La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (12 page)

Viaco resolvió este problema disponiendo que en los casos de poliandria la mujer fuese considerada como núcleo de familia, y que se diese un ensi a cada mujer, juntamente con sus agregados. Esta solución no satisfizo a los varones, quienes se creyeron ofendidos en su dignidad; porque debe notarse que la poliandria, que en Europa desprestigia a los hombres que la practican, en Maya los enaltece; se considera como rasgo de noble desinterés contribuir al sostenimiento de una mujer libre, de la cual no se obtienen los beneficios que de la poligamia solían obtener muchos hombres industriosos. Un pequeño capital empleado con fortuna en mujeres laboriosas y prolíficas es una mina inagotable de bienes, explotada por hombres de manga ancha, que así resuelven el problema de enriquecerse sin trabajar. En vista del descontento, Viaco modificó su primer plan y dispuso que en los ensis ya asignados se hiciera una nueva división, señalando a cada hombre una parte, y otra en el centro, más pequeña, para la mujer. Esto fue del agrado de todos.

Diez meses habían transcurrido desde la muerte del cabezudo Quiganza, y una paz octaviana parecía reinar en todo el país; las noticias de los hijos de Sungo no nos daban ninguna esperanza, porque las que yo tenía, fundadas en el mal éxito seguro del sistema, se me volaron cuando supe que éste no existía ya. Al principio, el entusiasmo o el temor habían movido los ánimos a la obediencia; pero bien pronto la razón recuperó su lugar. En Viloqué, por ejemplo, a los quince días de marcharse Viaco, cada familia estaba en su antigua casa de la ciudad, con aquiescencia del viejo Mcomu. Aunque el reparto había sido justo, ocurrió que algunos cazadores no pudieron tirar en dos semanas una sola pieza por no encontrarla en su distrito, mientras otros hacían su agosto sin moverse de sus cabañas. Y los más favorecidos fueron los ruandas de toda aquella parte, porque la caza empezó a correrse hacia la frontera para buscar refugio en el país vecino. Hubo algunos ensis donde las enfermedades se desataron con furia por estar próximos a las charcas corrompidas que a nosotros nos rodeaban. Sin previo acuerdo, impulsadas por el hambre y por la enfermedad, las familias perjudicadas regresaban a Viloqué dispuestas a morir antes que a abandonarlo; luego las familias favorecidas siguieron el ejemplo, porque se les hacía dura la vida aislada en los bosques; aun los siervos libertados encontraban preferible la tranquila servidumbre a la penosa libertad que les proporcionó el esfuerzo de sus más adelantados colegas, los de Maya.

Lo mismo que en Viloqué ocurría en Tondo, en Boro, en Viyata, en Quetiba, en Upala, en todo el Sur, y era de suponer que ocurriese en el Norte. Y esta situación anómala, esta ficción legal, sostenida por los prudentes reyezuelos, y más que por los reyezuelos por la necesidad, venía a echar por tierra mis cálculos. Yo confiaba en los graves conflictos que inevitablemente habían de sobrevenir, y el régimen se disolvió con los pequeños; yo esperaba como santo advenimiento el día de la cobranza del impuesto, porque era seguro que los mayas, no habituados a pagarlo y poco previsores para reservar una parte de sus productos durante tres meses, se rebelarían contra los reyezuelos y contra Viaco; pero el día de la exacción llegó, y cada reyezuelo envió al rey o al cuartel militar de su región (pues doce ciudades sostenían las cargas militares, y otras doce las cargas reales) sus acostumbrados cargamentos de cereales, de frutas, de pescado seco o de pieles, reunidos en sus depósitos por las entregas diarias o temporales de sus súbditos, según el sistema antiguo de contribuciones. Esto evitaba males al país, pero perpetuaba nuestras miserias; y sólo mis éxitos de curandero me salvaron en estos días terribles, en que mis profecías políticas se confirmaban al revés, y en que la colonia desterrada maldecía la hora en que yo impedí el levantamiento del Sur y los azares de una guerra, que la imaginación, favorable siempre a lo pasado, pintaba con bellos colores, sembraba de numerosas victorias y coronaba con un triunfo final.

