La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (7 page)

Dentro de cada mansión, que representa un organismo social más perfecto que nuestros municipios, cada grupo tiene su hogar propio: el señor, los siervos, las mujeres y los hijos. Estos pertenecen a la madre hasta los cuatro años, y después pasan a manos del padre, quien los confía al cuidado, bien de pedagogos domésticos, bien de pedagogos libres, que representan a nuestros maestros de escuela. A los doce años la vida común de la infancia se disuelve, y cada cual adquiere la consideración que corresponde a su sexo y a su clase, pero sin romperse por completo los vínculos familiares creados; las jóvenes entran en gineceo con sus madres en espera de matrimonio; los jovenzuelos viven cerca de sus padres, ayudándoles o aprendiendo una profesión hasta que son capaces de crear familia. Los siervos tenían derecho, desde los veinte años, a que el señor les sostuviera una mujer; y sus hijas, si llegaban a tenerlas, pasaban de ordinario a ser esposas del amo de la casa. Lo hermoso de esta organización familiar, sin embargo, más que en lo dicho, estaba en la vida nocturna. En cuanto el sol se ponía y las puertas de la ciudad se cerraban, todos estos organismos descritos se deshacían hasta el día siguiente, y en cada uno de los hogares, ya aislados, ya unidos bajo un mismo techo, quedaba constituida una verdadera familia natural; el hombre libre dejaba el trabajo, el siervo sus servicios, la mujer el gineceo y sus faenas, los hijos la escuela pública o privada, y todos se reunían para gozar de las dulzuras del amor familiar, mucho más vivo que entre nosotros por no ser posible saborearlo a todas horas. Había en estas reuniones, cuyo interés se renovaba cada día, cierto candor bíblico, difícilmente comprensible para nosotros, acostumbrados ya a las casas de muchos pisos y a las familias de pocos miembros; a trabajar incansables para tener familia y casa propias, para pasar el día y la noche lejos de ellas.

La reunión terminaba siempre cuando se iban a apagar las teas, cuya duración era de cuatro o cinco horas. Las mujeres se retiraban a descansar solas o con sus hijos menores si los tenían; las hijas mayores a sus alcobas, junto a las de las mujeres, y los hijos cerca de sus padres.

En Maya no era tampoco conocida la costumbre de permanecer en el lecho los señores y hacer madrugar a los siervos y a las mujeres; los usos obligaban al señor a ser el primero en levantarse y tocar a diana en un cuerno de búfalo. Al primer toque se levantaban sus mujeres e hijas, que, pasando por la sala de reuniones nocturnas, saludaban al señor y después entraban en el gineceo; al segundo, sus hijos, que se presentaban a recibir órdenes. Estos dos toques servían también para la servidumbre, y cada siervo recibía de los suyos iguales saludos y reverencias. A un tercer toque toda la casa entraba en movimiento con la regularidad de una máquina convenientemente reparada y engrasada.

La mansión del Igana Iguru está cerca del palacio real, y si el verdadero Arimi se hubiera encontrado en mi puesto, la habría hallado casi como el día que la abandonó. Después de la condena de Muana, el cabezudo Quiganza había confiscado y vendido todos sus bienes particulares, mujeres, hijos, siervos, ganados y provisiones, respetando exclusivamente las pertenencias anejas al cargo, las cuales pasaron a poder de Viaco, miembro de una familia nueva en la dignidad. Pero a la noticia de mi reaparición, el rey hizo depositar en su palacio todos los bienes de Viaco, y ordenó por edicto que se me restituyesen los míos, siempre que fuera posible, bajo promesa de indemnización, y todos los antiguos adquirentes se apresuraron a obedecer. De mis quince mujeres, que en mis veinte años de ausencia habían naturalmente envejecido, no faltó ninguna, pues Niezi era la única que había salido de Maya. De mis veintidós hijos habían muerto siete; pero en cambio adquiría, por accesión a sus madres, cinco menores de cuatro años. Mis tres siervos y sus familias fueron entregados por el mismo Quiganza. En suma, las únicas pérdidas sensibles recaían sobre los establos y graneros.

Por el momento no pude observar qué impresión produjo mi persona sobre la servidumbre, pues a poco de llegar sonó la hora de retirada. Se me acercaron mis hijos varones, algunos de los cuales eran más viejos que yo; todos cinco estaban casados y solicitaron de mí que aprobase los actos que habían realizado creyéndose libres. Yo concedí mi aprobación y noté con gusto que eran de los uagangas que habían formado en el ala del centro, y que el mayor de ellos no era otro que el listísimo Sungo. Aunque sea adelantar noticias, debo decir que la representación nacional en Maya no se basaba en la elección, ni tampoco, como yo había creído, en la selección mediante ejercicios difíciles, sino en el parentesco. Todos los parientes del rey, del Igana Iguru, de los uagangas consejeros, que eran tres, de los reyezuelos locales, que eran veintitrés, y de los jefes del ejército, que eran y continúan siendo doce, figuraban en aquélla por derecho propio, que sólo se perdía cuando en tres danzas seguidas se caía en falta. En la celebrada con motivo de mi resurrección habían quedado excluidos definitivamente siete, que eran otros tantos enemigos míos, puesto que yo había sido causa, bien que inocente, de su inhabilitación.

