La conquista del aire (29 page)

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Authors: Belén Gopegui

Leyeron el periódico con calma. Cerca de la una, ella dijo que había estado mirando en el armario y que necesitaban chaquetas ligeras.

—Sé de una tienda muy buena.

Santiago condujo Castellana arriba a la plaza de Emilio Castelar. Leticia le guió por calles pequeñas y se bajó en la tienda para ir mirando mientras él aparcaba. Cuando Santiago llegó, ella estaba en la puerta con una bolsa en cada mano. El contenido era, dijo, sorpresa. Llevaron las bolsas al maletero del coche y Leticia agregó:

—Ya sé lo que vamos a hacer. ¿Tienes hambre?

Santiago hizo un gesto ambiguo. Guardaba todavía una visión fugaz del escaparate con un antiguo baúl de viaje, jerséis claros y camisas oscuras. Habría querido entrar en la tienda. Memorizó la calle y decidió volver un día sin Leticia. Ella cogió su mano. Llevaba puestos unos pantalones de montar a caballo y, encima, una chaqueta de piel. Parecía más alta.

—¿Cruzamos? —preguntó Leticia mostrándole el semáforo en verde. Los dos corrieron hasta alcanzar la orilla de la Castellana, y más sol, y los árboles con hojas incipientes. Cruzaron otra vez y anduvieron por el bulevar.

—Estás muy guapa —dijo Santiago, y pasó la mano por la cabeza rubia.

—Es ahí. —Leticia señalaba una puerta sin rótulo al otro lado del bulevar—. Podemos comer ahí.

Bajaron las escaleras que iban a dar a una barra de madera estilo inglés con taburetes altos también de madera. Leticia dejó su chaqueta en el guardarropa y fue hacia el restaurante.

Santiago había imaginado un local mortecino por su condición de semisótano, sin embargo, las ventanas lindantes con la acera recogían la suficiente cantidad de luz y ésta se difundía por el blanco de los manteles y entre las copas.

—¿Tomarán el
brunch
? —preguntó el camarero.

—Sí, por favor. Vino tinto, ¿no? —dijo Leticia mirando a Santiago.

Él encendió un pitillo. El humo trepaba muy despacio por los haces de sol. Al fondo había una mesa alargada, mantel blanco, claveles rojos y varias fuentes. Delante, dos mesas más pequeñas con fuentes cubiertas. En el centro, un carro de madera con los postres. Los otros comensales hablaban y se movían como si el local fuera suyo y se conociesen; levantaban las tapas de las fuentes, comentaban sus elecciones, se servían con lo que su madre habría llamado descaro y él, pensó, quizá llamaba desenvoltura.

—¿Vamos? —dijo Leticia.

Remolacha con manzana, pasta con canónigos, maíz con pimiento, pulpo en vinagreta. Lonchas de roast-beef. Salmón. Cada uno compuso su plato. Tomaron los cubiertos de un mueble de madera forrado con fieltro granate.

—Entonces, ¿qué has pensado? —le dijo Leticia cuando ambos estaban comiendo.

—¿Qué he pensado de qué?

—De la oferta para el año que viene. ¿Vas a aceptarla?

—No creo. No me gusta que me paguen como si diera conferencias cuando en realidad yo sería un profesor más. Y no me interesa ser el toque exótico-radical de una universidad privada. Tendrían que dejarme organizar el área de conocimiento, pero tampoco allí dentro hay gente interesante con quien trabajar.

—Habrá que empezar por algún sitio. Además, de buenas a primeras nadie va a ofrecerte justo lo que tú quieres.

—Puede ser, de todas formas la universidad privada no me interesa como horizonte.

El tenedor de Leticia se clavó en el último trozo de pasta.

—Pero diste un máster.

—En ese momento necesitaba dinero.

—Como cuando el libro de texto. —Ella había dejado los cubiertos sobre el plato.

—Algo parecido —contestó Santiago abandonando a la mitad su loncha de roast-beef.

—Ahora ya no lo necesitas. —Lo dijo despacio, y en su tono de voz había tanta recriminación como desprecio.