De este profundo abatimiento pasamos a la alegría súbita. Un hijo de Sungo nos trajo la nueva, recogida en Mbúa, de la muerte violenta de Viaco. Una revolución había estallado en Maya contra el usurpador, y la ciudad era presa del incendio. Poco después, un correo de Ruzozi se presentaba al viejo Mcomu y le entregaba un aviso del veloz Nionyi, llamándonos a toda prisa. Mujanda había sido proclamado en Maya, en Mbúa, en Ancu-Myera y en Ruzozi. Inmediatamente lo fue en Viloqué y partió llevándome en su compañía y quedando Sungo encargado de dirigir el resto de la caravana hasta que nos reuniéramos en Mbúa. El viaje de regreso fue más rápido y más cómodo que el de venida, porque las ciudades del paso se apresuraron a entregarnos las caballerías y provisiones que fueron menester.

CAPÍTULO IX

Por qué y cómo se realizó la revolución.—Estado del país.—Primeras medidas restauradoras.—Creación de la piel moneda.

Mujanda quería marchar directamente a la corte, temeroso de que la presa se le escapara; pero mis consejos, ahora en auge, le convencieron de que era conveniente retrasarnos para que las primeras determinaciones que habría que tomar, y que no serían nada suaves, las tomasen nuestros partidarios, y sobre ellos recayera toda la odiosidad. El arte de un príncipe consiste en hacer el bien personalmente, y el mal por segunda mano, con lo cual los aplausos recaen sobre él, y las maldiciones sobre sus agentes; así se consolidan las instituciones, pues el hombre no es como el perro, que lame la mano que le castiga y la que le halaga, y reconoce la razón de los golpes y de las caricias; el hombre odia más al que le hace mal que al que le hace bien, y de aquí la necesidad de un hábil juego de manos.

Enviamos, pues, a la corte, desde Ruzozi, una orden para que el dentudo Menu, que se anunciaba como jefe de nuestro bando, tomase medidas a su arbitrio para restablecer el orden, y entretanto hicimos varias visitas a las ciudades del Sur. Al pasar habíamos visitado Tondo, cuyo reyezuelo, Ndjúdju, forzudo como un «elefante», nos ofreció cuatro de sus hijas, y Boro, situada en lo alto de una montaña, la única del país donde, según la tradición, había sido edificado el gran enju Monyo, el reyezuelo de nariz larga y afilada como un «cuchillo», nos acogió como mejor pudo, nos cambió nuestras cebras por búfalos domesticados, y nos hizo donativo de dos siervos. Desde Ruzozi fuimos a Ancu-Myera, donde el recibimiento fue delirante, y aquí aparejamos varias canoas para seguir por la vía fluvial. Tocamos brevemente en Mbúa y pernoctamos en Upala, después de hacer un difícil transbordo en la catarata del Myera para ir al día siguiente, por tierra, a Quetiba y Viyata. Este viaje nos llevó tres días, pero los reyezuelos Niama y Viaculia nos resarcieron ampliamente del sacrificio de tiempo con regalos de gran estima: Niama, el gordo, el «carnoso», nos dio cuatro mujeres de su harén y dos siervos, y Viaculia, el «glotón», una punta de cincuenta cabezas de ganado cabrío. Tanto en una como en otra ciudad me llamó la atención el extraordinario cultivo de la patata; Viyata debe su nombre a este producto, y Quetiba, nombrada así porque está construida sobre dos bancales cortados por una albarrada en forma de escalón, y desde lejos parece una «silla», no le va en zaga en cuanto a la producción del tubérculo.

Desde Viyata, última ciudad del interior, regresamos por otro camino a Upala, para continuar río abajo hasta Arimu y Nera; pero el aviso de la llegada de Sungo a Ruzozi más pronto de lo que nosotros creíamos, nos hizo dejarlo para más tarde, y nos despedimos del reyezuelo Churuqui, encargándole del reenvío de las canoas; formamos una caravana con las mujeres, siervos y ganados recibidos y los que añadió el reyezuelo de Upala, y emprendimos la vuelta por el Unzu. Por el inteligente Churuqui tuve la primera noticia de que en el país maya se celebraban, en ciertas épocas del año, carreras de hombres, especie de juegos olímpicos rudimentarios; Churuqui, el gran «corredor», había triunfado en diez carreras seguidas, y tenía en su palacio un pequeño museo de armas ganadas como premio y de sandalias que le habían servido el día de una victoria.

