Medes y Gergu se aislaron en el despacho del secretario de la Casa del Rey después de que les sirvieran cerveza, tortas calientes y carne seca.
—Asesinar a Sesostris me parece imposible —estimó Gergu—. Está demasiado bien protegido, nadie se atreverá a meterse con él. Si contratamos un asesino, será detenido y nos denunciará.
—Es probable. Existe, sin embargo, un medio de actuar: debilitar al rey atacando a sus íntimos. Si socavamos los fundamentos que él considera indestructibles, lo aislaremos. Entonces, estará a nuestro alcance. Podemos comenzar por el hombre que mejor conoces: el gran tesorero Senankh.
—Lo conozco muy bien, es cierto, y desgraciadamente no puedo comunicaros nada interesante. ¡Es un tipo íntegro! Su único defecto consiste en que le gusta demasiado la buena cocina. Y ni una sola mujer, por muy atractiva que sea, lo transformará en un corderillo.
—Tu análisis me parece exacto —reconoció Medes—. Puesto que no podemos corromper a Senankh, le tenderemos una trampa. No olvides que trabajo en el Ministerio de Economía y que su funcionamiento no tiene secretos para mí. Verás cómo vamos a proceder. Esta vez, el talento de mi esposa nos será de gran utilidad.
Cuarenta vigorosos años, con las mejillas hinchadas y la panza floreciente, el gran tesorero del reino, colocado a la cabeza de la Doble Casa blanca, parecía un sibarita, simpático y cálido. En realidad, se comportaba como un dirigente, implacable y temido, de carácter intransigente, desprovisto de sentido de la diplomacia y sin piedad para los holgazanes. Por lo que a los aduladores y a los blandos se refiere, no duraban mucho tiempo en sus equipos. Senankh, encargado por el faraón del justo reparto de las riquezas, consideraba que llevar correctamente las cuentas del Estado era una condición indispensable para el mantenimiento de Maat y de la civilización. En caso de despilfarro, de endeudamiento o de abandono, el tejido social se desgarraría y se abriría la puerta a cualquier abuso.
Como todas las semanas, el gran tesorero acudió a casa del visir Khnum-Hotep para examinar las necesidades de las provincias peor dotadas. Haciéndolas prósperas, el visir fortalecía día tras día la unidad recuperada, de acuerdo con la voluntad del rey.
Ambos dignatarios, tan francos y directos el uno como el otro, se entendían a las mil maravillas. Sin la ayuda de Senankh, tal vez Khnum-Hotep no hubiera logrado superar las mil y una mezquindades de la administración central. Ni el uno ni el otro eran esclavos de la ambición, y se mostraban satisfechos con las responsabilidades que el monarca les confiaba.
—¿No hay problemas especiales, gran tesorero?
—Graneros que deben reconstruirse urgentemente, tasas sobre la navegación que se han aumentado sin mi autorización, una decena de denuncias contra recaudadores que se comportan como tiranos, retrasos en la entrega de jarras a Tebas, dos holgazanes a los que voy a despedir… Te ahorraré el resto. ¿Y tú, todo bien?
—El visir se agota, pero Egipto lo soporta bien. Bueno, casi.
En boca de Khnum-Hotep, ese tipo de matiz permitía presagiar graves preocupaciones.
—¿Puedo ayudarte?
—Sobre todo, espero que puedas ayudarte a ti mismo. ¿No es la buena distribución de las riquezas tu primer deber?
—¡Y no creo haberlo olvidado!
—Varios altos funcionarios no opinan lo mismo.
—¿Y en qué se basan?
—Acabo de recibir una decena de informes bastante molestos, acompañados por unas cartas que llevan tu sello y ordenan distribuciones de cereales más bien sorprendentes: las tres cuartas partes para ricos propietarios y el resto para familias modestas y para aldeas en dificultades que no recibirán, por lo tanto, alimento bastante. La población no tardará en saberlo y sus protestas serán enérgicas. Sin duda, los jueces instruirán las denuncias, llegarán hasta mí y me veré obligado a condenar al responsable. Tendrás que abandonar la Casa del Rey, Senankh, y tu carrera terminará en la cárcel.
—¿Has tomado en serio esas acusaciones?
—Hace varias noches que no duermo bien, pero no tengo derecho a destruir esos documentos.
—Si cometieras semejante delito, serías indigno de tu cargo. Enséñamelos.
Senankh leyó con atención.
—¿Este es tu sello? —preguntó el visir.
—Lo juraría.
—Y tu caligrafía.
—Lo juraría, también.
—¿Cómo te justificas, en ese caso?
—Me gustaría explicarme ante el rey.
—Su majestad así lo habría exigido, por lo que no perdamos tiempo.
Abrumado, a Khnum-Hotep le costó levantarse. Habría prescindido de buena gana de aquel escándalo que debilitaría gravemente la Casa del Rey. Y nunca habría creído que Senankh cediera a la corrupción.
La calma del gran tesorero sorprendió al visir. Bajo el peso de semejantes acusaciones, ¿cómo podía permanecer tan sereno? Seguro que, frente a Sesostris, esa fachada se derrumbaría.
