La conquista del aire (32 page)

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Authors: Belén Gopegui

—¿Santiago? Perdona —dijo ella—. Puedes pedirme un favor e incluso preguntarme qué tal estoy. No voy a hacerme ilusiones, si es eso lo que temes. Ha pasado más de un año, sé que estás viviendo con alguien. Yo tengo un novio del coro.

Santiago sintió un escozor, un rasguño. Dijo:

—Me gustaría verte una tarde pero como si nos hubiéramos encontrado.

—Explícate algo más.

—Me dijiste que no vendiera motos, y lo intento. No quiero que ninguno de los dos nos creemos expectativas. Sería una tontería entablar ahora alguna clase de relación.

—Me estás pidiendo una cita con el compromiso de que sea una cita y punto, ¿no?

—Siempre que consideres que eso se puede pedir.

—De acuerdo —dijo Sol—. En este momento no lo veo mal. ¿Cuándo y dónde?

—Dónde, había pensado en nuestro banco del Retiro, el que está encima de la chopera. Cuándo, dilo tú.

—Depende de la hora. Si terminamos antes de las ocho, puedo cualquier día excepto el viernes.

—¿Podrías hoy a las cinco?

—Doy una clase de cuatro y media a cinco y media. ¿A las seis?

Santiago aceptó. Un plazo de dos horas le obligaría a comprimir cuanto había imaginado, pero quizá eso fuera bueno y le librara de cometer una equivocación. No avisó a Leticia porque esa semana ella tenía un cursillo de especialización en la biblioteca y llegaría a casa después que él.

Comió solo, acordándose de Carlos. Los dos, los tres, pensó, habían llegado a un punto muerto. Carlos no les devolvería la llamada y ni él ni Marta se atreverían a insistir. Últimamente pensaba a menudo en el día que Carlos les pidió los millones. Antes, al principio, solía reprocharle en su interior que les hubiera juntado como si quisiera chantajearles, aprovecharse de la violencia de la situación y de la necesidad que tenía cada uno de no quedar peor que el otro. Ahora, sin embargo, creía comprender el miedo de Carlos a una negativa, qué inseguro debía de haber estado para comprometerles de esa forma.

Pidió un café solo doble; disponía de dos horas hasta su cita con Sol y esperaba terminar la lectura de una tesis excelente, titulada «Legitimación de la fantasía y orden espontáneo en Bernard Mandeville». Legitimar la fantasía, legitimar aquellas satisfacciones imaginarias que no son un anticipo de lo que está por venir, sino mero ingrediente ideológico, así la vanidad para los ricos, así el patriotismo para los pobres. Así el romanticismo, pensó, el culto a la irrealidad. Pese a conocer la función que cumplían ciertos sentimientos imaginarios, no lograba prescindir de ellos, eran como los restos de una armadura azulada, resplandeciente y sin embargo de grosor inverosímil, más delgada que el envoltorio de las chocolatinas. Esos jirones de plata no protegían a nadie de los golpes, pero él seguía confiando en deslumbrar al adversario con su resplandor.

Estuvo leyendo, aunque no llegó al final. Luego condujo hacia Madrid. Cuando aparcaba junto al Retiro, vio pasar a Sol. Se dio prisa en maniobrar, anduvo a zancadas para alcanzarla y puso la mano en su hombro. Sol llevaba unos pantalones elásticos que resaltaban su delgadez. Una camisa desabrochada flotaba encima de una camiseta de tirantes. No había cambiado nada, pensó. La misma coleta alta de pelo rizado dejando el largo cuello al descubierto, los mismos zapatos planos de cordones, la misma expresión agreste y casi sexual en la cara, sus dos muñecas tan delgadas que Santiago podía sujetarlas juntas con el índice y el pulgar.

