—Encárgate tú misma, y haz el favor de no despertarme por bobadas; yo trabajo.
Ella cerró la puerta de un portazo.
Medes se levantó y entró en el cuarto de baño. Por lo general, le gustaba asearse por las mañanas y, luego, tomar un copioso desayuno. Pero, tras una agitada noche, tenía demasiadas preocupaciones en la cabeza.
¿Cuándo regresaría Gergu de Abydos, y con qué resultados? Medes seguía sin poder creer que muy pronto iba a gozar de un aliado en el interior. ¿Cómo un sacerdote permanente podía traicionar así a su comunidad? Si se trataba de un intento de manipulación, no sería fácil descubrir al autor. Pero ¿no se mostraba Medes en exceso desconfiado?
Además, se planteaba un nuevo problema: el resonante éxito de Khnum-Hotep. El primer visir elegido por el rey Sesostris resultaba ser un excelente administrador y aseguraba una perfecta cohesión entre el poder central y las provincias. Como mucho, Medes preveía incidentes, enfrentamientos y protestas, pero nada de todo aquello ocurrió. Con la permanente ayuda de los miembros de la Casa del Rey, que no envidiaban en absoluto su cargo, el visir dirigía firmemente una administración eficaz y trabajadora. Por fortuna, Khnum-Hotep, de avanzada edad ya, no serviría por mucho tiempo. Esperando su desaparición, Medes veía cómo su propia influencia iba disminuyendo, y debía procurar mantener su red de amigos y de cortesanos.
Muchas puertas se cerraban, y volver a abrirlas no resultaría fácil. Hoy, la mayor esperanza de Medes se llamaba Abydos.
Conocer al gran patrón del libanés lo excitaba. ¿Qué canalla era lo bastante hábil para asegurarse los servicios del comerciante? Semejante personaje no debía de carecer de interés, y Medes pensaba utilizarlo.
Cuando estaba terminando de vestirse, su mujer reapareció.
—El doctor Gua no me examinará hasta esta noche —gimió—. Te lo ruego, utiliza tu influencia para que anule sus citas y se ocupe primero de mí.
—Gua tiene un carácter execrable y no soporta que lo presionen; además, tu jaqueca no me parece mortal. Vuelve a acostarte y duerme hasta la hora del almuerzo. Luego, el desfile de tus amigos y tu cháchara te devolverán la forma.
La llegada de Gergu interrumpió la conversación.
Medes, tenso, arrastró a su ayudante hasta el despacho, cuya puerta cerró cuidadosamente.
—Traigo excelentes noticias —anunció Gergu con una amplia sonrisa—. ¡Qué tipo formidable, ese sacerdote! Comprende vuestra desconfianza y desea probaros su disposición a cooperar, por lo que nos proporciona medios para llevar a cabo algunos negocios sin él.
Pasmado, Medes se preguntó si Gergu no estaría bajo los efectos de la bebida.
—He aquí, primero, un sello de Abydos. Se aplica en distintos materiales y nos servirá para establecer certificados de autenticidad para las falsificaciones que fabriquemos y vendamos como procedentes del sagrado paraje de Osiris. Eso ha sido idea mía; he encontrado a un artesano que ha aceptado el trato. Y he aquí el segundo regalo de nuestro nuevo aliado, más valioso aún: la fórmula sagrada que evoca la favorable acogida de los justos en el otro mundo. «Que navegue en la barca de Osiris y maneje los remos, que camine por donde su corazón desee, que los Grandes de Abydos le deseen la bienvenida, que participe en los misterios de Osiris, que lo sigan por caminos puros en la tierra sagrada.» La grabaremos en parte de nuestra producción, y la venderemos a precio de oro.
Nacido en una familia modesta, el comerciante de vinos sentía que su salud declinaba, por lo que pensaba en el gran viaje. Gracias a su fortuna se pagaría un hermoso sarcófago, pero envidiaba a los privilegiados cuyo nombre estaba grabado, para siempre, en un monumento de Abydos, bajo la protección de Osiris. ¿Existía mejor certeza de una eternidad feliz?
Cuando vio aparecer a Gergu, el comerciante se preguntó en seguida qué rebaja exigiría, en su próximo encargo, el inspector principal de los graneros. Mejor sería llevarse bien con aquel influyente personaje, que tenía numerosas relaciones en palacio.
—¡Mi querido Gergu, acabo de recibir un nuevo caldo! ¿Deseáis probarlo?
—Por supuesto. ¿Podemos hablar tranquilamente?
—Claro, vayamos al fondo de mi almacén.
Al comerciante se le hizo un nudo en la garganta. ¿De qué chantaje iba a ser objeto? Para domesticar al inspector le ofreció un vino excepcional.
—No es malo —estimó Gergu—, aunque demasiado dulce para mi gusto. Al parecer, has encargado un sarcófago de primera calidad.
—Bien hay que pensar en el más allá.
—¿Qué te parecería Abydos?
—¿Abydos…? No comprendo.
—Puedo obtenerte una estela auténtica, con la fórmula sagrada. Sólo habrá que grabar tu nombre y pasarás la eternidad al pie de la escalera del Gran Dios.
