La conquista del aire (28 page)

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Authors: Belén Gopegui

—Claro.

—Parece el colmo, ¿no? Que yo me vaya justo cuando Carlos se queda sin nada. Bueno, va a tener un buen puesto en la empresa que les compra. Sin nada «suyo», ya sabes.

—Yo lo encuentro lógico —dijo Guillermo.

Ainhoa no respondió. Podía contar que no se sentía culpable por irse justo en ese momento, a condición de añadir que sí le pesaba haberse quedado esperando a Carlos, esperando, Dios santo, una equivocación. Algunas gotas chocaron contra los cristales. También había llovido por la mañana. Ainhoa imaginó la lluvia vista desde la ventana del cuarto de Pablo, la luz de la lluvia entrando en la clase de Diego. Llovería también en el caserío de sus padres. Hacía meses que no iba a verles, pensó, y olía el calor de los animales, las vacas en hilera. Sus padres nunca se habían movido de sitio; era una suerte saberlo ahora que la lluvia mojaba el ventanal de la cafetería. La gente apresuraba el paso mientras ella y Guillermo seguían dentro y llovía también sobre el parque del Oeste, agua en cada uno de los árboles, ablandando la tierra. En la ciudad, la lluvia golpeaba los escaparates de las zapaterías, encharcaba las aceras, rebotaba contra el tejado de la iglesia en su calle y yo, se dijo, pronto dejaré de vivir ahí.

Tras el cristal había oscuridad. Marta abrió con prisa la puerta de la terraza de Manuel Soto. Cuando se vio fuera, al aire libre, sola, respiró lentamente, apoyados los codos en la barandilla. Llevaba un jersey de pico sobre la carne desnuda, una falda corta, medias finas y unos escotados zapatos de piel. No era la indumentaria ideal para quedarse quieta a la intemperie, pensó. Se apretó el cuerpo con las manos, despacio. Con diez años menos, se dijo, en vez de salir a la terraza habría salido a la calle, se habría marchado. Ahora, sin embargo, seguía en la terraza, de espaldas al cristal. Se fijó en un banco de madera vacío. Allí al lado estaba el Golf negro de Manuel, aparcado en batería a tres coches del suyo. No pasaba nadie y se le ocurrió que en esa calle había una atmósfera privada, como si no fuera un lugar de tránsito sino un recinto hecho para los habitantes de los distintos pisos. Presentía la mirada de Manuel Soto desde el interior y no quería volverse aunque estaba segura de que cuando lo hiciera, comprobaría que no había nadie.

La noche fresca le hacía bien, pensó en el verbo «purificar». Después del fax de Manuel no había pasado nada. Se vieron en el hotel Metropol y tal vez ella hizo más confidencias de las debidas pero, a mitad de la segunda copa, se despidió como si jamás en esos meses ni tampoco durante medio segundo a lo largo de la cena se le hubiera ocurrido la posibilidad de dormir con Manuel. Luego habían hablado varias veces, y habían comido juntos en Madrid un día. Hasta que el jueves 7 de marzo, por la noche, Manuel la llamó a su casa y no al trabajo para invitarla a su apartamento el sábado, a tomar algo y a comentar los resultados de las elecciones. Marta se frotó los brazos. Purificarse de nada, pensaba, de una frase: «No te des tanta importancia». Primero había creído que Manuel se lo decía sin intención, casi como un niño se lo diría a otro en el colegio. Y sintió que se enojaba también como los niños. Alguien la provocaba en su amor propio, negándose a admirar sus lápices o la casa donde vivía. Pero no era elegante enojarse por eso. Dispuesta a sonreír, Marta miró a Manuel y se dio cuenta de que él había soltado su mano; tampoco le pasaba la otra por el cuello, parecía esperar una respuesta. Entonces fue como si la empujaran. Ella se levantó y, sin pensarlo, concentrada en dominarse y no ser brusca, se dirigió a la terraza olvidando la chaqueta y el tabaco dentro. Ahora se decía que era como haber empezado a leer una novela policíaca por el final: ya no había intriga, la noche en el apartamento de Manuel se había resuelto y si ella se quedaba, si seguía leyendo sería para averiguar otra cosa. Cruzó las dos manos detrás de la nuca, un foulard, una bufanda, las manos grandes de Guillermo. Marta, se dijo, deberías entrar.

