La corona de hierba (56 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Si, muy bonito; los frescos de las paredes eran nuevos y según el estilo de moda. Recuadros de un rojo vivo con escenas de la entrega de Briseida a Agamenón por Aquiles, príncipe de Ftía; estaban enmarcados en falsas ágatas pintadas con primor, que se transformaban en un espléndido dado también de imitación. El suelo era de mosaico policromo y las cortinas de un granate tan oscuro que debía ser de Tiro; los sofás estaban tapizados en oro y púrpura de la mejor clase. No estaba nada mal para un miembro mediocre del
Ordo equester
, pensó Sila.

Por la puerta apareció un indignado Censorino, desconcertado por la conducta de su mayordomo, que se había esfumado.

—¿Qué quieres? —espetó Censorino.

—Tu monóculo de esmeralda —contestó Sila con voz amable.

—¿Qué?

—Ya sabes, Censorino, el que te han regalado los agentes del rey Mitrídates.

—¿El rey Mitrídates? ¡No sé a qué te refieres! Yo no tengo ningún monóculo de esmeralda.

—No digas bobadas, claro que tienes uno. Dámelo.

Censorino no cabía en sí de indignación; enrojeció y luego palideció.

—¡Dame el monóculo de esmeralda, Censorino!

—¡No pienso darte nada más que la condena y el exilio!

Antes de que Censorino hubiese podido apartarse, Sila se había arrimado tanto a él, que cualquiera que los hubiese visto habría pensado que se trataba de un grotesco abrazo; Sila le había puesto las manos en los hombros, pero no como las de un amante. Aquellas manos mordían, hacían daño, eran como garras de hierro.

—Escucha, despreciable gusano, he matado a hombres de mucho mayor fuste que tú —dijo Sila con voz suave y tono casi amoroso—. No acudas a los tribunales o morirás. ¡Lo digo en serio! Retira esa absurda acusación o morirás. Tan muerto como el forzudo de la leyenda llamado Hércules Atlas, tan muerto como una mujer que se rompió la crisma en los acantilados de Circei, tan muerto como mil germanos, tan muerto como los que me amenazan a mí y a los míos, tan muerto como acabará Mitrídates si decido que deba morir. Puedes decírselo cuando le veas. ¡Te creerá! Él metió el rabo entre piernas y se largó de Capadocia cuando se lo ordené. Porque se dio cuenta de que hablaba en serio. Ahora tú también te das cuenta, ¿verdad?

Censorino no contestó ni hizo nada por zafarse de aquel brutal abrazo. Quieto y con la respiración entrecortada, miraba el cercano rostro de Sila como si nunca le hubiese visto, sin saber qué hacer.

Una de las manos de Sila se apartó del hombro de Censorino y se introdujo en su túnica en busca de lo que había atado al extremo de una fuerte tira de cuero, mientras la otra mano descendía del otro hombro y le apretaba el escroto. Mientras Censorino chillaba como un perro cuando es pillado por un carro, Sila rompió la tira de cuero de un tirón, cual si hubiese sido de lana, y se guardó dentro de la toga el resplandeciente monóculo. Nadie acudió a ver quién había gritado. Sila giró sobre sus talones y salió de la casa andando tranquilamente.

—¡Ah, me siento mucho mejor! —exclamó al cruzar el umbral, soltando una fuerte carcajada que atronó en los oídos de Censorino hasta que alguien cerró la puerta.

La rabia y la decepción por la actitud de Cornelia Sila se desvanecieron y Sila caminó hacia su casa con el paso ligero de un niño y la alegría reflejada en el rostro. Pero su contento se esfumó nada más cruzar la puerta y ver, en lugar de la luz mortecina de una casa en que sus habitantes duermen plácidamente, todas las lámparas encendidas, un grupo de jóvenes y el mayordomo enjugándose las lágrimas.

—¿Qué sucede? —inquirió angustiado.

—¡Vuestro hijo, Lucio Cornelio! —exclamó el mayordomo.