Muy satisfechos se retiraron mis hijos a sus respectivas moradas, a tiempo que entraban en mis habitaciones todas mis mujeres, llevando cinco de ellas a sus pequeñuelos desnudos, tres niños y dos niñas; detrás venían mis diez hijas, ocho de las cuales, habiéndose casado, traían sus hijuelos, en número de veinte. De las ocho hice entrega a sus maridos, que, de acuerdo con ellas, esperaban a la puerta, confiando en que yo accedería a convalidar el contrato hecho por el cabezudo Quiganza. Esta conducta mía, que después supe fue muy celebrada por todo el mundo, no tenía mérito alguno, porque, aparte de no haberme hecho cargo aún de la utilidad que podía sacar de una numerosa familia, encontraba un alivio a mi turbación disminuyendo el número de los que me rodeaban. No puedo menos de admirar la soltura con que estos hombres, que nos parecen inferiores, se mueven en medio de una familia de cincuenta o cien personas, y atienden a mil cuidados, preguntas y peticiones, sin aturdirse y sin fatigarse. Creo sinceramente que cualquier negro maya haría en nuestros salones figura más suelta y airosa que muchos encumbrados aristócratas y espirituales literatos.

Cuando me quedé solo con mis quince mujeres, mis dos hijas mayores y mis cinco hijos accesivos, pude respirar con algún desahogo y adquirir el aplomo necesario para dominar la situación. Por lo que pude ver al turbio resplandor de las teas que desde los rincones de la habitación alumbraban, sólo tres de mis mujeres conservaban restos del brillo juvenil, aunque ya pasarían de los treinta y cinco años; las demás estaban en pleno período de descenso, y algunas tocaban en la edad sexagenaria. Mis hijas eran dos robustas doncellas, de diez y nueve y veinte años, y ambas habían nacido de Memé, la más joven de mis mujeres y la favorita de Arimi después que Niezi, que lo había sido, avanzó en años. Memé y sus hijas eran las únicas que no habían salido de la casa, pues de Arimi pasaron a Muana, y luego las adquirió el fogoso Viaco. Según me dijeron, una de las jóvenes debía casarse en breve con el príncipe Mujanda, el que tan solícito se me había mostrado.

La primera que rompió el silencio fue Niezi, para decirme que todas sus hermanas, esto es, mis mujeres, estaban ya enteradas de mi maravillosa historia y se habían alegrado de volver a su antigua casa, y que ella estaba muy triste por la ausencia de Nera, una de las mujeres del bravo Ucucu, a la que amaba entrañablemente. Así, pues, me rogó que tomase a Nera por mi mujer, en lo cual Ucucu recibiría un nuevo honor.

Después de ofrecer a Niezi lo que me pedía, usé brevemente de la palabra para repetir el relato de mi inmersión en el Unzu, y de las maravillas que se encierran en los palacios de Rubango. Entonces pude observar que la razón de la rápida creencia en mis invenciones, estaba en que los mayas, tanto hombres como mujeres, no habían llegado, como nosotros, a sentir la necesidad de la noble mentira (sin la cual muchos adelantos religiosos, políticos y sociales serían imposibles), y creían a ciegas en la veracidad de la palabra humana. Como es natural en el árbol echar hojas y en el río llevar agua, lo es en la palabra anunciar la verdad. Ni en el procedimiento civil ni en el penal se admite otra prueba que la declaración de los litigantes o de los reos, y los abogados (esto pudo verlo el lector en el juicio de Ancu-Myera) se limitan a conmover al juez, que a veces falsea la ley, no por error, sino por exceso de sensibilidad.

Cada una de mis mujeres fue exponiendo sus impresiones, y por último mis hijas me manifestaron, llenas de candor, que el fogoso Viaco se había negado a entregarlas a los diversos pretendientes que habían tenido, y que ellas deseaban que yo las casara a la mayor brevedad. Ante declaraciones tan ingenuas me apresuré a ofrecerlas, a la una, que al día siguiente concertaría el enlace proyectado con Mujanda, y a la otra, que la enviaría al valiente Ucucu a cambio de Nera; todo lo cual fue muy del agrado de la reunión, y de las jóvenes en particular, y se realizó, en efecto, al día siguiente.

Tras estas explicaciones vinieron los deseos de cerciorarse de los cambios que me habían ocurrido en mi vida subacuática; me tocaron la barba y me palparon los brazos, que yo mostré para que vieran su blancura; me encontraban más joven que antes de mi desaparición, y se extrañaban de las mudanzas de mi fisonomía, de la que tampoco tenían recuerdo exacto, pues cada cual la reconstruía de un modo distinto.

