La conquista del aire (20 page)

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Authors: Belén Gopegui

Miró al hombre alto, de fino bigote canoso y gafas de concha que estaba en la fila de delante. ¿Por qué no habría de pensar él que era mejor que los pasajeros de clase turista si tenía derecho a unos sillones más amplios, a una cuota superior de azafatas por número de viajeros? Y a lo mejor ese hombre ni siquiera lo pensaba. Se había acostumbrado. Lo que para Marta era una tentación, la tentación de creer que el mejor trato recibido había de ser por algo, a causa de algo que ella hubiera hecho y otros valorasen, para ese hombre que no habría ido cinco veces como ella en business class, sino tal vez doscientas sería una condición de su existencia, una capa sutil que llevaría adherida al blanco planchado de la camisa, al anillo de matrimonio. Marta tomó el vino con los trozos de queso de la bandeja. No tocó el resto. Volvió a ver en el periódico la noticia, leída ya por la mañana y conocida días atrás, de que las elecciones serían en marzo. Tenía garantizados seis meses viajando en business, ganando trescientas sesenta mil pesetas. Después, lo probable era que los socialistas perdieran las elecciones y ella su puesto de trabajo. Pronto debería empezar a moverse, pero se había propuesto esperar al menos hasta diciembre y, por una vez, no actuar con antelación.

Se llevó un cigarrillo a los labios. No encontraba el mechero. Estaba revolviendo los bolsillos de la chaqueta cuando, desde la fila contigua, un hombre le ofreció fuego. Marta lo aceptó para retirarse enseguida. No quería hablar con nadie. El hombre se parecía un poco a Manuel Soto. Con Manuel, pensó, se habría divertido discutiendo sobre la business class. No era, sin embargo, a Manuel a quien estaba echando de menos. Notaba un halo frío junto a la pared del avión y en los pies. Cuando le recogieron la bandeja, Marta pidió con educación una manta. Miró por la ventanilla hacia atrás, buscaba las luces de posición. Echaba de menos sus manos anchas, su pelo rizado del color de los lápices de madera, sus ojos tranquilos. Le trajeron la manta. Por fuera, la carcasa del avión debía de estar helada. Sin embargo, creía percibir algo acogedor en toda esa atmósfera densa, nocturna, que sostenía el avión en su vuelo. Pensó que cuando aterrizaran a ella no la sostendría nadie. Saldría del aeropuerto y nadie la aguardaría, y nadie sabría en parte alguna lo que estaba siendo de Marta. Qué transparente y fría era la libertad.

En casa de Carlos y Ainhoa no funcionaba medio portero automático: se oía el timbre, pero no la voz; tampoco hacía contacto con la puerta. Eran las nueve de la noche del sábado 14 de octubre. Llamaron. Ainhoa dijo que sería Guillermo; Carlos apostó por Alberto y Susan y fue a abrir. Una vez abajo, la luz del viejo ascensor de madera y cristal se proyectó sobre el suelo del portal apagado. Carlos se dirigió hacia el interruptor señalizado con un neón naranja; al apretarlo, todo el portal se encendió. Detrás de la puerta de rejas distinguía la figura alta de Santiago, y alguien a su lado. Cuando, por teléfono, Santiago les advirtió que iría acompañado, Carlos pensó en Sol. Sin embargo, Santiago había añadido: «Se llama Leticia». Carlos abrió la puerta y besó a Leticia con decisión, cohibido por su propia curiosidad.

—Adelante —dijo—. Sois los primeros.

Subieron apretados en el ascensor. A la pregunta de Santiago por Diego, Carlos respondió que esa noche el niño dormía en casa de sus primos. Ainhoa besó primero a Leticia y después a Santiago. Él dijo:

—Menos mal que nos vemos. Ha pasado un montón de tiempo.

El telefonillo volvió a sonar. Carlos bajó otra vez. En el espejo del ascensor, jugaba a dar a su rostro aniñado una expresión fiera. Marta y Guillermo esperaban hablando.

