—Estaba en primera fila para apreciar la magnitud de vuestra obra. Ahora, forma parte de mi ser y carezco de exigencia más ardiente que la consolidación de la unidad cuyo garante sois. En adelante, las provincias no os causarán preocupación alguna.
—Si no conseguimos curar la acacia de Osiris, ¿qué quedará de Egipto?
—¿Cómo que nada? —se irritó Medes, caminando de un lado a otro de su despacho.
—Realmente no le ha ocurrido nada —confirmó Gergu—. El gran tesorero Senankh conserva su puesto.
—¿Ni la menor sanción?
—Ni la más mínima. El visir sigue concediéndole su confianza.
—¡Y el faraón también, por desgracia! Y yo que esperaba que Sesostris llevara a cabo una especie de representación para guardar las apariencias y preservar la reputación de la Casa del Rey… Sin embargo, mi esposa imitó perfectamente la escritura de Senankh. Por lo que al sello se refiere, ¿acaso no estaba realizado a la perfección?
De pronto, Medes comprendió.
—Un código… ¡claro! ¡Senankh utilizaba un código! No hay otra explicación posible. Por eso ha demostrado su inocencia sin dificultades.
—Si estudiamos los archivos, lo descubriremos.
—Es inútil. Debe de haberlo cambiado.
—Tal vez alguien lo sepa.
—¡Sin duda, el faraón en persona!
El desaliento se apoderó de Gergu.
—Entonces, Senankh está fuera de nuestro alcance.
—De momento, amigo mío, sólo de momento. Pero existen blancos más fáciles de alcanzar.
Medes expuso su nuevo plan a Gergu, que lo apreció en grado sumo y partió de inmediato para ponerlo en práctica.
Persona de amplios conocimientos, aquel fracaso no frenaba en absoluto a Medes. La Casa del Rey parecía una verdadera fortaleza que no conseguiría derribar en un solo día. Pero ahora tenía un aliado en Abydos, un aliado que le permitiría llegar al corazón de los grandes misterios y obtener tanto poder como poseía el faraón reinante.
El libanés utilizó varios espejos para comprobar su aspecto. Gracias a su nueva túnica ancha, de franjas verticales, parecía mucho más delgado.
Cuando el Anunciador entró en la sala de recepción, fue incapaz de aguantar su mirada y se apresuró a ofrecerle agua.
Su huésped declinó la oferta.
—¿Deseáis algo, señor?
—Sólo un informe detallado y sin adornos.
En las mesas bajas no había ni frutos ni pasteles. El Anunciador podía comprobar así los esfuerzos de su anfitrión.
—En el terreno comercial, excelentes previsiones. Nuestros próximos negocios nos supondrán beneficios sustanciales. Mis argumentos han convencido a Medes, y no dudo de la calidad de su colaboración. Como estaba previsto, lo hago esperar antes de ver a mi… patrón. Una vez despierta su curiosidad, no dejará de insistir.
El Anunciador esbozó una leve sonrisa, más inquietante que tranquilizadora.
—Por lo que se refiere a mi red de informadores —prosiguió el libanés—, funciona cada vez mejor. Con un mínimo de agentes, las informaciones circulan con rapidez. La unificación realizada por Sesostris no es una palabra vana; ninguna provincia se opone ya al poder central, y viajar por todo Egipto resulta fácil.
—¿Y la caravana hacia Kahun?
Entonces le tocó sonreír al libanés.
—¡He aquí, precisamente, la prueba de la eficacia de mi organización! Mi mejor agente sobre el terreno, una muchacha llamada Bina, descubrió que un funcionario bloqueaba el expediente. Aquel puntilloso, muy suspicaz, un tal Heremsaf, se negaba a abrir las puertas de la ciudad. Le proporcioné, pues, a Bina una sustancia muy activa, utilizada en el Líbano para librarse de la gente molesta. La prometedora joven acaba de cumplir su misión. Heremsaf ha muerto, la alcaldía de Kahun ha levantado el último obstáculo para la llegada de los nuestros.
—Buen trabajo.
El libanés se ruborizó.
—Hago lo que puedo, señor. Perjudicar a Egipto me procura un inmenso placer.
—Aunque te hayas engordado más aún, mucho te será perdonado.
Cuando la larga caravana llegó a las inmediaciones de Kahun, fue detenida por la policía, que comprobó minuciosamente los documentos que la autorizaban a viajar.
Los asiáticos, barbudos y con el torso desnudo, llevaban taparrabos anaranjados y sandalias negras. Algunos iban cargados con esteras, otros tocaban la lira de ocho cuerdas; algún que otro aro adornaba los tobillos de las mujeres, que vestían túnicas abigarradas y calzaban botines de cuero.
Los policías inspeccionaron los fardos de los asnos: cestos, jarras, jabalinas, maquillaje fabricado con malaquita del Sinaí y fuelles de metalurgia.
—¿Quién es vuestro jefe? —preguntó el escriba que supervisaba el control.
—Ibcha —respondió un sonriente muchacho.
—¿Dónde está?
—En la retaguardia de la caravana.