Sila, sin atender a más explicaciones, echó a correr hacia el cuarto que daba al jardín, en el que Elia había instalado al muchacho para que curase del resfriado. Ella estaba afuera, delante de la puerta, abrigada con un chal.

—¿Qué sucede? —volvió a preguntar Sila, cogiéndola del brazo.

—El niño está muy mal —musitó ella—. Hace dos horas he llamado a los médicos.

Sila apartó a los médicos y se acercó a la cabecera de la cama, adoptando una actitud tranquila y relajada.

—¿Qué es esto, jovencito, asustándolos a todos?

—¡Padre! —exclamó el joven Sila, sonriendo.

—¿Qué sucede?

—¡Tengo mucho frío, padre! ¿Te importa que te llame
tata
delante de desconocidos?

—Claro que no.

—¡Me duele mucho!

—¿Dónde, hijo?

—En el esternón,
tata
. ¡Tengo mucho frío!

Su respiración era entrecortada y sibilante; a Sila le parecía una parodia de la agonía de Metelo Numídico el Meneitos, y quizá por eso no acababa de creerse que estuviera asistiendo a una agonía. Sí, parecía que el joven se moría. ¡Imposible!

—No hables, hijo. ¿No puedes tumbarte?

—No puedo respirar tumbado —contestó el joven, mirándole con ojos de pena circundados como de negras magulladuras—. ¡
tata
, por favor, no te vayas!

—Estoy aquí, Lucio, y no voy a irme.

Pero, en cuanto pudo, Sila hizo un aparte con Apolodoro Siculo para preguntarle cuál era el mal.

—Lucio Cornelio, se trata de una inflamación pulmonar, siempre dificil de atajar, pero más complicada en el caso de vuestro hijo.

—¿Por qué más complicada?

—Porque me temo que haya afectado el corazón. No sabemos con certeza la importancia del corazón, aunque yo creo que asiste al hígado. Vuestro hijo tiene los pulmones· hinchados y parte de los humores se han propagado a la envoltura cardiaca y oprimen el corazón —dijo el físico, aterrado: era el precio que en ocasiones como aquella debía pagar por su fama, comunicando a un romano de alcurnia que los físicos nada podían hacer por el paciente—. El pronóstico es grave, Lucio Cornelio. Me temo que nada podamos hacer.

Sila se lo tomó aparentemente con tranquilidad, y, además, algo le decía que el físico hablaba con toda sinceridad y que era imposible la curación. Un buen físico, aunque la mayoría eran charlatanes, adoptaba la actitud que él había mostrado ante la muerte del Meneitos. Pero el cuerpo de las personas era a veces víctima de alteraciones de tal magnitud, que los médicos eran impotentes pese a sus lancetas, irrigaciones, cataplasmas, pociones y hierbas mágicas. Era cosa de suerte. Y ahora Sila se percataba de que su querido hijo no tenía suerte. Lo había abandonado la diosa Fortuna.

Volvió a acercarse al lecho, apartó el montón de almohadas y ocupó su lugar, cogiendo al hijo en sus brazos.

—¡Oh,
tata
, qué bien estoy así! ¡No me dejes!

—No me moveré de aquí, hijo. Te quiero más que a nada.

Estuvo varias horas abrazando al hijo, con la mejilla pegada a su pelo sudoroso, escuchando la agobiada respiración y los gemidos intermitentes producidos por los dolores. El muchacho ya no podía hacer el esfuerzo de toser a causa del dolor, ni se le pudo hacer que bebiera, pues tenía los labios llagados y la lengua agrietada y negra. Hablaba a veces, siempre al padre, con una voz cada vez más débil y balbuciente, con palabras cada vez menos lúcidas y lógicas, hasta que entró en el ámbito de la inconsciencia.

Treinta horas más tarde moría en los brazos entumecidos de su padre. Sila no se había movido más que a requerimiento del enfermo, no había comido ni bebido, ni se había alejado para ir al retrete, pero no estaba físicamente afectado. Para él, lo único importante había sido estar con su hijo. Quizá, como padre, hubiese sido para él un consuelo que el joven Sila le hubiese reconocido en el momento de morir, pero el muchacho ya estaba muy lejos de aquella habitación, de aquellos brazos, y murió inconsciente.

