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Authors: Mario Vargas Llosa

La civilización del espectáculo (21 page)

Como, desde que perdí la que tenía, ando buscando una fe que la reemplace, ilusionado me precipité a averiguar si la de aquel risueño y rollizo coreano que maltrataba el inglés estaba en condiciones de resolverme el problema. Y así leí el magnífico libro sobre la Iglesia de la Unificación de la profesora de la London School of Economics Eileen Barker (a quien conocí en aquella reunión de Cartagena), que es probablemente quien ha estudiado de manera más seria y responsable el fenómeno de la proliferación de las sectas religiosas en este fin del milenio. Por ella supe, entre otras muchas cosas, que el reverendo Moon no sólo se considera comisionado por el Creador con la menuda responsabilidad de unir judaísmo, cristianismo y budismo en una sola iglesia, sino, además, piensa ser él mismo una hipóstasis de Buda y Jesucristo. Esto, naturalmente, me descalifica del todo para integrar sus filas: si, pese a las excelentes credenciales que dos mil años de historia le conceden, me confieso totalmente incapaz de creer en la divinidad del Nazareno, difícil que la acepte en un evangelista norcoreano que ni siquiera pudo con el Internal Revenue Service de los Estados Unidos (que lo mandó un año a la cárcel por burlar impuestos).

Ahora bien, si los
Moonies
(y los 1.600 grupos y grupúsculos religiosos detectados por Inform, que dirige la profesora Barker) me dejan escéptico, también me ocurre lo mismo con quienes de un tiempo a esta parte se dedican a acosarlos y a pedir que los gobiernos los prohíban, con el argumento de que corrompen a la juventud, desestabilizan a las familias, esquilman a los contribuyentes y se infiltran en las instituciones del Estado. Lo que ocurre en estos días en Alemania con la Iglesia de la Cienciología da a este tema una turbadora actualidad.

Como es sabido, las autoridades de algunos estados de la República Federal —Baviera, sobre todo— pretenden excluir de los puestos administrativos a miembros de aquella organización, y han llevado a cabo campañas de boicot a películas de John Travolta y Tom Cruise por
ser «cienciólogos» y prohibido un concierto de Chick Corea en Baden-Württemberg por la misma razón.

Aunque es una absurda exageración comparar estas medidas de acoso con la persecución que sufrieron los judíos durante el nazismo, como se dijo en el manifiesto de las treinta y cuatro personalidades de Hollywood que protestaron por estas iniciativas contra la Cienciología en un aviso pagado en
The New York Times,
lo cierto es que aquellas operaciones constituyen una flagrante violación de los principios de tolerancia y pluralismo de la cultura democrática y un peligroso precedente. Al señor Tom Cruise y a su bella esposa Nicole Kidman se les puede acusar de tener la sensibilidad estragada y un horrendo paladar literario si prefieren, a la lectura de los Evangelios, la de los engendros científico-teológicos de L. Ron Hubbard, que fundó hace cuatro décadas la Iglesia de la Cienciología, de acuerdo. Pero ¿por qué sería éste un
asunto en el que tuvieran que meter su nariz las autoridades de un país cuya Constitución garantiza a los ciudadanos el derecho de creer en lo que les parezca o de no creer en nada?

El único argumento serio para prohibir o discriminar a las «sectas» no está al alcance de los regímenes democráticos; sí lo está, en cambio, en aquellas sociedades donde el poder religioso y político son uno solo y, como en Arabia Saudita o Sudán, el Estado determina cuál es la verdadera religión y se arroga por eso el derecho de prohibir las falsas y de castigar al hereje, al heterodoxo y al sacrílego, enemigos de la fe.

En una sociedad abierta, eso no es posible: el Estado debe respetar las creencias particulares, por disparatadas que parezcan, sin identificarse con ninguna iglesia, pues si lo hace inevitablemente terminará por atropellar las creencias (o la falta de ellas) de un gran número de ciudadanos. Lo estamos viendo en estos días en Chile, una de las sociedades más modernas de América Latina, que, sin embargo, en algún aspecto sigue siendo poco menos que troglodita, pues todavía no ha aprobado una ley de divorcio debido a la oposición de la influyente Iglesia católica.