—Bienvenidos —dijo Carlos—. Id subiendo, creo que Alberto y Susan son esos dos de ahí al fondo, no cabemos en el ascensor.

Aunque desde tan lejos no podía saberse quién venía, le obedecieron y Carlos agradeció el intervalo de libertad. Estaba contento pero nervioso. Después de la comida en el chino había intentado no pensar en Alberto. Sin embargo, en septiembre, cuando Alberto le confirmó la fecha de su nuevo viaje a Madrid, Jard había vendido ya dieciséis fuentes del modelo más caro y eso cambiaba bastante su perspectiva. Ahora le enorgullecía poder ofrecerle a Alberto una noche con todos. Aunque Alberto fuera a Madrid unas dos veces al año, sus viajes duraban poco y en muchos de ellos no coincidían los seis, los ocho contando con Alberto y Susan. En esta ocasión, Carlos se había ocupado de avisar a todo el mundo con tiempo. Le gustaba que la cita fuera en su casa y le gustaba, sobre todo, que hubiese una cita. Cierto que resultaba algo forzado juntar a Guillermo y Marta justo cuando ellos querían estar separados, o que Santiago les presentara a su nueva novia en un momento así. Sin embargo, vivir consistía también en forzar situaciones. Alberto forzó sus planes y adelantó su viaje a Madrid cuando él inauguró Jard para darle una sorpresa. Ahora, él forzaba una noche con todos para decir: no reneguemos del presente, de lo que cada uno estamos haciendo.

Alberto y Susan avanzaban cogidos del costado como llevándose en vilo el uno al otro. Carlos salió fuera para recibirles y ellos le saludaron con el brazo a unos metros de distancia. Besó entre bromas la mano de Susan y abrazó a Alberto.

Leticia hablaba con Marta, Guillermo se había sentado con Ainhoa, Santiago se puso a mirar los cedés. En cuanto entraron Alberto y Susan, Santiago les presentó a Leticia. Luego Leticia volvió con Marta y él siguió con la música. Los cedés ocupaban dos estantes de una librería de obra colocada a ambos lados del sofá. Santiago los repasaba con la cabeza en ángulo, el perfil apoyado en la escayola. De vez en cuando se le iba la mirada hacia el suelo de parquet y hacia el grupo arremolinado en torno al sofá. Al otro lado de la habitación, dos balcones altos y estrechos estaban envueltos por la luz de una lámpara metálica de color gris. Mucho más cerca, Santiago veía las cabezas de todos. En medio, entre el sofá y los balcones, había un tramo despejado con sólo una mesa plegada junto a la pared. La moverían, pensó, para las comidas. Luego la volverían a mover para que Diego tuviera espacio. Se preguntó si a Irene le gustaría Diego.

Ainhoa siguió con la mirada a Carlos, quien se había levantado por más bebidas. Quería decirle que se acordara de traer el pan cortado pero vio su andar bamboleante, signo de que estaba alegre, y se entregó a una emoción nueva, una mezcla de ternura y lejanía como si Carlos fuera su amigo de otro tiempo. Le pareció que Guillermo había notado algo y no quiso disimular improvisando un comentario. Se mantuvo callada. A los pocos segundos, él le preguntó por el hospital. ¿Qué diría Guillermo si supiera que Pablo existía? De todas las personas que estaban ahí, Guillermo era la única a quien podría contárselo, pensó. No había hablado mucho a solas con él pero sabía que mediaba entre los dos una simpatía instintiva, una especie de acuerdo en las cosas a las que cada uno daba importancia. Arropada por la música que acababa de poner Santiago y por el tono alto de las voces de los otros, Ainhoa dijo:

—Pasé un momento malo porque tengo un contrato en comisión de servicios y estuvieron a punto de rescindírmelo. Pero al final lo han mantenido. Lo que todavía no he conseguido es distanciarme por completo de las cosas que veo. Sólo puedo hacerlo delante de los enfermos. Cuando me quedo sola me vienen todavía fogonazos con escenas horribles. En esos ratos, si me gustara beber supongo que me emborracharía.

