En el escondrijo, el rey y la reina colocaron, cada uno de ellos, una pluma de avestruz que simbolizaba a Maat, la justicia, la rectitud y la armonía, sobre las que se construía cotidianamente Egipto. Emanación de la luz divina, Maat era la ofrenda por excelencia con la que se alimentaba la tierra de los faraones.
Un viento frío barría el lugar.
—¡Mirad allí! —exclamó el general Nesmontu.
En lo alto de un árido cerro, en el lindero del desierto, acababa de aparecer un chacal. Con los ojos negros, bordeados de naranja, miraba fijamente a los ritualistas.
—El genio de Abydos aprueba nuestra gestión —señaló la reina—. El que está a la cabeza de los Occidentales
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, los difuntos reconocidos como Justos, nos gratifica con su presencia y nos alienta a proseguir nuestra búsqueda.
Aquel signo del más allá confirmó a Sesostris en su decisión de modificar los parajes del lugar sagrado.
—Plantad una acacia en cada punto cardinal —decretó.
Los miembros del «Círculo de oro» así lo hicieron. De este modo, el árbol de vida estaría protegido por los cuatro hijos de Horus, que velarían, en adelante, por la residencia de Osiris. Testigos de la resurrección, formarían un eficaz talismán contra el aniquilamiento.
Después de que el monarca hubo consagrado los árboles plantados, visitó su nueva ciudad, «Paciente de lugares»
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, donde residían los constructores de su templo y de su tumba. Allí reinaba una atmósfera pesada, pero nadie le ponía mala cara al trabajo. El monarca no toleraba relajamiento alguno en el territorio de Osiris, donde se decidía la suerte de Egipto.
Al acabar su inspección, el rey se retiró a una capilla y convocó a la joven sacerdotisa.
—Gracias a las indicaciones que has recogido en los textos antiguos he tomado el máximo de precauciones para prolongar la vida de la acacia —explicó—. Pero eso es sólo un mal menor.
—Seguiré buscando, majestad.
—No aflojes en tus esfuerzos, sobre todo. La desgracia que afecta a Abydos no puede deberse al azar. Sus causas son probablemente múltiples; tal vez una de ellas se oculte aquí mismo.
—¿Qué debo entender?
—El comportamiento de los ritualistas de Abydos debe ser irreprochable. Si no es así, puede agrietarse la muralla mágica erigida para preservar a Osiris de cualquier atentado. Te pido, pues, que permanezcas alerta y prestes atención al menor incidente.
—Se hará de acuerdo con vuestra voluntad, y no dejaré de informar al Calvo.
—Me informarás a mí y a nadie más. Podrás ir y venir a tu antojo, y sin duda tendrás que abandonar Abydos más de una vez.
Aunque le costaría cumplir aquella orden, la sacerdotisa hizo una reverencia. Solamente allí su vida adquiría sentido. Le gustaba aquel paisaje fuera del tiempo, el recogimiento inscrito en cada una de las piedras del gran templo, la celebración diaria de los ritos. Compartía los pensamientos presentes aún de los iniciados que, desde los orígenes de la ciudad de Osiris, participaban en sus misterios. Abydos era su tierra, su mundo, su universo.
Pero una orden del faraón, garante de la propia existencia de aquellos lugares, no se discutía.
Con el rostro cuadrado, las cejas espesas y la panza redonda, Sekari trabajaba en el huerto con sabia lentitud. Temía sufrir dolores dorsales y un absceso en el cuello a fuerza de levantar la pértiga de cuyos extremos colgaban dos pesados recipientes llenos de agua, por lo que medía sus esfuerzos y cuidaba de no cometer excesos en la labor. Por mucho que se apresurara, los puerros no crecerían más de prisa.
Sekari arrancó los más grandes y los metió en una de las alforjas que llevaba
Viento del Norte
, el asno colosal de grandes ojos marrones de su amigo, el escriba Iker. Infatigable, el cuadrúpedo sólo obedecía a su dueño, que lo había salvado de las manos de un torturador y de un sacrificador. Como Iker lo autorizaba a acompañar a Sekari,
Viento del Norte
ayudaba al hortelano en su tan oscura como penosa tarea.
Según la costumbre, durante los períodos cálidos, Sekari no regaba los cultivos antes de que cayera la tarde. El agua se evaporaba mucho más lentamente por la noche, y las plantas almacenaban la preciosa sustancia para resistir los ardores del sol.
Sekari, deseando ampliar su campo de cebollas, se arrodilló para arrancar las malas hierbas. Pero lo que descubrió le quitó las ganas de proseguir.
Eliminar al faraón Sesostris por cualquier medio: ésa era la obsesión de Iker. El joven había sufrido tanto por la crueldad del rey que ya no había otra solución.
Desde su entrada en la élite de los escribas de la ciudad de Kahun, en el Fayum
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, Iker debería haberse contentado con su notable situación. Sin embargo, no conseguía olvidar el pasado, en que había estado varias veces al borde de la muerte.
Las mismas escenas regresaban una y otra vez para obsesionarle durante su sueño, después de que le robaron su marfil mágico que alejaba a los demonios.
