—Comprendo, comprendo… Pero me ponéis en una posición difícil.
—No intentes hacerte el listo. Nadie le toma el pelo a Medes.
El libanés se miró los pies. —Pues sí, existe un gran patrón. —¿Quién es y dónde está? —-Juré guardar silencio.
—Valoro tu sentido moral, pero no me contentaré con él.
—Sólo queda una solución —estimó el libanés—: proponerle que hable con vos. —Excelente idea.
—¡No corráis demasiado! Ignoro si aceptará. —Aconséjaselo vivamente. ¿De acuerdo? —De acuerdo.
Medes acababa de llegar al punto preciso adonde el libanés quería llevarlo, al tiempo que le hacía creer que dominaba la situación.
De Abydos a Menfis
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, el viaje en barco había durado menos de una semana. El capitán navegaba con prudencia, por lo que la joven sacerdotisa había descansado contemplando las riberas del Nilo.
En el muelle, una incesante agitación contrastaba con la calma de Abydos.
El capitán se puso en contacto con las fuerzas de seguridad y presentó su cuaderno de a bordo a un oficial, quien ordenó a dos policías que llevaran a la muchacha hasta el despacho del visir. A ella le hubiera gustado pasar algunas horas en el templo de Hator y celebrar allí los ritos, pero la urgencia de su misión no se lo permitía.
Menfis le pareció inmensa y abigarrada, con sus graneros, sus almacenes, sus tiendas, sus mercados, sus grandes mansiones junto a casas modestas y sus imponentes edificios oficiales, a la cabeza de los cuales figuraban los templos de Ptah, de Sejmet la Poderosa, y de Hator, la Dama del sicomoro del sur. Próximo a la vieja ciudadela de blancos muros y al santuario de Neith, cuyas siete palabras habrían creado el universo, el barrio de la administración no carecía de empaque. Escribas presurosos corrían de un servicio a otro. Allí, lejos del centro de culto de Osiris, se tomaban las decisiones importantes referentes a la gestión del rey.
El visir se había instalado en un ala nueva, añadida al palacio real. Tras haber cruzado dos puestos de control y respondido a minuciosos interrogatorios, la sacerdotisa fue invitada a esperar en una antecámara donde reinaba un agradable frescor.
Minutos más tarde un secretario acudió a buscarla y le abrió la puerta de un vasto despacho cuyas tres ventanas daban a un jardín. Los tamariscos rivalizaban allí en belleza con los sicomoros.
Dos perritas regordetas y un macho muy vivo rodearon sin ladrar a la recién llegada. Ella los acarició sucesivamente hasta que apareció el imponente Khnum-Hotep.
—¡Perdonadme, son insoportables!
—Al contrario, me parecen muy cariñosos.
—Soy el visir del faraón Sesostris. ¿Podéis mostrarme vuestra orden de misión?
La muchacha entregó a Khnum-Hotep la tablilla de madera redactada por el Calvo y marcada con su sello.
El texto solicitaba una audiencia real para la portadora del mensaje.
—¿Qué tenéis que decirle al rey?
—Lo siento, pero sólo estoy autorizada a hablar con él, sólo con él.
—No os falta carácter, pero sin duda ignoráis que soy el primer ministro de su majestad y que me ha confiado la tarea de resolver cuantos problemas pueda.
—Comprendo vuestra posición, pero vos debéis haceros cargo de la mía.
—Tengo la impresión de que no conseguiré haceros cambiar de opinión; mi secretario os llevará, pues, a palacio.
La sacerdotisa se dejó guiar. En cuanto hubo cruzado el portal de acceso fue conducida ante el encargado de la seguridad, que avisó a su superior.
El atlético Sobek intervino con su brusquedad habitual:
—Nadie accede a la sala de audiencia sin haber indicado el motivo exacto de su visita.
—Vengo de Abydos —respondió ella—. Mi superior me ha ordenado que transmitiera un mensaje importante al faraón.
—¿De qué tipo?
—Sólo está destinado al rey.
—Si seguís callando, no veréis a su majestad.
—Lo que debo revelarle concierne al porvenir de nuestro país. Os ruego, pues, que no pongáis trabas a mi gestión.
—Es contraria al reglamento.
—Siento obligaros a hacer una excepción.
—Una de mis auxiliares de policía debe registraros.
La sacerdotisa sufrió la prueba sin parpadear. Luego fue llevada a una estancia vigilada por dos guardias armados y volvió a esperar.
Cuando salía de un despacho y atravesaba esa antecámara, reservada a las personalidades que solicitaban una audiencia real, Medes divisó a la muchacha.
Picado por la curiosidad decidió informarse. No pertenecía a la corte de Menfis y no frecuentaba el palacio. ¿De dónde había salido entonces aquella desconocida de luminosa belleza, y por qué el faraón aceptaba recibirla?
—Majestad —dijo Sobek con gravedad—, la sacerdotisa no cede. No aceptará revelar el contenido de su mensaje ni al visir ni tampoco a mí mismo. Ni siquiera un humillante registro ha podido torcer su determinación. Podéis considerarla una persona muy segura y de lealtad inquebrantable.
