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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal (9 page)

Cuando las conversaciones florecían y la atmósfera se relajaba, Khnum-Hotep se dirigió al rey.

—Majestad, ¿puedo pediros una explicación acerca de las terroríficas preguntas que me hicisteis?

—El árbol de vida, la acacia de Osiris en Abydos, es víctima de un maleficio. Si muere, Egipto morirá. Sólo cierto oro puede curarla. También debemos identificar al culpable que maneja contra Osiris la fuerza de Seth.

—¡Y creísteis… que era yo!

—Sospechamos de todos los jefes de provincia apegados a sus privilegios. ¿Acaso combatir la unidad del país no era impedir la resurrección de Osiris? Hoy, las Dos Tierras están de nuevo unidas. Y tu inocencia, como la de tus homólogos, ha quedado demostrada.

—¿Quién, entonces?

—Mientras no lo sepamos, correremos un gran peligro.

—Os ayudaré en todo cuanto esté en mi mano.

—¿Sin desfallecer y sin vacilaciones?

—Ordenad, y yo obedeceré.

La noche avanzaba cuando se sirvieron unos suculentos pasteles a base de miel. Cuando el faraón se levantó, todos los comensales lo imitaron para escuchar una declaración que presentían que iba a ser esencial.

—No existen ya jefes de provincia, se suprimen los cargos hereditarios. El Alto y el Bajo Egipto se reúnen en el corazón y en el puño del rey. Confío la administración de las Dos Tierras a un visir. Se entrevistará todas las mañanas conmigo, me dará cuenta de sus actividades, será ayudado por ministros y estará sometido al control de la Casa del Rey. Su tarea va a resultar penosa, dura, ingrata y amarga como la hiel. Aplicará la ley de Maat sin sobrepasarla, sin debilidad ni excesos, perseguirá la injusticia, escuchará tanto al pobre como al rico, hará que lo teman con mesura y no agachará la cabeza ante los dignatarios.

Todos pensaron lo mismo: quedaba por conocer el nombre del primer titular de aquel pesado cargo, un hombre que gozaría de la confianza del monarca y quedaría abrumado bajo un montón de imperiosos deberes.

—Atribuyo la función de visir a Khnum-Hotep —decretó el faraón.

10

El sol acababa de ponerse. Iker entró en la casa abandonada donde se reunía en secreto con Bina, la joven asiática, al abrigo de oídos indiscretos.

El lugar era siniestro. Un muro amenazaba ruina y las vigas se agrietaban. Muy pronto la casa sería derribada para dar paso a un edificio nuevo.

—Soy yo —anunció a media voz—. Deja que te vea.

No hubo señal de vida.

De pronto, Iker se preguntó si la hermosa morena no lo habría traicionado denunciándolo a las autoridades. Quizá estaba conspirando con el alcalde o con Heremsaf para llevar al joven escriba a su perdición. Si desvelaba sus proyectos, lo condenaría al castigo supremo, y el tirano seguiría destruyendo Egipto, sembrando la desgracia.

Cuando se disponía a partir, esperando que la policía no estuviera aguardándolo en el exterior, dos manos se posaron sobre sus ojos.

—¡Estoy aquí, Iker!

El se desprendió con viveza de las manos.

—¡Estás loca! ¿Por qué me das esos sustos?

Bina hizo una mueca de niña pequeña.

—Me gusta divertirme… Y a ti, por lo que veo, no demasiado.

—¿Crees que tengo ánimo para divertirme?

—Tienes razón, perdóname.

Se sentaron el uno junto al otro.

—¿Te has decidido por fin, Iker?

—Tengo que hacer aún algunas averiguaciones.

—¡Pues yo tengo excelentes noticias! Nuestros aliados no tardarán ya. Muy pronto llegarán a Kahun. Esos guerreros sabrán tomar el control de la ciudad. El alto funcionario que impedía su entrada en Egipto acaba de abandonar su puesto. Su sucesor es menos intransigente, y la caravana pasará sin dificultades.

—Supongo que eso afecta también a otras ciudades…

—Lo ignoro, Iker. Sólo soy una humilde sierva fiel a la causa de los oprimidos. Sólo sé que triunfará.

—El ayuntamiento me ha ofrecido una magnífica morada —reveló Iker.

—¡Quieren ahogar tu conciencia! Pero tú no perteneces a la raza de los ambiciosos que pueden corromperse, ¿verdad?

—Nadie me comprará, Bina. Mi viejo maestro me enseñó a buscar siempre lo adecuado para actuar en consecuencia.

—¡Acaba entonces con el tirano Sesostris!

—Aún debo llevar a cabo algunas verificaciones; especialmente consultando archivos cuyo acceso me niegan.

—Como quieras, Iker. Pero no pierdas demasiado tiempo.

Tendido en su cama, Sekari pensaba en los maravillosos momentos que acababa de pasar en brazos de su nueva amante, una sirvienta de una casa vecina que no había resistido sus historias chuscas, cada vez más subidas de tono. Había aceptado la proposición de escenificar una de ellas, y la muy pizpireta se había entregado a su papel y lo había representado a la perfección. ¿Y qué mujer digna de ese nombre habría rechazado revolcarse en sábanas de lino fino, suaves y perfumadas?

