La conquista del aire (18 page)

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Authors: Belén Gopegui

Ahora, a menos de doscientos metros del edificio de Pablo, vacilaba. Miró hacia los lados buscando un sendero. Aunque sabía que no había ninguno, necesitaba cruzar la cuneta y meterse por un sendero de hierba pisada. Evocó el que había cerca del caserío de sus padres: un sendero en cuesta que iba haciendo curvas hasta un punto donde la carretera se perdía de vista. La hierba pisada se extendía ahí formando un óvalo inclinado y, después, el sendero se cortaba. Hacía muchos años había llevado a Carlos a ese lugar. Ahora, a su alrededor sólo había asfalto y verjas, y algunos pinos bajos cuya presencia Ainhoa aceptó agradecida. Dobló hacia la derecha y tocó con la mano la corteza de uno. Dio unos pasos más buscando algo que sirviera de parapeto, que la tapara. Un depósito cuadrado de cemento tenía la altura de su cadera. Ainhoa lo alcanzó, se sentó en el suelo de tierra y matorrales secos y, sintiéndose resguardada por el cemento, por los pinos, se echó a llorar.

No sabía lo que quería. Era como si Carlos se estuviera marchando, como si cada día se fuera algo de Carlos, un tobillo, una expresión, y viniesen los de un desconocido. Timbres, platos y cubiertos, llaves, todo auguraba el momento en que, durante la cena, ella misma le diría: «Mira, no eres Carlos, eres otro y casi no te conozco y no sé qué hacemos viviendo juntos; lo más práctico será que nos separemos». Ainhoa lloraba pensando que Carlos vivía ajeno a cuanto estaba preparándose, pero ella sí se daba cuenta porque oía el entrechocar del agua contra los muebles, había cristales rotos en la alfombra y la autosuficiencia de Carlos se cernía sobre cada una de las habitaciones. Se abrazó las piernas. El sol la bañaba entera, delatándola. No debía llorar más, tenía que calmarse. Acalló los sollozos poco a poco. Recordaba el año que conoció a Carlos, y cómo entonces había creído que él sabría enseñarle a vivir. Él le mostraría lo que no era sendero sino linde del bosque, la imagen de lo ajeno que permanece vivo, la tensión entre lo esperable y lo inesperado. No bastaba con ser una buena médica, porque allí detrás, en lo oscuro, temblaban ramas, respiraban animales, y Carlos iba a llevarla a la linde del bosque, iba a decirle: «Escucha, el mundo es más que repetición y decadencia, es también un impulso hacia lo posible, mezcla y superación». Ainhoa ansiaba acompañarle de noche por el campo, pero Carlos había partido sin ella. De nuevo notó el calor de las lágrimas, esta vez llegaban sin ruido mientras se decía que a lo mejor habría podido no juzgar a Carlos.

Escondió la cabeza, un llanto agitado de niña le iba creciendo en el pecho y notaba que no lo podría contener. Carlos se lo había puesto difícil. Había sido difícil no salir huyendo con Diego dentro de ella cuando él le contó su adulterio. Sin embargo, Ainhoa se había quedado, y había querido mostrarle que no se quedaba porque aprobara su comportamiento, pero tampoco porque lo condenara. No se quedaba sino que estaba con él. Ainhoa respiró hondo. Luego se dijo que Carlos no había entendido eso, no había podido oírlo. Y le tiritaba la boca, porque Carlos no había siquiera confiado en la posibilidad de oírlo; por eso prefirió pasar a la empresa directamente, sin una pregunta, sin descanso, sin una tarde de estar juntos y tranquilos los dos. Él no buscaba en Jard, como decía, sólo un lugar de trabajo razonable; buscaba también una forma de quedar limpio, un sitio donde ser perfecto. Ainhoa cogió un clínex del bolsillo de la bata. Se sonó procurando no hacer mucho ruido. Pensaba que si Jard iba mal, Carlos empezaría a odiarse, pues el fracaso de la empresa le haría sentirse para siempre sucio, impuro, mortal. Y si Carlos empezaba a odiarse, dejaría de quererla. Aunque regresara y se aferrase a su cintura y permaneciera a su lado cada hora, ya no la querría, siempre era igual, siempre las personas descontentas con ellas mismas acababan echándoles la culpa a quienes tenían cerca. Carlos lo haría, pero no porque fuera especialmente malo, sino porque estaba demasiado necesitado de no serlo.

