La civilización del espectáculo (16 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

En el Perú, por ejemplo, la piratería de videos y películas hizo quebrar a la cadena Blockbuster y desde entonces los aficionados peruanos a ver películas en televisión aunque quisieran no podrían adquirir DVD legales porque casi no existen en el mercado, salvo en algunos escasos almacenes, que importan algunos títulos y los venden carísimos. El país entero se aprovisiona de películas piratas, principalmente en el extraordinario mercado limeño de Polvos Azules donde, a la vista de todo el mundo —incluidos los policías que cuidan el local de los asaltos de los ladrones—, venden diariamente por pocos soles —centavos de dólares— mil ares de videos y DVD piratas de películas clásicas o modernas, muchas que ni siquiera han llegado todavía a los cines de la ciudad. La industria pirata es tan eficiente que, si el cliente no encuentra la película que busca, la encarga y a los pocos días la tiene en su poder. Cito el caso de Polvos Azules por la enormidad del lugar y su eficacia comercial.

Se ha convertido en un atractivo turístico. Hay gente que viene desde Chile y Argentina a aprovisionarse de películas piratas a Lima para enriquecer su videoteca particular. Pero este mercado no es el único lugar donde la piratería prospera a ojos vista y en la complacencia general.

¿Quién rehusaría comprar películas piratas que cuestan medio dólar si las legales (que casi ni se encuentran) valen cinco veces más? Ahora los vendedores de DVD piratas están por todas partes y conozco personas que las encargan a sus «caseros» por teléfono pues hay también servicio a domicilio. Quienes nos resistimos por una cuestión de principio a comprar películas piratas somos un puñadito ínfimo de personas y (no sin cierta razón) se nos considera unos imbéciles.

Lo mismo que con los DVD ocurre con los libros. La piratería editorial ha prosperado de manera notable, sobre todo en el mundo subdesarrollado, y las campañas contra ella que hacen los editores y las Cámaras del Libro suelen fracasar estrepitosamente, por el escaso o nulo apoyo que reciben de los gobiernos y, sobre todo, de la población, que no tiene escrúpulo alguno de comprar libros ilegales, alegando el bajo precio a que se venden comparados con el libro legítimo. En Lima, un escritor, crítico y profesor universitario hizo públicamente el elogio de la piratería editorial, alegando que gracias a ella los libros llegaban al pueblo. El robo que la piratería significa contra el editor legítimo, el autor y el Estado a quien el editor pirata burla impuestos, no es tomado en cuenta para nada por la sencilla razón de la generalizada indiferencia respecto a la legalidad. La piratería editorial comenzó siendo una industria artesanal, pero, gracias a la impunidad de la que goza, se ha modernizado al punto de que no se puede descartar que, en países como el Perú, ocurra con los libros lo que ha ocurrido con las películas de DVD: que los piratas quiebren a los editores legales y se queden dueños del mercado. Alfaguara, la editorial que me publica, calcula que por cada libro mío legítimo que se vende en el Perú, se venden seis o siete piratas. (Una de las ediciones piratas de mi novela
La Fiesta del Chivo
se imprimió ¡en la imprenta del Ejército!)

Pero todavía peor que el caso de las películas y los libros es el de la música. No sólo por la proliferación de CD piratas, sino por la ligereza y total impunidad con que los usuarios de Internet descuelgan canciones, conciertos y discos de la Red. Todas las campañas para atajar la piratería en el dominio de la música han sido inútiles y, de hecho, muchas empresas discográficas han quebrado o están al borde de la ruina por esa competencia desleal que el público, en flagrante manifestación de desapego a la ley, mantiene viva y creciendo.

Lo que digo respecto a las películas, discos, libros y música en general vale también, por supuesto, para un sinnúmero de productos manufacturados, perfumes, vestidos, zapatos. Una de las últimas veces que estuve en Roma debí acompañar a unos amigos turistas a un gran «mercado de imitaciones» (piratas de ropa y zapatos de grandes marcas) que, con etiqueta y todo, se vendían a la cuarta o quinta parte de las piezas legítimas. De manera que ese desapego a la ley no es sólo predisposición del Tercer Mundo. También en el Primero comienza a hacer estragos y amenaza la supervivencia de las industrias y comercios que operan dentro de la legalidad.

El desapego a la ley nos lleva de manera inevitable a una dimensión más espiritual de la vida en sociedad. El gran desprestigio de la política se relaciona sin duda con el quiebre del orden espiritual que, en el pasado, por lo menos en el mundo occidental, hacía las veces de freno a los desbordes y excesos que cometían los dueños del poder. Al desaparecer aquella tutela espiritual de la vida pública, en ésta prosperaron todos aquellos demonios que han degradado la política e inducido a los ciudadanos a no ver en ella nada noble y altruista, sino un quehacer dominado por la deshonestidad.