Sekari hubiera repetido sus retozos de buena gana, pero tenía que alimentar a
Viento del Norte
, y nadie hacía esperar al asno de su patrón. Luego, prepararía una cena consistente, aunque Iker hubiera perdido el apetito. Si la situación no cambiaba, Sekari se consagraría a terminar los platos.

Cuando regresó, el joven escriba se lavó las manos y los pies, y se sentó luego en un sillón. Su aspecto era más sombrío que la víspera.

—Apuesto a que no te gustarán mis habas al ajo ni mis calabacines gratinados.

—No tengo hambre.

—Sea cual sea tu ideal, Iker, no lo alcanzarás si desfalleces.

Se oyó una voz muy conocida.

—¿Puedo entrar? Estoy buscando al escriba Iker.

—Heremsaf…

«Esta vez —pensó el muchacho— no me atribuirá una casa ni un ascenso. Debe de haber hecho que me sigan y sin duda conoce mis vínculos con Bina.»

—Lo recibiré —decidió orgullosamente Sekari.

—No, deja. Sólo me concierne a mí.

El superior jerárquico de Iker tenía un rostro grave y huraño.

—Hermosa morada, Iker. Pero pareces cansado.

—Ha sido una dura jornada.

—¿Aceptas seguirme sin discutir?

—¿Acaso tengo elección?

—Claro. O te quedas en tu casa y descansas, o intentas la aventura.

«La aventura… Extraño término para referirse a la cárcel», pensó Iker.

¿Huir? No, eso era una utopía. ¡Qué placer sentiría Heremsaf cuando viera al joven escriba tirado en el suelo, siendo apaleado por los policías! Puesto que era el final del camino, al menos se comportaría con dignidad.

—Os seguiré.

—Te prometo que no lo lamentarás.

Iker no reaccionó ante aquella mordaz ironía. Su vencedor no encontraría en él ningún signo de debilidad.

De entrada, no descubrió policía alguno; luego, advirtió que Heremsaf no lo llevaba fuera de la ciudad, sino hacia el muro del sur.

—¿Adonde vamos?

—Al templo de Anubis.

—¿Qué tenéis que reprocharme? ¿Acaso he hecho mal mi trabajo? ¿No está en orden la biblioteca?

—¡Al contrario, Iker, al contrario! Has cumplido tan bien con tus funciones que el colegio de los sacerdotes de Anubis desea verte.

—¿Ahora?

—Ya sabes, con esa gente nunca se sabe el día ni la hora. Pero eres muy libre de rechazar su convocatoria si lo deseas.

¿Qué tipo de emboscada había concebido Heremsaf? Tan intrigado como inquieto, Iker perseveró.

En el umbral del templo, un ritualista con la cabeza afeitada sostenía muy derecha una antorcha. Uno de sus colegas, que llevaba un rollo de papiro, se colocó a su lado.

Se inclinó ante Heremsaf, que se volvió hacia el escriba.

—¿Deseas tú, Iker, convertirte en sacerdote de Anubis?

El muchacho, desprevenido, respondió sin vacilar:

—¡Sí, lo deseo!

En aquellas palabras había el ardor de una insensata esperanza que, de pronto, tal vez iba a convertirse en realidad.

—¿Fuiste iniciado en los misterios de la escritura sagrada? —-preguntó el portador del rollo.

—Conozco las letras madre y las palabras de Tot.

—En ese caso lee ese texto ritual. Luego, escribirás fórmulas de conocimiento referentes a la buena práctica del arte del escriba.

Iker aprobó aquel examen de ingreso citando unas máximas en las que Maat, rectitud y acierto, ocupaba el primer lugar.

—Reunamos nuestro tribunal y procedamos a la evaluación de las cualidades del postulante —recomendó el portador de la antorcha—. ¿Acepta presidirlo nuestro superior?

Heremsaf asintió con la cabeza.

Iker estaba estupefacto. Heremsaf, aquel dignatario a quien creía conocer muy bien, era el depositario de los misterios de Anubis.

Los dos ritualistas tomaron al escriba por los brazos y lo introdujeron en la primera sala del templo.

A lo largo de las paredes había unas banquetas de piedra ocupadas por los permanentes que celebraban los ritos cotidianos y se encargaban del mantenimiento del lugar sagrado.

Heremsaf se colocó a oriente e hizo la primera pregunta.

—¿Qué sabes de Anubis, Iker?

—Por él pasamos de un mundo a otro y detenta los secretos de los ritos de resurrección. Encarnado en el chacal, limpia el desierto de carroñas y las transforma en energía.

Precisas, brotaron otras cincuenta preguntas. Iker respondió a todas ellas sin precipitación y sin intentar ocultar sus lagunas con la verborrea de un erudito.

Durante la deliberación, el postulante quedó aislado en una pequeña estancia de desnudos muros iluminada por una sola lámpara. El tiempo dejó de transcurrir, y el escriba se abandonó a una apacible meditación.

Un ritualista le ofreció una larga túnica de lino, que Iker revistió.