—Ve a buscarlo.
El muchacho lo hizo.
Ibcha era un mocetón fuerte, de tupida barba.
—¿Por qué hay armas en vuestro equipaje?
—Los arcos y las flechas nos habrían permitido defendernos de un mal encuentro. Varios de nosotros son metalúrgicos y saben fabricar jabalinas con la punta de metal.
—Os instalaréis en Kahun, por lo que debo confiscar vuestras armas. Os interrogaré uno a uno y nos diréis vuestro nombre, vuestra edad, vuestra situación familiar y vuestra competencia profesional. Luego, os atribuiré un alojamiento.
Los asiáticos se mostraron dóciles.
Terminadas las formalidades, el escriba se dirigió de nuevo a Ibcha.
—En Kahun rigen estrictas reglas de seguridad. Al menor delito, por pequeño que éste sea, el culpable y su familia serán expulsados. No toleraremos pelea alguna entre vosotros, y exigimos una obediencia absoluta a las directrices del alcalde. Sígueme.
El escriba condujo a Ibcha hasta el taller donde se fabricaban cuchillos, que estaban apilados en los anaqueles. Allí había sido afilado el puñal de Iker.
—Esta producción no nos basta —explicó el escriba—. El alcalde quiere dotar a las fuerzas del orden de un equipo nuevo y de buena calidad. La forja contigua ha sido ampliada, acaban de ser entregadas unas reservas de metal. Naturalmente, cada objeto fabricado será verificado y numerado. Os concedemos dos días de descanso para instalaros. Luego, manos a la obra, con el salario de un obrero cualificado. Tú y los tuyos obtendréis en Kahun todo lo que necesitéis. A cambio de un par de sandalias, se os darán dos litros de aceite o veinte panes, o veinticinco litros de cerveza. Sed bienvenidos.
No lejos de allí, Bina observaba la escena. Llevada ya a cabo la primera parte de su misión, seguiría aprovechándose de la ingenuidad de los egipcios, que creían en la eficacia de sus controles. De cada diez armas fabricadas, los asiáticos robarían una. Poco a poco iría reuniéndose una cantidad suficiente para los futuros dueños de la ciudad. Si Iker conseguía acabar con el faraón, la revolución tendría lugar antes de lo previsto.
—Mis aliados han llegado por fin —reveló Bina a Iker—. Pronto ya no tendremos que ocultarnos en esta casa destartalada.
—¿Cuál es su plan?
—Lo ignoro, pero ten confianza. Odian al tirano tanto como tú y como yo, y no vacilarán en sacrificar su propia vida para derrocarlo.
Afectado todavía por la desaparición de Heremsaf, Iker no había prestado atención alguna a la caravana asiática.
—En Kahun, los extranjeros son estrechamente vigilados —recordó—-. ¿Cómo piensan actuar tus amigos?
—Te repito que lo ignoro.
—¿Y cuál será tu papel?
—Yo sólo soy una sierva analfabeta. Me limitaré a procurarles alimento y ropa. Mis compatriotas me han hecho un hermoso regalo, ¿quieres verlo?
Sin aguardar la respuesta del joven escriba, Bina le mostró una pequeña pieza de lino triangular, pespunteado.
—Pones una punta entre las piernas y anudas el taparrabos con las otras dos puntas —explicó con voz almibarada—. ¿Y si me ayudaras a probármelo?
La hermosa muchacha se quitó la túnica. Desnuda, en la penumbra, se acercó a Iker.
—¿Me ayudas?
—Perdóname, pero… estoy demasiado preocupado.
La tentadora se tragó el furor.
—Otra vez será —concedió.
La fiesta del dios Bes estaba en su apogeo. Todos los habitantes de Kahun participaban en ella, el vino corría a raudales y se tocaba música en cada barrio, aguardando el paso del enano danzarín con la máscara del león. Barbudo, de gruesas piernas, alejaba a los demonios y aniquilaba a los espíritus malignos con sus largos cuchillos. Por eso los artesanos lo representaban en las camas, los cabezales, las lámparas, las sillas y los utensilios de aseo. Sacando su roja lengua, Bes emitía el verbo purificador; golpeando su tamboril, emitía ondas positivas. El velaba sobre el nacimiento de los niños en la habitación de parto, y de los iniciados en el templo.
Había antorchas encendidas por todas partes; enteramente iluminada, Kahun se abandonaba a la alegría de vivir, a la risa y a los placeres de la buena carne.
Tras haber bebido unas copas en compañía de otros consejeros municipales, Iker desapareció, alegando fiebre y jaqueca. Muy a su pesar, sus pasos lo llevaron hacia el taller donde los asiáticos habían afilado su puñal. El lugar más tranquilo de la ciudad en aquella noche de jolgorio.
Iker se acercó.
No había música, no había canciones, no había risas, aunque una tenue luz salía del local.
Unas cortinas ocultaban las ventanas. Gracias al desgarrón de una de ellas, el escriba echó una ojeada al interior.
En voz baja, Bina estaba leyendo un texto a una decena de hombres que la escuchaban con atención. Luego, la muchacha tomó un pincel y comenzó a redactar una carta.
