La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (10 page)

La causa de esta sorprendente estabilidad de los gobiernos, que envidiarán muchos monarcas de Europa, era, de un lado, la sabia organización política, y del otro, la prudencia de los partidos gobernantes. La monarquía absoluta, concentrando el poder en unas solas manos, era la única forma de gobierno posible en estos pueblos, en que se carecía de soltura para sacrificar las ideas propias cuando convenía aceptar las ajenas; pero ofrecía el peligro de negar toda participación en los negocios públicos a algunos hombres distinguidos que se sentían con aptitudes políticas y gubernativas, y que, si no encontraban medios de expansión, conspiraban contra el poder constituido. Este peligro lo desvaneció Usana creando la asamblea de los uagangas y el cuerpo de pedagogos.

Los primitivos uagangas eran tres, y tenían, como hoy tienen, funciones de secretarios de despacho o ministro con cartera; eran asesores del rey y ejecutores de sus órdenes. Esta organización era general en todo el reino, con la particularidad de que los uagangas locales, asesores del reyezuelo, son ordinariamente herreros y albéitares de profesión y ofrecen ciertas extrañas conexiones con nuestro tipo clásico del fiel de fechos. Además de los uagangas, existía el auxiliar del Igana Iguru para la parte religiosa y judicial. Instituyendo la asamblea de los uagangas, Usana dio participación en el gobierno a gran número de personas de arraigo en las ciudades, sin entorpecer la marcha del Estado, pues sólo les concedió facultades deliberativas. Todos los meses se reunía la asamblea para deliberar, y en casos extraordinarios para danzar; pero el rey solía no hacer caso de sus deliberaciones y atenerse a la opinión de los tres consejeros. En cuanto al cuerpo de pedagogos, su misión era doble: eran como jueces de menor cuantía, pues los juicios de muerte estaban sometidos a la jurisdicción del Igana Iguru y sus auxiliares, en todo el reino, o sólo del primero si la resolución era muy difícil, y al mismo tiempo profesores públicos, que enseñaban lectura, escritura e historia natural. El ingreso en este cuerpo me pareció muy curioso: se exigía como prueba la presentación de seis loros adiestrados en todas las artes de la palabra merced al esfuerzo del futuro profesor, que de esta manera práctica, quizás superior a nuestras oposiciones y concursos, certificaba sus grados de habilidad y de paciencia.

Un edificio político tan firme y tan bien trabado como el concebido por Usana, no se conmueve con facilidad; pero en caso necesario tenía aún otro inquebrantable sostén, el ejército, signo seguro de la existencia de una nación regular y soberana. El ejército maya, salvo pequeños destacamentos que guarnecían las ciudades para defenderlas de los ataques nocturnos de las fieras, ocupaba constantemente sus cuarteles fronterizos, y su misión era impedir que fuesen violadas las fronteras del reino; pero si algún año (y entiéndase siempre por año doce meses lunares) no tenía enemigos con quien combatir, debería volver sus armas contra el interior. Mediante esta sencilla estratagema se evitaba la confabulación del pueblo y la milicia, cuyos resentimientos recíprocos se refrescaban de tiempo en tiempo; lejos de temer una confabulación, existe siempre la seguridad de que un movimiento civil contra las autoridades sería ahogado por el ejército, más que por cumplir un deber, por tomar una sabrosa venganza, y que un movimiento militar levantaría en armas a todo el pueblo, antes dispuesto a sufrir al peor de los tiranos que a dejarse gobernar por los odiosos ruandas.

Pero estos resortes supremos no habían funcionado desde el tiempo de Usana, y gloria no pequeña del gobierno maya era mantener las fuerzas opuestas en equilibrio y en paz. Esto se conseguía por la prudencia del rey y por la unión de los partidos. Aunque el día de mi recepción los uagangas se dividieron en tres grupos, la separación era puramente caprichosa y obedecía a simpatías de familia, a la disposición especial de la sala y a la imposibilidad de que todos danzasen al mismo tiempo. Pero entre los jefes Mato, Menu y Sungo, existía completa unidad de miras, y los tres aconsejando al rey, imprimían al gobierno un movimiento uniforme, inspirado en el carácter nacional y en las grandes tradiciones patrias. Su política no era retrógrada, pero tampoco progresiva; era una política sabia, fundada en el más saludable pesimismo, que acaso pudiera condensarse en aquel gran pensamiento tomado de la crónica de Usana, cuyo autor, después de enumerar las gloriosas empresas del rey, grande entre los grandes, anunciaba con profunda filosofía: «Mas no por esto los hombres dejaron de sufrir; sufrían, aunque con más contento y resignación». Lo cual valía tanto como afirmar que los gobiernos no pueden refundir la naturaleza del hombre, ni pueden establecer por medio de leyes la felicidad de sus súbditos: o la felicidad humana no existe, o si existe hay que buscarla por otro camino que por el de los cambios de ley. Tal estado de cosas sería perfecto si no existiera, como existe en todos los Estados, una minoría de hombres descontentadizos que encuentran motivo de censura en toda obra en que ellos no son partícipes. Sea cual fuere la regla que se adopte para proveer los cargos públicos, quedan siempre excluidas algunas personas de valer; y esto sucedía, con mayor razón en Maya, donde el criterio adoptado era el del parentesco, que no es signo constante de inteligencia. Había, pues, un grupo de políticos sin ejercicio, descontentos del gobierno y aspirantes a reformarlo, que siguiendo un principio elemental de la lógica política, habían elegido como bandera el sistema diametralmente opuesto al de sus contrarios, y ofrecían realizar la felicidad de todos los hombres mediante una nueva organización. Se consideraban a sí mismos como continuadores de Lopo, y hablaban con desprecio de la mayoría creyente en la antigua religión de Rubango; deseaban la supresión del afuiri y de los sacrificios cruentos, y aspiraban a la disolución de las actuales ciudades y a la dispersión de sus habitantes por el territorio, donde cada familia ocuparía un espacio determinado, un
ensi
, en el que viviría absolutamente autónoma, trabajando para sustentarse en tanto que tuviera lugar la venida de los cabilis, y con ellos la supresión del trabajo humano.

