La corona de hierba (116 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—No he podido impedírselo —contestó Julia, cerrando los ojos.

—Ha perdido la cabeza —añadió Sila.

—¡No, Lucio Cornelio, está en su sano juicio!

—Entonces no es el hombre que yo creía.

—¡No piensa más que en luchar contra Mitrídates!

—¿Y tú lo apruebas?

Julia volvió a cerrar los ojos.

—Yo opino que debería quedarse en Roma y dejarte a tí la guerra.

Ya se le oía llegar y ambos callaron.

—¿Qué sucede? —inquirió Mario, nada más entrar en el cuarto—. ¿Qué te trae por aquí, Lucio Cornelio?

—Una batalla en el Foro —contestó Sila.

—Ha sido una imprudencia —comentó Mario.

—El imprudente es Sulpicio. Ha acorralado al Senado, obligándole al recurso último de luchar por su supervivencia… con la espada. Ha muerto Quinto Pompeyo hijo.

—¡Es una verdadera lástima! —dijo Mario mostrando su horrorosa sonrisa—. Ya me imaginaba que su bando no vencería.

—Exacto, no ha vencido; lo que significa que al final de una larga y amarga guerra… y en puertas de otra igual, Roma habrá perdido más de un centenar de sus mejores jóvenes —dijo Sila tajante.

—¿Otra guerra larga y amarga? ¡Tonterías, Lucio Cornelio! Derrotaré a Mitrídates en una sola estación —replicó Mario, complacido.

—Cayo Mario —dijo Sila, tratando una vez más de hacérselo ver—, ¿por que no te entra en la cabeza que Roma no tiene dinero? ¡Roma está arruinada! ¡Roma no puede permitirse armar veinte legiones! ¡La guerra contra los itálicos ha dejado a Roma endeudada! ¡El tesoro está vacío! ¡Y ni siquiera el gran Cayo Mario puede ganar la guerra contra una potencia como el Ponto en una sola estación si sólo dispone de cinco legiones!

—Yo puedo pagar varias legiones —dijo Mario.

—¿Como Pompeyo Estrabón? Si las pagas tú, Cayo Mario, son tuyas, no de Roma.

—¡Tonterías! Eso únicamente significa que pongo mis recursos a disposición de Roma.

—¡Ni hablar! Quiere decir que pones los recursos de Roma a tu disposición —replicó Sila—. ¡Porque tú mandarías tus legiones!

—Vete a casa y cálmate, Lucio Cornelio. Estás enojado por haber perdido el mando.

—Yo no he perdido el mando —replicó Sila—. Conoces tu deber —añadió mirando a Julia—, Julia de los Julios Césares. ¡Cumple con él! Por Roma, no por Cayo Mario.

Ella le acompañó hasta la puerta, impasible.

—Te ruego que no digas nada más, Lucio Cornelio. No puedo violentar a mi esposo.

—¡Por Roma, Julia, por Roma!

—Soy la esposa de Cayo Mario —dijo ella, abriendo la puerta— y me debo primeramente a él.

¡Bueno, Lucio Cornelio, ésta la has perdido!, se dijo Sila mientras descendía hacia el Campo de Marte. Está más loco que un adivino de Pisidia en trance profético, nadie lo admitirá ni le pararán los pies. A menos que lo haga yo.

Dando un rodeo, Sila se dirigió no a su casa, sino a la del segundo cónsul. Ahora su hija era viuda, con un niño recién nacido y una niña de un año.

—He pedido a mi hijo menor que adopte el nombre de Quinto —dijo el segundo cónsul, con lágrimas en las mejillas—. Aunque tenemos el pequeñín de mi querido hijo Quinto para perpetuar el linaje.

A Cornelia Sila no se la veía por ninguna parte.

—¿Cómo se encuentra mi hija? —inquirió Sila.

—¡Muy afligida, Lucio Cornelio! Pero tiene a sus hijos como consuelo.

