—Entonces... —declaró alguien de entre las gentes—. ¡Vuestra merced es Martín Nevares, el que mató a los Curvo de Sevilla!
Me volví hacia el lugar de donde había venido la voz y dije todo lo alto que me fue dado:
—¡Así es, yo soy Martín Nevares! ¡Hacedles saber a todas las gentes de Tierra Firme que voy a matar al Curvo que queda y a su sobrino, el loco Lope! ¡He venido a Santa Marta buscando marineros para mi galeón, la
Gallarda
! Si alguno quiere venir conmigo, que se prepare. Zarparemos en uno o dos días.
Unos cuantos chiquillos echaron a correr como liebres en dirección a las casas. Al punto el pueblo entero conocería las nuevas.
—Más de diez y más de veinte se irán contigo.
—He menester, a lo menos, cincuenta, señor Félix, y, de ellos, dos o tres buenos cocineros, cinco o seis calafates, otros tantos grumetes y no me molestaría enrolar el doble de artilleros y arcabuceros, si es que los hay.
—En la taberna de Tomás López hallarás lo que buscas. Este pueblo no es el mismo sin una buena mancebía, mas aún siguen llegando muchas naos que toman y dejan tripulación.
Juanillo y el señor Juan, apostados en mis costados como el buen y el mal ladrón, viendo que la charla se alargaba, tomaron cartas en el asunto.
—De lo que ahora hemos menester es de tres veloces caballos —anunció Juanillo, impaciente—. Hemos de tomar el camino de la Guajira.
—Y yo voy a esa taberna para dejar recado al tabernero —añadió el señor Juan, alejándose—. Así podremos partir al punto.
—¡Yo os arrendaré los caballos! —anunció uno que estaba por allí.
—Ve con él —le ordené a Juanillo—. Ahora te sigo.
Me volví hacia el señor Félix y, sacando una bolsa de esquirlas de plata de mi faltriquera y entregándosela, le dije:
—Señor Félix, ¿me haríais la merced de encargaros de levantar de nuevo la casa de mi señor padre?
Los ojos del anciano brillaron como luminarias.
—¿Y la mancebía?
—También la mancebía. Y la tienda pública.
—¿Y quién lo regirá todo una vez que las obras estén acabadas? —preguntó con pena.
—Yo lo haré.
—¿Tú...? ¡Como si a ti y a tu querida no os buscaran por criminales en todo lo descubierto de la tierra! Por cierto, ¿dónde está ella, esa tal Catalina? ¿Es guapa, muchacho?
Resoplé como un caballo.
—¡Señor Félix! ¡Procurad que la casa de mi padre quede como estaba! Contratad los peones y carpinteros que preciséis. Y si se os acaban los dineros, no os detengáis, que ya os lo devolveré todo, y aún más, a mi regreso.
—Entonces, ¿deseas pilares de cal y canto, horcones de madera y cubiertas de teja?
—En efecto. Deseo que quede como si nunca hubiera ardido.
—Queda tranquilo, Martín, que yo también ayudé a levantar la antigua casa cuando era joven y lo recuerdo todo como si fuera ayer.
Me calé el chambergo, dispuesto a marchar en pos de Juanillo.
—¿No te preocupan las autoridades? —quiso saber, muy sonriente, el señor Félix—. Si vas a dejar tu nao en la rada, deberías preguntar a lo menos por el nombre del nuevo alcalde.
—No me preocupa en absoluto —aseguré muy tranquila—. Mi
Gallarda
disparará contra cualquiera que pretenda asaltarla.
El señor Félix, contrariado, porfió:
—¡Pregúntame por el nombre del alcalde!
—¡Está bien! —me resigné—. ¿Cuál es el nombre del alcalde?
—Juan de Oñate.
¡Por las barbas que nunca tendría! ¡Qué grande júbilo! Tomé a reír muy de gana. Juan de Oñate era otro viejo y querido vecino.
—¿El de Oñate es ahora el alcalde de Santa Marta?