La esbelta Memé, que ejercía sobre las demás mujeres cierta supremacía, cogió un laúd, cuyas cuerdas, untadas de resina, lanzaban roncos sonidos, como los bordones de una guitarra, y tocó en él una triste melodía, que acompañaba con su canto y coreaban todas las mujeres con gran afinación. La música era muy antigua y popular, y la saben desde pequeños todos los mayas; pero la letra había sido compuesta aquella mañana por el siervo Enchúa. Este nombre significa lo mismo que nuestra palabra «anchoa», y dada la estrecha relación fonética y morfológica que existe entre uno y otra, no es inútil hacer aquí esta indicación y recomendarla al estudio de nuestros modernos y sagaces filólogos. La canción decía así:

«Arimi, el de la lengua de fuego,

Arimi, enmudeció durante miles de soles.

El gran Arimi escapó de las prisiones de Rubango,

Y ya sabe conocerle, y vencerle.

Los mayas esperan a Arimi,

Y Arimi será el fuerte escudo de Quiganza.

Se acabará la ruina de las cosechas;

Arimi sujetará el viento destructor.

Arimi detendrá las aguas del río.

Las lágrimas se acabarán con la llegada de Arimi.»

Como los predicadores de aldea conmueven casi siempre a sus oyentes con sólo repetir sin tregua ni reposo el nombre del santo Patrón del lugar, así los poetas mayas utilizan el recurso de repetir en cada verso el nombre del héroe en cuyo loor cantan. Sin embargo, bajo la tosca estructura de esta canción, compuesta en mi obsequio, se encubre todo el pensamiento religioso nacional, pesimista y candoroso; y todo un programa político, puesto que en ella se contienen los dos elementos integrantes de un programa: la enumeración de los males que acostumbran los pueblos a padecer y la promesa de remediarlos.

Después de la música y del canto vino un baile ejecutado graciosamente por las hijas de Memé, que al final, despojándose una de ellas de su túnica, quedaron enlazadas en un grupo muy artístico. Este baile es con rigorosa propiedad un episodio dramático de la historia de Usana, y el fin representa un momento culminante de la vida del gran rey: cuéntase que después de vencer al rey de Banga y de tenerle tendido bajo sus rodillas, éste le declaró que era una mujer, se arrancó la túnica y con sus maravillosos encantos prendió el corazón de Usana en las redes del amor.

Tocó el turno a los niños, que recitaron varias canciones y algunas tiradas de historia, aprendidas de labios de sus hermanos mayores; el más pequeño, que tendría poco más de dos años, les superaba a todos por su despejo y por su gracia. Así agradablemente fueron pasando las horas, y llegó la de dormir, marcada por las teas, a punto ya de consumirse. Cada mujer se retiró a su alcoba, y los pequeños con sus madres, y yo quedé solo embebecido en la interior contemplación de tantos y tan extraños acontecimientos como en aquel día habían ido sucediéndose. Toda la noche la habría pasado sobre mi estrecho taburete, medio dormido, medio despierto, de no volverme a la realidad la presencia de Memé, que, llena de azoramiento y completamente desnuda, penetró en la estancia, se acercó a mí rápidamente y me dijo al oído con voz agitada: —
¿Arijo?
Arijo Viaco. ¿Estás aquí, señor? Viaco está aquí.

De un salto me incorporé, e instintivamente miré en torno mío buscando un arma. La esbelta Memé se dirigió a un rincón, arrancó de la pared un cuchillo que servía de palmatoria, y separando de la hoja la tea, aún encendida, me le ofreció con valiente ademán. Era una figura hermosa que me hizo reconocer por primera vez la belleza de una mujer negra. Su cuerpo tenía esa plenitud y perfección de formas que sólo se encuentran en las mujeres que han pasado ya los años de la juventud; el pecho, que las afea tanto por su excesivo y monstruoso desarrollo, era en ella pequeño y muy recogido (de donde sin duda la venía el nombre de Memé, que quiere decir «cabrilla»); la cabeza airosa y de expresión enérgica y arrogante, y como coronamiento de la obra unos ojos grandes, tristes y hechiceros como los de una gitana.

La alarma fue inútil, porque Viaco no pareció. Quizás, descubierta a tiempo su tentativa, tomaría el partido de escapar, pues oímos un vivo cacareo de gallos, que, según Memé, indicaba el paso del fugitivo. Quizás todo fuera una alucinación muy común en la exaltada naturaleza de las mujeres africanas. Quizás una treta de la hermosa Memé para atraerme y reconquistar sobre mí el ascendiente que había ejercido veinte años atrás.

CAPÍTULO VI

La religión maya.—El afuiri y el ucuezi.—Descripción de estas ceremonias y de la vida maya en un día muntu.

Aunque las mujeres mayas vivían en absoluto aislamiento, tenían cada mes lunar un día libre, el día muntu o de la mujer, en que se presentaban en público para concurrir al
ucuezi
y al
afuiri
, ceremonias religiosas instituidas por la ley. A estos dos ritos estuvo reducida la religión maya, la antigua y la nueva, hasta mi pontificado, y en ambos el sacerdote único era el Igana Iguru, después del rey, la primera figura de la nación.

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