En esta original organización sólo se conservaría una autoridad: la del rey; todas las demás se concentrarían en el jefe de familia. El rey debía recibir una participación en los productos de cada ensi para sostener las tropas fronterizas; distribuir el territorio; legislar y resolver, con el auxilio de sus consejeros, las cuestiones que pudieran surgir por el contacto de unas familias con otras. Dentro de cada ensi el jefe sería dueño absoluto y con derecho a castigar aun con pena de muerte a los transgresores de la ley, fuesen de su familia o extraños; fuera de él, estaría sometido a la ley y al jefe del territorio que pisara; pero el interés general sería mantenerse cada uno en su respectiva demarcación, sin abandonarla más que para los actos precisos del comercio o de la política en caso de pertenecer al consejo real.

Los instigadores de estas ideas de reforma eran en su mayoría siervos pedagogos, que no habían podido conseguir plaza de pedagogos públicos, y la masa del partido estaba reclutada entre los siervos y los agricultores. Los siervos deseaban, naturalmente, constituir familia libre y trabajar sólo en provecho propio; los agricultores estaban interesados en que las concesiones de tierra se perpetuaran, pues con el sistema actual cada diez años quedaban sin efecto, y si se obtenía una nueva concesión, había que recomenzar los trabajos de cultivo.

Mi siervo y poeta familiar, Enchúa, era uno de los jefes de la facción ensi o territorial, llamada por otro nombre facción de los hijos de Lopo. Parecerá extraño que un siervo del Igana Iguru estuviese afiliado a una banda que se proponía suprimir esta dignidad; pero más extraño es que uno de los siervos del rey figurase como cabeza del partido. No por prescripción legal, ni por amplitud de criterio de gobierno, sino por costumbre, en Maya se toleraban los abusos de la palabra, considerados como un desahogo benéfico; en cambio se castigaba severamente la falsedad, delito rarísimo en este país. Afirmar que Quiganza tenía la cabeza pequeña, teniéndola tan grande como la tenía, llevaba aparejada la pena de muerte; creer que Rubango no existe y decirlo en público era un acto lícito, porque Rubango no podía presentarse a desmentirlo de una manera contundente. Aparte de esto, así como el rey acostumbraba a hacer caso omiso de las deliberaciones de los uagangas, éstos hacían oídos de mercader a lo que decían los reformadores, y así el resto de los súbditos; en lo cual influía mucho también el hábito de oír a los loros charlar continuamente de asuntos que ni entendían ni les interesaban.

No tuve dificultad para asistir, acompañado del vate Enchúa, a una reunión de los ensis, que se celebró en la mañana siguiente al día muntu, en las horas libres, después del almuerzo. La asamblea se reunió a campo raso, cerca de la catarata del Myera, y yo fui de los primeros concurrentes, cuyo número subiría a doscientos. Un siervo del rey, llamado Viami, el dormilón, se colocó de pie en el centro, mientras los demás nos sentábamos alrededor sobre la hierba. Era un hombre muy viejo, alto y enjuto, de ojos grandes y soñolientos, de voz cavernosa, flaquísimo de cuello y muy cargado de espaldas; había sido el fundador de la facción cuarenta años antes, en el reinado del ardiente Moru, y gozaba de gran autoridad. Todos deseaban oír su parecer sobre los últimos acontecimientos, y él no defraudó las esperanzas de los oyentes, según deduje de lo que vino a afirmar en sustancia.

«El día esperado largos años por los hijos de Lopo está próximo, y Viaco, hijo del Moru, será el ejecutor de la justicia. Viaco, hijo del Moru, despojado de su dignidad y de sus riquezas por Quiganza, está cerca de la ciudad, seguida de numerosos ruandas, y anuncia a los ensis que si le conceden auxilio disolverá las ciudades, focos de servidumbre, y dispersará las gentes por todo el país. El verdadero Arimi se conserva, sepultado en la gruta del lago Unzu; el nuevo Arimi es un hijo de Igana Nionyi, que se oculta bajo ese nombre para conocernos y saber si somos merecedores de la venida de los cabilis.»