El lago Unzu, que acaso sea el Onzo u Ozo de los árabes, es una dilatación del Myera. En los tiempos prehistóricos no debió existir ni la catarata ni el lago, y el lecho del río sería más hondo y más inclinado; pero sea que la vigorosa vegetación de las márgenes del río levantara el suelo de éste, sea que los árboles derribados por los huracanes formaran, con el detritus acarreado por la corriente, una presa natural o muro de contención, las aguas se fueron embalsando, y se produjo, al mismo tiempo que la catarata, el desbordamiento por la margen izquierda y el estancamiento de las aguas en la región baja del Sur, que es hoy la cuenca del Unzu. En toda ella la vegetación es tan intensa que no permite el paso, y para penetrar hay que seguir la vía abierta cerca de Mbúa, que los pescadores y cazadores cuidan de conservar expedita. Nosotros bordeamos el bosque, dejando el lago a la izquierda, y llegamos a Mbúa a la hora del afuiri. Aquí nos esperaban ya nuestras familias, deseosas de vernos, y se organizó la última expedición hacia la corte, donde la presencia del rey se hacía necesaria. El dentudo Menu, para congraciarse con Mujanda, había ordenado decapitar cincuenta personas cada día de su mando, y no habiendo ya más siervos, se temía que comenzase con los hombres libres. Desde la catarata del Myera hasta la ciudad, todos los árboles del camino estaban cuajados de cadáveres, expuestos para festejar nuestra llegada; hubo danza de uagangas y entusiasmos sin límites cuando, antes de darla por terminada el rey, por consejo mío anunció que suspendía las ejecuciones; y por fin nos pudimos retirar a nuestras moradas, en las que Menu había cuidado de reparar los grandes estragos del tiempo y del incendio.

Nuestra primera reunión familiar fue mezclada de tristezas y alegrías; ocho de mis mujeres, entre ellas Niezi y Nera, y mis cinco hijos accesivos, habían muerto en el destierro de Viloqué; mis tres siervos habían sido decapitados, y de sus mujeres, sólo una, la de Enchúa, se me presentó con sus seis pequeñuelos. A esta pobre viuda la desposé aquella misma noche con un siervo del corredor Churuqui, único presente que acepté de Mujanda, a quien, para halagarle, permití que se quedara con todos los regalos que nos habían hecho. En cambio, tenía la satisfacción de ver tres verdaderos hijos míos, habidos de la esbelta Memé, de la sensual Canúa y de la flaca Quimé, la hábil tocadora de laúd, que, a pesar de su extremada delgadez, había llegado a ser una, quizás la primera, de mis esposas favoritas.

Grande era mi deseo de conocer el origen y el desarrollo de esta revolución, que cada persona relataba a su manera, quedando sólo como testigos irrecusables los cadáveres y las ruinas. Yo recogí diferentes versiones, y con todas ellas pude reconstruir de una manera bastante aproximada el cuadro de los acontecimientos. Mientras las localidades del Norte, como las del Sur, burlando la autoridad de Viaco, volvían a su antiguo régimen, en Maya se llevó la reforma a punta de lanza. El fogoso Viaco no quiso ceder, ni aunque quisiera podría hacerlo, porque el partido ensi, que en las regiones era sólo nominal e imitativo, en la corte era vigoroso y se había exaltado con su triunfo. Al mismo tiempo las dificultades del sistema eran menores, porque el distrito de Maya es el más rico del país, y todos los colonos tuvieron tierra sobrada para sus necesidades; sólo hubo quejas de parte de los que recibieron sus lotes alejados de la capital, o de los que no teniendo riqueza adquirida para esperar la nueva cosecha, tenían que solicitar anticipos a interés usurario.