—Hazla entrar y déjanos solos.
Ella se inclinó ante el monarca, cuya estatura seguía impresionándola sobremanera.
—Majestad, poco después de la recepción de vuestro decreto de reunificación de las Dos Tierras, una segunda rama del árbol de vida ha reverdecido. Además, tuve la suerte de hacer un descubrimiento en la biblioteca de la Casa de Vida: para combatir la degeneración de la acacia, el faraón debe emitir ka. Devolver la multiplicidad de las provincias a la unidad de vuestro ser no basta, pues es preciso reforzar también el de Osiris. Los más antiguos textos lo afirman con claridad: Osiris es obra del faraón, Osiris es la pirámide
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. Aunque el tiempo de la construcción de las grandes pirámides haya pasado, ¿no sigue siendo indispensable encarnar a Osiris bajo esta forma?
El faraón guardó un largo silencio, mientras su pensamiento viajaba por lejanos espacios para encontrar en ellos una respuesta.
—Excelente proposición —concluyó—. Falta hallar el paraje donde se levantará mi pirámide.
Acompañado por la joven sacerdotisa y por su guardia personal, el faraón recorrió las necrópolis de Abusir, Saqqara, Gizeh y Licht, pero no se manifestó signo alguno.
En Dachur
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, al sur de Saqqara, en el lindero del desierto del Oeste, se levantaban las dos pirámides gigantescas del faraón Snofru, predecesor de Keops, y la pequeña pirámide de Amenemhat II, muerto diecisiete años antes de que subiera al trono el tercero de los Sesostris.
De aquel paraje salía una pista, jalonada de estelas, que serpenteaba por el norte del Fayum y desembocaba en Qasr el-Sagha, donde un extraño templo protegía una zona de canteras. Otra conducía a los oasis, famosos por su producción de vino.
La ciudad de los constructores, Djed-Snofru («Snofru es duradero»), albergaba aún a algunos ritualistas encargados de alimentar el
ka
del ilustre faraón, considerado el mayor constructor del Imperio Antiguo. Avituallaban las mesas de ofrendas y celebraban el culto en los templos altos, erigidos ante la cara este de ambas pirámides: una, lisa; la otra, de doble pendiente.
El sol se pondría muy pronto, era preciso pensar en regresar a Menfis.
Cuando las sombras de los dos gigantes se alargaron por el desierto, Sesostris se quedó inmóvil.
—El alma de Snofru está en paz —declaró—. Vela por estos lugares y sigue sacralizándolos. Con su nombre, «El que lleva a cabo lo divino», nos invita a crear. Aquí, a la sombra de ese inmenso monarca, levantaré mi propia pirámide.
Desde su instalación en Menfis, el ex jefe de provincia Djehuty estaba enfermo. Por fortuna, el doctor Gua lo había seguido a la capital, donde su reputación no dejaba de crecer. Hombrecillo muy flaco, nunca se desplazaba sin su pesada bolsa de cuero, llena de instrumentos quirúrgicos y medicamentos de urgencia.
—Si seguís así —dijo el médico a su paciente—, me negaré a cuidaros. Os lo advertí: coméis demasiado, bebéis demasiado y no hacéis bastante ejercicio.
—Es una simple crisis de reumatismo —objetó Djehuty.
—¡Si sólo fuera eso! un poco de extracto concentrado de corteza de sauce os aliviaría. Pero hay algo peor: vuestro corazón está fatigado. Todas las noches, antes de acostaros, tomaréis cinco píldoras que contengan ricino, valeriana, miel y pelitre. Y, además, intentaré limpiar los conductos por los que circulan los fluidos vitales. Deben perder su rigidez y recuperar su flexibilidad. Y todos pasan por el corazón. Dicho de otro modo: ¡descanso obligatorio! De lo contrario, ya no respondo de nada.
El portero de Djehuty interrumpió la consulta.
—Perdonadme, pero…
—Pero ¿qué os habéis creído? —se indignó el doctor Gua.
—El faraón desea ver de inmediato al señor Djehuty.
El terapeuta cerró su bolsa. Vio que el rey penetraba en la habitación de su paciente y se preguntó si algún día tendría que cuidar a semejante coloso.
—Sólo tengo un deseo que formular, majestad: no confiéis tarea alguna a mi enfermo y jubiladlo de inmediato.
Gua se retiró refunfuñando mientras Djehuty se cubría la cabeza con una peluca de cabello blanco.
—La vejez se acerca —reconoció—, pero la mantengo a distancia aún. Mi estimado doctor me augura una muerte próxima desde hace muchos años, pero sus tratamientos me mantienen con vida.
—¿Has recibido noticias del general Sepi?
—Su exploración se anuncia larga y difícil. Cuando existen, los mapas son imprecisos. Y debe reunir a los mejores técnicos y conocedores de los desiertos.
—Pese a las exigencias de tu médico, ¿aceptarías una nueva función a la que concedo una gran importancia?
