—Excelentes noticias, señor. Sobek el Protector ha sido apartado de todas sus funciones. No cabe duda de que ha caído en una trampa tendida por Medes, aunque no tengo la prueba formal de ello. Me parece preferible no seguir adelante con mis investigaciones.
—¿Quién sustituye a Sobek?
—Nadie. Tenía tantas responsabilidades y competencias que su despido ha abierto un verdadero abismo. El visir se esfuerza por colmarlo, aunque sin demasiado éxito. Así pues, la seguridad del rey está mucho menos garantizada.
—¿Por qué se comporta así Khnum-Hotep?
—A su riguroso modo de ver, la aplicación de la ley pasa por encima de cualquier otra consideración. Según rumores de pasillo, el expediente contra Sobek es abrumador.
—Una especie de arreglo de cuentas…
—Probablemente. Khnum-Hotep fue jefe de provincia. Y no debe de disgustarle prescindir de antiguos adversarios. Supongo que no se detendrá en tan buen camino, y pronto la emprenderá con otras personalidades próximas al monarca.
—¿Sería posible obtener informaciones sobre el interior del palacio y los aposentos privados de Sesostris?
—Cuando Sobek dirigía los servicios de seguridad, os hubiera respondido negativamente. Hoy es distinto. Los guardias y el personal ya no están sometidos a la misma disciplina.
—Trata de averiguar en qué momento preciso será el rey más vulnerable.
—Creéis que…
El Anunciador se expresó con extremada dulzura.
—El destino podría lograr que nuestra causa progresara mucho más de prisa de lo previsto.
Las tabernas estaban atestadas de pequeños truhanes dispuestos a dar un nuevo golpe bajo, aunque dentro de unos límites razonables. Ciertamente, la destitución de Sobek el Protector alentaba a numerosos delincuentes a reanudar sus actividades. Lamentablemente, la mayoría, conocidos de sobra por la policía, no tenían muchas ganas de volver a la cárcel. El visir no bromeaba con la seguridad de las personas y los bienes. Crimen y violación eran castigados con la pena de muerte, y el robo estaba considerado un delito grave. Un ladrón daba pruebas de codicia, la principal manifestación de
isefet
, el poder destructor opuesto a Maat.
Para encontrar al pájaro, Gergu debía aprovechar el período de vacilación durante el que Khnum-Hotep estaba reorganizando las fuerzas del orden y nombraba nuevos responsables.
Pero el testaferro de Medes seguía mostrándose pesimista.
¿Las tabernas? Se hablaba mucho allí, demasiado. Encontrar sayones como los que solía emplear, y luego reducirlos al silencio, era factible aún; serían olvidados muy pronto y nadie los echaría en falta. Pero el asesino de un faraón… ¡Eso exigía una indudable envergadura! En las casas de cerveza, Gergu no había descubierto a ningún ejecutor potencial.
Exploró metódicamente los barrios modestos de Menfis, donde reinaba, sin embargo, una verdadera alegría de vivir. Ninguna familia sufría la miseria, y la popularidad de Sesostris no dejaba de crecer. Gracias a él, nadie pasaba hambre, todo el mundo gozaba de servicios sanitarios, vivía en paz y no temía ya al futuro.
Cuando el faraón era un buen faraón, todo iba bien.
Durante sus discusiones, Gergu sólo oyó alabanzas del monarca. Despechado, no siguió adelante.
Quedaban los muelles, que tenían dos ventajas: la fuerza física de los estibadores, indispensable para matar al rey, y el carácter cosmopolita de la profesión. ¿No sería mejor que el asesino fuera un extranjero?
Gergu se informó sobre los efectivos, interesándose especialmente por los encargados del mantenimiento de los cereales. Como inspector general de los graneros, tenía acceso al conjunto de los documentos administrativos.
Tras varios días de búsqueda, un detalle lo intrigó. En el muelle dos, el equipo previsto tenía diez estibadores, entre ellos un sirio y un libio.
En realidad, eran once. Ese undécimo trabajador no tenía, pues, existencia legal alguna.
Observando sin ser visto las idas y venidas, Gergu descubrió que un tipo alto con el pecho cubierto de cicatrices robaba de vez en cuando un saco y lo ocultaba en un almacén próximo. A cada operación decía unas palabras al libio.
Al caer la noche, éste apareció acompañado por dos asnos, cargó los sacos y abandonó el puerto. Gergu los siguió. El libio descargó su botín y lo ocultó en una choza cercana a su domicilio, situado en un arrabal tranquilo.
Cuando cruzaba el umbral, Gergu se dejó ver.
—Estate tranquilo, amigo, la casa está rodeada. Si intentas huir, los arqueros acabarán contigo.
—¿Sois… policía?
—Peor aún: servicio de represión del fraude. Con nosotros no hay juicios ni tribunal, sólo sanción inmediata. Lo sé todo sobre tus manejos: robo de cereales, lo cual significa cadena perpetua. Pero tal vez podamos arreglarlo.