Se habían dicho «¡hola!» sin detener el paso. Lo que llamaban su banco estaba al final de una pequeña cuesta y como suspendido sobre la gran explanada de la chopera. Les gustaba por ser un banco discreto desde donde, no obstante, la vista divisaba un espacio de casi medio kilómetro. A veces había equipos jugando al fútbol en el campo de arena. Pero otras veces el campo estaba vacío. Entonces, algo de la impresión de haberse escapado de Madrid, de ver el mar, de estar en lo alto de una colina, se les contagiaba. Comprobaban que el paisaje tenía dimensiones más amplias que el ancho de una calle o el techo de una habitación y, lejos de agobiarse por su propia pequeñez, en esos momentos se sentían dichosos, al tanto de la medida limitada de sus cuerpos. Santiago pensó que había dejado a un lado ese sentimiento de salud cual si hubiera superado una prueba; ahora le pesaba.

—Te veo muy bien —le dijo Sol, ya sentados en el banco.

Podía tratarse de una ironía destinada a sus zapatos caros y a su americana de hilo. Sin embargo Sol le miraba serena y Santiago decidió devolver el cumplido.

—Tú no puedes dejar de ser guapa.

—Cuéntame —dijo ella.

—Voy a casarme. En julio.

—Te deseo mucha suerte —dijo Sol despacio.

—Y yo te lo agradezco.

Santiago encendió un pitillo. Distinguía dos hombres con chándal, o tal vez fueran niños, al fondo de la explanada. Todas las hojas de los chopos estaban quietas. Cuánto de lo que él sabía de sí mismo podía decirle a Sol sin agraviarla. Estoy aquí porque empiezo a confundir las arrugas de la risa en la cara de mi abuela, ya no puedo imaginarlas bien ni sé qué me diría ella si viviera y yo le contase: «Abuela Joaquina, me caso con Leticia Tineo».

—Sol, te he pedido que vengas para que me ayudes. Y entiendo perfectamente que me digas que no, de verdad.

—He venido aquí porque me apetecía. Ni me he sentido obligada a venir ni me sentiré obligada a hacer lo que me pidas si no me gusta. Venga, di.

—Sólo quiero hablar. Contarte lo que me da miedo y que me digas qué te parece.

—Bien —dijo Sol.

—¿Te acuerdas del poema de Yeats? «Si tuviera los mantos bordados de los cielos, esos mantos tejidos de oro y plata.» No me sé bien la primera estrofa, pero en la segunda dice: «Entonces yo extendería esos mantos a tus pies. Mas siendo pobre, amiga, no tengo más que sueños».

—«He extendido mis sueños a tus pies» —siguió Sol—. «Pisa pues suavemente porque pisas en mis sueños.»

Santiago asintió. Buscaba justo eso, oír en otra voz algo que para él había sido un consuelo y un arma. Sol no se había dejado llevar por una emoción resucitada a destiempo, no había recitado el final del poema como si los dos regresaran a un lugar compartido sino con normalidad, vocalizando bien. Estaba en la mano de Sol disponer libremente de esos versos incluso para rehuir el culto a la irrealidad que proponían. Pero no estaba en la suya, se dijo, él los necesitaba pese a no darles crédito. Los necesitaba, pensó, como se necesita cuanto ha sido arrebatado.

—Gracias —dijo—. Quería oírtelos recitar. Yo ya no podré.

—¿Vas a dejar de ser pobre o se te han acabado los sueños?

—Lo primero, que debe de llevar aparejado lo segundo.

—Bueno, ya encontrarás otro poema que te guste. Con éste nunca te has llevado del todo bien. Pasabas del elogio a los ataques feroces.

—Porque fomenta el autoengaño —dijo Santiago—. Está bien que el manto no sea para envolverse sino para pisar en él: el rico pisa los sueños. Pero, aun así, la sensación que deja es que el pobre es especial.

—Sí —dijo Sol—. Entonces, ¿qué problema tienes?