La cultura debería llenar ese vacío que antaño ocupaba la religión. Pero es imposible que ello ocurra si la cultura, traicionando esa responsabilidad, se orienta resueltamente hacia la facilidad, rehúye los problemas más urgentes y se vuelve mero entretenimiento.

Antecedentes

Piedra de Toque

Lo privado y lo público

Desde que comencé a leer sus libros y artículos, debe hacer de eso unos treinta años, me pasa con Fernando Savater algo que no me ocurre con ningún otro de los escritores que prefiero: que casi nunca discrepo con sus juicios y críticas. Sus razones, generalmente, me convencen de inmediato, aunque para ello deba rectificar radicalmente lo que hasta entonces creía.

Opine de política, de literatura, de ética y hasta de caballos (sobre los que no sé nada, salvo que nunca acerté una sola apuesta las raras veces que he pisado un hipódromo), Savater me ha parecido siempre un modelo de intelectual comprometido, a la vez principista y
pragmático, uno de esos raros pensadores contemporáneos capaces de ver siempre claro en el intrincado bosque que es este siglo XXI y de orientarnos a encontrar el camino perdido a los que andamos algo extraviados.

Todo esto viene a cuento de un artículo suyo sobre Wikileaks y Julian Assange que acabo de leer en la revista
Tiempo
(número del 23 de diciembre de 2010 al 6 de enero de 2011). Ruego encarecidamente a quienes han celebrado la difusión de los miles de documentos
confidenciales del Departamento de Estado de los Estados Unidos como una proeza de la libertad, que lean este artículo que rezuma inteligencia, valentía y sensatez. Si no los hace cambiar de opinión, es seguro que por lo menos los llevará a reflexionar y preguntarse si su entusiasmo no era algo precipitado.

Savater comprueba que en esa vasta colección de materiales filtrados no hay prácticamente revelaciones importantes, que las
informaciones y opiniones confidenciales que han salido a la luz eran ya sabidas o presumibles por cualquier observador de la actualidad política más o menos informado, y que lo que prevalece en ellas es sobre todo una chismografía destinada a saciar esa frivolidad que, bajo el respetable membrete de transparencia, es en verdad el entronizado «derecho de todos a saberlo todo: que no haya secretos y reservas que puedan contrariar la curiosidad de alguien [...] caiga quien caiga y perdamos en el camino lo que perdamos». Ese supuesto «derecho» es, añade, «parte de la actual imbecilización social». Suscribo esta afirmación con puntos y comas.

La revolución audiovisual de nuestro tiempo ha violentado las barreras que la censura oponía a la libre información y a la disidencia crítica y gracias a ello los regímenes autoritarios tienen muchas menos posibilidades que en el pasado de mantener a sus pueblos en la ignorancia y de manipular a la opinión pública. Eso, desde luego, constituye un gran progreso para la cultura de la libertad y hay que aprovecharlo. Pero de allí a concluir que la prodigiosa transformación de las comunicaciones que ha significado Internet autoriza a los internautas a saberlo todo y divulgar todo lo que ocurre bajo el sol (o bajo la luna), haciendo desaparecer de una vez por todas la demarcación entre lo público y lo
privado, hay un abismo que, si lo abolimos, podría significar no una hazaña libertaria sino pura y simplemente un liberticidio que, además de socavar los cimientos de la democracia, infligiría un rudo golpe a la civilización.

Ninguna democracia podría funcionar si desapareciera la confidencialidad de las comunicaciones entre funcionarios y autoridades ni tendría consistencia ninguna forma de política en los campos de la diplomacia, la defensa, la seguridad, el orden público y hasta la economía si los procesos que determinan esas políticas fueran expuestos totalmente a la luz pública en todas sus instancias. El resultado de semejante
exhibicionismo informativo sería la parálisis de las instituciones y facilitaría a las organizaciones antidemocráticas el trabar y anular todas las
iniciativas reñidas con sus designios autoritarios. El libertinaje informativo no tiene nada que ver con la libertad de expresión y está más bien
en sus antípodas.

Este libertinaje es posible sólo en las sociedades abiertas, no en las que están sometidas a un control policíaco vertical que sanciona con ferocidad todo intento de violentar la censura. No es casual que los doscientos cincuenta mil documentos confidenciales que Wikileaks ha obtenido procedan de infidentes de los Estados Unidos y no de Rusia ni de China. Aunque las intenciones del señor Julian Assange respondan, como se ha dicho, al sueño utópico y anarquista de la transparencia total, a donde pueden conducir más bien sus operaciones para poner fin al «secreto» es a que, en las sociedades abiertas, surjan corrientes de opinión que, con el argumento de defender la
indispensable confidencialidad en el seno de los Estados, propongan frenos y limitaciones a uno de los derechos más importantes de la vida democrática: el de la libre expresión y la crítica.