Las razones que se esgrimen contra las sectas son a menudo certeras. Es verdad que sus prosélitos suelen ser fanáticos y sus métodos catequizadores atosigantes (un testigo de Jehová me asedió a mí un largo año en París para que me diera la zambullida lustral, exasperándome hasta la pesadilla) y que muchas de ellas exprimen literalmente los bolsillos de sus fieles. Ahora bien: ¿no se puede decir lo mismo, con puntos y comas, de muchas sectas respetabilísimas de las religiones tradicionales? Los judíos ultraortodoxos de Mea Shearim, en Jerusalén, que salen a apedrear los sábados a los automóviles que pasan por el barrio ¿son un modelo de flexibilidad? ¿Es por ventura el Opus Dei menos estricto en la entrega que exige de sus miembros numerarios de lo que lo son, con los suyos, las formaciones evangélicas más intransigentes? Son unos ejemplos tomados al azar, entre muchísimos otros, que prueban hasta la saciedad que toda religión, la convalidada por la pátina de los siglos y milenios, la rica literatura y la sangre de los mártires, o la flamantísima, amasada en Brooklyn, Salt Lake City o Tokio y promocionada por Internet, es potencialmente intolerante, de vocación monopólica, y que las justificaciones para limitar o impedir el funcionamiento de algunas de ellas son también válidas para todas las otras. O sea que, una de dos: o se las prohíbe a todas sin excepción, como intentaron algunos ingenuos —la Revolución Francesa, Lenin, Mao, Fidel Castro—, o a todas se las autoriza, con la única exigencia de que actúen dentro de la ley.

Ni que decir tiene que yo soy un partidario resuelto de esta segunda opción. Y no sólo porque es un derecho humano básico el de poder practicar la fe elegida sin ser por ello discriminado ni perseguido. También porque para la inmensa mayoría de los seres humanos la religión es el único camino que conduce a la vida espiritual y a una conciencia ética, sin las cuales no hay convivencia humana, ni respeto a la
legalidad, ni aquellos consensos elementales que sostienen la vida civilizada. Ha sido un gravísimo error, repetido varias veces a lo largo de
la historia, creer que el conocimiento, la ciencia, la cultura, irían liberando progresivamente al hombre de las «supersticiones» de la religión, hasta que, con el progreso, ésta resultara inservible. La secularización no ha reemplazado a los dioses con ideas, saberes y convicciones que hicieran sus veces. Ha dejado un vacío espiritual que los seres humanos llenan como pueden, a veces con grotescos sucedáneos, con múltiples formas de neurosis, o escuchando el llamado de esas sectas que, precisamente por su carácter absorbente y exclusivista, de planificación minuciosa de todos los instantes de la vida física y espiritual, proporcionan un equilibrio y un orden a quienes se sienten confusos, solitarios y aturdidos en el mundo de hoy.

En ese sentido son útiles y deberían ser no sólo respetadas, sino fomentadas. Pero, desde luego, no subsidiadas ni mantenidas con el dinero de los contribuyentes. El Estado democrático, que es y sólo puede ser laico, es decir neutral en materia religiosa, abandona esa neutralidad si, con el argumento de que una mayoría o una parte considerable de los ciudadanos profesa determinada religión, exonera a su iglesia de pagar impuestos y le concede otros privilegios de los que excluye a las creencias minoritarias. Esta política es peligrosa, porque discrimina en el ámbito subjetivo de las creencias, y estimula la corrupción institucional.

A lo más que debería llegarse en este dominio, es a lo que hizo Brasil, cuando se construía Brasilia, la nueva capital: regalar un terreno, en una avenida ad hoc, a todas las iglesias del mundo que quisieran edificar allí un templo. Hay varias decenas, si la memoria no me engaña: grandes y ostentosos edificios, de arquitectura plural e idiosincrásica, entre los cuales truena, soberbio, erizado de cúpulas y símbolos indescifrables, el Templo de la Rosacruz.

El País,
Madrid, 23 de febrero de 1997

Reflexión final

Termino con una nota personal algo melancólica. Desde hace algunos años, sin que yo me diera bien cuenta al principio, cuando visitaba exposiciones, asistía a algunos espectáculos, veía ciertas películas, obras de teatro o programas de televisión, o leía ciertos libros, revistas y periódicos, me asaltaba la incómoda sensación de que me estaban tomando el pelo y que no tenía cómo defenderme ante una arrolladora y sutil conspiración para hacerme sentir un inculto o un estúpido.

Por todo el o, se fue apoderando de mí una pregunta inquietante: ¿por qué la cultura dentro de la que nos movemos se ha ido banalizando hasta convertirse en muchos casos en un pálido remedo de lo que nuestros padres y abuelos entendían por esa palabra? Me parece que tal deterioro nos sume en una creciente confusión de la que podría resultar, a la corta o a la larga, un mundo sin valores estéticos, en el que las artes y las letras —las humanidades— habrían pasado a ser poco más que formas secundarias del entretenimiento, a la zaga del que proveen al gran público los grandes medios audiovisuales y sin mayor influencia en la vida social. Ésta, resueltamente orientada por consideraciones pragmáticas, transcurriría entonces bajo la dirección absoluta de los especialistas y los técnicos, abocada esencialmente a la satisfacción de las necesidades materiales y animada por el espíritu de lucro, motor de la economía, valor supremo de la sociedad, medida exclusiva del fracaso y del éxito y, por lo mismo, razón de ser de los destinos individuales.

