La corona de hierba (118 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Al llegar a la puerta Esquilina, sin el menor gesto de vacilación, ordenó a la legión no numerada entrar en la ciudad a paso ligero, y, en vez de dispersarse por las calles, subir a las murallas Servianas y ocupar las dobles fortificaciones del
Agger
, que discurrían desde la puerta Collina hasta la puerta Esquilina, estableciendo contacto así con la fuerza de Pompeyo Rufo. Una vez desplegada la legión en los adarves del
Agger
, Sila dirigió las dos primeras cohortes de la segunda legión a la gran plaza de mercado dentro de las murallas, junto a la puerta Esquilina, y fuera de ella acantonó el resto de las cohortes. Roma estaba tomada. Lo que sucediera a continuación dependía de Publio Sulpicio y de Cayo Mario.

La colina Esquilina no era un terreno adecuado para maniobrar; las calles que conducían al foro Esquilino eran estrechas, siempre atestadas, y en sus tramos más anchos se hallaban entorpecidas con cabinas, tenderetes, carretillas y carros, y la gran plaza del mercado se hallaba repleta de mercaderes, gente ociosa, lavanderas, esclavos acarreando agua, gente comiendo y bebiendo, carros de bueyes, asnos con albardas, vendedores ambulantes, escuelas baratas y un laberinto de tenderetes. Había muchos callejones y callejas que conducían al foro Esquilino, pero allí morían dos calles importantes: el clivus Suburanus, que ascendía desde el Subura, y el vicus Sabuci, que subía desde la zona de talleres y manufacturas situada al sudeste de la marisma llamada Palus Ceroliae. Pero fue en ese extraño terreno donde se libró la batalla de Roma, aproximadamente una hora después de que Sila entrase en la ciudad.

El foro Esquilino fue desalojado sin contemplaciones; el espacio del mercado lo llenaban ahora filas de soldados firmes y expectantes. Con la armadura completa, Sila dirigió su mula junto al
vexillum
de su ejército y los estandartes de la segunda legión consular. Al cabo de una hora, un curioso zumbido comenzó a apagar los gritos y ruidos procedentes de las calles que desembocaban en la plaza, aumentando de intensidad hasta que ya se escucharon los gritos de una muchedumbre dispuesta al combate.

Irrumpía en el foro Esquilino por todas las callejas y callejones, con la guardia personal de Sulpicio en vanguardia, seguida de los esclavos y libertos que Cayo Mario y su hijo habían logrado reunir, gracias principalmente a los esfuerzos de Lucio Decumio y los otros encargados de las cofradías de cruces que había en toda la ciudad. Pero se detuvo al ver filas y más filas de legionarios romanos, con sus relucientes estandartes de plata y tambores y trompetas apiñados junto a su general, esperando —complacidos, al parecer— recibir sus órdenes.

—Trompeta, toca a desenvainar y escudo al frente —dijo Sila con voz clara y tranquila.

Al sonido de una sola trompeta respondió el sordo chirriar de mil espadas que salían de la vaina y el golpeteo de los escudos movidos en posición de ataque.

—Tambores, tocad, prietas las filas y listos para repeler el ataque —dijo Sila con voz que llegó claramente a la heterogénea multitud de defensores.

Comenzó el interminable redoble de tambores, inquietante para la muchedumbre que contemplaba a los soldados.

En ese momento, la multitud se abrió, dejando paso a Cayo Mario, con la espada en la mano, el casco puesto y una capa granate de general colgándole de los hombros; a su lado iba Sulpicio, detrás de Mario hijo.

—¡Cargad! —bramó Mario en un alarido desgarrador.

Sus hombres quisieron obedecer, pero no pudieron tomar bastante ímpetu en tan restringido espacio para desfondar la primera línea de Sila, que los rechazó desdeñosamente tan sólo con los escudos, sin recurrir a la espada.

—Trompetas, tocad al ataque —dijo Sila, inclinándose en la silla de la mula y asiendo él mismo el águila de plata de la segunda legión.

Con gran esfuerzo de voluntad, y únicamente por complacer a su general —pues ningún soldado pensaba que hubiese realmente llegado el momento de derramar sangre—, los soldados de Sila esgrimieron la espada y repelieron el ataque.

No había posibilidad de movimientos tácticos ni de maniobras. El foro Esquilino se convirtió en una masa compacta de combatientes, afanados en propinar golpes a diestro y siniestro. Al cabo de unos minutos, la primera cohorte se abría paso por el clivus Suburanus y el vicus Sabuci, seguida de la segunda cohorte, mientras otras cruzaban disciplinadamente la puerta Esquilina, rechazando con su bélico empuje a los ciudadanos partidarios de Mario y Sulpicio. Sila avanzó en su mula a ver si podía hacer algo, ya que era la única persona situada por encima de aquel mar de cabezas agitadas, y vio que desde todas las casas altas en callejas y callejones los vecinos arrojaban sobre sus soldados toda clase de proyectiles: macetas, troncos, ladrillos y banquetas. Y advirtió —él, que antes había vivido en una
insula
como aquéllas— que algunos lo hacían francamente indignados por la invasión de Roma, pero había muchos que sencillamente no podían sustraerse a la tentación de arrojar objetos desde arriba sobre aquel río revuelto de abajo.