Santiago tardó en reaccionar. Los cubiertos de Leticia aguardaban tendidos sobre el plato, pero él era ya incapaz de ver elegancia o delicadeza en ademán alguno. Leticia esperaba con impaciencia a que el camarero retirase el plato, sus ojos miraban voraces en dirección a las fuentes de comida caliente. Como en una pesadilla se le aparecieron todos los gestos hambrunos de Leticia, su forma de mirar el recipiente del queso parmesano cuando quedaba poco, la rapidez con que cogía no el trozo de la vergüenza sino el anterior, el penúltimo. No había en ella contención sino apariencia de contención. Es como yo, pensaba, igual que yo cuando marco un territorio animal y me molesta que ella deje su ropa en mi silla, que ocupe mi sitio en el sofá, como cuando en el cine me exaspera que ponga el codo en el brazo común de la butaca, y a veces consigo no manifestar mi impaciencia pero casi nunca logro no sentirla. Animales humanos. La glotonería indecorosa de su abuela no era distinta de la exquisita moderación de Leticia, sólo eran distintas, se dijo, las necesidades. Desde el principio le había gustado que Leticia se mantuviera alejada de la grosería: esas veces en que él estaba diciendo algo y ella esperaba a que terminara de decirlo para llevarse la copa o el tenedor a los labios. Le había gustado la educación de Leticia porque comportaba un desapego real hacia los propios apetitos. Mentira. Pura comedia. Cuando Leticia de verdad quería algo se abalanzaba como cualquiera. Como yo, como la abuela Joaquina, como todos nosotros, pensó, y porque la veía semejante a todos podía compadecerla pero no la justificaba. Ahora ella aparentaba haberse dado cuenta de su error y miraba su servilleta. Santiago indicó al camarero que él también había terminado.

Fueron por el segundo plato. Había carne asada con una guarnición de arroz y soja, y callos. Leticia estuvo a punto de elegirlos, pero no lo hizo. Estás asustada de tu frase, pensaba Santiago. Y yo te acuso, sin placer, y me humilla decirte que tienes más culpa que los demás, pero la tienes, no porque te enseñaran buenos modales, sino por el poder que has heredado, porque una frase tuya da en un blanco más extenso que mil gestos perdidos de mi abuela.

—¿Y en la facultad qué vas a hacer? —preguntó Leticia cuando se sentaron. Su tono de voz se había vuelto hospitalario, cariñoso.

—De momento nada especial. Seguiré con el tema que presenté en Budapest, el retorno a Mandeville. Volveré a dar mi seminario sobre los orígenes del capitalismo, lo de siempre.

—¡Pero algo tendrás que hacer! —La voz de Leticia vibró descontrolada en las últimas sílabas. Cómo se podían cometer dos errores tan seguidos; cómo, se dijo Santiago, podía haberse disuelto tan pronto el arrepentimiento de segundos antes, el horror a su frase y todo el esfuerzo para darle un vuelco a la situación. Santiago comía despacio. De vez en cuando levantaba la mirada y veía el carrito con tartas, trufas de chocolate y pasteles. Él había pensado que los problemas vendrían por su memoria: por Alguazas, por el bando traicionado. Y había sido tan torpe como para imaginar que en el otro bando su presencia bastaba. Qué estúpido. Del traidor siempre se desconfía, al traidor se le exigen pruebas, ofrendas. Cuántas habría de dar él en garantía de su buena disposición y durante cuántos años.

—No voy a dormirme —dijo al terminar la carne—. Pero tampoco querrás que me convierta en un divulgador de pensamientos precocinados —añadió en clara alusión al joven filósofo. Lo había dicho sin premeditación y ahora, al oírse, comprendía que iba a serles difícil evitar una discusión sórdida, aunque se propuso intentarlo. No me acorrales, pensaba mirando a Leticia.

Ella dejó que el camarero le retirase el plato.

—No hacía falta caer tan bajo —dijo.

—Puede ser. Lo siento pero, por favor, no creas que es tan fácil saber qué necesita el otro.