Ainhoa levantó la cabeza. Tocó con la palma de las manos el suelo caliente de sol. Empezaba a tranquilizarse, notaba un cansancio suave por todo el cuerpo, en las piernas, en el estómago, en las axilas. Y el cansacio le hizo pensar que a Carlos debían de haberle fallado las fuerzas muchas veces. Si al menos se lo hubiera contado, entonces ella habría podido servirle. Aún respiraba muy deprisa pero supo que no iba a llorar más. Esperaría a que se le descongestionara la cara y luego iría a ver a Pablo. Asomó la cabeza por detrás de la pared de cemento. No había nadie cerca. Se levantó. Le parecía tener agua en los huesos. Necesitaba que alguien la cogiera, la sostuviera y no ser invitada a pensar que, al cogerla, le estaban haciendo un favor. Hacía tanto tiempo que tenía la sensación de que Carlos no la cogía sino que se ocupaba de ella. Si ahora acudiese a Carlos, él se ocuparía de ella, la acunaría, pero en cambio estaba segura de que cuando Pablo la viera, sus huesos también se llenarían de agua y los dos buscarían un cuarto temblorosos, sabiendo que los cuerpos brillan y se apagan.

Segunda parte
I

Desde el promontorio sólo se veía el mar, limpio y extenso. Las voces de los bañistas, después de doblar la ladera y el acantilado, llegaban allí convertidas en un suave rumor homogéneo. Una motora cruzó delante. Santiago siguió con la mirada la estela de aquella intromisión estridente. Dio una calada y levantó la vista hacia el horizonte. Terminado el cigarrillo, iría a buscar a Leticia y a Irene y las bajaría a la playa de Llafranc en el Rover. Después volvería a casa para seguir con el libro de texto. Si fuera capaz, se dijo, de no pensar y solamente beber despacio el entorno. A menudo, cuando miraba a Leticia, calculaba cuánto paisaje había en su mente. Selvas, océanos, ríos, desiertos, cataratas. No era un cálculo resentido. Leticia regalaba lo que había visto sin esperar a que se lo pidieran, y parecía que su alegría estaba hecha de eso: islas, cumbres y playas, volcanes y puertos blancos. Debía de ser una cuestión de mínimos, pensó. Sólo cuando el cerebro sobrepasaba un umbral de imágenes bellas dejaba de querer encontrarles sentido y lograba absorberlas en estado puro, como una vitamina que diese claridad a los ojos, a la piel. Como él aún no había sobrepasado ese umbral, no podía mirar sereno. Según los frailes de su colegio, frente a la naturaleza había que aspirar a estar en paz con Dios. Pero él había renegado muy pronto de la herencia religiosa. Recordó el año que conoció a Carlos y a Marta. Ellos le hablaban de un grupo cristiano y él les decía que era materialista, que los hombres vivían solos en el mundo, solos con su memoria. Había que aspirar a tener una vida de la que no avergonzarse para así estar en paz con el presente. Sin embargo, faltaba un mes exacto para el 16 de septiembre. Entonces él cumpliría treinta y tres años y no estaría libre de vergüenza. Tal vez nadie lo estaba. Apagó el cigarrillo en un tronco, después guardó la colilla en el celofán del paquete. Y aunque sabía que era una debilidad, deseó un Dios. Un regazo de absoluto donde cupiera el mar y también su vida. Rechazó la imagen del regazo medroso de su madre. Su abuela, pensó, podía quererle y al mismo tiempo decirle si había hecho algo mal. Era una mujer alegre y no rezaba; su abuela Joaquina había muerto confiando en él. Su madre sí rezaba y era débil, se dijo. Dio la espalda al mar. Abajo, entre los árboles, se distinguía el azul cambiante del Rover.

El sábado 19 de agosto Marta salía de comprar libros y un diccionario de alemán cuando vio a Manuel Soto. Iba sin corbata. Llevaba una camisa de un rojo oscuro agradable y pantalones vaqueros.

—Tú por aquí —dijo él, y le dio un beso—. Pensaba que habríais salido de Madrid.

—He cambiado de trabajo. ¿Y tú no te has ido?

—No suelo coger las vacaciones en agosto. Ahora iba a comprar un disco. Si me esperas, tomamos algo.

Marta asintió mirando la hora. Eran las doce y media. Fueron al quiosco de Alonso Martínez, pero no se sentaron en la terraza porque Marta tenía prisa. Se quedaron en la barra y cada uno dejó sus compras en el suelo.