El rostro de Djehuty se puso grave.
—Majestad, soy vuestro servidor. Hasta el último aliento, deseo trabajar por la grandeza de Egipto.
—Djehuty, te nombro, pues, alcalde de la ciudad de pirámide que voy a erigir en Dachur. El gran tesorero Senankh se encargará de financiar las obras.
A la sombra bienhechora de los monumentos de Snofru, Sesostris vio en su espíritu el plano del futuro monumento cuyos principales trazos dictó a Djehuty.
—Cuando un faraón funda un santuario —recordó el Portador del sello Sehotep—, está recreando Egipto. Al construir, prolonga la creación de la primera mañana. Que estas piedras vivas se conviertan en uno de los zócalos de vuestro reinado.
Sobre una piedra no tallada dorada por los últimos rayos del sol, la joven sacerdotisa derramó el agua obtenida del lago sagrado del templo de Ptah.
—El nombre de este paraje será «El agua fresca celestial»
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—anunció el soberano—. Lo rodearemos con una muralla de bastiones y resaltos, según el modelo de la de Zoser en Saqqara. Puesto que la pirámide debe emitir
ka
en seguida, excavaremos hasta la roca y depositaremos en ella un núcleo de ladrillos crudos, revestidos luego de calcáreo de Tura. En ella, que se llamará Hotep, «el poniente, la paz, la plenitud», se trazará el recorrido del alma hasta el «proveedor de vida», el sarcófago, lugar de regeneración del cuerpo de luz.
A medida que el monarca expresaba su visión, Djehuty la dibujaba en el papiro.
—Al norte de la pirámide —añadió el rey—, la morada de eternidad del visir Khnum-Hotep. Las demás tumbas de los miembros de la corte, más modestas, se inspirarán en las del Imperio Antiguo. En su interior figurarán textos formulados durante aquella edad de oro.
En Abydos, la joven sacerdotisa había comprendido por qué era necesaria la construcción de las moradas de eternidad. Sólo aquella arquitectura simbólica, mágicamente animada, transformaba a los iniciados en
akb
, el ser luminoso capaz de ponerse en contacto con todas las energías que circulan por el universo. Más allá de la muerte física, el resucitado seguía actuando aquí abajo y transmitía la luz donde vivía con una nueva vida.
Alrededor de la pirámide del faraón, sus fieles seguidores formarían un entorno sobrenatural, encargado de protegerlo y, al mismo tiempo, de derramar sus beneficios.
—Las casas de los constructores estarán listas en el más breve plazo —indicó Djehuty—. Mañana mismo comenzarán a preparar el suelo. Cuento con Senankh para el transporte de los materiales.
Al terminar la redacción del decreto referente a la edificación del nuevo conjunto arquitectónico de Dachur, a Medes le impresionó la magnitud del proyecto y la de los medios empleados para llevarlo a cabo tan pronto como fuera posible. A su administración del país, Sesostris añadía una obra espiritual que aumentaba más aún su estatura.
¿Era realmente posible derribar a un adversario de aquella talla? Medes decidió dejar la pregunta para más tarde e intentó informarse sobre la muchacha que había solicitado audiencia. Relacionando varias informaciones, acabó sabiendo que era una sacerdotisa procedente de Abydos, portadora de un mensaje confidencial.
Una subalterna sin importancia, evidentemente. Pero ¿por qué la había enviado a Menfis su jerarquía? Tal vez Gergu, en su próximo encuentro con el sacerdote permanente, obtuviera respuesta a esa pregunta.
Pescar antes de la crecida era toda una hazaña: el nivel del Nilo estaba muy bajo, el calor era asfixiante y los peces desconfiaban. Sin embargo, Sekari, como buen criado de Iker, quería alimento fresco, lleno de ka. Así pues, desplegaba su talento con la esperanza de capturar hermosas presas. Lamentablemente, la pesca con caña estaba resultando un doloroso fracaso. Con la red, que exigía buen ojo y rapidez, se sentía seguro de sí mismo, pero apenas entraban los peces volvían a salir. Quedaba la nasa oculta entre los juncos, donde mújoles y siluros deberían haber penetrado sin poder escapar. ¿Cómo descubrían la trampa, los muy astutos?
—No es muy brillante —le dijo a
Viento del Norte
, el monumental asno de Iker, que cargaba unas alforjas vacías—. Con animales tan listos hay que tener paciencia.
El borrico de grandes ojos marrones levantó la oreja derecha en señal de asentimiento. A causa de su mechón i le pelo rojizo en la nuca, signo de la fuerza de Seth, había sido abandonado y condenado a una muerte cierta. Purificado por el ibis de Tot y salvado por Iker, el asno había crecido hasta convertirse en un verdadero coloso, fiel para siempre al joven escriba.
—Francamente,
Viento del Norte
, tu dueño me preocupa. Ha perdido su buen humor y su ardor, y se complace en negras ideas que no conducen a nada. ¿Has intentado hablar con él?