Ante la mirada penetrante del faraón, Khnum-Hotep expuso los elementos del expediente. El monarca no manifestó emoción alguna.
—Naturalmente, todo es falso.
—Naturalmente —confirmó Senankh.
—¡Majestad —objetó el visir—, tenéis las pruebas ante vuestros ojos!
—Mi sello y mi caligrafía han sido perfectamente imitados —afirmó Senankh.
—Me parece irrisorio tu sistema de defensa —señaló Khnum-Hotep.
—Lo sería si no fuera capaz de demostrar mi inocencia.
El visir recuperó la esperanza.
—¿De qué modo?
—Hace mucho tiempo que temía un golpe bajo de este tipo. Por eso tomé mis precauciones codificando mi correo oficial. Siempre desplazo la tercera y la quinta línea de mis cartas. Cuando escribo la letra «ese», el cerrojo, por octava vez, alargo claramente la parte de la derecha. Cuando se trata de la pierna, de la «be», disminuyo el pie en su segunda aparición. Finalmente, dispongo tres puntos negros, muy discretos, de modo que formen un triángulo en medio del texto. Examina las misivas que se me atribuyen falsamente y advertirás que ninguno de esos signos característicos figura en ellas.
El visir se rindió a la evidencia.
—¿Cómo puedo estar seguro de que no acabas de inventarte eso que dices?
—De dos modos. Primero, sacando de los archivos mis cartas oficiales, donde aparecen estas particularidades; luego, haciendo que confirme mis afirmaciones un testigo digno de fe a quien hice esta confidencia.
—¿Su nombre?
—El faraón de Egipto.
El visir tragó saliva.
—¡Me siento feliz, muy feliz! Voy a avisar, de inmediato, a los acusadores de que han sido engañados. ¿Qué espíritu tortuoso ha podido cometer semejante fechoría?
—Alguien que deseaba deshacerse discretamente de mí. La idea era astuta, la defensa parecía imposible. Conseguir imitar así un sello y una caligrafía es una pequeña hazaña. Todo permite suponer que tengo un adversario decidido en el seno de la alta administración.
—Tal vez, incluso, en el interior de tu propio ministerio —sugirió el visir—. Busca entre los celosos y los decepcionados que desean ocupar tu puesto. Te aconsejo una medida de urgencia: modifica tu código y no lo reveles, salvo a su majestad.
Por décima vez, el libanés lo intentó.
Y, por décima vez, fracasó. ¿Cómo renunciar a un vino blanco, suave y azucarado, al buey en adobo, a las habichuelas con grasa de oca, a pasteles de miel y a confitura de higos? Ciertamente, el Anunciador le había recomendado que bebiera y comiera menos, y sus consejos equivalían a órdenes. Pero ¿de qué servía la riqueza si había que seguir un régimen que acababa con el gozo de vivir? Gracias a unas túnicas más anchas, el libanés esperaba poder dar el pego. En presencia del Anunciador, en adelante se comportaría como un verdadero asceta.
A su mejor agente, el aguador, sólo le ofreció higos secos.
—Medes ha regresado a Menfis.
—¿Procedencia?
—Según mis informaciones, Abydos.
—¡Abydos, el territorio sagrado de Osiris, reservado a unos pocos iniciados! —se extrañó el libanés—. ¿Por qué ese viaje?
—No tengo la menor idea.
Intrigado, el libanés despidió a su agente, tomó una ducha, hizo que le dieran un masaje y se puso una bata con flecos, de una tela tan suave que se durmió al tenderse sobre unos almohadones.
Su intendente lo despertó para avisarlo de la visita de su capitán, un excelente marino que se encargaba del transporte de la madera procedente del Líbano.
—Nuevo cargamento que ha llegado perfectamente, patrón. Y con él, todo lo demás.
—¿Sin problemas con los aduaneros?
—En absoluto, el sistema funciona a las mil maravillas.
Picado de viruela, con el pelo enmarañado, el lobo de mar se expresaba lentamente y con una voz ronca.
—Por lo que se refiere al transporte, ningún problema. Por lo que se refiere a la organización interior, algunas molestias aún. Ciertamente, desde la reunificación, la situación mejora, ya que es posible pasar sin dificultades de una provincia a otra. Ahora tengo contactos en cada puerto, y la información circula de prisa, pero en Kahun la cosa se bloquea.
—¿Por qué razón?
—Un funcionario local le niega la última acreditación a nuestra caravana. Dispone, sin embargo, de los salvoconductos de la administración de Menfis, pero ¡eso no le basta! El tipo quiere controlar personalmente la identidad de todos los que llegan y la naturaleza de las mercancías.
—Enojoso, muy enojoso… ¿Cómo se llama?
—Heremsaf.
—Yo me encargaré de él.