—¿En qué trabajas ahora?

—Mi antiguo jefe me ha reclamado; estoy como asesora en la Dirección General de Coordinación Técnica Comunitaria. Vivo entre Bonn, Bruselas y Madrid.

—¿Te gusta?

—De momento, no me cansa. Alemania me gusta bastante.

—Me refería a tu trabajo.

—Digamos que me sirve.

—Pero supongo que estarás en contra del Tratado de Maastricht.

—Supones bien. Y no voy a decir que intentaré aportar algo distinto desde dentro, porque no creo que se pueda.

—¿Entonces?

—Entonces nada. Este trabajo me hacía falta.

—Perdona, no he querido recriminarte. Es que estaba convencido de que tenías alguna estrategia, algún motivo ideológico.

Marta se acabó de un trago la cerveza y encendió un pitillo.

—Tenía un motivo ideológico para no cogerlo. A nadie le gusta trabajar para ser la empleada de la semana de El Corte Inglés.

—No creo que precisamente una asesora de Exteriores sea eso.

—¿Por qué no? Tú y yo trabajamos para que nos paguen, igual que si en vez de asesores fuéramos camareros o dependientes de El Corte Inglés. Y encima intentamos hacerlo bien para que nuestro sentido calvinista de la vida y nuestros jefes nos pongan el cartel de empleados de la semana.

—No parece que sea lo mismo despachar blusas que hacer un informe económico.

—Es lo mismo —dijo Marta cogiendo velocidad— desde el momento en que no puedes decidir el sentido de lo que haces. Aunque hagas el mejor informe económico del país, si no te interesa o no estás de acuerdo con el objetivo de ese informe eres igual que cualquier trabajador: haces lo que te ordenan para ganar un sueldo.

—Un sueldo más alto que el del dependiente de El Corte Inglés.

—Sí, es verdad. Pero hemos renunciado a trabajar en algo que nos parezca justo. ¿Te acuerdas de
El puente sobre el río Kwai
? —Manuel asintió—. ¿Para que sirve hacer un buen puente si va a ser utilizado por el enemigo? Y eso que con un puente todavía hay esperanzas de que lo usen otros. Igual que si eres sastre, y todavía más fácil si eres médico. Haces tu trabajo y aunque vayas a beneficiar a los de siempre, sabes que hay algo objetivo en una chaqueta o en una operación de apendicitis. Pero en nuestros trabajos no hay nada objetivo.

—¿Seguro que no quieres que nos sentemos? Te veo con ganas de polémica.

Marta miró de nuevo su pequeño reloj negro y plateado.

—Sólo puedo quedarme un cuarto de hora —dijo.

—Nos sentamos, tú te quedas ese cuarto de hora y después yo amortizo la mesa lamentando tu ausencia y leyendo el periódico.

Pidieron otras dos cañas. Desde su silla, Marta veía la figura de Manuel sobre una gran confusión de coches. De repente se le había pasado la agitación, el énfasis. Ya no le apetecía discutir. Fue Manuel quien retomó la conversación.

—Pues, chica, lo siento —dijo—. Si no me equivoco, el sueldo de un asesor está por las trescientas cincuenta, sin contar viajes, pluses y demás. Estarás hecha polvo, claro. Trabajas para el enemigo, eres igual que una dependienta de El Corte Inglés. Encima, te suben el sueldo, con lo que tu mala conciencia también habrá subido.

—No me quejaba —dijo Marta, divertida—. Tampoco estoy pidiendo un trabajo ideológicamente puro; no creo que en este momento los haya. Pero tú me has preguntado si tenía una estrategia y eso es justo lo que echo en falta, me gustaría saber por lo menos cómo no obstruir el paso a los que vengan con fuerza para cambiar esto. Cuando vengan. Si vienen.

—El que estará encantado con tu nuevo trabajo será tu amigo Carlos.

—La verdad es que ya no me corre prisa que me devuelva el dinero.

—Haber empezado por ahí —dijo Manuel—. Ahora lo entiendo todo. Claro que tienes una causa noble para haber aceptado el cargo de asesora.

—Tú aceptaste trabajar en una televisión privada por tus padres o por el día de mañana, o para vivir. Todos tenemos una causa noble.

—Pero admite que en la nobleza también hay clases. Hay causas muy nobles y no tan nobles.

