La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (13 page)

Todos presintieron la matanza y se agruparon para defenderse; los antiguos siervos a un lado, dirigidos por el dormilón Viami, se apercibían para sostener la lucha, y junto al cadáver, el dentudo Menu proclamaba al príncipe Mujanda, mientras la familia real lloraba y gesticulaba según las costumbres del país, al mismo tiempo que reconocía como señor al nuevo rey para asegurar la vida y la manutención. Menu, en nombre del rey legítimo, acordó suprimir aquel día las ceremonias religiosas, y dedicar el tiempo al traslado de los hogares a la ciudad, por turnos designados a la suerte. La falta de armas impidió por el momento la lucha; pero los siervos tuvieron una idea que creyeron salvadora. Trataron de deshacer el error cometido al conservar la ciudad, de la que ahora se aprovechaban los enemigos, y se dirigieron a Maya, sembrando por todas partes la destrucción y el incendio; el dentudo Menu, con buen golpe de hombres y de mujeres, los persiguió y los obligó a huir; mas, por desgracia, no había otra agua que la del río, que está lejos, y no fue posible atajar el incendio, que destruyó media población. Sin embargo, destruida hasta los cimientos, hubiera reaparecido nuevamente; porque no era la ciudad material lo que atraía, sino la ciudad espiritual, la vida antigua en mal hora interrumpida por los quiméricos reformadores.

En los diez días del gobierno provisional del dentudo Menu, la traslación se fue realizando; las sendas de todo el distrito de Maya eran largos hormigueros de mujeres afanosas, que ya iban ligeras a los ensis, ya volvían cargadas con vestidos, pieles, telas, jaulas de pájaros, taburetes y demás menudencias de su uso; los muchachos guiaban el ganado a los nuevos establos; cebúes y cebras acarreaban las provisiones y materiales de construcción; y dentro de la ciudad, los hombres, convertidos en albañiles y carpinteros, construían casas nuevas y restauraban las deterioradas. Mientras tanto, Menu perseguía a los incendiarios, ordenaba a los reyezuelos vecinos la entrega de los que cogiesen, y todas las tardes, después de concluidos los trabajos, hacía enfrente del palacio del rey una ejemplar hecatombe.

Al amanecer del día siguiente al de nuestra llegada me dirigí al palacio real y me encerré a solas con Mujanda, para acordar con él lo que debía hacerse en tan críticos momentos; algunos incendiarios se habían refugiado en las fronteras del Norte, y los jefes militares se negaban a entregarlos; Menu sabía que en tiempo de Viaco muchas ciudades occidentales se habían resistido a enviar los impuestos; por todas partes la indisciplina asomaba la cabeza, porque, viendo que el rey toleraba el abandono de un régimen que él mismo había personalmente implantado, le creyeron impotente para reprimir otros abusos; muchos reyezuelos soñaban con declararse independientes, y cada general aspiraba a ser el amo del país. Esto no nacía sólo del reparto territorial, que apenas había dado sus frutos, sino de la debilidad del fogoso Viaco; toda la energía del organizador se convirtió en flojedad en el gobernante; el que había resistido un año de fatigas en la guerra, no soportó una semana de deleites en la paz; los artículos asignados al pago de los funcionarios fueron invertidos en la compra de mujeres, y las horas que debía consagrar al gobierno las dedicaba a satisfacer sin medida sus sensuales pasiones.

Urgía, pues, remediar pronto estos males, y así se lo hice presente a mi yerno; pero éste, que por una extraña coincidencia aprovechada por los vates caseros, se llamaba «Buen Camino» (que esto significa la palabra mujanda), no quería comprenderme. Era un hombre de la misma madera que Viaco, y con gran sentimiento mío supe que hasta entonces no se había preocupado lo más mínimo por la suerte del reino, cuando yo, sin otro interés que él puramente humanitario, me había pasado las horas en vela cavilando sobre la situación y revolviendo en mi mente toda la historia de la humanidad en busca de las triquiñuelas más sencillas y más seguras para restaurar la monarquía legítima, las fuentes de la riqueza y las sabias tradiciones nacionales.

La falta capital de los gobernantes mayas es la pobreza de memoria. Viven al día porque, careciendo del hábito de la abstracción, no ven más que lo visible, y no pueden abarcar las series de hechos históricos para comprender en qué punto se hallan y qué dirección es la más segura. Sus recuerdos son exclusivamente pasionales: una ofensa se les graba con tenacidad, y subsiste durante veinte generaciones; una enseñanza les hace tan poca mella como el son de los roncos bordones del laúd, que apenas llegan al oído. Después de diez meses de privaciones, Mujanda despertaba en su gran palacio, se veía rodeado de doscientas mujeres y cincuenta siervos, y halagado por las adulaciones de las personas distinguidas y por las aclamaciones de la plebe; nada tan difícil como hacerle comprender que el camino del destierro seguía donde antes estaba; que aquellas mujeres podían pasar legalmente, en veinticuatro horas, de sus manos a las de un usurpador; que aquellos siervos podían imitar, en caso de apuro, la bochornosa conducta del ala central de nuestro ejército en la batalla de Misúa; que aquellos aduladores habían adulado antes que a él al cabezudo Quiganza y al fogoso Viaco; que aquellos aclamadores habían aclamado cuando proclamaron a Quiganza y cuando le cortaron la cabeza; cuando Viaco triunfó y cuando fue asesinado; cuando Menu degollaba y cuando se suspendió la degollación.