No había nadie en el salón. Manuel le había facilitado la tarea: irse ahora, pensó, dejando a lo mejor una nota de disculpa. Abrió, no obstante, la puerta y vio a menos de un metro otra puerta abierta y la luz blanca de la cocina. Manuel volcaba en un plato el contenido de una lata de foie.

—¿Te ayudo? —le preguntó.

—Mira en ese botellero —dijo él— y elige el vino.

Sonó el timbre del horno. Manuel sacó rebanadas de pan caliente, las envolvió en un paño blanco y las puso en una cesta. Sobre una bandeja había otro plato con foie y una tabla con varios quesos.

—Las copas están ahí. —Señalaba una estantería con la barbilla.

Cuando estuvo todo listo, Manuel cogió la bandeja y le indicó a Marta que pasara delante. El rostro guapo y serio de Manuel, su camisa moderna pero discreta, de botones cubiertos y un blanco contenido, los pantalones vaqueros rectos y duros, los zapatos ingleses le atraían por semejantes, se dijo, por no distintos y no contradictorios. Y a la vez, y por distinto, y por contradictorio le atraía que Manuel practicara una suerte de ateísmo sentimental. La noche había quedado decidida antes, al final de la novela policíaca Manuel se había negado a subir con ella en uno de sus caballos imaginarios. Ahora, se dijo, besar ese cuerpo apenas sería una continuación del otro plano suyo en la terraza.

Manuel abrió la botella.

—Yo no soy tu amigo Carlos —dijo sirviendo las copas—. No te he pedido cuatro millones así que no tengo la obligación de creerme que ese dinero va a cambiarte la vida. Acostarte conmigo tampoco —añadió en el mismo tono despreocupado.

—Seguramente —dijo Marta—. Pero casi nadie quiere renunciar a esa posibilidad. Aunque sepamos que la probabilidad debe de ser del orden del uno por mil.

Manuel puso un trozo de queso en un pan de centeno alemán y se lo tendió diciendo:

—Yo he renunciado. Vivo en prosa, ya te lo dije hace tiempo. No me siento llamado a cometer hazañas. Sé que el mundo no cambiará de un día para otro, igual que yo. Me parece que tú llamas ser de izquierdas a vivir sin saberlo.

—¿A ver?

—Nadie parte de cero. Cada uno tiene una posición de salida y yo lo asumo. Acepto que la pensión de mis padres es escasa. En consecuencia, acepto que ellos estarán mejor si yo gano bastante dinero. Acepto que me gusta el buen vino y que tengo que comprarlo.

Marta untaba foie sobre una de las rebanadas de pan caliente y se la ofrecía.

—No seamos demagogos —dijo—. Una cosa es aceptarlo y otra estar de acuerdo.

—¿Te parece tan sencillo separar las dos cosas? —dijo él—. Yo acepto que debo hacer mi trabajo si quiero comprarme vino. Lo acepto aun sabiendo que al final estoy trabajando para satisfacer el interés de unos propietarios a los que no respeto. Pero si mi secretaria se pasa una hora tomando café y no me coge las llamadas, me cabreo, al margen de que ella y yo podamos convenir en la escasa catadura de nuestros jefes últimos. —Manuel correspondió a Marta con otro canapé—. Supongo que uno de izquierdas no se cabrearía.

—Sigues con la demagogia —contestó Marta—. Yo no le pido a nadie que sea un santo. Lo que sí me parece interesante es que uno se pregunte qué es lo que le cabrea de verdad.

Manuel sirvió más vino.

—Disponemos de poco tiempo, Marta. Unos cuarenta y cinco años si descontamos la infancia y la vejez. Hay que estudiar, conseguir una casa, un trabajo, dinero, darle alegrías al cuerpo, conocer algunas cosas. Conviene no perderse pensando que lo que te pasa no es «de verdad» lo que te pasa, que este mundo no es «de verdad» el mundo.