El comerciante estuvo a punto de desmayarse de la emoción.
—¿Estáis… estáis bromeando?
—Habrá que pagar un buen precio, tengo mis gastos.
—¡Lo que queráis!
—Antes de comprometerte, examina esta obra maestra.
Gergu llevó hasta un almacén al comerciante, que temblaba, nervioso. Allí, le mostró la estela.
—Negocio cerrado —masculló el comprador.
—¡Y ya está! —fanfarroneó Gergu—. Vuestra bodega y la mía llenas, a cambio de una hermosa piedra esculpida que nunca irá a Abydos y que nuestro artesano destruirá esta misma noche. Podéis estar tranquilos, le he pagado bien. Tampoco nosotros necesitamos ya ir a Abydos. Nos las arreglaremos sin ese buen sacerdote.
—Te equivocas —objetó Medes—. No niego el interés de tu método que, por lo demás, tendremos que utilizar con parsimonia. Pero hay algo mejor que hacer, mucho mejor. Los menfitas adinerados se interesarán por estelas auténticas. Fijaremos precios muy altos y no negociables.
Los argumentos convencieron a Gergu.
—No dejaremos al sacerdote al margen…
—Sería un grave error, pues su colaboración nos es indispensable por más de una razón. Primero, para realizar excelentes negocios; luego, para que nos informe sobre Abydos y nos ayude a desvelar el secreto de los grandes misterios. Organiza en seguida mi encuentro con ese hombre providencial.
La «Paciente de lugares», la ciudad de Sesostris en Abydos, adquiría vida. Allí habitaban los constructores de su templo y de su tumba, los ritualistas encargados de la animación espiritual de aquellos edificios y el personal administrativo, junto con sus familias. Cada casa contaba con varias estatuas, un patio interior y un jardín. De cinco codos de ancho
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, las callejas estaban trazadas en ángulo recto. Del lado del desierto estaban las residencias lujosas. Por lo que se refiere a la morada del alcalde, en el suroeste de la ciudad, ésta albergaba los despachos de los funcionarios y numerosos talleres
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En uno de esos locales oficiales, el sacerdote permanente Bega recibió al temporal Gergu y a su ayudante Medes, que se había presentado con un nombre falso en el control de seguridad. Bien conocido por los policías, Gergu les explicó que su tarea se hacía cada vez más pesaba y debía ser ayudado para dar total satisfacción a la jerarquía de Abydos.
Cuando Bega entró en la estancia, Medes sintió una corriente gélida. No imaginaba que un iniciado en los misterios de Abydos pudiera ser tan feo y tan glacial. Alto, rígido y con la nariz prominente, Bega se sentó a buena distancia de sus interlocutores y, desdeñando a Gergu, se dirigió a su patrón:
—¿Quién sois?
—Me llamo Medes y soy el secretario de la Casa del Rey. El faraón me dicta los decretos que yo difundo en todas las provincias.
—Es un puesto muy importante.
—El vuestro tampoco es mediocre.
—Esperaba algo mejor, mucho mejor. También vos, ¿tal vez?
—El sello y la fórmula nos han permitido cerrar un primer negocio del que recibiréis vuestra parte, claro está.
A continuación, ayudémonos mutuamente para obtener lo que merecemos.
Ninguna sonrisa animó el desagradable rostro de Bega. No obstante, Medes percibió su satisfacción.
—¿Os ha transmitido mis proposiciones vuestro amigo Gergu?
—Sí, y me convienen del todo. Nos encargaremos de fabricar falsas estelas y las venderemos a quienes las deseen, haciéndoles creer que están destinadas a Abydos. No debéis temer el menor error, puesto que nosotros mismos las destruiremos. Por vuestra parte, ¿cómo conseguiréis sacar del paraje monumentos auténticos y qué ruta tendremos que trazar para llevarlos hasta Menfis?
—Como ya le expliqué a Gergu, las personas y las mercancías que entran en Abydos son controladas; en cambio, se sale sin dificultad alguna. Asegurándome la complicidad de un policía que, cada diez días, se encarga de la vigilancia de la escalera del Gran Dios, junto al desierto, depositaré en un escondrijo pequeñas estelas de inestimable valor. Alguien de confianza deberá encargarse de recogerlas, y luego bastará con tomar la pista que yo os indique para regresar al Nilo, donde habrá un barco aguardando.
—El plan me parece excelente. ¿Por qué actuáis así?
—Os devuelvo la pregunta.
—Puesto que corremos los mismos riesgos, sería estúpido que nos mintiéramos —dijo Medes—. No me pagan por mi justo valor y me demuestro, pues, a mí mismo mi verdadero valor utilizando los medios de que dispongo. Pero vos, un hombre del templo interior…
—Durante mucho tiempo creí que la dimensión espiritual me bastaba y que mis deseos se reducían al mínimo. La intervención de Sesostris lo cambió todo. En vez de ponerme a la cabeza de la jerarquía, él mismo la dirige y reorganiza los colegios de sacerdotes. Esa inaceptable toma del poder me priva de los privilegios que se me deben, por lo que decidí vengarme. Conseguirlo supone medios financieros.
