La conspiración del mal (13 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El asno asintió con la cabeza.

—¿Has obtenido algún resultado?

El animal levantó la oreja izquierda.

—Me lo temía. Ni siquiera a ti te escucha. Come como un pajarito, no diferencia ya entre un buen vino y un tintorro, se acuesta demasiado tarde y se levanta demasiado pronto, ya no le divierten mis mejores bromas y se pierde en absurdos proyectos. Pero ¡me niego a perder la esperanza! Ese mocetón tiene buen fondo, y lo sacaremos de este bache. Mientras tanto, pasemos por el vivero para comprar comida.

El alcalde de Kahun salía pocas veces de su inmensa villa, donde la actividad no cesaba nunca. Día y noche se atareaban escribas, cerveceros, cocineros, panaderos, alfareros y carpinteros, que animaban aquella colmena a cambio de un excelente salario, que el mérito aumentaba. Confinado en su despacho, viéndoselas con complejos expedientes, el alcalde se mantenía informado, sin embargo, de todo lo que ocurría en su ciudad. No se decidía ningún ascenso sin su autorización explícita, ningún error administrativo se le escapaba. Quien comparecía ante él ignoraba si sería objeto de una condena o de una alabanza. En este último caso, más valía mantener fría la cabeza, pues los cumplidos iban siempre acompañados por una tarea suplementaria, más ardua que las precedentes.

—¡Has hecho una buena carrera, muchacho! —le dijo a Iker, obligado a responder a su convocatoria—. Ser sacerdote temporal en el templo de Anubis, a tu edad, es casi una hazaña. Por lo que se refiere a tu gestión en la biblioteca, ha obtenido la unanimidad. ¡Y, en Kahun, eso es un verdadero milagro! Incluso tus colegas más expertos, corroídos por la envidia, reconocen tus cualidades y no saben qué inventar ya para perjudicarte. Tu único defecto es una excesiva austeridad. ¿Por qué no piensas en descansar y en casarte con una hermosa muchacha, que sería feliz dándote hermosos hijos?

—Vine aquí para convertirme en escriba de élite.

—¡Objetivo alcanzado, muchacho! Además, tu vida privada sólo te concierne a ti. Tu vida pública, en cambio, depende de mí. Como Heremsaf no ahorra elogios sobre ti, y puesto que estoy rodeado de muchos hombres mediocres, te nombro consejero municipal.

—Vuestra confianza me honra, pero estoy satisfecho con mi cargo actual.

—En Kahun, yo decido. Tú has demostrado tu capacidad de trabajo y tu eficacia, y yo pienso explotarlas. No creas ni por un instante que tu ascenso se debe a la bondad de mi alma, pues carezco de ella. El faraón me encargó que hiciera próspera esta ciudad y creara la mejor escuela de escribas del reino: ésos son mis objetivos. Ahora puedes retirarte.

Iker no creyó ni por un momento en aquel discurso. Al ascenderlo en la jerarquía, el alcalde sólo intentaba adormecerlo. Abrumado por las responsabilidades, halagado por los cortesanos profesionales, bien alojado y bien alimentado, se acomodaría en el confort y olvidaría, a la vez, su pasado y sus ideales.

Por hábil que fuese, aquella estrategia no lo engañaba. Iker la utilizaría en su beneficio, comportándose de modo ejemplar. Fingiendo que pasaba por el aro, cumpliría su función con celo y competencia. Ni el alcalde ni Heremsaf adivinarían sus verdaderas intenciones. Además, de aquel modo, le ofrecían, incluso, una arma que no tardaría en utilizar.

Aquella casa era una suerte. Para Sekari, cuidarla no resultaba un trabajo, sino un placer. Mientras barría, silbaba una canción de moda, y no soportaba ver un taparrabos tirado de cualquier manera sobre una silla. La cocina y el baño estaban permanentemente limpios, así como el resto de las estancias, siempre impecables.

¿Y qué decir del mobiliario, elegante y sólido a la vez? Cestos, cofres de almacenamiento, asientos y mesas bajas perdurarían fácilmente durante muchas generaciones. En cuanto a la comida, ésta sabía mejor en una hermosa vajilla.

—¿Está en casa tu patrón? —preguntó el Melenudo cuando Sekari estaba pintando de rojo el marco de la puerta de entrada, para alejar a los demonios.

—Como de costumbre, traes malas noticias.

Especializado en los chismes, charlatán y perezoso, el Melenudo no desmintió su reputación.

—No son muy buenas, lo reconozco, pero ¿qué puedo hacer yo? Debo hablar con Iker.

—Lávate los pies antes de entrar y siéntate en la primera estancia. Voy a buscarlo.

Deseando librarse en seguida del importuno, el joven escriba no le ofreció refresco alguno.

—¿Qué ocurre, Melenudo?

—Me envía el ayuntamiento, es urgente. Acaban de recibirse las previsiones de la crecida; son más bien inquietantes.

—¿Demasiado débil o demasiado fuerte?

—Demasiado fuerte. Tienes que encargarte inmediatamente de reforzar los diques.