—Te digo una poco noble. Mi contrato habría terminado en julio y está claro que hay trabajos y sueldos peores que los nuestros. Sobre todo cuando no te los ofrecen sino que tú te tienes que ofrecer. Manuel —su tono había cambiado—, ¿somos masoquistas y por eso quedamos de vez en cuando?

Manuel tardaba en contestar.

—Te voy a coger un pitillo —dijo por fin acompañando el gesto—. Yo creo que todo el mundo intenta sacar algún placer o alguna utilidad de lo que hace. Supongo que te sirvo de gimnasia. Conmigo practicas golpes y contragolpes. En mi caso, supongo que me meto contigo para que lo oiga el idealista que yo también llevo dentro. Conviene mantenerlo a raya, porque esos tipos se aprovechan de tus momentos de debilidad y pueden joderte la vida.

—Como Carlos, quieres decir.

—No, Marta, lo decía…

Por los caballos, pensó Marta, y le interrumpió:

—Ya te he entendido —dijo.

—En realidad —dijo Manuel—, hoy no hemos quedado, nos hemos encontrado. Pero, al margen de todo, a mí me gusta verte. Me gusta tu forma de pegarte con la vida. Me recuerda a la típica escena de las películas de internados ingleses. Dos chicos de piel pálida se revuelcan sobre la hierba, peleándose, y todo hace pensar que cada uno está descubriendo su deseo del otro.

Marta consideró la frase; se imaginaba pegando y abrazando a la vida sobre un campo de césped, cuando sus ojos dieron con los de Manuel. Demoró la mirada unos segundos.

—¿Puedo ser indiscreto? —preguntó entonces Manuel—. ¿Qué es lo que te gusta de mí?

—Que eres valiente —dijo Marta enseguida, y pensaba en Guillermo. Pensaba que Manuel era capaz de aceptar los hechos sin disfrazarlos, sabiendo que muchos de ellos contenían trampas y tragedias. Guillermo también aceptaba los hechos pero, más que valentía, en él había temeridad, una especie de convicción descuidada de que nunca pasaría nada malo o de que, si pasaba, nunca lo sería tanto como le hacían creer desde fuera. Después pensó que no dejaba de censurar a Guillermo. Miró la hora y se levantó—. No puedo quedarme más —dijo mientras sacaba la cartera del bolsillo.

—Estás invitada —dijo Manuel.

—Pero he cambiado de trabajo.

Manuel sonrió sin contestar.

—Gracias —dijo Marta—. Me toca llamarte.

Anuncios de material escolar jalonaban la radio y las aceras. El curso, el año, una continuidad afable, pensaba Carlos, una continudad que un día podría hacerse afable. Aparcó su vespa en la plaza de Matute. Estaban a 6 de septiembre y él llevaba dos días llamando a Guillermo al trabajo. Por fin, esa mañana, en la consultora donde colaboraba le habían dado un número. Carlos habló con él y Guillermo le confirmó la noticia: vivía solo en un apartamento, Marta seguía en Bailén. Carlos se enteró, además, de que una intoxicación le había tenido en cama los dos últimos días. La alegría con que Guillermo parecía recibir su llamada le hizo avergonzarse de haber estado buscando un pretexto y no llegó a utilizarlo. Había pensado pedirle la referencia de una tienda de antigüedades adonde le había acompañado una vez añadiendo, lo cual era cierto, que iba a comprar allí el regalo de cumpleaños de Ainhoa. Sin embargo, le preguntó si podía ir a verle a eso de las siete, cuando saliera de Jard. Quería hacerlo y se veía incluso con la seguridad suficiente para conversar sobre lo ocurrido entre Guillermo y Marta. Porque, si bien Jard no había remontado todas las dificultades, las cosas parecían estarse enderezando: las dos primeras variantes de la fuente de Lucas funcionaban bien. Ojalá, se dijo, no fuera aventurado opinar que el acuerdo con Electra también funcionaría.

Buscó el número del portal. El sitio era alegre. Desde la esquina con Huertas la vista alcanzaba los árboles del Retiro. Aunque de la plaza quedaba sólo una calle ligeramente ensanchada, en la distribución de los edificios se apreciaba todavía cierta conformidad con el espacio. El portal estaba abierto. Subió los tres pisos sin esfuerzo, pues los peldaños de madera tenían la altura justa. Llamó a la puerta con los nudillos. Guillermo llevaba puesto un jersey muy largo, de andar por casa, pantalones anchos y babuchas.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó al entrar.