Se recordaba atado al mástil de un barco,
El rápido
, y ofrecido como ofrenda al peligroso mar; luego, siendo el único en escapar de un imprevisible naufragio. Aquel navío se dirigía al mítico país de Punt, por lo que sólo podía pertenecer al rey. Y ese mismo monarca había ordenado a un falso policía que eliminara a Iker, para impedirle así que revelara la verdad y provocara un escándalo que podría poner en peligro su trono. Aquel tirano esclavizaba Egipto, el país amado por los dioses, pisoteando la ley de Maat.
El camino del joven escriba estaba, pues, decidido: debía impedir que aquel déspota asesino siguiera haciendo daño.
Pero muchas preguntas quedaban en el aire: ¿por qué lo habían raptado los piratas? ¿Por qué, en la isla del ka, en un sueño, una inmensa serpiente había preguntado al náufrago si sería capaz de salvar al mundo? ¿Por qué el capitán había calificado aquel rapto de «secreto de Estado»? ¿Por qué su viejo maestro, un escriba de la aldea de Medamud, le había predicho: «Sean cuales sean las pruebas estaré siempre a tu lado para ayudarte a cumplir un destino que aún ignoras»? Iker acababa de pasar por muchas pruebas, pero el misterio seguía en pie. Al menos, haría algo útil matando a Sesostris.
En su vivienda oficial, el joven escriba no carecía de nada. Debería haber hecho una buena carrera y haberse preocupado sólo por los ascensos. Una pequeña habitación consagrada al culto de los antepasados, una modesta sala de recepción, un dormitorio, aseos, un cuarto de baño, una cocina, un sótano, una terraza, unos muebles someros pero sólidos: ¿qué más se podía pedir? Pero Iker ni siquiera advertía aquella abundancia material, tan tendido hacia su único objetivo, tan difícil de alcanzar, estaba su espíritu.
A menudo, pensaba en la joven sacerdotisa de la que se había enamorado y a la que, probablemente, nunca volvería a ver. Por ella ascendía en su oficio, por ella deseaba convertirse en escriba de élite, para no decepcionarla si se encontraban de nuevo y si él tenía la oportunidad de revelarle sus sentimientos. Durante mucho tiempo había querido creer en el milagro. Hoy sabía que ella era sólo un sueño maravilloso e inalcanzable.
Los rebuznos de
Viento del Norte
arrancaron a Iker de su siniestra meditación.
—He regresado —anunció Sekari—. Da de comer a tu asno, yo prepararé la sopa.
—¿Ha ido bien la cosecha?
—Tengo buena mano.
La especialidad culinaria de Sekari no se componía sólo de legumbres: añadía pedazos de carne y de pescado, pan, comino y sal. Aquel plato llenaba el vientre y permitía pasar una noche tranquila, hasta el desayuno.
Tras haber escapado de la muerte, en compañía de Iker, en las minas de turquesas del Sinaí, Sekari se había cruzado de nuevo en su camino, en Kahun, donde se había convertido en su criado, pagado por la municipalidad. Los trabajos del huerto completaban su modesto salario, y él vendía sus productos a los escribas.
Después de que Iker hubo conducido a
Viento del Norte
hasta su establo, volvió a casa con pesados pasos.
—No pareces muy contento —observó Sekari—. ¿Por qué no te tomas la vida por el lado bueno? Vístete con ropas de lino fino, acude a los hermosos jardines y a las salas de banquetes, respira el perfume de las flores, embriágate, festeja. La existencia es tan corta que pasa como un sueño. Si lo deseas, te presentaré a una moza muy simpática. Con sus cabellos forma un lazo para que los muchachos caigan en la trampa. Con su anillo los marca al rojo vivo. ¿Sus dedos? ¡Hojas de lirio! ¿Su boca? ¡Un capullo de loto! ¿Sus pechos? ¡Mandrágoras! Pero antes de dejarte seducir, come.
Iker probó un poco de la obra maestra de Sekari.
—Si enfermas, no recuperarás la moral. ¿Deseas algo más?
—No, tu sopa es deliciosa, pero he perdido el apetito.
—¿Qué te atormenta, Iker?
—Aunque no consigo comprender por qué el faraón decidió eliminarme, a mí, un pequeño escriba sin importancia, debo actuar.
—Actuar, actuar… ¿Qué significa eso?
—Cuando se conoce la raíz del mal, ¿no es indispensable destruirla?
—Vosotros, los escribas, siempre inventáis justificaciones para todo. Yo soy un hombre sencillo y te aconsejo que evites las complicaciones. Tienes una casa, un oficio, un porvenir asegurado… ¿Por qué buscarte problemas?
—Lo verdaderamente importante es lo que me dicta la conciencia.
—¡Si comienzas a utilizar las grandes fórmulas, pierdo pie! De todos modos, tengo que decirte… —Sekari pareció turbado—. Un triste descubrimiento —reconoció—, pero tal vez no quieras saberlo.
—¡Al contrario!
—Tiene relación con el marfil mágico que protegía tus sueños.
—¿Lo has encontrado, acaso?