Leticia le cogió la mano. Miraba hacia los postres como si le pidiera anda, disfrutemos del lugar y de la compañía. Santiago ya se había topado otras veces con ese empeño de Leticia por olvidar al instante.

—Esas trufas tienen muy buena pinta —dijo para complacerla.

Durante unos momentos disfrutaron partiendo trozos minúsculos de todas las tartas. Pero él quería continuar, hacerse fuerte en algún sitio. Comía mirando el suelo de rombos blancos y negros. Leticia propuso ir al cine más tarde. Santiago dejó de comer y encendió un cigarrillo.

—¿Sabes de qué tengo necesidad, Leticia? Lo que la gente como yo necesita es un poco de rectitud. Supongo que tus padres pueden permitirse prescindir de la rectitud. Cuando comes a menudo en buenos restaurantes y tienes dinero invertido y un patrimonio respetable, y puedes comprarle a tu hija un piso de ciento treinta metros cuadrados, ¿qué falta te hace la rectitud?

—Pero es una contradicción ser recto por necesidad. La moral debe ser como el arte por el arte; si buscas recompensa en la bondad, ya no hay bondad.

—Uno es bueno —dijo Santiago— porque lo necesita. Porque si no le gusta la casa en donde vive ni la ropa que se compra ni el menú, el olor y la vajilla del restaurante donde come, entonces se consuela pensando que le gustan sus actos, que se mira en el espejo y no se cae mal.

—Exageras —dijo Leticia llamando al camarero. Pidió dos cafés solos y empezó a fumar ella también—. Según eso, si todo el mundo fuera rico, seríamos todos malos.

—No seríamos ni buenos ni malos, quizá fuéramos felices. Uno es bueno, se supone, cuando ofrece la otra mejilla a quien le ha pegado primero, pero le han pegado. Cuando ayuda a un pobre, luego hay alguien pobre. O si no envidia a los que tienen más que él. Después de leer a Mandeville es inevitable preguntarse qué significa lo bueno en una sociedad comercial. Un mundo donde la bondad, tal como hoy se entiende, no fuera necesaria, sería más agradable para la mayoría. Sólo el Mal crea la necesidad del Bien. ¿Te parece que si a Carlos le hubieran sobrado los millones, habría necesitado hacer una empresa especial, razonable, como él dice?

—Me cuesta creer que hables en serio. ¿Cuando intentas dar bien tu seminario, lo haces sólo para consolarte de no tener unos padres más ricos?

—Seguramente. Eso no me lleva a pensar que mi comportamiento sea igual que el de los catedráticos chapuzas y autosatisfechos. Es mejor. Mejor para mí, para los estudiantes y poniéndome estupendo te diría que es mejor para el desarrollo del espíritu humano. Es mejor que yo no quiera aceptar los chanchullos de una universidad privada o que necesite encontrar sentido en mi trabajo dando buenas clases. Claro que es mejor que yo no medre a costa de nadie. Pero no me engaño. Sé el porqué de esa necesidad. Y sé que ahora no puedo permitirme el lujo de renunciar a determinados principios.

Leticia le preguntó si quería una copa y volvió a llamar al camarero. Ella pidió whisky de malta. Santiago dudó un segundo. Luego dijo:

—Chinchón seco sin hielo, por favor.

Terminaron sus cafés en silencio. Cuando trajeron las copas, Santiago bebió con sed. Había abusado, igual que hacía con Marta. Conocía el punto débil de las dos, que era su único punto fuerte. Porque un pobre tenía la posibilidad de dejar de necesitar un día. Podía lograrlo y hacer una bandera con falacias del tipo: «Yo no le debo nada a nadie». Pero quien no necesita, se dijo, está vendido. Quien no necesita depende siempre de otros para llegar a necesitar. Había abusado y eso le hacía sentirse incómodo, y seguía con irritación el ir y venir del pitillo de Leticia a los labios, al aire, de nuevo a los labios. La luz del sol ya no alcanzaba los ventanales, aunque en la calle seguiría siendo de día. Toda la ciudad se le antojó un espacio escaso. Cualquier rincón, la casa de Leticia, su piso medio vacío de Vázquez de Mella, y los parques bulliciosos y los parques solitarios, y el cine. Bebió más chinchón.