Todos temían a Lucio Cornelio Sila. Por eso los cuatro médicos, amedrentados, le apartaron los brazos del hijo exánime, le ayudaron a ponerse en pie y le sujetaron mientras estiraban al muerto en la cama. Sin embargo, Sila no dijo ni hizo nada para causar tal temor; se condujo como un hombre sumamente juicioso y admirable. Cuando recuperó el movimiento de sus músculos entumecidos, ayudó a lavarle y vestirle con la toga púber bordada de púrpura. En diciembre de aquel mismo año, en la festividad de Juventas, habría sido mayor de edad. Para que los llorosos esclavos limpiasen la cama, él mismo cogió en brazos aquella carga inmóvil y volvió a depositarla en las sábanas limpias, le colocó los brazos pegados al cuerpo y las monedas en los párpados para que se le cerraran, sin olvidar introducirle en la boca la moneda de pago a Caronte por el último viaje.

Elia no se había movido de la puerta durante aquellas terribles horas; ahora, Sila la cogió por los hombros y la condujo hasta una silla junto al lecho mortuorio, para que contemplara al niño que había cuidado desde pequeño como si fuese suyo. Vinieron también Cornelia Sila —con la cara marcada por el castigo—, Julia, con Cayo Mario, y Aurelia.

Sila los saludó con toda lucidez, les agradeció el pésame, incluso esbozó una sonrisa, y contestó a sus vacilantes preguntas con voz firme y clara.

—Tengo que bañarme y cambiarme —les dijo—. Es el alba del día en que debo comparecer ante el tribunal de traiciones. Y aunque la muerte de mi hijo podría servirme de legítima excusa, no quiero darle ese gusto a Censorino. Cayo Mario, ¿me acompañas cuando esté listo?

—Con mucho gusto, Lucio Cornelio —contestó Mario con voz bronca, enjugándose las lágrimas. Nunca había admirado tanto a Sila.

En primer lugar, Sila fue a la modesta letrina de la casa y, aprovechando que estaba vacía, se acomodó en uno de los cuatro asientos del banco de mármol y pudo, por fin, hacer de vientre, escuchando el profundo rumor del agua corriente por debajo; mientras manoseaba los desbaratados pliegues de la toga, que no se había cambiado desde la última velada con su hijo moribundo, sus dedos tropezaron con un objeto extraño: lo sacó para mirarlo a la luz y lo reconoció como algo perteneciente a otro mundo, algo muy lejano. ¡El monóculo de esmeralda de Censorino! Una vez aliviado y aseado, se volvió hacia el banco de mármol y arrojó el valioso objeto por el orificio. La corriente de agua era muy fuerte y no se oyó la caída.

Cuando salió al vestíbulo para reunirse con Cayo Mario y dirigirse al Foro, había recuperado como por ensalmo toda la belleza de sus años mozos; estaba radiante y todos cuantos se cruzaban con él se quedaban pasmados.

Los dos recorrieron en silencio el camino hasta el estanque de Curtius, donde se habían congregado varios centenares de caballeros para ofrecerse a la selección de jurados, y en donde los funcionarios estaban preparando los jarros para extraer las suertes. Elegirían ochenta y uno, pero, a petición de la acusación, retirarían quince, y otros quince a petición de la defensa, con lo que quedarían cincuenta y uno: veintiséis caballeros y veinticinco senadores. Ese caballero de más era el precio que había pagado el Senado por recobrar la presidencia senatorial de los tribunales.

Transcurrió el tiempo y se eligieron los miembros del jurado, pero como Censorino no aparecía, se autorizó a la defensa, dirigida por Craso Orator y Escévola, a retirar sus quince miembros, sin que Censorino se hubiera presentado. A mediodía, el tribunal comenzó a impacientarse, y el presidente, sabedor de que el acusado había acudido directamente desde el lecho mortuorio de su hijo, envió un mensajero a casa de Censorino para averiguar qué sucedía. Un buen rato después regresó el funcionario diciendo que Censorino había recogido el día anterior sus propiedades portátiles para emprender un viaje al extranjero con destino desconocido.