—A lo mejor es que hay que ser muy fuerte para aceptar en todo momento que este mundo es el mundo.

—No me digas que tú no eres fuerte. Me parece que eres bastante más fuerte que yo.

—Pero me he visto usar la fuerza, con Carlos, con Guillermo, y no me ha gustado. —Marta sintió una insólita gratitud hacia Manuel por haberle permitido decir eso—. Tú tienes tanta fuerza como yo. —Ahora le sostenía la mirada—. Lo que pasa es que todavía la necesitas, la gastas en tus padres o donde sea. El peligro vendrá cuando empiece a sobrarte.

—Entonces te llamaré para que me digas que no me dé tanta importancia.

Marta rozó con las yemas de los dedos el tallo de la copa.

—Llega un momento —dijo mirándole a la cara otra vez— en que la cuestión no es que te lo digan, sino que te la quiten.

Tomaron algo de queso, en silencio, y después Manuel se levantó. «Qué bien hueles», dijo cogiendo el jersey de Marta con las manos. Ella alzó los brazos para ayudarle y se levantó a su vez. Vio el roce de sus pezones erectos en el algodón de la camisa de Manuel, el jersey tirado, la falda subida. Dos cuerpos ganados para el placer, para un placer entre iguales, y Marta pensaba en Guillermo, cómo se aprende, el respaldo de la silla en la carne desnuda y el gesto de Manuel al llevarse la mano al pantalón; luego Marta notó que sus caderas se conmovían.

En el dormitorio, después de las convulsiones y de un vaivén intenso al vaciarse, Marta permaneció con los ojos abiertos. A su derecha tenía la puerta entreabierta de un cuarto de baño. A la izquierda, más allá del cuerpo de Manuel, una ventana daba a una terraza contigua a la terraza del salón. Manuel debía de haberse dormido. Una posibilidad entre mil; quedaban aún novecientas noventa y nueve y Marta pensaba en el dislocamiento, en ser sacada de quicio por una pasión que la rompiera y la recompusiera según un orden contrario. Luego cerró los ojos, concentrándose en la oscuridad. Empezaba a parecerle que su existencia no estaba puesta en las novecientas noventa y nueve posibilidades. No estaba puesta en ser arrastrada sino quizá, se dijo, en ir.

A las once los dos fumaban tumbados en la cama.

—¿Cómo te va a afectar en el trabajo la victoria del PP?

—Tendré que irme, supongo. Aunque el PSOE y el PP se parezcan bastante, en el PSOE había algún resquicio. A veces se sentían obligados a hacer un discurso progresista. Ahora gente como yo dejaremos de hacer falta.

—No veo por qué. Los discursos progresistas son útiles para cualquier político. Es mucho más fácil decir «Hago esto por el bien de todos» que «Lo hago por el bien de unos pocos». Lo segundo conduce al enfrentamiento.

—Quieres decir que podría trabajar para el PP sin problemas.

—Dado que se parecen bastante. Bueno, esto es algo que solías decir tú.

Marta apagó el cigarrillo y se incorporó a la altura de Manuel poniendo la almohada en vertical. Aunque no hacía frío en el cuarto, tiró de la sábana para cubrirse. Estaba desnuda y se daba cuenta de que lo estaba, de que ambos lo estaban sin que ello comportase un cambio radical, la pérdida del paraíso, pero sin que tampoco fuera un hecho irrelevante. Al discutir de política estando desnudos, un sentimiento de melancolía no triste parecía unirles. Las frases eran las mismas que ambos se dirían con la ropa puesta, pero tal vez el acento había cambiado. Manuel tenía medio torso y los brazos fuera de las sábanas, y un cenicero entre las manos. Marta se encendió otro pitillo. En realidad, Manuel tenía razón; ella no había estado moviéndose en busca de un trabajo porque intuía que no la iban a quitar.