—Quítate los amuletos —exigió—. En el lugar adonde vas no te serán de utilidad alguna. Tu juez, tu único juez, será Anubis. Y sus decisiones son inapelables.

El ritualista hizo bajar al postulante hasta una cripta oscura.

—Contempla el fondo de esta gruta y sé paciente. Tal vez se te aparezca la divinidad.

Iker se quedó a solas y fue acostumbrándose poco a poco a las tinieblas. Acabó distinguiendo a dos sorprendentes criaturas, un chacal macho y un chacal hembra, erguidos sobre sus patas traseras, cara a cara. Entre ambos había un vacío que atrajo irresistiblemente al escriba.

Indiferente al peligro, se deslizó entre las dos fieras, que posaron en sus hombros las patas delanteras
(7)
.

En aquel instante, Iker sintió que una nueva energía circulaba por sus venas. Era como si su cuerpo se renovase, como si sus carnes se recrearan con un vigor desconocido hasta el momento.

Heremsaf entró en la cripta con un cofre de acacia en las manos. Lo depositó a los pies de Iker y lo abrió lentamente.

(1) Para tan extraordinaria escena véase Mélanges Mokhtar, I, El Cairo, 1985, p. 156, fig. 3.

En su interior había un cetro de oro, el
sekhem
. En la lengua jeroglífica servía para escribir los conceptos de dominio y de poder.

El escriba recordó las palabras del alfarero destinado al templo de Anubis. ¿No le había enseñado, acaso, que el dios con cabeza de chacal detentaba el verdadero poder, encarnado en este símbolo que se preservaba en el paraje de Abydos? Con la luna, el disco de plata que manejaba durante la noche, Anubis iluminaba a los justos. Y modelaba también una piedra de oro que adoptaba la forma del sol.

Heremsaf cerró el cofre y salió de la cripta. Iker lo siguió hasta la sala de columnas, cubierta con grandes losas de piedra. Los permanentes escucharon recogidos a su superior, que se dirigió al nuevo sacerdote.

—Vuelve tu mirada hacia el Santo de los Santos, el cielo en la tierra. No penetres nunca aquí en estado de impureza, no cometas ninguna inexactitud, no robes pensamientos ni bienes materiales, no mientas, no reveles ninguno de los secretos que veas, no perjudiques las ofrendas, no alimentes en tu corazón palabras sacrílegas, cumple tu función de acuerdo con la regla y no con tu fantasía. No tienes dogma alguno que imponer, verdad absoluta alguna que proclamar, no debes convertir a nadie. Cuando seas llamado al templo, cálzate sandalias blancas, cumple tu servicio con rigor, pues Dios conoce a quien actúa por él. ¿Estás dispuesto, Iker, a prestar juramento?

—Lo estoy.

—Acércate al altar.

El escriba así lo hizo.

—He aquí la piedra fundamental de la que nació este templo. Si juraras en falso, se transformaría en una serpiente que te aniquilaría. Repite conmigo esta fórmula:

«Soy hijo de Isis, no revelaré las siete palabras ocultas bajo las piedras del valle»
(8)
.

Cuando Iker se hubo comprometido, Heremsaf le explicó su misión.

—Una vez a la semana traerás ofrendas a este altar. Durante las procesiones y las fiestas de Anubis, encenderás una lámpara. A cambio de tu trabajo recibirás cebada y mechas para iluminación. Además, serás el servidor del
ka
de este templo, su potencia espiritual. Pronunciarás también, durante las ceremonias, las palabras de animación de esta fuerza nutricia. Sé bienvenido entre nosotros, Iker, y toma parte en nuestro banquete.

El nuevo sacerdote temporal recibió el abrazo de sus cofrades.

La noche era suave; los manjares, sabrosos. Cuando compartieron la torta ritual que revelaba la faz del dios, Iker se sintió más cerca de lo sagrado de lo que nunca antes había estado, aunque los verdaderos secretos continuaran siendo inaccesibles.

Él, el pequeño aprendiz de escriba de la aldea de Medamud, ascendido al rango de sacerdote temporal del templo de Anubis, en Kahun… ¿Cómo imaginar semejante destino? Pensó en la joven sacerdotisa, en aquella mujer sublime a la que seguía amando. ¿Acaso no habría estado orgullosa de él, en esa velada?

No, claro que no. Debía de tratar con tan altos dignatarios que ni siquiera se fijaría en Iker. Pero, de todos modos, él había entrado en la jerarquía sagrada y había recibido la protección de Anubis.

—He aquí tu nuevo amuleto —dijo Heremsaf al tiempo que le ofrecía a Iker un pequeño cetro «Potencia» de cornalina—. Póntelo al cuello y llévalo siempre contigo.

Uno a uno, los servidores de Anubis dieron la bienvenida a su nuevo cofrade. Al escuchar sus apacibles palabras y su incitación a descubrir, poco a poco, las enseñanzas del dios, el muchacho se preguntó si no estaría equivocándose de camino. ¿No debía olvidar sus insensatos proyectos y limitarse a vivir allí, en Kahun, cumpliendo sus nuevos deberes y estudiando los libros de sabiduría?

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