—Me da miedo perder algunas cosas. —Santiago estuvo a punto de dejar ahí la conversación. Tal vez necesitaba una despedida, contar siquiera con un testigo que le hubiera visto segundos antes de subir a bordo. Y, sin embargo, por qué en esos últimos segundos no iba a serle concedida también la facultad de poner su vida en orden—. No es por Leticia —añadió—, pero me cuesta hacerme a la idea de que me he enamorado de alguien tan distinto.

La luz flotaba entre los árboles formando volúmenes, cilindros, lingotes iluminados detrás del pelo de Sol. Santiago ya no miraba la explanada, quería ser envuelto él mismo por un manto, por la espesura sin nombre. Sol, en cambio, había subido las rodillas al banco; apoyaba encima la barbilla y la boca, y mantenía el timón de la nariz recto en dirección a la explanada. Allí miraba al contestar.

—Cuando lo dejamos, Carlos me dijo algo que me vino muy bien. Puede que también te sirva a ti.

—¿Ves a Carlos?

—Alguna vez. Mi novio es hermano de uno que trabaja en Electra. Te hablé del hermano el último día —dijo inclinando la cabeza para mirarle.

—¿Y sabes si Carlos está contento en ese trabajo?

—La última vez que le vi no estaba muy bien, pero era por lo de Ainhoa.

—¿Le ha pasado algo a Ainhoa?

—No, me refiero a la separación.

—Van a separarse —dijo Santiago como para sí.

—Se han separado ya, creí que lo sabías.

Santiago se puso de pie. Luego pasó por delante del banco un par de veces.

—Joder —dijo.

Sol deshizo su postura y sugirió que anduvieran un rato. Llegaron callados a la rosaleda. Torcieron hacia el Palacio de Cristal.

—Perdona —dijo Santiago—. He llamado a Carlos alguna vez, pero no lo he localizado, y no tenía ni idea.

Sol no contestó. Cuando llegaron al pequeño estanque junto al palacio, dijo que iba a coger el metro en Ibiza. Los dos se encaminaron a la salida más próxima.

—Entonces, ¿qué te dijo Carlos cuando lo dejamos? —preguntó Santiago.

—Dijo que enamorarse es una elección. Al principio puedes no darte cuenta pero, si la cosa sigue y, desde luego, si te casas, debes saber que estás eligiendo.

Santiago trató de encender un cigarrillo sin lograrlo. De su mechero sólo brotaban chispas. Pidió fuego a un hombre que se cruzó con ellos.

—Disculpa, sigue —le dijo a Sol.

—Carlos distingue entre decidir y elegir. Se decide de acuerdo con la voluntad: quiero esto y decido, entre varias posibilidades, qué me viene mejor para conseguirlo.

—¿Y elegir?

—Elegir es pensar primero cuáles son tus propósitos, valorarlos. Si pierdes algo que has decidido, lo normal es cabrearte, o deprimirte. Pero si pierdes algo que has elegido es distinto, no lo pierdes todo. —Sol aminoraba la velocidad—. Yo te perdí a ti, pero no mi proyecto. Te fuiste, me figuro, porque habías elegido proponerte cosas que conmigo no cumplirías y con Leticia sí.

—Me cuesta hablar de nosotros —dijo Santiago—. Hablemos sólo de esa teoría de Carlos. No está mal, pero algo falla, Sol. ¿Qué hace uno con todo lo que no puede controlar?

Sol le miró.

—Llora —dijo, y se apoyó en el respaldo de un banco—. Tengo que irme. —Le cogió la mano, puso la palma boca arriba—. Como a lo mejor pasa mucho tiempo hasta que volvamos a quedar, voy a decirte lo que veo. Aquí está, en esta línea que parece un afluente —dijo riéndose—. Tu problema ahora no es lo incontrolable, Santiago. Tu problema es qué haces con lo que puedes controlar.

Santiago la atrajo hacia sí. Se besaron en los labios dos veces.

—Cuídate —dijo Santiago.

Sol le pasó la mano por la oreja y echó a andar. Se volvió un momento.