—Voy a hacerte una pregunta —dijo entonces Manuel—. Imagínate que el cuello largo de las jirafas fuera su conciencia. Llega un día en que se acaban los alimentos de los árboles. Las jirafas sólo pueden comer alimentos a ras del suelo, para lo cual el cuello largo es francamente incómodo. Los animales de cuello corto, y no digamos los reptiles, son más rápidos, se comen los mejores alimentos. Entonces alguien ofrece a las jirafas la posibilidad de operarse: una especie de ablación de la conciencia. ¿Qué deberían contestar?

—Depende de en qué animal vayan a convertirse si sólo comen alimentos a ras del suelo. ¿El valor supremo es la vida o es la vida buena?

—Me lo pones fácil. El valor supremo, hoy, es la buena vida.

Marta se hundió un poco en las sábanas.

—¿Dónde nos meterías? —le preguntó a Manuel—. ¿Somos jirafas, lo fuimos, o en el fondo nunca nos interesó la conciencia?

—Verás, yo creo que los dos tenemos agudeza visual y nos hemos dado cuenta de que en los árboles altos todavía quedan alimentos.

—Es un piropo envenenado.

—Contesta tú.

Retrepándose hacia arriba otra vez, Marta dijo:

—El ejemplo de la jirafa confunde, la conciencia no es un órgano, está fuera. —Como tantas veces en los últimos años oía la voz de Santiago, el tono respetuoso de sus padres, y veía a Carlos, a Guillermo—. Distintos Pepitos Grillos por ahí diseminados —añadió.

—Pero según tu conciencia haces más caso de unos o de otros.

—Según la gente que te hayas encontrado, lo que hayas leído, contra quién hayas crecido. Según cómo razones y lo que quieras hacer.

—¿Y nosotros dónde estamos, qué queremos hacer? —dijo Manuel levantándose porque había empezado a sonar el teléfono.

—Nosotros estamos hechos un lío.

Marta se fue vistiendo. Supuso que volvería a quedar con Manuel, pero deseaba que fuera dentro de bastante tiempo. Él volvió y empezó a vestirse también mientras le contaba:

—El sobrecargo del consejero delegado quiere que vaya mañana a revisar la oferta que vamos a hacer el lunes.

—Mañana es domingo —dijo Marta—. No parece que estés rodeado de jirafas.

—Son serpientes —contestó Manuel riendo, y le dio un beso rápido en la boca.

Marta se puso el reloj.

—Gracias —dijo—. Por la cena y por haberme dicho lo de la importancia.

Manuel se abrochaba los puños de la camisa.

—Si hubiera un camino seguro para alcanzar la sabiduría —dijo—, empezaría con un mandamiento difícil de cumplir. —Puso la mano en la espalda de Marta. Ambos echaron a andar—. Éste es mi mandamiento: sé responsable con los demás y frívolo contigo mismo.

El sábado siguente, el ex marido de Leticia tocó el telefonillo a las once para recoger a Irene. Leticia bajó con ella, como solía, en el ascensor y Santiago fue a terminar de vestirse. Estaba lavándose los dientes cuando oyó la voz endurecida de Leticia.

—¿Vas a comprar los periódicos?

Siempre era igual. A las apariciones del joven filósofo y padre de Irene sucedía un período de irritación en Leticia de una media hora. Santiago fue al quiosco más cercano. Hacía buen día. El sol de mediados de marzo desplegaba sobre la acera un celofán transparente como si el suelo fuera un paquete de cigarrillos. Pensaba que ya no tenía celos del joven filósofo, un profesor tres años mayor que él que, sin embargo, no había sabido embridar su ambición, entrenarla y mantenerla a la espera con los ojos vendados. La ambición del joven filósofo correteaba por la pista desde hacía dos años, desinflada y sumisa, ingeniosa y servil. No tenía celos, se repitió. A veces incluso le admiraba por ser el padre de Irene, y sobrellevaba los períodos de irritación de Leticia porque cada vez eran más cortos. Le conmovía verla debatirse con su pasado y ver cómo cada semana ella le llamaba antes, se disculpaba antes de su malhumor. La puerta se abrió cuando él estaba metiendo la llave. Leticia sonreía y le invitaba a entrar.

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