Carlos trajo una bandeja con vasos, dos botellas de vino, pan cortado, lomo y jamón.

Santiago se puso a abrir una botella. Tiró con fuerza del sacacorchos sin mirar a nadie. Sirvió primero a Susan, después a Alberto y a Carlos. Llenó los vasos de los otros y al acercarse a Leticia y a Marta oyó que los padres de ambas se conocían. Claro, pensó, debieron de estudiar química juntos en Barcelona. No se le había ocurrido hasta ese momento y sin embargo era lógico. Se sentía perdido con la botella en la mano, los vasos llenos, la música sonando. Cayó en la cuenta de que su vaso aún estaba vacío, lo llenó y arrimó una silla al grupo formado por Carlos, Susan y Alberto.

—No he elegido —estaba diciendo Alberto— a Orwell y a Kafka para atacarlos. Los he elegido porque trabajaron con rigor. Eso es lo que hace interesante averiguar a qué responden los malentendidos en su literatura.

—¿Malentendidos? —preguntó Santiago.

Alberto asintió mirándole.

—Sé que suena irreverente, pero mi punto de vista es que no entendieron bien lo que pretendían hacer con sus obras. Y ese no entenderlo hizo posible que se leyeran, y se utilizaran, y sigan utilizándose, precisamente para alimentar lo que a ellos les atormentaba.

Santiago cogió un trozo de jamón del plato que le había acercado Susan. Le atraía la propuesta de Alberto, habría querido preguntarle más, discutir con él, pero no iba a hacerlo. Se encontraba incómodo, tal vez, se dijo, por estar él «alimentando precisamente lo que le atormentaba»: situaciones tensas, una posición tensa para toda la vida. Llevaba cinco meses saliendo con Leticia, quien a su vez había terminado de tramitar su divorcio, y ya la idea de casarse con ella no sólo había dejado de parecerle improbable, sino que se la representaba como una proposición lógica, como el efecto de alguna causa que ni siquiera llamaba su atención. Pero ¿y si estaba completamente equivocado? Si se casaba con ella, entraría en un laberinto. Nunca podría considerar que había salido adelante. Nunca, se dijo, podría empezar a preocuparse por algo exterior a él. Lo importante no era sólo tener relieve. También debía valorar cuánto le costaría ese relieve. Él era ambicioso, muchos lo habían notado, y ahora le daba miedo reducir su ambición a la necesidad de estar a la altura. Hacía un año que Carlos les había pedido los millones. Recordó que entonces se encontraba bien, se sentía tranquilo, a gusto con lo que tenía. Cierto que vivía como esperando algo, pero se trataba de un algo abierto, que hasta hubiera podido ser noble. Podría haber dado un salto a través de sus publicaciones.

—Gracias —le dijo a Carlos, y le acercó el vaso. Hizo como que atendía a la conversación aunque sin esforzarse mucho. Pensaba en su ambición. Al terminar la carrera se había especializado en los orígenes del capitalismo. Quería acumular prestigio y conocimientos y relieve, pero lo quería para algo. Esperaba ser capaz de descargar, un día, un golpe en favor de su abuela Joaquina, de todos los que habían sido y eran como su abuela. ¿Un golpe junto a quién? Y miró el sofá de colores sufridos donde estaban sentados Guillermo y Ainhoa diciéndose que no sentía ninguna mala conciencia por la casa de Leticia, como tampoco Carlos debería sentirla por esa casa vieja, tal vez, y alquilada, pero más agradable y amplia que la suya de Vázquez de Mella, con balcones a la calle y una hermosa torre de iglesia casi enfrente. Tal vez Carlos y él se habían entregado a la única cara de la luna, pero nadie se lo iba a recordar. Leticia estaba mirándole. Él se había dado cuenta y trataba de no mostrarse ensimismado sin forzar, tampoco, una sonrisa. Cogió un plato con queso, se lo acercó a Susan.