—Perfectamente —dijo Guillermo conduciéndole hacia un pequeño salón—. Ayer, cuando llamaste, estaba medio dormido. Pero mañana iré al trabajo. De las siete veces que he estado en Marruecos, cuatro he vuelto con este cólico. Pasas dos días malos y luego empieza a remitir. ¿Una cerveza, ginebra, un té moruno?

—Cerveza, gracias.

El salón tenía muy poco fondo, como si fuera medio salón, pensó Carlos. Había dos sillas y un sofá de dos plazas cubierto con una tela. Acompañó a Guillermo a la cocina, que era también pequeña. Supuso que detrás de las paredes habría otro apartamento con los medios cuartos sobrantes. Guillermo cogió una tetera y dos vasos. Él sacó una lata de la nevera.

Se sentaron los dos en el sofá. En la pared de enfrente estaba colgado el retrato de una mujer con un vestido azul marino abotonado hasta el cuello. No se parecía a Marta, pero sí un poco a Guillermo. Carlos pensó que podía ser su madre, aunque no quiso preguntarlo. No sabía cómo inaugurar ese momento. Caía el té dentro del vaso de cristal de Guillermo.

—¿Te gusta madame Cézanne? —preguntó Guillermo señalando el retrato con la cabeza. Carlos asintió.

—Vaya —dijo—. No estoy muy fuerte en pintura. Había pensado que era tu madre.

Guillermo vio a su madre, delgadísima, su cara llena de arrugas bajo el sol de Chaouen. Se preguntó si podía compartir esa imagen con Carlos.

—Está bien este sitio —dijo Carlos. Su claustrofobia del principio cedía bajo la última luz de la tarde. También debían de contribuir, pensó, la actitud de Guillermo y el frío grato de la cerveza—. Cuéntame qué haces aquí —se atrevió a pedirle.

Guillermo había terminado el té. Dejó el vaso en el suelo.

—Espero —contestó—. Imagino que si hablas con Marta te dirá que el préstamo no ha tenido nada que ver en todo esto. Lo dirá para tranquilizarte, y es posible que lo crea. Yo, para tranquilizarte, te digo que sí ha tenido que ver.

—No sé si te entiendo —dijo Carlos mirando a la mujer del vestido azul. Con retraso, como después de un golpe brusco le llegaba el calambre y el aturdimiento. Guillermo ahora está afectado, se dijo. Lo que dice es subjetivo, y Carlos trataba de retener los restos de su incipiente bienestar. Guillermo encendió una pequeña lámpara. La noche estaba cayendo deprisa. Las nubes ya eran apenas una mancha oscura y encima, en el cristal, se superponía el reflejo brillante de la lámpara. Guillermo echó más té en el vaso.

—¿Otra cerveza?

No te justifiques, Carlos, no hagas nada por defenderte, no dejes que se den cuenta.

—Yo la cojo —dijo, y se levantó.

Guillermo se levantó también. Trajo un radiocasete, un ladrón y una cinta. Por un momento el cuarto quedó a oscuras. Luego la lámpara volvió a dar luz y Guillermo puso la cinta. Carlos creyó reconocer una cantata de Bach.

—«Y cuando pase la tempestad furiosa, bajaré del barco a mi propia ciudad» —recitó Guillermo. La cantata 56 era la preferida de su padre. Pensó que su padre había crecido en un Madrid en llamas y después se había quedado en ese Madrid dividido pues aun en la derrota era su ciudad. Sin embargo, él no sabía cuál era su ciudad, adónde volver cuando pasara la tempestad furiosa. Menos mal que la música aliviaba el silencio, porque no tenía ganas de romperlo. Durante un tiempo había elegido creer que su ciudad eran Marta y unos hijos, y los demás, los suyos: su madre, sus hermanos, sus amigos, Jorge y Concha, Enrique, Álvaro, los amigos de Marta. Pero ¿y si no bastaba? ¿Y si era de ilusos querer sustentar una ciudad propia, una determinada manera de vivir sin que se la tragara el mismo sistema de socialización permanente que se tragaba todo, la moral y la política, la justicia y la amistad, el sentido de lo verdadero y lo falso? ¿Y si Carlos, él mismo y todos sus iguales estaban condenados a cumplir deseos que no les pertenecían?

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