—Así se hará.

—¿Me aceptas en tu equipo?

—Puesto que se trata de una catástrofe, será mejor tenerte a mi lado. Ve a la entrada del Fayum y pide un informe detallado del estado de las albercas de retención.

—¡Voy corriendo!

Iker, por su parte, se dirigió hacia el edificio donde se conservaban los archivos de Estado que tanto deseaba examinar.

Reservado y puntilloso, el Conservador lo recibió con deferencia. Con respecto a la primera visita de Iker, su actitud había cambiado mucho.

—¿Cómo satisfacer a nuestro nuevo consejero municipal, cuyo nombramiento, ampliamente merecido, apruebo sin reservas?

—Para evaluar los peligros de la crecida, me gustaría consultar los documentos referentes a la hidrología de la región.

—Por supuesto, todos los archivos están a tu disposición.

Iker no se limitó a examinar simplemente aquellos documentos. Finalmente accedía al registro de las embarcaciones construidas en la provincia del Fayum y a los nombres de los marinos que componían sus tripulaciones.

Ningún rastro de
El rápido
.

Al igual que en la provincia de Tot, los archivos habían sido destruidos. Tampoco había ni la menor mención de una expedición al país de Punt. Pero quedaba una prueba, ampliamente satisfactoria: Ojo-de-Tortuga y Cuchillo-Afilado, citados como marinos enrolados en la flota mercante del faraón.

Había sido, pues, el tirano quien había ordenado la muerte de Iker.

—¿Dónde te ocultas, Bina? —preguntó Iker mientras exploraba la casa donde se habían citado.

—Detrás de ti. No me mostraré antes de conocer tu decisión.

—Ahora es irrevocable.

—¿Golpearás al monstruo?

—Lo eliminaré.

—Entonces, puedo mostrarme.

Cuando Iker la vio, no la reconoció.

Era una mujer distinta, cuidadosamente maquillada, con los ojos rodeados de khol, un producto compuesto de galena, óxido de manganeso, ocre pardo, carbonato de plomo, óxidos de hierro y cobre, malaquita, antimonio y crisocalco, y especialmente eficaz para alejar a los insectos y proteger el ojo de las agresiones externas. Una amplia peluca le cubría la mayor parte del rostro.

—¿Realmente eres tú, Bina?

—Sabía que tu respuesta iba a ser afirmativa. De modo que he previsto llevarte a casa de nuestros amigos, siempre que ningún viandante pudiera identificarme. ¿Y tu arma?

—La llevo conmigo.

—Caminaré delante de ti, a cierta distancia. Cuando entre en un taller, sígueme.

Algunas lámparas iluminaban el taller donde se fabricaban cuchillos y puñales, unos destinados al uso doméstico, los otros a las fuerzas de seguridad. Acurrucados en la penumbra, los artesanos miraban a Iker con hostilidad.

—No te preocupes —recomendó Bina—, son nuestros aliados. Hurtan parte de su producción para reservarla a los libertadores. Muy pronto nuestras filas se engrosarán. Kahun será nuestro, Iker. Sin embargo, nada será posible mientras el tirano tenga el poder absoluto. Muéstranos el arma que hará justicia.

El escriba exhibió su puñal.

Bina lo tomó y lo entregó al capataz.

—Afílalo bien, que su hoja sea cortante como la muerte.

Aunque la tarea confiada al nuevo consejero municipal fuese abrumadora, Iker estaba a la altura de las circunstancias. A su servicio trabajaba un equipo compuesto por escribas, técnicos y peones contratados para la ocasión, que se dedicaban a elevar las riberas de los canales por medio de terraplenes. Cada dique sería reforzado, cada alberca de retención consolidada. El escriba calculaba y volvía a calcular las masas necesarias y el cubicaje que debía desplazarse y apisonarse luego para hacerlos impermeables. Aun en el caso de una enorme crecida, las viviendas estarían fuera de alcance. El escriba se había encargado también del transporte de forraje hasta los puntos de reunión de los animales, al abrigo de las aguas, y no había olvidado contar las numerosas embarcaciones que permitirían desplazarse a la población.

Todos se maravillaban ante la increíble capacidad de trabajo del joven. Sin parecerse lo más mínimo a un coloso, daba la impresión, sin embargo, de ser inagotable, y quería controlarlo todo personalmente. Era evidente que el alcalde le había impuesto una responsabilidad en exceso pesada, pero Iker perseveraba. Cuando el agotamiento y el desaliento lo dominaban, pensaba en ella, en la joven sacerdotisa siempre presente. Entonces, el cielo nublado se aclaraba, la energía circulaba de nuevo y se lanzaba otra vez al combate.

Pero el final de aquella lucha seguía siendo incierto.

Cuando llegaron los cinco días «por encima del año»
(14)
que ponían fin al ciclo de los trescientos sesenta precedentes y anunciaban el siguiente, todos contuvieron el aliento. En los grandes templos del país, los ritualistas pronunciaron las fórmulas de apaciguamiento de Sejmet, la terrible leona, para que no mandara a sus emisarios y a sus genios malignos contra el pueblo de Egipto, con su cohorte de desgracias y enfermedades.