Ésta no es una pesadilla orwelliana sino una realidad perfectamente posible a la que, de modo discreto, se han ido acercando las naciones más avanzadas del planeta, las del Occidente democrático y liberal, a medida que los fundamentos de la cultura tradicional entraban en bancarrota, y los iban sustituyendo unos embelecos que han ido alejando cada vez más del gran público las creaciones artísticas y literarias, las ideas filosóficas, los ideales cívicos, los valores y, en suma, toda aquella dimensión espiritual llamada antiguamente la cultura, que, aunque confinada principalmente en una elite, desbordaba en el pasado hacia el conjunto de la sociedad e influía en ella dándole un sentido a la vida y una razón de ser a la existencia que trascendía el mero bienestar material. Nunca hemos vivido, como ahora, en una época tan rica en conocimientos científicos y hallazgos tecnológicos, ni mejor equipada para derrotar a la enfermedad, la ignorancia y la pobreza y, sin embargo, acaso nunca hayamos estado tan desconcertados respecto a ciertas cuestiones básicas como qué hacemos en este astro sin luz propia que nos tocó, si la mera supervivencia es el único norte que justifica la vida, si palabras como espíritu, ideales, placer, amor, solidaridad, arte, creación, belleza, alma, trascendencia, significan algo todavía, y, si la respuesta es positiva, qué hay en ellas y qué no. La razón de ser de la cultura era dar una respuesta a este género de preguntas. Hoy está exonerada de semejante responsabilidad, ya que hemos ido haciendo de ella algo mucho más superficial y voluble: una forma de diversión para el gran público o un juego retórico, esotérico y oscurantista para grupúsculos vanidosos de académicos e intelectuales de espaldas al conjunto de la sociedad.

La idea de progreso es engañosa. Desde luego, sólo un ciego o un fanático podrían negar que una época en la que los seres humanos pueden viajar a las estrellas, comunicarse al instante salvando todas las distancias gracias a Internet, clonar a los animales y a los humanos, fabricar armas capaces de volatilizar el planeta e ir degradando con nuestras invenciones industriales el aire que respiramos, el agua que bebemos y la tierra que nos alimenta, ha alcanzado un desarrollo sin precedentes en la historia. Al mismo tiempo, nunca ha estado menos segura la supervivencia de la especie por los riesgos de una confrontación o un accidente atómico, la locura sanguinaria de los fanatismos religiosos y la erosión del medio ambiente. Y acaso nunca haya habido, junto a las extraordinarias oportunidades y condiciones de vida de que gozan los privilegiados, la pavorosa miseria que todavía padecen, en este mundo tan próspero, centenares de millones de seres humanos, no sólo en el llamado Tercer Mundo, también en enclaves de vergüenza en el seno de las ciudades más opulentas del planeta. Hacía mucho tiempo que el mundo no padecía las crisis y descalabros financieros que en los últimos años han arruinado tantas empresas, personas y países.

En el pasado, la cultura fue a menudo el mejor llamado de atención ante semejantes problemas, una conciencia que impedía a las personas cultas dar la espalda a la realidad cruda y ruda de su tiempo. Ahora, más bien, es un mecanismo que permite ignorar los asuntos problemáticos, distraernos de lo que es serio, sumergirnos en un momentáneo «paraíso artificial», poco menos que el sucedáneo de una calada de marihuana o un jalón de coca, es decir, una pequeña vacación de irrealidad.

Todos estos son temas complejos que no caben en las pretensiones limitadas de este libro. Los menciono como un testimonio personal.

Aquellas cuestiones se refractan en estas páginas a través de la experiencia de alguien que, desde que descubrió, a través de los libros, la aventura espiritual, tuvo siempre por un modelo a aquellas personas que se movían con desenvoltura en el mundo de las ideas y tenían claros unos valores estéticos que les permitían opinar con seguridad sobre lo que era bueno y malo, original o epígono, revolucionario o rutinario, en la literatura, las artes plásticas, la filosofía, la música. Muy consciente de las deficiencias de mi formación, durante toda mi vida he procurado suplir esos vacíos, estudiando, leyendo, visitando museos y galerías, yendo a bibliotecas, conferencias y conciertos. No había en ello sacrificio alguno.

Más bien, el inmenso placer de ir descubriendo cómo se ensanchaba mi horizonte intelectual, pues entender a Nietzsche o a Popper, leer a Homero, descifrar el
Ulises
de Joyce, gustar la poesía de Góngora, de Baudelaire, de T. S. Eliot, explorar el universo de Goya, de Rembrandt, de Picasso, de Mozart, de Mahler, de Bartók, de Chéjov, de O’Neil , de Ibsen, de Brecht, enriquecía extraordinariamente mi fantasía, mis apetitos y mi sensibilidad.

Hasta que, de pronto, empecé a sentir que muchos artistas, pensadores y escritores contemporáneos me estaban tomando el pelo. Y que no era un hecho aislado, casual y transitorio, sino un verdadero proceso del que parecían cómplices, además de ciertos creadores, sus críticos, editores, galeristas, productores, y un público de papanatas a los que aquél os manipulaban a su gusto, haciéndoles tragar gato por liebre, por razones crematísticas y a veces por puro esnobismo.

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