—Bien, por tristes que sean las circunstancias, Quinto Pompeyo, no he venido a dar el pésame —dijo Sila enérgico—. Hay que convocar una reunión. No hace falta que me digas que en semejantes circunstancias uno no quiere saber nada del mundo; lo sé porque yo también he perdido un hijo. Pero el mundo sigue su curso y tengo que pedirte que acudas a mi casa mañana al amanecer.

Exhausto, Lucio Cornelio Sila cruzó a grandes zancadas lo alto del Palatino hasta su elegante mansión nueva, donde le aguardaba angustiada su esposa, que rompió a llorar de alegría al verle ileso.

—Pierde cuidado por mi, Dalmática —dijo él—. Aún no ha llegado mi hora. No se ha completado mi destino.

—¡Nuestro mundo se derrumba! —exclamó ella.

—No, mientras yo viva —replicó Sila.

Durmió profundamente y sin soñar, descansando como una persona mucho más joven, y se despertó al amanecer sin una idea concreta de lo que hacer. Pero aquel estado de indecisión mental no le preocupó lo más mínimo. Actuaré mejor conforme la Fortuna me lo dicte sobre la marcha, pensó, y se dispuso a emprender con ganas la jornada.

—Según mis cálculos —dijo Catulo César, pesimista—, en cuanto esta mañana quede aprobada la ley de Sulpicio sobre deudas senatoriales, el número de senadores se reducirá a cuarenta. Y no podrá haber consenso.

—Aún tenemos censores, ¿no es cierto? —inquirió Sila.

—Sí —contestó Escévola, pontífice máximo—. Ni Lucio Julio ni Publio Licinio tienen deudas.

—Pues hemos de suponer que a Publio Sulpicio aún no se le ha ocurrido pensar que los censores forman parte del Senado —dijo Sila—. Porque cuando se dé cuenta, lo más seguro es que promulgue otra ley. Entretanto podemos intentar cancelar la deuda de nuestros colegas.

—Estoy de acuerdo, Lucio Cornelio —dijo Metelo Pío, que había venido desde Aesernia nada más enterarse de lo que estaba haciendo Sulpicio en Roma y había hablado con Catulo César y Escévola camino de casa de Sila—. ¡Si esos locos se hubiesen limitado a pedir dinero prestado a los de su clase —exclamó con gesto de irritación— habrían podido tener una suspensión provisional de sus deudas! Pero ahora estamos cogidos en nuestra propia trampa. El senador que necesite un préstamo debe ser muy discreto si no puede obtenerlo de un colega, y por eso recurre al peor de los usureros.

—Yo sigo sin comprender por qué Sulpicio se ha vuelto contra nosotros —dijo Antonio Orator, inquieto.


Tace!
—exclamaron todos al unísono.

—Marco Antonio, quizá nunca lo sepamos —dijo Sila con más paciencia de la habitual en él—. Pero en este momento es irrelevante el porqué. Es más importante saber lo que se propone.

—Bien, ¿cómo lo haremos para condonar la deuda de los senadores? —inquirió el Meneitos.

—Con un fondo, como hemos acordado. Tendrá que haber una comisión encargada. Tú puedes presidirla, Quinto Lutacio. No hay ningún senador con deudas que tenga valor de ocultarte a ti su verdadera situación —dijo Sila.

El
flamen dialis Merula
dejó escapar una risita y se tapó la boca con la mano.

—Excusad mi ligereza —dijo, con los labios aún temblorosos—. Se me acaba de ocurrir que si fuésemos lógicos evitaríamos sacar a Lucio Marcio Filipo de su apurada situación. Porque no sólo sus deudas ascienden al total de las de todos los demás, sino que así no volvería al Senado. Al fin y al cabo no es más que un solo miembro y su ausencia sólo repercutiría en más paz y tranquilidad.

—Me parece una idea fantástica —dijo Sila con voz pausada.

—El inconveniente que tienes, Lucio Cornelio, es que eres políticamente negligente —dijo Catulo César, escandalizado—. Nada tiene que ver lo que pensemos de Lucio Marcio, la cuestión está en que es miembro de una antigua e ilustre familia, y hay que defender su pertenencia al Senado. El hijo es una historia muy distinta.