—Seamos claros, Bega: ¿qué entendéis exactamente por venganza?
—Acabar con el hombre que está arruinando mi carrera.
—¿Conocéis a Sesostris? Yo lo veo a menudo y conozco perfectamente su capacidad de acción. Creedme, es más temible que un toro salvaje y más feroz que un león. Yo también deseo su desaparición, pero ¿cómo socavar los fundamentos de un ser tan fuerte? ^
—¿Habéis renunciado a combatirlo?
—No estoy seguro de qué método debo emplear. El rey está rodeado de amigos fieles, y su visir obtiene la unanimidad.
—Por sólidas que parezcan, las obras humanas acaban por quebrarse. Debemos unir nuestras fuerzas y descubrir el punto débil.
—¿Por qué el ejército y la policía custodian Abydos?
Bega se enfurruñó.
—Secreto de Estado.
—Estando donde estamos, ¿por qué dudáis en informarme? —quiso saber Medes.
—Uno de los misterios de Abydos es el árbol de vida —reveló el sacerdote permanente—. Tras haber enfermado, la acacia de Osiris corre el riesgo de morir. Las intervenciones de Sesostris y de los ritualistas frenan su degeneración, pero ¿por cuánto tiempo? La curación exigiría un oro especial que tal vez nunca sea descubierto.
«El oro de Punt», pensó Medes, apasionado por esas revelaciones.
—¿Quién está tras ese maleficio?
—Lo ignoramos. El rey ha puesto en marcha diversas investigaciones para identificar al culpable.
—¿Alguna sospecha?
—Ni la más mínima. Si la acacia muere, los misterios no se celebrarán ya, y Osiris no resucitará. Eso supondría el fin de Egipto.
—¡Hablemos de esos famosos misterios! ¿No son sólo un espejismo?
—Si conocierais sólo una ínfima parte, Medes, no haríais esa pregunta.
—Como sacerdote permanente, vos entráis en los dominios secretos de Abydos y practicáis los ritos reservados a los iniciados.
Bega permaneció mudo.
—Quiero saberlo todo —insistió Medes—. Hace ya muchos años que me niegan el acceso al templo cubierto. ¿No es el de Abydos el más importante y vital de todos ellos?
El sacerdote esbozó una extraña sonrisa.
—-Juré no revelar el secreto.
—Todo hombre tiene su precio. Vos poseéis varios tesoros; los pagaré a su justo valor.
—Tendremos tiempo para discutirlo.
—La precipitación nos llevaría al fracaso, tenéis razón. Establezcamos primero una sólida colaboración y amasemos un tesoro de guerra. Luego, iremos más lejos.
Bega observó durante largo rato al secretario de la Casa del Rey.
—Pongámonos mutuamente a prueba. Si todo va bien, progresaremos.
—Una cosa más: en Menfis vi a una muchacha que afirmaba llegar de Abydos con un mensaje confidencial destinado al rey, ¿la conocéis?
—Describídmela.
Bega escuchó atentamente a Medes.
—Es una de las sacerdotisas de Hator que residen aquí. Nuestro superior, el Calvo, le abrió la biblioteca de la Casa de Vida para que indagara en los antiguos textos.
—Sin duda habrá entregado al monarca planos que le faciliten la construcción de una pirámide… ¿Desempeña esa mujer un papel de primer orden?
—No, sólo ocupa una posición subalterna y únicamente fue la mensajera del Calvo. Dado su misticismo, nada debemos temer de ella. No diría lo mismo de mis colegas, pero yo me encargo de tomar mis precauciones. ¿Y vos, Medes, seréis lo bastante prudente?
—No suelo cometer errores.
En el barco que se dirigía a Menfis, Medes había establecido una lista de argumentos para romper la naciente alianza con Bega. Ninguno resistía el examen. El sacerdote parecía realmente el cómplice ideal: amargado, rencoroso, animado por una tortuosa inteligencia, tenaz y desprovisto de esa sensibilidad primaria que impide cometer el mal, poseía los secretos de los que Medes había deseado apoderarse desde siempre. Ciertamente, habría que domesticarlo, saber halagarlo en el momento oportuno y hacerle creer que era el hombre más importante del trío. Medes debía dominar su carácter ardiente.
No olvidaba el oro de Punt, que sólo él no consideraba una ilusión. De momento, era imposible apoderarse de una tripulación sin ser descubierto. Más tarde, echaría mano a un astillero y utilizaría su fortuna para conquistar aquel tesoro.
El guardia exterior saludó a su dueño con una gran reverencia y avisó al guardia interior, que abrió de inmediato la pesada puerta de la opulenta morada. En la avenida se cruzó con el doctor Gua, visiblemente apresurado.
—¿Está enferma mi mujer?
—Jaqueca de ociosa. Le he recetado una pomada y un ligero somnífero. Pero hay algo más grave.
—Hablad, os lo ruego.
—Está demasiado gorda. Si sigue comiendo todo el día, se volverá obesa. La alimentación, ése es el secreto de la salud. Bueno, ahora tengo que tratar casos más graves.