En una sociedad libre la acción de los gobiernos está fiscalizada por el Congreso, el Poder Judicial, la prensa independiente y de oposición, los partidos políticos, instituciones que, desde luego, tienen todo el derecho del mundo de denunciar los engaños y mentiras a los que a veces recurren ciertas autoridades para encubrir acciones y tráficos ilegales. Pero lo que ha hecho Wikileaks no es nada de esto, sino destruir brutalmente la privacidad de las comunicaciones en las que los diplomáticos y agregados informan a sus superiores sobre las intimidades políticas, económicas, culturales y sociales de los países donde sirven. Gran parte de ese material está conformado por datos y comentarios cuya difusión, aunque no tenga mayor trascendencia, sí crea situaciones enormemente delicadas a aquellos funcionarios y provoca susceptibilidades, rencores y resentimientos que sólo sirven para dañar las relaciones entre países aliados y desprestigiar a sus gobiernos. No se trata, pues, de combatir una «mentira», sino, en efecto, de satisfacer esa curiosidad morbosa y malsana de la civilización del espectáculo, que es la de nuestro tiempo, donde el periodismo (como la cultura en general) parece desarrollarse guiado por el designio único de entretener. El señor Julian Assange, más que un gran luchador libertario, es un exitoso
entertainer
o animador, el Oprah Winfrey de la información.

Si no existiera, nuestro tiempo lo hubiera creado tarde o temprano, porque este personaje es el símbolo emblemático de una cultura donde el valor supremo de la información ha pasado a ser la de divertir a un público necio y superficial, ávido de escándalos que escarban en la intimidad de los famosos, muestran sus debilidades y enredos y los convierten en los bufones de la gran farsa que es la vida pública. Aunque, tal vez, hablar de «vida pública» sea ya inexacto, pues, para que ella exista debería existir también su contrapartida, la «vida privada», algo que prácticamente ha ido desapareciendo hasta quedar convertido en un concepto vacío y fuera de uso.

¿Qué es lo privado en nuestros días? Una de las involuntarias consecuencias de la revolución informática es haber volatilizado las fronteras que lo separaban de lo público y haber confundido a ambos en un
happening
en el que todos somos a la vez espectadores y actores, en el que recíprocamente nos lucimos exhibiendo nuestra vida privada y nos divertimos observando la ajena en un
strip tease
generalizado en el que nada ha quedado ya a salvo de la morbosa curiosidad de un público depravado por la necedad.

La desaparición de lo privado, el que nadie respete la intimidad ajena, el que ella se haya convertido en una parodia que excita el interés general y haya una industria informativa que alimente sin tregua y sin límites ese voyerismo universal, es una manifestación de barbarie.

Pues con la desaparición del dominio de lo privado muchas de las mejores creaciones y funciones de lo humano se deterioran y envilecen, empezando por todo aquello que está subordinado al cuidado de ciertas formas, como el erotismo, el amor, la amistad, el pudor, las maneras, la creación artística, lo sagrado y la moral.

Que los gobiernos elegidos en comicios legítimos puedan ser derribados por revoluciones que quieren traer el paraíso a la tierra (aunque a menudo traigan más bien el infierno), qué remedio. O que lleguen a surgir conflictos y hasta guerras sanguinarias entre países que defienden religiones, ideologías o ambiciones incompatibles, qué desgracia. Pero que semejantes tragedias puedan llegar a ocurrir porque nuestros privilegiados contemporáneos se aburren y necesitan diversiones fuertes y un internauta zahorí como Julian Assange les da lo que piden, no,
no es posible ni aceptable.

El País,
Madrid, 16 de enero de 2011

VI. El opio del pueblo

Contrariamente a lo que los librepensadores, agnósticos y ateos de los siglos XIX y XX imaginaban, en la era posmoderna la religión no está muerta y enterrada ni ha pasado al desván de las cosas inservibles: vive y colea, en el centro de la actualidad.

No hay manera de saber, desde luego, si el fervor de creyentes y practicantes de las distintas religiones que existen en el mundo ha aumentado o decrecido. Pero nadie puede negar la presencia que ocupa el tema religioso en la vida social, política y cultural contemporánea, probablemente tanto o más grande que en el siglo XIX, cuando las luchas intelectuales y cívicas a favor o en contra del laicismo eran preocupación central en gran número de países a ambos lados del Atlántico.

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