A Heremsaf, la caravana le olía mal, como un perro cuyo hocico rechaza un alimento estropeado. Sin embargo, el expediente parecía de una claridad ejemplar, y no le faltaba autorización alguna. El escriba debería haber abierto las puertas de Kahun y haber recibido a los extranjeros sin siquiera pensarlo. Pero su instinto le aconsejaba llevar a cabo una última verificación. Tal vez estuviera equivocado, pero así, al menos, luego no tendría que lamentar nada. Era mejor ser puntilloso que descuidado. Ésa no sería la primera vez que una caravana con clandestinos y productos dudosos intentaba introducirse en Kahun. Recientemente, un sirio había tratado de vender mediocres papiros cuya calidad superior, no obstante, garantizaba.
Al día siguiente, Heremsaf hablaría con Iker. El muchacho estaba realizando una carrera fulgurante, que lo llevaría mucho más allá de lo que podía imaginar, pero entonces, ¿por qué seguía estando tan triste y tan atormentado? Hacía mucho tiempo que el superior de los sacerdotes de Anubis no había conversado con aquel a quien muchos llamaban el «salvador», a causa de su notable trabajo para evitar los efectos devastadores de la crecida. Algún mal corroía al escriba, pero ¿cuál?
Sólo las preguntas directas le permitirían recibir respuestas francas. Mañana mismo, Heremsaf convocaría a Iker y obtendría, por fin, la verdad.
Su secretario le anunció la visita de una joven.
—Que pase.
Una hermosa morenita, bien maquillada, le ofreció un plato de habas con ajos, cubiertas por una salsa a las finas hierbas.
—El cocinero de Iker es quien ha elaborado esta receta. Ha pensado que os satisfaría degustarla.
—Buena idea.
—Comedia caliente, el sabor será perfecto.
Puesto que no había tenido tiempo de almorzar, Heremsaf no se hizo de rogar, tanto menos cuanto el plato resultó delicioso.
Mientras se daba un banquete, Bina se alejó con la sonrisa en los labios.
Heremsaf sintió los primeros dolores en plena noche. Primero pensó en una intoxicación alimentaria, pero el sufrimiento se hizo tan violento que lo dejó sin aliento y le impidió abandonar la cama.
Sus músculos se petrificaron, su corazón dejó de latir. El veneno procedente del Líbano había producido el efecto deseado.
—El Melenudo te reclama —anunció Sekari a Iker, que se despertó sobresaltado—. Parece trastornado.
—¿Qué malas noticias trae?
—Sólo quiere hablar contigo.
Antes de descender a la planta baja, el joven escriba se enjuagó la boca.
—¿Qué ocurre, Melenudo?
—¡Heremsaf… Heremsaf ha muerto esta noche!
—¡Heremsaf! ¿Estás seguro?
—Por desgracia, sí.
—¿Cuál es la causa de la muerte?
—El corazón ha cedido. En estos últimos tiempos estaba muy fatigado y se negaba a descansar. A pesar de vuestra diferencia de edad, el drama tendría que servirte de lección. También tú trabajas demasiado.
Iker se dirigió al templo de Anubis, cuyo nuevo superior dirigiría el ritual de inhumación de Heremsaf, y se puso a su disposición para que nada faltase a la ceremonia.
Los expedientes del difunto fueron recuperados por el ayuntamiento y distribuidos entre distintos responsables. El que se encargó de la caravana no descubrió nada anormal en el procedimiento y le concedió, pues, autorización de entrada en Kahun.
La noticia de la muerte de Uakha, ex jefe de la provincia de la Cobra, afectaba profundamente al faraón Sesostris, pero, como de costumbre, no demostraba nada. Uakha había sido el primero en apoyarlo y en jurarle fidelidad, al comienzo de su lucha contra las provincias disidentes. Cuando el país podría haber caído en la guerra civil, el apoyo de Uakha había resultado decisivo. Su desaparición marcaba, también, una etapa crucial: ¿cómo reaccionarían su familia, sus íntimos y sus consejeros? O se sometían al visir Khnum-Hotep, enviado allí para los funerales, o intentarían imponer un nuevo jefe de familia.
En caso de sedición, el monarca se vería obligado a utilizar la fuerza.
A tan sombríos pensamientos se añadía una persistente inquietud: ¿quién había lanzado un maleficio sobre el árbol de vida y deseaba impedir la resurrección de Osiris? Hoy, el faraón sabía que no se trataba de ninguno de los jefes de provincia, opuestos antaño a la reunificación. Con toda lógica, el brujo negro debía de ser un cananeo rebelde cuyo único objetivo era la destrucción de Egipto. Tal vez el general Nesmontu, peinando la región sirio-palestina, consiguiera identificarlo.
De regreso a Menfis, al caer la tarde, Khnum-Hotep se dirigió de inmediato a casa del soberano.
—Nadie piensa ya en restablecer un potentado local, majestad —declaró con perceptible alivio—. He puesto en marcha una administración que trabajará bajo el control de uno de mis delegados.
—No toleres debilidades ni excesos. Que la provincia de la Cobra, como las demás, sea administrada según Maat, que ninguno de sus habitantes sufra hambre, y que toda injusticia sea severamente castigada. Soy responsable ante los dioses de la felicidad de mi pueblo. Y tú eres responsable ante mí.