—¿A que resulta gracioso? —preguntó el señor Félix entre hipos y carcajeos.
—Dadle un grande abrazo de mi parte señor Félix —dije, encaminándome hacia el pueblo—. ¡Y pedidle que me guarde bien la nao hasta que vuelva!
—¡Lo hará! ¡Ve con Dios!
—¡Quedad vos con Él!
Los caballos que consiguió Juanillo tenían buenos ollares y mejores patas. Por el camino de los huertos los hicimos correr a rienda suelta y ni corcovearon ni se encabritaron.
—El dueño se ha negado a recibir la costa del arriendo —me dijo Juanillo.
—¿No ha querido cobrar lo suyo? —pregunté, sorprendida, entretanto me volvía para ver por dónde andaba el señor Juan.
—Ha dicho que por pago tenía el contento de servir a Martín Ojo de Plata.
No daba crédito a lo que oía. Iba a tener razón el mercader con lo de la fama y las coplas tabernarias.
—Al final, se me quedará para siempre ese insufrible nombre.
—Pues a mí me place —afirmó Juanillo con grande regocijo.
Arribamos al palenque poco antes del anochecer (el señor Juan, que era más de agua que de tierra, nos retrasó a lo menos un par de horas). Los vigías de la empalizada dieron grandes voces avisando de nuestra llegada y luego, cuando al fin nos conocieron, dieron más voces aún. Una caterva de ruidosos chiquillos se coló entre las hojas del portalón antes de que terminara de abrirse y, como un veloz gusano, nos rodeó, nos avasalló y nos derrotó. Terminé con tres o cuatro de ellos subidos en mi caballo, y lo mismo le aconteció a Juanillo. El señor Juan, en cambio, repartía cintarazos con la fusta a diestra y siniestra.
—¡Señor Juan! —le recriminé—. ¡Suelte vuestra merced la fusta!
—¡Es que tratan de comerme!
No le comprendí al punto mas, de súbito, se me iluminó el entendimiento.
—¡No son caníbales, señor Juan!
—¡Eso es lo que tú dices!
Para su desgracia, los chiquillos entendieron que sólo tenía en voluntad acicatearles con aquella chanza, de modo y manera que, con un griterío aún mayor, todos los que no se hallaban en mi caballo o en el de Juanillo se abalanzaron sobre el señor Juan para proseguir el juego.
—¡Martín, hermano!
Mi compadre Sando salía del palenque a recibirnos seguido por toda su corte de cimarrones. Como hijo de rey africano, Sando era príncipe entre los suyos. Lucía un porte altivo y, por más, era recio, alto y de anchas espaldas. Tres años hacía que no le veía, desde antes de partir hacia Sevilla, y la única mudanza que advertí en él fue que su alegre sonrisa se había marchitado y que ensombrecía su rostro un gesto grave y taciturno.
—¡Sando!
Desmonté del caballo saltando de entre los chiquillos y nos estrechamos calurosamente en un muy grande abrazo.
—Conozco lo de madre —dijo por todo saludo.
Yo sólo asentí. El nudo en la garganta se apretaba de nuevo. Resultaba difícil que Sando ignorara cualquier cosa. Su apretada red de informadores era, con mucho, la mejor del imperio, pues estaba formada por los ojos y los oídos de todos y cada uno de los esclavos de Tierra Firme. Las nuevas arribaban al palenque a la velocidad con la que el fuego arde en la mecha.
—¿Qué tienes en la cara? —se maravilló al ver mi ojo de plata—. Semeja el ojo de un muerto.
No era cierto mas, para los africanos, todo se hallaba en relación con los espíritus de las cosas y las ánimas de los muertos.
—El mío lo perdí en un duelo de espadas en Sevilla. Fernando Curvo, antes de morir, me lo atravesó.
Sando agitó la cabeza sin apartar la mirada.
—Ven conmigo, hermano —me solicitó—. La cena está casi lista.
—He menester de tu ayuda.