—Sí y no… El ladrón lo hizo pedazos y los diseminó por las malas hierbas. Tal vez sea el tipo que te agredió y cuyo cadáver fue pescado en un canal. Es imposible reconstruir el objeto. Para mí, eso no es una buena señal. Sean cuales sean tus proyectos, tendrías que renunciar a ellos.
—Me quedan los pequeños amuletos que me regalaste —recordó Iker—. Con los halcones, encarnaciones del dios celestial Horus, y los babuinos de Tot, maestro de los escribas, ¿acaso no estoy bien protegido?
—¡Esos amuletos son muy pequeños! Yo, en tu lugar, no me fiaría demasiado.
Sekari terminó la sopa ante la mirada perdida de Iker.
—La próxima vez añadiré especias. ¿Y si fuéramos a dormir? Mañana hay que levantarse temprano para trabajar.
Iker asintió.
Sekari desplegó una estera de primera calidad en el umbral de la pequeña casa. Desde el atentado, del que Iker había estado a punto de ser víctima, su criado tomaba precauciones.
Seguro de que Sekari estaba profundamente dormido, Iker abandonó su morada pasando por la terraza. Tras haber comprobado que nadie lo seguía se deslizó por una calleja impecablemente limpia y esperó largo rato. Kahun era una ciudad notable. Construida según las leyes de la proporción divina, se dividía en dos barrios principales. El del oeste se componía de doscientas casas de tamaño medio, el del este albergaba varias villas, algunas de las cuales tenían setenta habitaciones. Al nordeste se encontraba la inmensa residencia del alcalde, construida sobre una especie de acrópolis.
Iker no sabía ya qué pensar del importante personaje. Por un lado, lo había contratado y, luego, había favorecido su carrera, pero, por otro, era forzosamente fiel servidor del faraón. ¿Acaso el joven escriba no sería simplemente un peón en el tablero de un juego cuyas reglas ignoraba? Al ver que todo estaba en calma, Iker se dirigió hacia el lugar de la cita. Ni el alcalde ni su superior, Heremsaf, conocían sus contactos con una joven asiática, Bina, una sierva que no sabía leer ni escribir pero que luchaba, como él, contra la tiranía de Sesostris. La muchacha lo aguardaba en una casa abandonada. En cuanto entró, ella cerró la puerta y lo arrastró hacia un almacén de jarras donde ningún oído indiscreto escucharía su entrevista.
Bina era morena, espontánea y hechicera.
—¿Has tomado las precauciones necesarias, Iker?
—¿Acaso me consideras un irresponsable?
—-¡No, claro que no! Pero tengo miedo, tanto miedo… ¿No deberías tranquilizarme?
Bina se acurrucó contra el escriba, pero él no reaccionó. Cada vez que ella intentaba seducirlo, el rostro de la joven sacerdotisa le venía a la memoria y le arrebataba cualquier deseo de ceder ante las insinuaciones de su cómplice.
—No tenemos mucho tiempo, Bina.
—Un día, esta ciudad será nuestra y ya no estaremos obligados a ocultarnos. Pero el camino es largo aún, Iker. Sólo tú nos permitirás lograrlo.
—No estoy seguro.
—¿Acaso vacilas aún?
—No soy un asesino.
—¡Matar a Sesostris será un acto de justicia!
—Deberíamos tener pruebas formales de su culpabilidad.
—¿Y qué más exiges?
—Quiero consultar los archivos.
—¿Será largo?
—Lo ignoro. Mis funciones actuales no me autorizan a ello, y tendría que ascender en la jerarquía para tener acceso sin llamar la atención del alcalde y de Heremsaf.
—Pero ¿qué esperas descubrir, Iker? Ya sabes que el faraón es el único responsable de todas tus desgracias y de las de tu país. Eres consciente de la gravedad de la situación, por eso no tienes derecho a abandonar.
—¿Me imaginas clavando un puñal en el corazón de un hombre?
—¡Tendrás valor para hacerlo, estoy segura!
Iker se levantó y caminó sobre restos de alfarería. Uno de ellos se quebró bajo sus pies. El escriba deseó que eliminar al monstruo resultara igual de fácil.
—Sesostris sigue exterminando a mi pueblo —declaró la muchacha con emoción—. Mañana perseguirá al tuyo, cuando termine la guerra civil que ya se anuncia. No lejos de aquí, el jefe de provincia Khnum-Hotep está formando un ejército para luchar contra el tirano. Pero ¿cuántas semanas va a resistir?
—¿De dónde provienen tus informaciones?
—De nuestros aliados, que muy pronto llegarán a Kahun, espero. Con ellos, nuestra energía se multiplicará.
—¿Cómo entrarán en la ciudad?
—Lo ignoro, Iker, pero lo conseguirán. Ya verás, nos proporcionarán una ayuda preciosa.
—Es una locura, Bina.
—Te aseguro que no. No existe otro medio de liberarnos de esta opresión, y tú serás el brazo armado que nos concederá la libertad. ¿Existe mayor destino? Al tomarla contigo, Sesostris puso en marcha la fuerza capaz de destruirlo.