Yo, que sabía por la historia que los príncipes amamantados en las enseñanzas de la adversidad, cuando llegan a restaurar el trono de sus ascendientes suelen ser los más ciegos, los más sordos y los más disolutos, no intenté variar el orden de la sabía naturaleza y me abstuve de dar consejos. Únicamente solicité algunas facultades para trabajar por mi cuenta, y en este punto hay que honrar a Mujanda con el título de modelo sin par de reyes constitucionales. No sólo me concedió lo que yo deseaba, sino que me dio amplísimos poderes para hacer y deshacer a mi antojo, y hasta me hizo entrega de los rujus amarillos, donde se escriben los edictos reales. Estos rujus no los poseía nadie más que el rey, porque eran de preparación antigua, y ya no se sabía hacer en Maya la tintura con que se les daba su extraño color; pero yo descubrí el procedimiento, que se reduce a extraer el jugo de las flores grandes y pajizas de la gayomba o de una planta muy parecida, que abunda en las orillas del Niyera, y a mezclarlo con sangre de conejo y aceite de palma. Este hallazgo fue trascendental, porque a la abundancia de rujus, y no a otra cosa, se debió la salvación del país.

Varios peligros inmediatos amenazaban, y había que atacar de frente: la indisciplina de las tropas, la desobediencia de los reyezuelos y la inmoralidad pública. Una de las consecuencias inseparables de los períodos de agitación y de cambios políticos, lo mismo entre los negros que entre los blancos, es la desmoralización. Los que han visto a una autoridad caer hoy para levantarse mañana, pasar del destierro a los honores y de la pobreza a la abundancia; los que han tenido que adular en poco tiempo a los desposeídos, a los usurpadores y a los restauradores, y acaso han obtenido triples beneficios, se acostumbran a considerar la vida como una danza continua de hombres y de cosas, pierden gran parte del temor a la ley, que confían no ha de cumplir el que gobierna por falta de tiempo, ni el que gobernará después por espíritu de oposición, y sienten un deseo violento de medrar, de aprovechar el momento oportuno para meter los brazos hasta los codos (y los brazos de los mayas son extremadamente largos) en la hacienda de la comunidad y aun de los particulares; las tropas aspiran a despojar al país para cobrar de una vez la soldada que el gobierno les da en pequeñas raciones; los reyezuelos quieren fundar cada uno su dinastía independiente y descargarla del vasallaje; los consejeros, los uagangas, los pedagogos, husmean de dónde sopla el viento, para volver las espaldas al que manda hoy y ponerse del lado del que mandará mañana; los ciudadanos se dedican a expoliarse mutuamente, confiados en hallar amparo presente o futuro para la conservación de los bienes de procedencia turbia. El estratégico de Misúa, el dentudo Menu, es un tipo característico de la época: con el cabezudo Quiganza fue consejero y se enriqueció; con el fogoso Viaco fue consejero y dobló su fortuna; muerto Viaco, fue jefe del partido de Mujanda, y se redondeó con los despojos de los siervos que hizo decapitar; con el débil Mujanda continuó de consejero, y se dispuso a seguir acumulando, insaciable, cuanto cayera entre sus garras.

En situación semejante no había más recurso eficaz que calmar los apetitos, y para esto faltaban los medios materiales. Entonces tuve yo una idea, que llamaré genial. Me encerré solo en mi habitación con el paquete de rujus amarillos, con varios pedazos de plomo, con un cuchillo y con un tarro de tinta verde, de la que se usa para escribir. En aquellos cuatro elementos estaba la regeneración nacional. Corté cuatro pedazos de plomo en placas redondas, que alisé por una de las caras, y grabé con la punta del cuchillo diversas figuras: una hermosa vaca, cuyas ubres llegaban al suelo; una cabrita con cuernos muy retorcidos; un cebú mocho, con su enorme giba en la cruz; una cebra primorosamente listada. Luego unté los grabados con la tinta verde, y los estampé sobre las pieles, cuidando de aprovechar el espacio; y cuando se secó la estampación, los recorté en redondo con el cuchillo y los fui colocando unos sobre otros en cuatro montones, para prensarlos y desarrugarlos. En el primer día hice cien estampitas, veinticinco de cada serie, y quedé satisfecho de mi obra, que, sin ser un prodigio de arte, debía parecerlo a quienes yo las destinaba. Faltábame ahora un detalle importante: lanzar este papel moneda a la circulación. Para ello redacté un edicto breve y claro, del que, por su importancia, doy aquí la copia:

«A los hijos de Maya.—Un motivo de la furia de Rubango es la marcha de los animales por las sendas; así veis que los destruye con los rayos del sol, con las aguas de los ríos, con los ataques de las fieras. En el reino de Rubango los ganados se conservan en las cuadras y en las colinas. Cuando Rubango quiere enviar vacas, envía pequeños rujus amarillos en los que su mirada crea vacas. Un ruju es una vaca, una cabra o lo que Rubango desea. Sus reyezuelos dan una vaca al que tiene un ruju con una vaca de Rubango. Arimi ha venido de las mansiones de Rubango y tiene la mirada de Rubango; Arimi crea vacas y cabras y toda clase de ganados. Los reyezuelos de Maya harán como los de Rubango.—M
UJANDA

Después de leer este edicto, que hice circular por todo el país, los mayas debieron quedar sumidos en la mayor confusión; la idea sin el hecho visible, es para ellos un arcano. Pero bien pronto llegó el hecho. Un pastor de la corte iba a Misúa a vender cinco cabras, y se presentó en el palacio real. Yo estaba allí; le hice dejar las cinco cabras y le di en cambio cinco rujus, que él miraba con ojos de asombro. Marchose a Misúa, y el pacífico reyezuelo Mtata, muy adicto a Mujanda, de quien temía un fuerte castigo, a la vista de los rujus entregó al pastor cinco cabras, al parecer más gordas que las que en Maya quedaron. Este pastor fue el primer agente de propaganda. Bien pronto se comentó el hecho en la corte y en Misúa, y todo el mundo deseaba ver los milagrosos rujus, cuya fabricación proseguía yo sin descanso previendo los acontecimientos. En un mes se hicieron diez transacciones como la primera con distintas localidades, y ni uno de los rujus que salían fue devuelto al cambio, porque los reyezuelos, por regla general bien acomodados, encontraban preferible conservar aquellas figuras que parecían vivas, creadas en pergamino regio por la mirada de Rubango o de su ministro. No tardaron en llegar peticiones de rujus, mediante la entrega de ganados, que los establos de Mujanda eran pequeños para contener. La confianza se engendró en poco tiempo, y otro hecho palpable acabó de cimentarla. Lisu, el de los espantados ojos, reyezuelo de Mbúa, vino el día de costumbre a entregar el impuesto, y mientras los demás reyezuelos mandaban trigo o cabezas de ganado, él, por indicación mía, se limitó a contar cierto número de rujus. El pago fue válido, y además Mujanda, a la vista del pueblo, le obsequió con un bonito puñal. Esto puso el sello a la reputación de los rujus, y no hubo maya que no trabajase por alcanzar siquiera uno de cada clase, convencido de que en un ruju se poseía un amuleto de Rubango, y además, en caso preciso, un animal como el que se había entregado, en caso de que no fuera más gordo. Lejos de tropezar en el peligro que yo creí, tropezaba en el opuesto, en la exageración de la confianza, en el deseo de convertir todas las riquezas en papel. Esta exageración me proporcionó un conflicto con el imprevisor Mujanda, que, a gobernar a su gusto, hubiera liquidado en pocos días el reino.

Él quería que jamás faltasen rujus dispuestos para el cambio, y se irritaba cuando alguien exigía la devolución del ganado. Así es que el día del pago de Lisu, habiéndole yo dado instrucciones para que recibiera los rujus e hiciera el regalo del puñalito, que era mío, se resistió a obedecerme. Él comprendía la primera parte de la operación, la de recoger el ganado; pero no la segunda, la de entregarlo. ¿Qué ventaja había en recibir, si después existía la obligación de devolver, si era necesario conservar tantas cabezas de ganado como rujus, expedidos, para darlas a sus dueños cuando éstos lo desearan? Esto era un trabajo inútil. Pero entonces le expliqué yo cómo, si existía la seguridad de que en cualquier momento los establos reales poseían ganados para cambiar los rujus, la mayoría, sea por confianza, sea por el gusto de poseer las estampitas, sea por la comodidad para transportar sus bienes de un punto a otro sin molestar a Rubango, dejarían en paz los establos mientras no les precisara, y siempre tendríamos una gran cantidad de animales que no nos pertenecían. «Los rujus no multiplican el ganado, pero permiten que éste tenga dos dueños: uno, el que posee el ruju; otro, el que posee el animal; el que tiene un ruju con figura de vaca, es el dueño de una vaca; pero la vaca la tenemos nosotros, disponemos de ella, nos bebemos la leche y nos quedamos con las crías».

Este último ejemplo fue el que iluminó al imbécil Mujanda; su inteligencia era obscura, pero, una vez que atrapaba una idea, la percibía con gran penetración. Su aire de torpeza se desvaneció de improviso, y cuando el caso de la vaca le hizo comprender la parte jugosa del cambio de los rujus, estiró la boca hasta las orejas para reírse de una manera que, si en Maya hubiese diablos, podría llamarse diabólica.

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