—La tienes toda, mas pareces cansado. Mañana hablaremos.
—Sando, el loco Lope...
—¿Lope de Coa, el sobrino de Arias Curvo que mató a madre y a Damiana?
—¿Cómo conoces...?
¡Qué disparate! Sando ni siquiera se molestó en responderme. Seguía empujándome hacia el interior del palenque.
—Sando, el loco Lope tiene a Rodrigo de Soria.
Sus pies se detuvieron en seco y se revolvió lleno de ira.
—¿Qué dices? ¿Al compadre Rodrigo?
—Me atacó en... —no pude seguir—. Es una muy luenga historia, hermano, mas lo importante es que se ha llevado con él a Rodrigo y a Alonso.
Me miró con perplejidad.
—¿Alonso...? De ése no sé nada.
Sonreí con esfuerzo.
—Al cabo, no lo conoces todo, ¿eh? Tengo muchas cosas que explicarte, tantas que no me van a bastar los días de que dispongo. No hay tiempo, Sando, Rodrigo de Soria y Alonso Méndez corren grave peligro.
—¡Sea, hablaremos esta noche! Mas, primero, te refrescarás y, luego, cenaremos, y sólo después, dando un paseo si no llueve, podrás referírmelo todo.
Horas más tarde, cuando ya el palenque dormía, se escuchó una potente voz que clamó alegremente en el silencio de la noche:
—¡Válgame el cielo! ¿No conocías que yo conocía que eres una mujer? ¡Y mi señor padre también lo conoce! ¡Y todos los cimarrones de los palenques! ¿O acaso piensas que, cuando nos saludamos con un abrazo, no noto lo que ocultas bajo la camisa? ¡Venga, Martín, que ya no somos niños!
Mi humillación no tenía límites. Había sido una hermosa dama en Sevilla y tenía para mí que todavía podía hacerme pasar por un audaz gentilhombre en Tierra Firme. Mas Sando tenía razón, ya no éramos niños y, por mucho que mis rasgos me asemejaran a un mestizo imberbe y mi altura, la mentida voz y el corte del cabello fueran los de un varón, tenía los pechos tan crecidos que las hilas apenas los aplastaban y, aunque era de porte flaco, las caderas se me habían ensanchado tanto que las calzas y los calzones de antes se me quedaban cortos porque los llenaba por arriba. Todavía me era dado fingirme cumplidamente Martín mas, de cierto, no engañaría a unos ojos atentos como los de Sando. Y, llegados a tal punto, me apercibí de que no se me daba nada de aquello. Que pensaran los demás lo que les viniera en gana. ¿Acaso tenían ellos que vivir mi vida? Yo era yo, era Catalina, mas, cuando me disfrazaba de Martín, podía ejecutar todas aquellas cosas que, injustamente y por unas razones tan absurdas como desconocidas, estaban prohibidas a las mujeres. Haría siempre lo que más me conviniera y si lo que me convenía era vestirme de Martín Nevares, me vestiría de Martín Nevares.
Sando, muy ufano, atajó mis cavilaciones:
—¿Iba a ser el tuyo, siendo tú mi compadre, el único secreto del Caribe que yo desconociera?
A la hora del desayuno, tras pasar la noche sin dormir, Sando y yo nos congregamos con Juanillo y el señor Juan en el bajareque principal del palenque, el que servía para celebrar consejos y juicios públicos. Sentados sobre una tarima cubierta de arpillera, nos disponíamos a concertar nuestras más prestas actuaciones. A lo que parecía, ni Juanillo ni el señor Juan habían dormido mucho tampoco. Juanillo había estado bebiendo con sus amigos y el señor Juan, por precaución y seguridad, se había mantenido en guardia toda la noche por si aquellos cimarrones sentían, de súbito, el ansia de comer su carne. Nunca antes había estado en un palenque y, aunque había oído hablar de Sando y de su señor padre, el rey Benkos, para él ni habían dejado de ser africanos salvajes ni cimarrones prófugos. Yo confiaba en que, con aquella visita, se le pasara la ignorancia que le cegaba el entendimiento.