Leticia también bebía deprisa. Santiago no sabía cómo mostrarse amable. Acercó su rodilla y luego su mano.

—Si quieres —dijo—, cogemos el coche y nos vamos a ver atardecer desde un puerto de montaña que conozco.

Era un puerto que le había enseñado Sol y era más que eso, era el lugar que les constituía, el sitio de los dos, la memoria de una conjunción que tal vez fue posible.

Leticia asintió sonriente y clara.

—Luego podríamos quedarnos a dormir en un hotel aislado, con chimenea —dijo.

Santiago pidió la cuenta.

Tercera parte
I

El lunes 1 de abril de 1996 a las ocho y media de la mañana un cielo mate en donde el blanco y el negro parecían haber forcejeado hasta yacer entremezclados, sin fuerza, un cielo opaco, carente de profundidad, ocupaba el horizonte en calles y ventanas del centro de Madrid, y era como si el techo del mundo hubiera descendido a muy baja altura.

Marta, asomada al cristal, sentía la opresión de esa atmósfera imprecisa que se balanceaba frente a ella. Cogió su americana de tweed y salió de casa. En el portal, al pasar junto a los buzones distinguió en el suyo una mancha blanca. Tan temprano no podía haber venido el correo.

—Me han dejado este sobre para usted —le dijo el portero a Santiago.

—¿Leticia? —preguntó él, pues los lunes ella salía de casa media hora antes.

El portero negó con la cabeza.

—Un motorista —dijo.

Carlos tomaba té en un bar del pueblo de Fuencarral. Estaba libre, limpio. Tábula rasa. Ahora su sueldo caería en la cuenta corriente sin desaparecer tragado por las deudas. Se había puesto a cero. En lugar de un río con remolinos su cuenta era una pista de tenis, un espacio pequeño pero erigido sobre una superficie sólida, se dijo, tierra roja batida y rayas blancas. La única imagen clara de su vida. Porque si pensaba en Santiago o en Marta entonces la solidez desaparecía. El préstamo devuelto no cerraba nada. Lo cerraba en falso.

A Marta el remite la decepcionó. Había imaginado y querido un mensaje de Guillermo, tal vez un texto encontrado en un libro, una invitación, algo de él. Sin embargo, luego sintió curiosidad. ¿Qué podía decirle Carlos en una carta? Pero no era una carta y la visión del papel estampado del cheque le hizo un daño inesperado. Detrás había media cuartilla: «Hace mucho que no nos vemos. En marzo vendí Jard a una empresa llamada Electra. Ahora trabajo allí junto con los demás: Lucas, Esteban, Rodrigo. Si hemos conseguido sobrevivir y que alguien nos recoja ha sido gracias a Santiago y a ti». Marta dio la vuelta a la nota. Esperaba una frase cómplice, o la mínima expresión de cercanía, «besos», o la firma. Pero Carlos tampoco había firmado. Cuánta carga, se dijo, llevaba ese silencio. Un hombre pasó muy deprisa a su lado y la rozó. Marta miró la hora en su reloj negro, le parecía que nunca había estado triste de esa manera tan seca, tan sin mezcla de cualquier otro sentimiento o impresión.

Está loco, pensaba Santiago en el Rover. Podía haber preguntado antes. Y quería llamarle: «Carlos, estás loco». Aceleró necesitando expulsar a cada coche de su carril y ser el único. El sobre abierto, con la nota y el cheque, estaba en el asiento de al lado.