El primero de los cinco temibles días se celebró el nacimiento de Osiris. ¿Acaso la crecida no simbolizaba su resurrección? El segundo estaba consagrado a su hijo, Horus, protector de la realeza. Pero el tercero podía provocar catástrofes y cataclismos pues veía el nacimiento de Seth.

Maquillada e irreconocible, Bina se reunió con Iker en una plazuela rodeada de palmeras.

—Tu nombre corre por la ciudad. Al parecer, gracias a ti, se salvará del desastre.

—Nadie ha escatimado trabajo. El Nilo decidirá.

—Espero con impaciencia el día de Seth. ¡Así castigue al maldito Egipto!

—«Maldito Egipto»… ¿qué quieres decir, Bina?

La joven asiática comprendió que acababa de meter la pata.

—-Estaba hablando del maldito tirano que conduce el país a la perdición y siembra la desolación entre su pueblo, ¿acaso has cambiado de opinión, Iker?

—¿Me consideras un descerebrado?

—¡Claro que no!

—Teme entonces a Seth. Si golpea al déspota, mucho mejor, pero si devasta las tierras cultivadas y reduce a la miseria a miles de personas, ¿cómo alegrarse de ello?

—¡No te confundas! Simplemente deseo que la fuerza de ese dios alimente nuestra causa.

El día de Seth, el despacho del visir no trató asunto alguno. El rey permaneció en el templo y todos los demás se quedaron en sus casas.

Transcurrieron las horas, que se hicieron interminables.

Llegó por fin el día de Isis, seguido por el de Nephtys. Gracias a las dos bienhechoras hermanas, el nuevo año nacía con armonía. Fuerte y alta, la crecida sólo causó, sin embargo, leves daños en los diques. No hubo que deplorar víctima alguna. La municipalidad felicitó al escriba Iker por su notable trabajo de prevención. El conjunto de sus cálculos se había revelado exacto y, gracias a él, Kahun y sus alrededores salían indemnes de la prueba. Incluso se preveían soberbias cosechas que permitirían llenar los graneros y acumular reservas con vistas a los años malos.

Al finalizar las festividades del Año Nuevo, Iker tuvo derecho por fin a unas horas de reposo.

—No tienes buen aspecto —observó Sekari—. Espero que el alcalde no siga exprimiéndote como a un racimo de uvas.

—Debo redactar un informe sobre la capacidad de almacenamiento de Kahun. Los archivos me facilitarán la tarea, pero de todos modos habrá que verificarlo todo, pues los técnicos tienen una enojosa tendencia a recopiar sus errores.

—Y, hablando de archivos… ¿has encontrado tus famosas pruebas?

—No tengo ya duda alguna sobre la conducta que debo seguir.

—Tú eres brillante, inteligente y culto. Yo soy un hombre tosco, sin educación, pero confío en mi instinto, que me engaña pocas veces. ¿Por qué empantanarse en la desgracia precisamente cuando la felicidad te tiende la mano?

—No hay felicidad posible mientras no haya cumplido mi misión.

—Recuerda, de todos modos, la palabra de los sabios: el faraón sabe todo lo que sucede. Nada existe que él ignore, ni en el cielo ni en la tierra.

—Sean cuales sean las organizaciones de información del tirano, la justicia acabará alcanzándolo.

Sekari bajó los ojos.

—No me gusta tener que decirte esto… pero no cuentes conmigo para ayudarte. Mi existencia no ha sido siempre fácil, he sufrido bastantes golpes bajos. Aquí me siento bien.

—Te comprendo, y no tenía, en absoluto, la intención de pedírtelo. ¿Puedes jurarme, sin embargo, que no me traicionarás?

—Te lo juro, Iker.

15

Por la mañana, muy temprano, la hermosa casa de Medes se llenó con los gritos histéricos de su esposa, cuyo ataque de nervios cerraba una sucesión de inexcusables catástrofes. Primero, los galones que adornaban el escote y los costados de su túnica de invierno se habían descosido, como si aquella vestidura procediera de un taller de ineptos. Luego, su peluquera habitual había tenido el mal gusto de ponerse enferma y mandarle a una sustituta tan torpe que no conseguía fijar los mechones postizos en su peluca de cabello negro. Bastaba, sin embargo, con levantar un mechón de la peluca, enrollarlo alrededor de un grueso alfiler, sujetar el falso mechón y devolver el otro a su lugar para que el artificio desapareciese. Furiosa, la mujer del secretario de la Casa del Rey había tirado al suelo sus espejos y había despedido a aquella estúpida sin pagarle. A continuación, la había atacado una espantosa jaqueca que la rica propietaria intentaba calmar untándose la cabeza con una pomada compuesta por semillas de eneldo, brionia y cilantro, aunque sin resultado.

Entró hecha una furia en la habitación de su marido.

—¡Querido, estoy terriblemente enferma! Manda a buscar al doctor Gua; sólo él sabrá curarme.

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