Con asombro mío, pues sabía que figuraban en la asamblea los primeros pensadores del país, entre otros mi siervo y poeta familiar Enchúa, vi que cuando el dormilón Viami acabó de hablar, todos aceptaron sin réplica sus opiniones y comenzaron a disolverse cada cual en distinta dirección, como conejos que, habiendo acudido al centro del corral para roer el forraje diario, después que se acaba se van retirando a sus madrigueras. El dormilón Viami se quedó solo, se sentó, sacó un pequeño ruju, y con un estilete de pedernal untado de un jugo verdoso que se extrae de ciertas plantas, escribió el extracto de su discurso tal como yo lo he transcrito. Luego se marchó, y al entrar en la ciudad clavó en una de las puertas el pergamino; así se hacía siempre para que el pueblo bajo, que leía u oía leer en tono declamatorio estos cartelitos, se los asimilara y poco a poco fortaleciera su pensamiento. Esta es la única forma, muy rudimentaria en verdad, que existía en Maya de la creación más admirable de nuestro tiempo, la prensa periódica.

CAPÍTULO VIII

Revolución.—Batalla de Misúa y destronamiento y muerte de Quiganza.—De cómo Viaco dominó todo el país y estableció la reforma territorial o ensi.—Contrarrevolución y restablecimiento del poder legítimo.

Cuando el fogoso Viaco, quizás distraído por un deber urgente, volvió al sitio donde había dejado el hipopótamo, y lo echó de menos, sin que, recorriendo por diversos puntos el bosque, pudiera encontrarlo, determinó, según supe por la bella Memé, regresar a Maya, adonde llegó a la caída de la tarde, poco antes de que cerraran las puertas de la ciudad. Al día siguiente, muy de mañana, acompañado de dos siervos, salió para dar una nueva batida en el bosque, y en esta faena le cogió la noticia de la reaparición de Arimi y del edicto del cabezudo Quiganza restituyendo a éste en su antiguo cargo.

Entre Viaco y el rey mediaban graves disentimientos, porque, como hijo del ardiente Moru, el fogoso Viaco pretendía obtener del cabezudo Quiganza excesivas concesiones en riquezas y en dignidades. De aquí se originó la muerte del elocuente Arimi y la condena de su hermano Muana; pero bien que, a pesar de los deseos del rey, el fogoso Viaco consiguiera ser Igana Iguru, cargo reservado siempre a los hijos o nietos de rey, la enemistad entre ambos subsistió, pues sus caracteres no congeniaban. El cabezudo Quiganza era hombre templado, pacífico y transigente, familiar y sencillo en sus hábitos y palabras; el fogoso Viaco era, por el contrario, hombre de pasiones vehementes, altivo y emprendedor, liberal y ambicioso; el vicio dominante en el uno era la gula, en el otro la lujuria. Sus retratos podían hacerse por medio de sus esposas favoritas: la del rey, Mcazi, mujer obesa, engrosada, cebada; la de Viaco, Memé, sensible como un laúd y ágil como una pantera.

Convencido o sin convencer, que esto jamás llegué a averiguarlo, el cabezudo Quiganza aceptó el hecho de mi resurrección como un medio para aniquilar a su pariente sin cometer injusticia, estando como estaba consignado en la ley el precepto de la restitución. El fogoso Viaco, persuadido de la impostura del nuevo Arimi, pues el cadáver del verdadero permanecía donde él lo sepultó, pudo creer que todo aquello era una farsa consentida por el rey e inspirada por el listísimo Sungo, hombre de invención fértil y deseoso de vengar a su padre. La muerte de éste había tenido lugar del siguiente modo: una hermana del ardiente Moru, muy hermosa, la celestial Cubé, había sido la primera favorita de Arimi y madre del primogénito Sungo; a Cubé siguió Niezi, y a Niezi Memé. Para congraciarse con el díscolo Viaco, Arimi le entregó a Cubé, pues aunque eran tía y sobrino, la ley no prohibía este género de enlace; las prohibiciones son entre los ascendientes y descendientes y los hermanos de doble vínculo. Cubé fue devuelta bajo pretexto de esterilidad, y la misma noche de su reingreso en la casa de Arimi, facilitó la entrada a Viaco para que asesinara al elocuente sacerdote. El cadáver fue sepultado muy hondo en el patio, junto al harén; después se simuló la excursión a Mbúa y la muerte misteriosa en la ruta del Unzu; se acusó a Muana, y Viaco quedó triunfante. Pero disuelta la casa de Arimi, Sungo continuó siendo el jefe de la familia en la nueva casa, y se llevó consigo a su madre, que antes de morir, siguiendo la costumbre nacional, le confesó el crimen para que lo vengara. En Maya, el afuiri prescribe al año, porque se supone que si el crimen ha permanecido oculto, es por disposición de Rubango; pero los odios son inextinguibles, y el fogoso Viaco vivía apercibido contra la venganza, pronta o tardía, del listísimo Sungo.

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