Carlos iba a llegar tarde. Bueno, no pensaba correr. Terminaría el té, despacio, y despacio quitaría la cadena de la moto para salvar el pequeño tramo que aún le separaba de Electra. Prefería no coincidir con Esteban ni con Rodrigo precisamente esa mañana. No tenía conciencia de haber obrado mal, tampoco la tuvo cuando les explicó las condiciones de la venta, cómo los ocho millones de Electra irían a parar a Santiago y a Marta. Sin embargo, a menudo echaba cuentas: si hubiera repartido el dinero según el porcentaje de participaciones de cada uno, a Lucas y a él les habrían tocado dos millones ochocientas mil, y un millón doscientas mil a Rodrigo y a Esteban. Ni siquiera lo había propuesto; no era lógico. Aunque su deuda fuera, en cierto sentido, personal, era previa y de la empresa. Ni él ni Lucas habían vendido sus participaciones por un dinero que luego hubieran destinado a Santiago y a Marta: las habían vendido a cero. Electra había comprado una empresa sin deudas, ahí acababa todo. Pero Rodrigo había dicho que quería hablar con Lucas y con él, y Carlos estaba seguro de que iba a sacar eso a relucir. «Hablar fuera de aquí, un día a la salida, sin Esteban», había dicho Rodrigo. Sólo esa prometida ausencia de Esteban lo confortaba. No quería tener que defenderse delante de Esteban. Ese chico confiaba en él más de lo que seguramente confiarían nunca Ainhoa, Lucas, Santiago, Marta, Alberto incluso. Carlos preguntó cuánto debía por el té. El camarero, alto y flaco, medio calvo, lavaba unos vasos y Carlos se dijo: «Yo estoy en este lado de la barra».

A las nueve Santiago redujo la velocidad para tomar la desviación de la Autónoma. La suavidad del motor, el volante tapizado de cuero, las incrustaciones de nogal en las puertas del Rover le empalagaban. Pensó que el esfuerzo del préstamo no había servido. En el momento de vender Jard, Carlos había estado solo y toda la explicación, «si hemos conseguido sobrevivir y que alguien nos recoja ha sido gracias a Marta y a ti», sobraba. Dirigió una mirada al cheque depositado en el asiento del copiloto. Vaya, ahora tenía cuatro millones. Si no acabara de dejar definitivamente el piso de Vázquez de Mella, si todavía tuviese que pagar un alquiler, ese ingreso extra, debido al ritmo de vida que imprimía Leticia, cenas, copas, viajes, buenos hoteles, le duraría menos de dos años. Por unos cuantos
brunches
y un par de vacaciones exóticas, por compartir un motor 2,3 litros de 158 caballos de vapor y doble leva, una estantería hecha a medida y unos vasos de whisky de malta pero también, mierda, mierda, por la tranquilidad de no vivir contando las pesetas cada vez que sucedía un imprevisto o, simplemente, cuando quería algo, libros, una gabardina. Por eso, por llevar un cheque en el asiento de al lado, por eso había cometido aquella abyección trivial, no llamar a Carlos, no verle, no contarle nada, y su conducta le parecía tanto más abyecta cuanto más trivial, cuanto más insignificantes sus actos omitidos, haberle dicho a Carlos un día: «Estoy agobiado», o: «Leticia es así», o: «Cómo te va con Jard». Santiago metió el cheque en la guantera, no quería ni pensar en ir a cobrarlo.

A las nueve y cinco Marta entró en el edificio de María de Molina. Secretaría de Estado de Política Exterior y para la Unión Europea. Grandes palabras y ella se miraba los zapatos planos. Subió en el ascensor. El cheque en su bolsillo no era un fax misterioso, era un mensaje claro, ¿así se aprende, Guillermo, lo que se ha vivido? Empujó la puerta de la dirección general de coordinación pensando que ahora sí podía dejar el trabajo. La tristeza había dado paso a un estado de confusión y también sentía vergüenza por no haber sabido comportarse. Algo, sin embargo, una parte mínima siquiera, debían de haber hecho bien los tres. Tenía que hablar con Santiago. En esos días ella viajaba a Ginebra pero, cuando volviese, le llamaría.

Eran las nueve y diez y Carlos seguía sin moverse del bar. A este lado, se repitió, de la barra. Los camareros nunca tenían apellidos y él había antepuesto la turbia aprobación de Santiago Álvarez y Marta Timoner a las necesidades de Rodrigo, de Esteban. Su deuda estaba antes, pero él podría haberla aplazado y seguir debiendo dinero a Santiago y a Marta durante años. Lo sabía igual que sabía que nadie tenía derecho a exigirle semejante magnanimidad. En cambio, Claudio Robles, junto con sus propias circunstancias económicas, le había obligado a tomar partido, y eso le mortificaba. Te será dada una cosa u otra, nunca tendrás las dos, le advirtieron, y él se encontró tomando partido por Santiago y por Marta, pues el reproche de Rodrigo y Esteban no le dolería tanto como la perpetua condescendencia de sus amigos, de sus iguales. Aun cuando tampoco quisiera, pensó, coincidir con Santiago o con Marta ahora, mañana, dentro de dos semanas, en alguna parte.