—Se levanta este tribunal —dijo el presidente—. Lucio Cornelio, recibid nuestras más vivas excusas y nuestro pésame.

—Te acompaño, Lucio Cornelio —dijo Mario—. ¡Qué cosa más rara! ¿Qué le habrá sucedido?

—Gracias, Cayo Mario, pero prefiero estar solo —dijo Sila sin alterarse—. En cuanto a Censorino, me imagino que habrá ido a buscar asilo en el país de Mitrídates. Ayer tuve cuatro palabras con él, ¿sabes? —añadió con sonrisa de hiena.

Desde el Foro, Sila se dirigió a buen paso a la puerta Esquilina. Cubriendo casi totalmente el
Campus Esquilinus
, fuera de la muralla serviana, se extendía la necrópolis de Roma, una auténtica ciudad de sepulturas, algunas humildes y otras suntuosas, aunque abundaba el término medio; allí se guardaban las cenizas de la población de Roma, ciudadanos y no ciudadanos, esclavos y hombres libres, nativos y extranjeros.

A la derecha de un gran cruce, a varios centenares de pasos de la muralla serviana, estaba el templo de Venus Libitina, patrona de la extinción de la fuerza vital. Era un hermoso edificio, rodeado de un bosque de cipreses, pintado de color verde brillante con columnas jónicas púrpura, capiteles rojo y oro y tejado amarillo en el pórtico. Los numerosos escalones estaban pavimentados con terrazo rosa oscuro y en su frontón se representaban los dioses y diosas del más allá en vivos colores; en lo más alto de la techumbre se levantaba una estatua dorada de Venus Libitina sobre un carro tirado por ratones, precursores de la muerte.

Allí, entre los cipreses, levantaba sus tenderetes el gremio de los enterradores, que ofrecían sus servicios sin la menor actitud condolida o discreta, abordando a los posibles clientes y acosándolos con toda clase de recursos, ya que los entierros eran un negocio como cualquier otro: aquello era el mercado de los sirvientes de la muerte. Sila pasó entre las casetas como un fantasma, manteniendo a raya incluso a los más impertinentes, con su dote innata para inhibir a la gente, hasta que llegó a la empresa que se ocupaba del enterramiento de los Cornelios, donde encargó el sepelio.

Enviarían a los actores a la casa al día siguiente para que recibieran las indicaciones pertinentes, y todo estaría dispuesto para celebrar un solemne entierro al tercer día. Como todos los Cornelios, el joven Sila, siguiendo la tradición de la familia, sería inhumado en vez de cremado. Sila abonó el entierro con un pagaré de veinte talentos de plata contra su banca —un precio que se comentaría en Roma durante varios dias—, y lo hizo sin rechistar, él que con tanto cuidado contaba cada sestercio.

De nuevo en casa, hizo salir a Elia y a Cornelia Sila del cuarto en que yacía el muerto y se sentó en la silla de su esposa a mirar el cadáver. No sabía lo que sentía. Notaba en su interior el peso abrumador de la aflicción, la pérdida, la fuerza del destino. Era una carga tan insoportable que no le permitía analizar sus sentimientos. Allí, ante él, yacía su ruina, los restos de su amigo más querido, su compañero de la vejez, el heredero de su nombre, de su fortuna, de su fama, de su carrera pública. Se había esfumado en treinta horas, sin que fuese una decisión de los dioses, un capricho del destino. El resfriado había empeorado, causando una inflamación pulmonar que le había ahogado el corazón. Se daban miles de casos iguales. No era culpa de nadie, ni respondía a designio alguno. Era un accidente. Para el muchacho, que no sabía ni sentía ya nada, era simplemente el final de la vida sin remisión. Para los que quedaban en la tierra y sabían y padecían, era el preludio de un vacío en mitad de la vida que no cesaría hasta el final de la existencia. Su hijo había muerto y él se había quedado sin amigo.

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