—Arreglarlo… ¿Cómo? —balbuceó el libio, asustado.
—Entremos.
La casa era más bien coqueta.
—¡Tu pequeño negocio da beneficios!
—Debéis comprenderme, quería completar mi salario. No volveré a hacerlo, ¡os lo juro!
—¿Quién es tu cómplice?
—Nadie… no tengo ningún cómplice.
—¡Una sola mentira más y se acabó la libertad!
—Entendido, en efecto, hay alguien que me echa una mano. Es… mi hermano.
—¿Un trabajador clandestino?
—En cierto modo.
—¿Por qué no entró en Egipto de modo legal?
—No le convenía demasiado.
—¡La verdad, y en seguida!
El libio agachó la cabeza.
—Mató a un policía que lo había insultado. Mi deber era salvarlo. Como no está inscrito en la lista de los estiba dores asalariados, nos las arreglamos. Los demás aceptan no decir nada.
—¿Dónde vive?
—En una choza, cerca del puerto.
Gergu exigió detalles para poder encontrarlo fácil mente:
—¿Su nombre?
—Cicatrices. Para ser franco, siempre fue muy pendenciero.
—Sin duda no se cargó sólo a un policía, tu buen hermanito.
—¡Bien tenía que defenderse! ¿Vais a detenernos?
—Depende —respondió Gergu, enigmático.
—¿Depende… de qué?
—De vuestro deseo de cooperar, el tuyo y el de tu hermano.
—¿Qué tenemos que hacer?
—Tú, callar y trabajar normalmente, y explicar a tus colegas que tu hermano ha regresado a Libia.
—¡De modo que lo detendréis!
—Voy a ofrecerle una misión que interesa a la represión del fraude —anunció Gergu—. Si la lleva a cabo, tendrá una autorización de residencia y un permiso de trabajo. Ambos estaréis en regla y dejaréis de comportaros como ladrones. En cambio, si se niega, vuestro futuro se anuncia muy hostil.
—¿Puedo… hablar con él?
Gergu fingió vacilar.
—No es muy reglamentario.
—¡Concededme vuestra confianza, os lo ruego! Cicatrices puede reaccionar mal si no preparo antes el terreno.
—Pides mucho, pero acepto ser generoso. Mañana hablarás con tu hermano, no robaréis ni un saco más y, por la noche, iré a su casa. Trata de ser convincente.
—¡Contad conmigo!
A Jeta-de-través le gustaba mucho Menfis. Soñaba con expoliar sus almacenes y hacerse muy rico. Lamentablemente, la empresa se anunciaba más difícil que el discreto pillaje de las granjas aisladas, colocadas ya bajo su «protección».
El velludo coloso de enormes brazos daba a sus víctimas suficiente miedo como para que observaran un silencio total y pagaran su diezmo con perfecta regularidad.
Jeta-de-través veía, pues, cómo su pequeña fortuna aumentaba día tras día. Cuando pasaba por Menfis, dando cuenta de sus actividades al Anunciador, no olvidaba gozar de los placeres de la vida.
El barrio donde el gran jefe residía era peinado por sus fieles, que descubrían de inmediato una cara nueva o a un curioso. Jeta-de-través entró en la tienda que administraba un terrorista de rostro simpático. Vendía sandalias, esteras y bastas telas a una clientela popular.
Con una mirada autorizó al recién llegado a subir al primer piso.
En lo alto de la escalera, Shab
el Retorcido
le cerraba el paso.
—Debo registrarte.
—Déjalo ya, ¿quieres? Soy yo, no un desconocido.
—Son órdenes del Anunciador.
—Cuidado, Retorcido, voy a enfadarme.
—Las órdenes son órdenes.
Entre ambos hombres nunca había reinado un entendimiento cordial. Shab consideraba a Jeta-de-través un bandido depravado que sólo pensaba en sus intereses, y este último detestaba al Retorcido, fiel a su dueño como un perro abandonado y luego recogido.
—Cuando vengo a Menfis, nunca llevo armas. Si la policía efectúa un control, estoy tranquilo.
—Deja que lo verifique de todos modos.
—Si eso te divierte…
Jeta-de-través no mentía.
—Sígueme.
El Anunciador estaba sentado en el centro de una estancia oscura. Cubriendo las ventanas, había unas esteras que sólo dejaban pasar un rayo de luz.
—¿Cómo estás, mi buen amigo?
—¡Muy bien, señor! Los negocios son florecientes. Traigo mi contribución a la causa.
—¿En qué forma?
—Dos de mis hombres me siguen. Depositarán en la tienda piedras preciosas compradas con los pagos de mis protegidos. Podréis cambiarlas por armas.
—Espero que no corras ningún riesgo.
—¡Ninguno, de verdad! Descubro las granjas interesantes, amenazo, maltrato si es necesario y cobro el precio de mi protección sin tolerar el menor retraso.
—Gracias a mí, eres ya rico, Jeta-de-través.
—No exageremos, señor. El mantenimiento de mi banda me cuesta una fortuna.