Marta regresó de Ginebra el jueves 4 de abril, tarde. El viernes por la mañana se dijo que no podía dejar pasar más tiempo sin ingresar el cheque y decidió mandar un mensaje a Santiago por correo electrónico. Tal vez Santiago no estuviera en la facultad, tal vez no viese el mensaje hasta el lunes, pero al menos ella entraría en el fin de semana con la impresión de haber dado el primer paso. Copió la dirección de Santiago y, en el renglón de asunto, puso «Carlos»; luego lo borró y puso «dinero» y, por fin, «dinero de Carlos».

«Santiago —escribió—, supongo que hemos recibido el mismo sobre. Me gustaría que habláramos. Creo que no te he llamado por teléfono porque estoy desconcertada. Te escribo y es como si hubiera algo anterior a la voz, una banda de frecuencias al margen del sonido, un estado silencioso y proclive a la comprensión.»

Una vez enviado el mensaje, se dedicó a revisar dos informes sobre las relaciones entre gasto público y crecimiento económico. Pensaba que también debía quedar con Guillermo: la mitad de ese cheque le pertenecía. Pero le asustaba precipitar un desenlace no querido. Aunque, se dijo, en verdad no podían seguir mucho más tiempo en la indefinición. Esperaría, sin embargo, a sentirse más segura, quizá cuando saliera de esa banda de frecuencias en que había empezado a sumergirse. En silencio, debajo del agua, iba a permanecer atenta a la respuesta de Santiago, atenta al significado del cheque, a la vida que ahora llevaba, a sus imágenes sobre sí misma dentro de diez años, al sonido de su muerte.

Trabajó en el informe imponiéndose concentración si bien de vez en cuando anticipaba el fin de semana, esa noche había quedado para ir al cine y el sábado estaba invitada a una cena, pero ambas actividades no debían hacerla olvidar su inmersión, su voluntad de mantenerse a la escucha. Luego, a las dos del mediodía, le sobresaltó en la pantalla el aviso de que había llegado un mensaje de Santiago. No lo leyó al momento. Por el contrario, bajó a comer a un restaurante cercano con tres compañeros de la secretaría y se quedó con ellos hasta las cinco siendo Marta intensamente, poniendo cuanto estaba de su parte por convertir esa comida en tiempo placentero, festivo, y fue generosa con el vino porque, se dijo, necesitaba retornar de algún sitio animado, enfrentarse con el ordenador revestida de una cierta atmósfera. Ya de vuelta, escribió su contraseña, «brazos», y ahí estaba el aviso del mensaje otra vez. Pulsó para verlo.

Si Dios no existe es precisamente entonces cuando no todo está permitido. El personaje de Dostoievski se equivocaba. Si Dios no existe, si no hay una última instancia entonces somos responsables de nuestros actos e incluso de las consecuencias de nuestros actos. Si Dios no existe, Marta, tendríamos que poder explicar por qué hoy es viernes y todavía ni yo ni, por lo que deduzco, tú hemos llamado a Carlos. He aceptado tu propuesta de hablarnos mediante estos mensajes, pero sólo para decirte que no creo en la escritura como ese estado silencioso del que hablas. En la escritura no hay silencio, la escritura no es lo anterior a la voz. La escritura es el dios con minúscula de nuestra época y, por ello, la escritura es causa de envilecimiento. Todo lo que detestamos, Marta, la crueldad gratuita, la incontinencia, la mezquindad, cualquier acto ruin podría ser redimido en aras de la interpretación si hay un ojo que todo lo ve. Y eso, Marta, fue Dios. Pero aquel Dios en el que tu creíste al menos había dictado las tablas de la ley. La escritura es un dios sin contraste, blando y adulador. Es el dios que sólo mira allí donde señala nuestro dedo, el dios de lo apuntado, el dios de lo que quisimos registrar.