—Traedme antorchas encendidas —dijo al
aquilifer
, que era quien debía haber portado el águila de plata de la legión.

En seguida llegaron las antorchas, robadas en la misma plaza.

—Tocad las trompetas y tambores a todo volumen —ordenó.

En aquel reducido espacio rodeado de
insula
s el estruendo era enloquecedor y la acción se detuvo en el preciso momento que Sila deseaba.

—¡Si arrojáis un solo objeto más, prendo fuego a la ciudad! —gritó con todas sus fuerzas, lanzando con fuerza una antorcha que entró por una ventana, seguida de otras. Inmediatamente todos se metieron en sus casas y dejaron de arrojar cosas.

Satisfecho, volvió a prestar atención a la lucha, seguro de que ya no se producirían bombardeos. Los vecinos de la
insula
habían comprendido que la cosa iba en serio; y un combate era una cosa, pero un incendio otra muy distinta que todos temían más que la guerra.

Llamó a una cohorte que no había entrado en combate y la envió por el vicus Sabuci con orden de entrar en el vicus Sobrius y torcer a la derecha, para volver a entrar por el clivus Suburanus para atacar a la muchedumbre por la espalda.

Y ésa fue la acción decisiva, pues el indisciplinado populacho flaqueó, se detuvo y presa del pánico abandonó a Mario —que exclamaba a grito pelado que todos los esclavos que siguieran combatiendo serían manumitidos— y a Sulpicio, que no era ningún cobarde, luchando en retaguardia dentro del foro Esquilino, secundado por Mario hijo. Pero tampoco Mario, Sulpicio y Mario hijo tardaron en ceder y huir por el vicus Sabuci, perseguidos de cerca por las tropas de Sila, que iba en cabeza enarbolando el águila de plata.

En el templo de
Tellus
, en el
Carinae
—donde existía una explanada, y, por lo tanto, espacio—, Mario intentó detener a su variopinta tropa y reagruparla para volver al ataque, pero la gente no reaccionó militarmente y muchos se echaron a llorar, tiraron las espadas y los palos y continuaron huyendo hacia el Capitolio. Incluso en la lucha callejera, los soldados dominaban la situación.

Cuando Mario, su hijo y Sulpicio desaparecieron súbitamente, el enfrentamiento cesó del todo. Sila avanzó en mula por el vicus Sandalarius hasta la amplia zona de la marisma debajo del
Carinae
, en la intersección de la Via Sacra con la Via Triumphalis, donde se detuvo y mandó a trompetas y tambores tocar a formar a la segunda legión. Y allí le trajeron los centuriones unos cuantos soldados sorprendidos saqueando.

—Se os avisó a todos de que no cogieseis ni un nabo de los campos —les dijo—. Un legionario de Roma no saquea Roma.

Acto seguido los mandó ejecutar allí mismo como ejemplo para la tropa formada.

—Que vengan Quinto Pompeyo y Lucio Lúculo —dijo, después de ordenar descanso a las tropas.

Ni Pompeyo Rufo ni Lúculo habían tenido que hacer nada, y menos combatir.

—Estupendo —comentó Sila—. Soy el primer cónsul y la responsabilidad ha sido estrictamente mía. Si mis tropas han sido las que han entablado combate, sólo a mí se me puede reprochar.

Qué ecuánime llegaba a ser, pensó Lúculo, mirándole maravillado, pero si se le antojaba, invadía Roma. Era un hombre complicado. No, ésa no era la palabra adecuada. Sila era un hombre de cambios de humor tan opuestos y radicales que no se sabía nunca cómo iba a reaccionar. Ni se sabía lo que estaba decidido a hacer. Sólo él debía de saberlo, reflexionó Lúculo.

—Lucio Licinio, deja siete cohortes de la primera legión al otro lado del río para que no se mueva nadie en el Transtiberino; envía tres cohortes de la primera a vigilar los silos del Aventino y del vicus Tuscus para que no los saqueen. La tercera montará guardia en los puntos de mayor riesgo del río. Sitúa una cohorte en el puerto de Roma, en el campo Lanatarius, las piscinae publicae, la porta Capena, el circo Máximo, el foro Boarium, el foro Holitorium, el Velabrum, el circo Flaminius y el Campo de Marte. Eso es: diez lugares y diez cohortes.

—Quinto Pompeyo —añadió, volviéndose hacía el segundo cónsul—, deja la cuarta fuera de la puerta Collina y que sigan alerta por si aparece alguna legión por la Vía Valeria. Que baje mi otra legión del
Agger
y distribuyes sus cohortes por las colinas del norte y del este, Quirinal, Viminal, Esquilina; y sitúas dos en el Subura.