—¿No tendrán tus guerreros tendencia a engordar?
—¡De ningún modo! Durante el entrenamiento, nadie reprime sus golpes.
—Sobek el Protector ya no es el jefe de la policía. Dada su desorganización, las circunstancias nos son favorables. Muy pronto obtendré informaciones que nos permitirán intervenir en el interior del palacio. Necesito un valiente capaz de matar a Sesostris.
—Mis tipos lo son, todos, pero prefiero a uno: un si río retorcido y rápido. Nadie ha conseguido vencerlo aún. Odia tanto Egipto que de buena gana asolaría el país en tero. Eliminar al faraón será un verdadero placer para él.
El lugar estaba completamente a oscuras. Si Gergu no lo hubiera explorado de día, habría tenido serias dificultades para orientarse en la noche. El sector sería muy pronto demolido para dar paso a nuevos edificios, mayo res y mejor concebidos.
—Déjate ver, Cicatrices.
Sin respuesta.
De pronto, Gergu tuvo miedo.
¿Y si el estibador lo atacaba? Dada la musculatura de aquel tipo, el inspector principal de los graneros no daría la talla en un cuerpo a cuerpo.
—Déjate ver, o me voy.
—Estoy aquí —dijo una voz enronquecida.
Gergu se adelantó y descubrió al libio en la oscuridad. Estaba apoyado en una pared, con los brazos cruzados.
—¿Ha hablado contigo tu hermano? —Sí.
—¿Aceptas, entonces?
—De ningún modo. A mí nadie me impone nada.
—Peor para tu hermano.
El estibador abrió los brazos.
—-¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que la brigada de represión del fraude lo ha detenido y que su destino depende de tu decisión.
—¡Te machacaré los huesos!
—Eso no salvará a tu hermano. Si no me obedeces, morirá.
El libio escupió.
—¿Qué esperas de mí?
—Has matado ya a varias personas, por lo que no creo que te cueste mucho hacerlo de nuevo.
—Es posible.
—Tus hazañas anteriores eran pequeñeces, Cicatrices. ¿Te comprometes a acabar con un personaje importante?
—Importante o no, ¿qué más da? Será sólo un pobre tipo menos.
—¿Incluso si se tratara del faraón?
El libio se pegó al muro.
—¡El faraón es un dios!
—No más que tú y que yo.
—¡Lárgate, no quiero oír nada más!
—Elige entre el rey y tu hermano. Si te niegas, será ejecutado esta misma noche.
—La magia protege al faraón.
—Eso es falso, la situación ha cambiado.
—¿Qué ha sucedido?
—Sobek el Protector ha sido destituido de sus funciones. Sin él, ninguna magia resultará eficaz. El rey ya es sólo un hombre como los demás.
—¿Y los guardias?
—Los que Sobek había formado han sido despedidos. Nos las arreglaremos para dejarte el camino libre hasta los aposentos de Sesostris.
—¿Cuándo y con qué arma?
—Nosotros te proporcionaremos el arma. Cuando el momento haya llegado, te lo haré saber. No abandones tu madriguera y sé paciente.
—¿Y mi hermano?
—Lo retendremos prisionero hasta que hayas cumplido tu misión. Luego, ambos seréis ricos. No tendréis ya necesidad de robar, no tendréis necesidad de ocultaros ni de trabajar. Tu hermano y tú seréis considerados unos héroes. Propietarios de una hermosa villa, tendréis un ejército de servidores. Sin embargo, eres muy libre de negarte.
—Acepto.
Muchacho jovial y laborioso, el ayudante del maestro carnicero aprendía el oficio con sabia rectitud y respetaba al pie de la letra las consignas de su instructor. Gracias a artesanos tan exigentes, la carnicería del templo de Ptali seguía siendo una de las mejores del país.
—Tengo una buena noticia —le reveló a Iker—: pronto me voy a casar. ¡Si supieras qué hermosa es! No ha sido fácil convencer a sus padres. Pero como ha tomado ya su decisión, no pueden hacer más que aceptarlo.
—Te deseo mucha felicidad.
—¿Tú no piensas en el matrimonio?
—Todavía no.
—¿No eres demasiado… serio?
—Para un provinciano, instalarse en Menfis no tiene nada de fácil, y primero deseo avanzar en mis estudios. Luego, ya veremos.
—¡De todos modos, no olvides relacionarte con muchachas!
Mientras el ayudante regresaba a la carnicería, Iker pensaba en la joven sacerdotisa cuyo rostro seguía poblando sus noches. Si no hubiera estado investido de una misión de la que no saldría vivo, se habría lanzado en su busca.
Pero ¿para qué? Encontrarla era imposible. Si un milagro le permitiera volver a verla, ¿no soltaría ella una carcajada al oírle farfullar palabras estúpidas? Con ella habría construido otra vida. Pero alimentarse de sueños e ilusiones no llevaba a ninguna parte. En cambio, Iker conocía el final de su último viaje: el palacio real.