De otra parte soplaron los vientos de tempestad. La nueva organización se oponía al día muntu, pues si legalmente no había sido éste suprimido, y las ceremonias podían celebrarse en los nuevos ensis, lo característico de la fiesta, la congregación de hombres y mujeres, desaparecía. Aparte de esto, surgió otro peligro gravísimo: los siervos eran enemigos del afuiri porque casi siempre los sacrificios recaían sobre los de su clase; los hombres libres creían que un día muntu era incompleto si no había sacrificio jurídico, y afirmaban con la historia en la mano que jamás se había celebrado sin él una fiesta religiosa en el país. Por grande que sea la moralidad de una población, nunca transcurre un mes lunar sin que se cometan varios crímenes, y así se comprende que sin visos de crueldad se sostuviera el cruento afuiri; pero el sistema ensi, a la vez que dificultaba la comisión de delitos, supuesto que cada cual se mantuviera en su propia casa, exigía por lo menos un reo mensual para cada demarcación, so pena de quebrantar las tradiciones. Con temor debió saber el fogoso Viaco que en el primer día muntu de su gobierno cuatrocientas víctimas habían sido sacrificadas, y que se continuaría haciendo esto mismo en lo sucesivo en virtud de las facultades omnímodas de los jefes territoriales. A este paso, bien pronto se le acababan los súbditos, y con ellos las ventajas que le proporcionaban.

Diose, pues, un edicto restableciendo el día muntu en su forma antigua, y nombrando Igana Iguru al dormilón Viami; y la solemnidad próxima tuvo lugar en la colina del Myera, en el templo de Igana Nionyi. Las dificultades, sin embargo, aumentaron: mientras unos residían cerca de Maya, otros necesitaban cuatro horas de camino para llegar a la colina, y cuando llegaban se sentían fatigados y poco dispuestos a divertirse; cuando se vivía en Maya, se cerraban las puertas de la ciudad y todo quedaba seguro; pero viviendo en el campo, unos venían a la colina, y otros, los incrédulos, se quedaban en sus casas, y aprovechaban el tiempo para saquear las del vecino. Un nuevo edicto declaró obligatoria la asistencia a las ceremonias religiosas, sin adelantar más, porque el recuento era imposible, y los autores de los robos descargaban la culpa sobre los habitantes de los distritos próximos. De esta suerte, los jefes tuvieron que resolver que cada día muntu quedara en los ensis una parte de la familia encargada de la vigilancia; y sin quererlo, pusieron la chispa que produjo la explosión.

Si los hombres se habían resignado a sufrir, esperando, bien que con progresiva desconfianza, la venida de los cabilis, de la cual yo era el anuncio, las mujeres estaban preparando sordamente la obra de liberación. No podían consentir que del único día libre de cada mes se les robase, primero las horas del viaje de ida y vuelta, y luego el día de vigilancia, siquiera fuese uno de cada seis; excitaron las pasiones de sus esposos y de sus padres, tomando como blanco al dormilón Viami, al que consideraban indigno de ser Igana Iguru y al que atribuían todos los males: los robos, los adulterios, las muertes, obra de Rubango, irritado por la condición servil de su ministro. Llegó el décimo muntu del cómputo revolucionario y la hora del ucuezi. Viami se adelantó, descorrió las cortinas del templete, desató la cuerda y la dejó correr; a los primeros tirones, el gallo ¡cosa nunca vista! agitó las alas (sin duda porque no estaba bien muerto). Toda la concurrencia profirió en maldiciones contra el pobre ex-siervo, y mientras los hombres se esforzaban por descubrir el misterio que haber pudiera en el estremecimiento del gallo, y veían en él una señal de la indignación de Igana Nionyi, las mujeres, con instinto más certero, se arrojaron sobre Viaco, y una de ellas, llamada Rubuca, le cortó la cabeza con un cuchillo. Esta Rubuca «la tejedora», era la etíope, la esposa del desgraciado y orejudo Mato, muerto en Misúa, confiscada por el rey usurpador y agregada después a su harén.

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