Sería mejor que nos viéramos, Marta. Aunque tú y yo hemos discutido mucho, es mejor discutir que buscar una salida falsa en el deseo de forjarse dignidades secretas, anteriores a la voz y a cuanto nos avergüenza y degrada. Yo he sentido ese deseo con frecuencia. Pienso que entraré en el despacho y escribiré el artículo definitivo, o aún peor, pienso que en el mensaje tembloroso que haga llegar a nadie, en el apunte, en el mágico aforismo o bien en la perseverancia de un decir que excluya la verificación podré labrarme la identidad del cuarzo, una estructura de átomos trabados en perfecta simetría, mi esencia que otras veces imagino como un puzle gigante para niños enfermos, para lo que no somos, Marta. Deberíamos vernos. Llámame.

Marta se quedó mirando la pantalla y volvió a leer el texto. Trataba de colocar a Santiago, una vez más recriminándole, pero, en esta ocasión, vencido, como ella: Santiago en su mismo equipo esta vez. Decidió llamarle y convinieron verse a las seis y media en el monumento a la Constitución. Fue Marta quien propuso el sitio porque no era la casa de ninguno pero sí un lugar familiar, allí quedaban en los últimos tiempos de
A trancas
.

Llegó la primera, subió por el esqueleto del cubo blanco. Sentada en la piedra, veía a sus pies un tibidabo menor, todo esto te daré, la Castellana surcada de coches, una fuente, los Nuevos Ministerios, árboles, los rascacielos de Azca, si, postrándote, me adoras, y se preguntaba qué pensaría Santiago de Satanás. Más cerca pasaban los autobuses y aún más cerca, marcando el final de la llanura urbana, una pendiente de hierba ascendía hasta los alrededores del cubo. Pensó que no iban a aguantar mucho tiempo ahí quietos, la piedra estaba fría, el sol estaba perdiendo fuerza. No obstante el sitio le parecía bien como punto de encuentro. El cubo le gustaba porque podía ser usado al modo de un desnivel en el terreno o un árbol. Los bancos habían sido puestos en las calles para que la gente se sentara y ésa era su función. En cambio el monumento había remontado su condición de adorno para hacerse tierra de la ciudad, así también los puertos de los pueblos pesqueros eran productos humanos y eran naturaleza, así algunos puentes sobre los ríos cumplían su función pero alguien podía sentarse en el pretil con las piernas colgando tal como lo haría en un peñasco. Santiago se retrasaba.

Marta encendió un cigarrillo. Descubría su impaciencia no tanto por ver a Santiago como por haber hablado ya con él, y haber entendido algo y a lo mejor, entonces, llamar a Guillermo.

Una pareja se sentó en el lado del cubo perpendicular al de Marta por su derecha. Estaba mirándoles cuando distinguió la silueta de Santiago.

—Lo siento. No he podido salir antes —dijo él.

—No te preocupes.

Se besaron en la mejilla aunque sin pudor, los labios notando la piel del otro. Luego se sentaron.

—Hace por lo menos ocho años que no venía por aquí —dijo Santiago.

Marta le miró de reojo. Era chocante ver a Santiago sobre aquella especie de bordillo. Se fijó en su chaqueta y sus zapatos. Había una pátina de elegancia que antes Santiago no tenía. Ni ella ni él parecían ya estudiantes, se dijo pensando en la pareja de al lado. No por la forma de vestir, su estilo no había cambiado tanto; lo que sí había cambiado era el precio de las prendas.

—Y hace muchísimo que no quedábamos —contestó—. ¿Cómo estás? Ponme al día.

—He dejado la casa de Vázquez de Mella. Vivo con Leticia. En la facultad las cosas siguen como siempre, aunque estoy bastante contento con un ensayo sobre el regreso del pensamiento de Mandeville. Me gustaría que lo leyeras, cuando lo acabe. ¿Y tú?

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