Marta había seguido la mirada de Leticia. En el camino de vuelta sus ojos chocaron con los de Guillermo.

—Después de haber creído durante muchos años —le dijo Carlos a Alberto— que deseamos lo que no tenemos y que ese principio mueve tanto el mundo de la seducción como el de la economía, ahora empiezo a reconocer la potencia de otro principio complementario, el deseo de lo que tenemos. —Carlos iba a referirse a Jard, pero percibió el cese de las otras conversaciones y se calló también.

Santiago habló para todos:

—Alberto —dijo—, ¿qué te han parecido los últimos cambios? Me refiero a nuestro paso en pleno a la banca privada.

Como había previsto, estallaron las risas. Aunque sabía que estaba bien nombrar el tema tabú, temía haberse arriesgado demasiado. Al ver que Carlos también reía, se tranquilizó.

—Lo admito, me habéis impresionado —dijo Alberto—. Y he estado celoso. Pero ya lo he asumido. De todas formas, espero que en la próxima operación financiera me aviséis.

Ainhoa entró con una fuente de empanada y hubo que apartar vasos y platos de la mesa para hacer sitio. Entonces Marta le preguntó a Alberto qué pensaba de las próximas elecciones.

—Ponme un poco al día —pidió él—. ¿Es seguro que las convocan en marzo?

Marta se fijó en sus pantalones gastados pero elegantes.

—Prácticamente seguro —contestó tratando de imaginar cómo sería el armario de Alberto, cómo el armario de quien se había marchado voluntariamente de su país y había elegido vivir en Edimburgo, vestirse cada día para salir a unas calles separadas por el mar de las calles donde se había formado.

—Tal como están las cosas, me imagino —dijo Alberto— que ganará la derecha. A largo plazo puede que sea bueno.

—¿Cuando dices la derecha, te refieres sólo al Partido Popular? —preguntó Carlos.

—Sí. Aunque los del PSOE hayan actuado como un partido de derechas, todavía la gente les llama socialistas. Parte de su capital consiste en eso. Y, en mi opinión, es una de las cosas más reprochables de su mandato. Entiendo que en ciertas decisiones estaban sometidos a la presión internacional. Pero han traficado con los valores de la izquierda. Han corrompido las palabras, el significado de la política, y eso sí podían haberlo evitado.

—¿Crees que si pierden volverán a sus orígenes? —preguntó Marta.

—No. Lo que creo es que si el PSOE estuviera separado del poder un mínimo de seis años, algunas cosas quedarían más claras. Quizá hubiera cambios dentro de los sindicatos. Los jóvenes en paro tendrían por lo menos la posibilidad de entender el lenguaje marxista, de Izquierda Unida o de quien sea. Y en general los sectores progresistas, digamos, podrían volver a pensar sin sentirse culpables, analizar por qué la derecha, bajo distintos nombres, ha impuesto su modelo de forma global.

—Yo no soy tan optimista —dijo Carlos, pero no continuó. El vino avivaba un fuego amable y vigoroso en su interior. Tenía chispas de alegría en los ojos, ganas de hablar de Jard y de electrónica.

Marta le había relevado en el uso de la palabra y decía:

—Divide y vencerás. Últimamente me ha dado por pensar que la izquierda, o un tercio o más de la izquierda, ha dejado de responder a ese nombre para convertirse en un montón de oenegés.

Ainhoa se apartó el pelo de la cara y retuvo un instante el tacto limpio y suave entre los dedos. Cuando oyó decir a Susan que entre las oenegés había de todo y que algunas hacían un trabajo interesante y necesario, creyó ver en una sola imagen terminada cómo sería la conversación. Y en vez de echarse hacia atrás y oírla, igual que siempre, desde la conciencia de haber sido la última en llegar al grupo, la que tenía menos años y traía consigo menos conflictos ideológicos y más sentido común, como todos reconocían al parecer honrándola pero, en el fondo, con un deje de paternalismo, en vez de echarse hacia atrás, Ainhoa se colocó en el borde diciéndose que hablaría.

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