—Hasta luego —dijo levantando la mano.

Santiago regresó al coche. En algunas zonas del parque la oscuridad ganaba posiciones. Santiago andaba distraído, pensaba a ráfagas en la tesis que había leído esa tarde y en Carlos, o se representaba la imagen de Sol yendo por una calle, o se decía «A lo hecho pecho» y luego reparaba en una ardilla, en un farol apagado. Al llegar al banco de la cita, desde donde se vislumbraba ya la puerta del parque, Santiago miró la hora. Quizá estuviera a tiempo de ir a buscar a Leticia a la salida del cursillo.

Un vermut a finales de siglo, un limitado período de existencia se aproxima como nube que no se detiene. El sábado 25 de mayo, a las doce del mediodía, tres vidas en vigor convergieron en el bar de un hotel en Madrid. Recién llegada, Marta buscaba con la mirada a Santiago o a Carlos. Distinguió a Carlos al fondo.

—Marta. —Santiago estaba detrás de ella.

Avanzaron juntos. Carlos se levantó al verles y hubo intercambio de saludos y besos. El camarero les sorprendió en ese momento, aún no habían pensado qué querían tomar pero Santiago pidió un vermut blanco, seco, y Carlos y Marta le imitaron.

—Un vermut a esta hora es una buena idea —comentó Marta—. Aunque tendría que haber locales con habitaciones donde la gente pudiera encontrarse para hablar sin la obligación de tomar nada.

—El ateneo era eso —respondió Carlos con la atención puesta en la caja roja de juanolas que intentaba abrir.

—Sí —dijo Marta—. Seguramente ahora hay sitios parecidos, pero nosotros ya no los conocemos.

Un cruce de miradas y Santiago dijo:

—Me niego a hablar de lo viejos que somos.

Los tres se refugiaron en una risa fugaz.

—¿Qué vais a hacer este verano? —preguntó Carlos.

—No lo sé todavía —dijo Marta—. ¿Tú?

—Estoy pendiente de Ainhoa por el niño, me gustaría llevármelo una o dos semanas a Edimburgo con Alberto y Susan.

—¿Qué tal están? —preguntó Santiago.

—Bien, como siempre.

Santiago, al ver que el camarero se acercaba, decidió esperar a que les hubiera servido. Estaba nervioso y una interrupción aún le pondría más nervioso.

El camarero iba depositando los vasos sobre la mesa y los llenaba. Marta se puso a mirar sus movimientos; como siempre que se abstraía últimamente, recordó las negativas de Guillermo. Por fin lo había llamado para decirle que Carlos había devuelto el dinero, y le había propuesto quedar. Guillermo no quiso. A los pocos días, Marta volvió a llamarle, podían ir al cine, o charlar, o dar un paseo, y Guillermo dijo «Esta semana no me viene bien». «Bueno, déjalo», había contestado ella, turbada.

—Os he llamado —dijo Santiago—, además de para que nos viéramos, para contaros que este verano voy a casarme.

Brindis. Exclamaciones.

—No me coges en el mejor momento para hablar del matrimonio —dijo Carlos—, pero eso me da credibilidad. Puedo decir que vale la pena con completo conocimiento de causa.

—A mí me pasa algo parecido —dijo Marta.

—Lo tuyo es distinto —replicó Carlos—. Habéis tenido problemas, pero sabes que Guillermo siempre va a estar ahí.

¿Ahí? ¿Dónde era ahí? Marta habría querido preguntarlo en voz alta. Sin embargo, debía dar la razón a Carlos en que su caso era distinto porque Guillermo aún no se había marchado del todo.

—De momento, lo único que sé que va a estar ahí es mi trabajo —le contestó—. Aunque es verdad que mi caso es distinto. Guillermo y yo no nos hemos separado del todo —dijo y pensaba que Guillermo no estaba ahí sino más lejos. Enseguida cambió de tema—: Cuándo te casas, Santiago, dónde, cuéntanos.

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