—¿Ponemos guardia en el Foro y en el Capitolio?

—Desde luego que no, Lucio Licinio —contestó Sila, meneando enérgicamente la cabeza—. No voy a imitar a Saturnino y a Sulpicio. La segunda, que se quede de servicio al pie de las cuestas del Capitolio y por los alrededores del Foro, pero sin que esté muy a la vista. Quiero que la población se sienta segura cuando convoque una asamblea.

—¿Te quedas aquí? —inquirió Pompeyo Rufo.

—Sí, Lucio Licinio; otro encargo. Que unos heraldos recorran la ciudad proclamando que si se arrojan proyectiles desde alguna
insula
se considerará acto de guerra contra los cónsules legales y la casa será incendiada sin contemplaciones. Y que otros heraldos vayan después proclamando la convocatoria de una asamblea para todo el pueblo a celebrar en el Foro en la hora segunda. — Sila hizo una pausa, pensando si eso era todo—. En cuanto lo tengáis todo en marcha, volved a despachar conmigo.

El centurión
primus pilum
de la segunda legión, Marco Canuleio, entró y permaneció detrás, donde Sila podía verle y apreciar que estaba contento. Magnífica señal, pensó él; eso significa que mis soldados siguen siendo
míos
.

—¿Se sabe algo de ellos, Marco Canuleio? —le preguntó.

El centurión movió la cabeza, haciendo que el penacho de crines de caballo rojo oscuro abanicase el casco.

—No, Lucio Cornelio. A Publio Sulpicio se le ha visto cruzar el Tíber en una barca, lo que podría significar que se dirige a algún puerto de Etruria, y parece que Cayo Mario y su hijo van hacia Ostia. También ha huido el pretor urbano Marco Junio Bruto.

—¡Necios! —exclamó Lúculo, sorprendido—. Si realmente creyesen que la ley estaba de su parte, habrían debido quedarse en Roma. ¡Deberían saber que tienen muchas más posibilidades planteándote debate en el Foro!

—Tienes razón, Lucio Licinio —dijo Sila, complacido de que su legado hiciese esa interpretación de los acontecimientos—. Si Mario o Sulpicio se hubiesen parado a recapacitar como es debido, habrían advertido la conveniencia de quedarse en Roma. Pero yo siempre tengo suerte, y, afortunadamente, han optado por abandonar la ciudad.

De suerte, nada, se dijo para sus adentros. Tanto Mario como Sulpicio saben que si se hubieran quedado, no habría tenido más remedio que hacerlos asesinar, pues si hay algo que no puedo permitirme es debatir con ninguno de ellos en el Foro, porque ellos son personajes populares y yo no. No obstante, su huida es una espada de doble filo, porque, aunque no deba hallar el modo de matarlos sin que se me reproche nada, tengo que apechar con el odio que va a suscitar mi sentencia de destierro de ambos.

Durante toda la noche los soldados patrullaron las calles y espacios abiertos de Roma, encendiendo fuegos en los rincones en que podía hacerse leña, dejando oír las fuertes pisadas de las
caligae
claveteadas, un sonido que ningún insomne romano había jamás escuchado bajo su ventana. Pero todos fingían dormir, y en aquel frío amanecer se levantaron a los gritos de los heraldos anunciando que la paz reinaba en Roma, custodiada por sus cónsules electos, y que a la segunda hora éstos convocaban una reunión en los
rostra
.

Para sorpresa de Sila, acudió mucha gente, incluso los numerosos partidarios de Mario y Sulpicio de la segunda, tercera y cuarta clases. La primera clase estaba en su totalidad, mientras que no apareció nadie del censo por cabezas, ni tampoco de la quinta clase.

—Diez o quince mil —dijo Sila a Lúculo y a Pompeyo Rufo, mientras descendía la cuesta del clivus Sacer desde el Velia. Llevaba la toga bordada en púrpura, igual que Pompeyo Rufo; Lúculo vestía su toga blanca con la franja ancha de senador en el hombro derecho de la túnica. No había ningún signo de poder armado ni soldados a la vista—. Es fundamental que mis palabras las oigan todos los presentes, así que disponed a los heraldos debidamente para que vayan repitiendo lo que digo a los que estén más lejos.

Precedido de sus lictores, los cónsules se abrieron paso entre la multitud y subieron a los
rostra
, en donde los aguardaban Flaco, príncipe del Senado, y Escévola, pontífice máximo. Para Sila aquello era una confrontación de gran importancia, pues aún no había visto a ningún miembro de la diezmada Cámara y no tenía ni idea de si personajes como Catulo César, los censores, el
flamen dialis
o aquellos dos que aguardaban en la tribuna estaban con él ahora que había impuesto la hegemonía del ejército sobre las pacíficas instituciones gubernamentales.

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