—Así pues, ¿conocía ya vuestra merced que don Martín es doña Catalina? —le preguntó Juanillo, muy divertido, a Sando.
—Lo conocía —afirmó el otro con sorna—, aunque ya le he dicho a Martín que jamás le vi ni le veré nunca como dueña, por más lazos y puntillas que se ponga, pues desde que éramos mozos le consideré mi compadre y mi hermano. Lo demás me tiene sin cuidado.
—¿Qué habéis determinado obrar en el asunto de Rodrigo y Alonso? —quiso saber el señor Juan.
Fui yo quien se lo explicó:
—Ya se han ejecutado varias resoluciones. La primera, Sando ha mandado aviso general a sus confidentes en puertos y ciudades costeras para que averigüen dónde se halla la nao de Lope. En alguna parte habrá tenido que atracar y darse a conocer. Es una lástima que yo no pudiera verla aquella noche pues, de haber advertido sus cualidades, nos sería dado demandar auxilio a muchas de las naos mercantes que llevan a bordo negros libres o cimarrones. Confiemos en que, a lo menos, haya hecho aguada en algún lugar habitado del Caribe.
—¿No sería sensato pensar que volvió a Cartagena? —se sorprendió el viejo mercader—. De hecho, tenía para mí que, completada la dotación de la
Gallarda
, saldríamos de inmediato hacia allí.
—Vuestra merced desconoce que los Curvo ya no viven en Cartagena —le anunció Sando.
—¡Qué decís! —se alborotó el mercader—. ¿Han abandonado su palacio?
—Han vendido su palacio, su negocio, sus almacenes, sus tierras... y han huido a la Nueva España.
—¡A la Nueva España! —exclamó sin dar crédito a lo que oía—. ¿Y cómo así?
—Por miedo, señor Juan —le expliqué—. El loco Lope llegó a Tierra Firme promediando el mes de junio. A los pocos días, según me ha referido Sando, Arias principió a deshacerse con discreción de todas las propiedades de la familia, incluso de las de Diego y hasta del provechoso negocio de la casa de comercio con Sevilla. Nada conservó ni guardó en Cartagena para él o sus hijos. Arrendó dos naos completas para el traslado de sus propiedades y otra más para el viaje de la familia y partió. Para cuando asaltamos la flota del rey, Arias ya era historia en la ciudad. Como vuestra merced no ha vuelto desde que llevó a madre y regresó a la Serrana, desconoce el grande escándalo que se organizó con estas nuevas. El asunto aún está en boca de toda la ciudad y las gentes hablan sin remilgos del miedo que Arias siente por que yo le mate como a sus hermanos de Sevilla.
Pero al mercader no terminaban de ajustarle las cuentas. Conocía bien a Arias por vivir los dos en la misma ciudad durante muchos años.
—¿Y no le bastaba con regresar a España en la flota y retornar una vez que tú hubieras sido capturado?
Me ofendí.
—Arias conocía que yo no iba a ser capturada, mercader —silabeé—, y que, antes o después, en Cartagena o en Sevilla, le mataría. En la Nueva España, a lo menos, tiene más posibilidades de esconderse.
Sando intervino prestamente para evitar males mayores.
—Es una buena razón, señor Juan, la que vuestra merced aduce —admitió el cimarrón—, mas no por buena fue la que adoptó Arias. Lo cierto y verdad es que él se siente más mexicano que cartagenero o español. Piense que llegó de Sevilla con muy pocos años y que por casi veinte su casa estuvo en México pues allí vivía el primo de su madre que le favoreció para que aprendiese la carrera comercial. Al cabo, terminó casándose con la única hija de la más importante familia de comerciantes de Nueva España, los López de Pinedo, con cuya dote se estableció en Cartagena y fundó la casa de comercio que le permitió actuar como factor de su hermano Fernando.