—Sí, claro, tienes razón —dijo
Merula
.

—Bien, queda decidido —dijo Sila con desmayada sonrisa—. En cuanto a lo demás, sólo podemos aguardar acontecimientos. Salvo que yo creo que hay que poner fin al período de
feriae
. Según los preceptos religiosos, las leyes de Sulpicio ya han quedado invalidadas y me da la impresión de que nos conviene que Cayo Mario y Sulpicio crean que han vencido y que somos impotentes.

—Es que somos impotentes —dijo Antonio Orator.

—No lo creo —dijo Sila volviéndose hacia el segundo cónsul, que callaba cabizbajo—. Quinto Pompeyo, tienes motivos más que sobrados para abandonar Roma. Sugiero que te vayas con la familia al mar. Y hazlo sin tapujos.

—¿Y nosotros? —inquirió medroso
Merula
.

—No corréis peligro. Si Sulpicio hubiese querido eliminar al Senado matando a sus miembros, pudo hacerlo ayer. Afortunadamente para nosotros, ha optado por métodos más constitucionales. ¿Está exento de deuda nuestro pretor urbano? Aunque supongo que da igual, porque a un magistrado curul no se le puede suspender en el cargo aunque haya sido expulsado del Senado —dijo Sila.

—Marco Junio no tiene deudas —contestó
Merula
.

—Estupendo, así no hay duda. El tendrá que gobernar Roma en ausencia de los cónsules.

—¿Los dos cónsules? ¡No me digas que piensas abandonar Roma, Lucio Cornelio! —dijo horrorizado Catulo César.

—Tengo cinco legiones y dos mil jinetes en Capua esperando a su general —contestó Sila—. Y después de mi marcha precipitada estarán corriendo toda clase de rumores. Tengo que acallarlos.

—¡Realmente eres muy dejado en política, Lucio Cornelio! En una situación tan grave como ésta, uno de los cónsules debe quedarse en Roma.

—¿Por qué? —inquirió Sila, enarcando una ceja—. En este momento no son los cónsules quienes gobiernan Roma, Quinto Lutacio. Roma es de Sulpicio. Y lo que pretendo es que él se lo crea.

Y no hubo manera de que Sila diese su brazo a torcer, por lo que la reunión concluyó al poco y él emprendió viaje a Campania.

Se tomó el viaje con tranquilidad, montando en una mula sin escolta de ninguna clase, tocado con el sombrero y con la cabeza gacha. Durante todo el trayecto escuchó los comentarios de la gente; la noticia de los actos de Sulpicio y la eliminación del Senado se había difundido tan rápido como la de la matanza de la provincia de Asia. Como optó por viajar por la Via Latina, todo el itinerario discurrió por territorio leal, y se enteró de que mucha gente pensaba que Sulpicio era un agente itálico, algunos le creían agente de Mitrídates y nadie veía con buenos ojos que no hubiese Senado en Roma. Aunque el nombre mágico de Cayo Mario también se mencionaba, el conservadurismo innato de los campesinos hacía que se viera con escepticismo su capacidad para llevar el mando de la guerra. De incógnito, Sila se recreaba con aquellas conversaciones en las distintas posadas en que se detuvo, vestido como un viajero cualquiera, pues había dejado a sus lictores en Capua.

Por el camino iba pensando al ritmo del trote de su mula; ideas pausadas que no acababan de cristalizar. No acababan de concretarse, no, pero de una cosa estaba convencido: había hecho lo más adecuado regresando con sus legiones. Porque eran sus legiones. O al menos cuatro de ellas; las había mandado casi dos años, y ellas le habían concedido la corona de hierba. La quinta legión era otra de Campania, primero al mando de Lucio César, luego de Tito Didio y después de Metelo Pío. En cierto modo, cuando había llegado el momento de elegir una quinta legión para la guerra contra Mitrídates, se había visto obligado a renunciar a su idea primitiva que era elegir una segunda legión de Mario al mando de Cinna y Cornutus. Pero ahora me alegro de no tener en Capua ninguna legión de Mario, pensó Lucio Cornelio Sila.