Iker, estupefacto, se retiró.
¡Así pues, le había mentido al afirmar que no sabía leer ni escribir!
La pobre sierva inculta, sumisa y perseguida era, en realidad, la jefa de aquel grupo de terroristas.
Asqueado, Iker regresó a su casa.
—¡Iker, despierta, es tarde!
Al no obtener respuesta alguna, con la cabeza nublada todavía por la fiesta, Sekari empujó la puerta de la habitación del escriba.
Vacía.
Vacío también el cuarto de baño. Incrédulo, Sekari registró la casa. Luego se dirigió al establo, donde
Viento del Norte
degustaba alfalfa.
—¡De todos modos, no habría abandonado a su confidente! Ya está, ya lo comprendo… Abusó del vino y ahora está durmiendo la mona en alguna parte.
Sekari recorrió Kahun de arriba abajo y preguntó a las comadres.
En vano. Era evidente que Iker había abandonado la ciudad.
En el barco que se dirigía a Menfis, Iker sólo lamentaba una cosa: no haberse llevado a
Viento del Norte
. Pero, sin duda, el joven escriba no regresaría vivo de su aventura, y sabía que Sekari se ocuparía bien de su asno.
Iker se había visto obligado a cortar en seco cualquier relación con los asiáticos, a los que no consideraba ya como aliados. Su verdadero objetivo le traía sin cuidado.
Tenía que actuar solo.
La reunión de urgencia se celebró en plena noche, bajo la dirección de Bina.
—Iker ha abandonado la ciudad —reveló a los metalúrgicos llegados de Asia para fabricar armas en Kahun.
—¡Nos denunciará a todos! —se preocupó Ibcha, el jefe de los artesanos.
—Si ésa hubiera sido su intención, ya estaríamos en la cárcel.
—¿Por qué, entonces, esta súbita huida?
—Los nervios han podido más que él —explicó la muchacha—. Quiere actuar solo y golpear al tirano cuando le parezca, sin avisar a nadie, ni siquiera a mí.
—¡No tiene ninguna posibilidad!
—Ese escriba no es un muchacho ordinario. En su interior arde un fuego que nadie podría apagar. Por eso no lo considero vencido de antemano.
—¿Sabes el número de obstáculos que deberá sortear antes de llegar frente al rey?
—¡Ha superado ya muchos obstáculos! Y conseguí convencerlo de que Sesostris era un monstruo implacable al que había que derribar por cualquier medio, para salvar Egipto.
—¿Y te creyó, el muy ingenuo?
—Iker sabe que el mal existe, y piensa que Sesostris es su fuente. Si hay que sacrificarse para que deje de manar, no vacilará.
—A mi entender, será eliminado. Si lo logra, ¡mejor para nosotros!
—Existe otro motivo de preocupación —reconoció Bina—: el desconocido que intentó, en vano, matar a Iker. Los cocodrilos devoraron su cadáver.
—Si se trataba del emisario de una red organizada, sus colegas no se habrían quedado así —estimó Ibcha—. ¿Se han producido desde entonces otros incidentes dignos de mención?
—No. En Kahun, el asunto no tuvo ninguna resonancia. Diríase, incluso, que no ocurrió nada.
—¿Sienten celos de Iker?
—Claro que sí, por su capacidad de trabajo y su rápido ascenso.
—Pues no busques más: es un simple ajuste de cuentas. Tu protegido se libró de un competidor molesto. Eso me tranquiliza. Si sabe combatir, tiene un poco más de posibilidades.
A los treinta y dos años, el Portador del sello real Sehotep tenía fama de ser uno de los más temibles seductores de Menfis. Único heredero de una rica familia, escriba excepcional, de un ingenio rápido y nervioso y vestido siempre a la última moda, Sehotep engañaba con frecuencia a la gente. Solían considerarlo un enamorado de los placeres de la existencia, poco dado a trabajar durante horas, lo que significaba olvidar sus ojos fulgurantes de inteligencia y su extraordinaria facultad para asimilar en un mínimo de tiempo complejos expedientes. Superior de todas las obras del rey, encargado de velar por el respeto del secreto de los templos y la prosperidad del ganado, se ocupaba simultáneamente de esas abrumadoras tareas con una aparente desenvoltura que ocultaba un perfecto rigor.
Los cortesanos detestaban a Sehotep, cuya existencia parecía una sucesión de fáciles éxitos. El mismo avalaba esa reputación, dando a entender que nunca se enfrentaba con dificultad alguna y que se libraba fácilmente de cualquier problema. No se perdía, claro está, ninguna de las grandes citas mundanas de la capital, ni de los suntuosos banquetes organizados por los notables. Todos hablaban allí de buena gana, Sehotep escuchaba y recogía todas las informaciones posibles.
El Portador del sello real, invitado a la inauguración de la nueva escuela de danza de Menfis, honraba con su presencia aquella ceremonia profana. La maestra de baile estaba tan ebria como sus jóvenes artistas, que vestían un taparrabos lo bastante corto como para que no impidiera sus evoluciones.