cultura en la sociedad contemporánea. El tema es vasto y complejo, y abordarlo en todas sus vertientes nos llevaría muy lejos de la materia de este capítulo, que es la función de la religión en la cultura de nuestro tiempo. Baste señalar, sin embargo, que, tanto como el mercado, influye en esta anarquía y en los malentendidos múltiples que la escisión entre precio y valor ha significado para los productos culturales, la desaparición de las elites y de la crítica y los críticos, que antaño establecían jerarquías y paradigmas estéticos, fenómeno que no está relacionado directamente con el mercado, más bien con el empeño de democratizar la cultura y ponerla al alcance de todo el mundo.

Todos los grandes pensadores liberales, desde John Stuart Mil hasta Karl Popper, pasando por Adam Smith, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Isaiah Berlin y Milton Friedman, señalaron que la libertad económica y política sólo cumplía a cabalidad su función civilizadora, creadora de riqueza y de empleo y defensora del individuo soberano, de la vigencia de la ley y el respeto a los derechos humanos, cuando la vida espiritual de la sociedad era intensa y mantenía viva e inspiraba una jerarquía de valores respetada y acatada por el cuerpo social. Éste era el mejor modo, según el os, de que la cesura entre precio y valor desapareciera o al menos se atenuara. El gran fracaso, y las crisis que experimenta sin tregua el sistema capitalista —la corrupción, el tráfico de influencias, las operaciones mercantilistas para enriquecerse transgrediendo la ley, la codicia frenética que explica los grandes fraudes de entidades bancarias y financieras, etcétera— no se deben a fallas constitutivas a sus instituciones, sino al desplome de ese soporte moral y espiritual encarnado en la vida religiosa que hace las veces de brida y correctivo permanente que mantiene al capitalismo dentro de ciertas normas de honestidad, respeto hacia el prójimo y hacia la ley. Cuando esta estructura, invisible pero influyente, de carácter ético, se desploma y desvanece para grandes sectores sociales, sobre todo aquellos que tienen mayor injerencia y responsabilidad en la vida económica, cunde la anarquía y comienzan a infectar la economía de las sociedades libres aquellos elementos perturbadores que provocan una creciente desconfianza en un sistema que parece funcionar sólo en beneficio de los más poderosos (o los más bribones) y en perjuicio de los ciudadanos comunes y corrientes, carentes de fortuna y privilegios. La religión, que, en el pasado, dio al capitalismo una consistencia grande en las conciencias, como lo vio Max Weber en su ensayo sobre la religión protestante y el desarrollo del capitalismo, al banalizarse hasta desaparecer en muchas capas de la sociedad moderna —en las elites precisamente—, ha contribuido a provocar esa «crisis del capitalismo» de la que se habla cada vez más, al mismo tiempo que, con la desaparición de la URSS y la conversión de China en un país capitalista autoritario, el socialismo pareció, para todos los efectos prácticos, haber llegado al final de su historia.

La frivolidad desarma moralmente a una cultura descreída. Socava sus valores e infiltra en su ejercicio prácticas deshonestas y, a veces, abiertamente delictivas, sin que haya para ellas ningún tipo de sanción moral. Y es todavía más grave si quien delinque —por ejemplo, violentando la privacidad de alguna persona famosa para exhibirla en una situación embarazosa— es premiado con el éxito mediático y llega a disfrutar de los quince minutos de fama que pronosticó Andy Warhol para todo el mundo en 1968. Un ejemplo recientísimo de lo que digo es el simpático embaucador italiano Tommaso Debenedetti, que durante años estuvo publicando en diarios de su país «entrevistas» con escritores, políticos, religiosos (incluido el Papa), que, a menudo, eran reproducidas en periódicos extranjeros. Todas eran falsas, inventadas de pies a cabeza. Yo mismo fui uno de sus «entrevistados». Lo descubrió el novelista norteamericano Philip Roth, que no se reconoció en unas declaraciones que le atribuían las agencias de prensa. Comenzó a seguir la pista de la noticia, hasta dar con el falsario. ¿Algo le ha ocurrido a Tommaso Debenedetti por haber engañado a diarios y lectores con las setenta y nueve colaboraciones falsas detectadas hasta ahora? Sanción, ninguna. La revelación del fraude lo ha tornado un héroe mediático, un pícaro audaz e inofensivo cuya imagen y hazaña han dado la vuelta al mundo, como la de un héroe de nuestro tiempo. Y lo cierto es que, aunque resulte triste reconocerlo, lo es. Él se defiende con esta bonita paradoja: «Mentí, pero sólo para poder decir una verdad». ¿Cuál? Que vivimos en un tiempo de fraudes, en el que el delito, si es divertido y entretiene al gran número, se perdona.

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