—Es el inconveniente de ser senador —dijo el leal ayudante de Sila, Lúculo—. Por costumbre, todo el capital de un senador debe estar invertido en tierras y propiedades, ¿quién va a tener dinero muerto? Por eso es poco menos que imposible disponer de efectivo cuando se necesita de pronto. Y nos hemos acostumbrado a pedirlo prestado.

—¿Tú tienes deudas? —inquirió Sila, que no lo había pensado. Igual que Cayo Aurelio Cota, Lucio Licinio Lúculo había sido aupado al Senado después de que Sila diese una patada en público a los censores. Tenía veintiocho años.

—Debo diez mil sestercios, Lucio Cornelio —contestó Lúculo con voz pausada—. Pero me imagino que mi hermano Varro se encargará de arreglarlo, viendo cómo están las cosas en Roma. El sí tiene dinero; yo me defiendo, pero gracias a mi tío Metelo Numídico y a mi primo Pío pude inscribirme en el censo senatorial.

—¡Bueno, cobra ánimo, Lucio Licinio! Cuando lleguemos a Oriente nos deleitaremos con el oro de Mitrídates.

—¿Qué piensas hacer? —inquirió Lúculo—. Si nos ponemos rápidamente en marcha, podriamos zarpar antes de que entren en vigor las leyes de Sulpicio.

—No, creo que debo esperar a ver qué pasa —replicó Sila—. Sería una locura zarpar sin tener el mando claro —añadió con un suspiro—. En realidad, creo que ha llegado el momento de escribir a Pompeyo Estrabón.

Los ojos gris claro de Lúculo se clavaron interrogantes en los de su general, pero no dijo nada. Si había alguien que dominase la situación, ese hombre era Sila.

Seis días más tarde llegaba carta de Flaco, príncipe del Senado, por correo no oficial. Sila rompió el sello y la leyó detenidamente.

—Bueno —dijo a Lúculo, que era quien se la había entregado—, parece ser que sólo quedan unos cuarenta senadores en la Cámara; van a hacer que regresen los desterrados por la comisión variana, aunque los que tengan deudas ya no son miembros del Senado. Y, naturalmente, todos tienen deudas. Los ciudadanos itálicos y libertos se distribuirán en las treinta y cinco tribus. Y por último, ¡y no menos importante!, Lucio Cornelio Sila queda relevado del mando y le sustituye Cayo Mario en virtud de un decreto especial del pueblo soberano.

Sila dejó la hoja y llamó a un asistente.

—Mi coraza y mi espada —dijo—. Manda formar al ejército —añadió, dirigiéndose a Lúculo.

Una hora más tarde, Sila subía a la tribuna del foro del campamento con sus arreos militares, pero con el famoso sombrero en vez del casco. Dales tu imagen conocida, Lucio Cornelio, se dijo; que te vean como
su
Sila.

—¡Bien, soldados —dijo con voz clara y potente pero sin gritar—, por lo visto, finalmente no vamos a luchar contra Mitrídates! Habéis estado aquí sin hacer nada mientras los que tienen el poder en Roma, ¡y no son los cónsules!, adoptaban una decisión. Y ahora ya la han adoptado. El mando de la guerra contra Mitrídates del Ponto se otorga a Cayo Mario por decisión de la Asamblea plebeya. Ya no hay Senado en Roma y no quedan suficientes senadores para alcanzar el consenso. Por consiguiente, todas las decisiones sobre asuntos bélicos y militares las asume la plebe, bajo la dirección de su tribuno, Publio Sulpicio Rufo.

Hizo una pausa y dejó que los soldados murmurasen entre sí y repitieran lo que había dicho a los que se hallaban demasiado lejos para oírle. Y luego siguió hablando con aquella fingida voz normal (que Metrobio le había enseñado años atrás).

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