La corona de hierba (108 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La segunda orden era también un solo paquete. Se lo envió a su hijo Ariarates (otro distinto al Ariarates rey de Capadocia), encomendándole el mando de un ejército de cien mil hombres para cruzar el Helesponto e internarse en Macedonia oriental a finales de Gamelio, a un mes vista.

La tercera orden se distribuyó en varios cientos de paquetes, enviados a todos los pueblos, ciudades y distritos o comunidades desde Nicomedia, en Bitinia, hasta Cnidus, en Caria, y Apameia, en Frigia, para su entrega al principal magistrado local. Decretaba en ella que todo ciudadano romano, latino o itálico de Asia Menor —hombre, mujer o niño— fuese ejecutado con todos sus esclavos a fines de Gamelio, a un mes vista.

La tercera era la orden que más ilusión le hacía, la que le impulsaba a frotarse las manos y emitir una risita o dar un saltito inopinado mientras paseaba por Éfeso con una sonrisa de oreja a oreja. A fines de Gamelio no habría un solo romano en Asia Menor. Y cuando hubiese acabado con Roma y los romanos, no quedaría uno solo desde las columnas de Hércules hasta la primera catarata del Nilo. No existiría Roma.

A principios de Gamelio, acariciando sus secretos, el rey del Ponto salió de Éfeso para viajar a Pérgamo, donde le esperaba algo especial.

Los otros dos delegados y los oficiales de Manio Aquilio habían optado por huir a Pérgamo, mientras que Manio Aquilio estaba refugiado en Mitilene en la isla de Lesbos, con la intención de tomar allí un barco para Rodas, donde, por un mensaje, sabía que se encontraba refugiado Cayo Casio. Pero nada más desembarcar en Lesbos cayó enfermo de fiebres tifoideas y tuvo que posponer el viaje. Pero cuando los de Lesbos se enteraron de la caída de la provincia de Asia (de la que oficialmente formaban parte), enviaron prudentemente al procónsul romano de regalo al rey Mitrídates.

Desembarcado en el pequeño puerto de Atarneus, enfrente de Mitilene, Manio Aquilio fue encadenado a la silla de montar de un gigantesco jinete bastamiano y arrastrado hasta Pérgamo, donde le aguardaba ansioso y relamiéndose el rey del Ponto. Cayendo constantemente, tropezando, cubierto de porquería, zaherido e injuriado, Aquilio logró sobrevivir a aquel horrendo viaje, enfermo como estaba. Pero cuando Mitrídates le examinó en Pérgamo, comprendió que si seguían dándole semejante trato no duraría mucho y le fastidiarían unos planes maravillosos que tenía dispuestos para el romano.

Así, el procónsul fue atado a la silla de un pollino, montado al revés, y paseado cruelmente de arriba abajo por Pérgamo para que los ciudadanos de la antigua capital romana viesen la estima en que tenía el rey del Ponto a un magistrado romano y lo poco que temía las represalias.

Finalmente, lleno de mierda y convertido en sombra de lo que había sido, Manio Aquilio fue conducido a presencia del autor de sus tormentos. Sentado sobre un estrado, en trono dorado con un lujoso dosel en medio del ágora de Pérgamo, el rey bajó la vista hacia el hombre que se había negado a retirar el ejército de Bitinia, le había impedido la defensa de su reino y no había querido presentar directamente sus quejas al Senado y al pueblo de Roma.

Fue en aquel momento, al ver el cuerpo informe y lleno de pústulas de Manio Aquilio, cuando el rey Mitrídates del Ponto perdió el último vestigio de temor hacia Roma. ¿De qué había tenido miedo? ¿Por qué había retrocedido ante aquel ridículo y débil ser? ¡El, Mitrídates del Ponto era mucho más poderoso que Roma! Cuatro modestos ejércitos con menos de veinticinco mil hombres! Era Manio Aquilio quien encarnaba Roma, no Cayo Mario ni Lucio Cornelio Sila. Su concepto de Roma había sido un mito perpetuado por dos romanos atípicos. La Roma auténtica la tenía allí a sus pies.

—¡Procónsul! —clamó con fuerte voz.

Aquilio alzó la vista, pero no tenía fuerzas para hablar.

—Procónsul de Roma, he decidido darte el oro que codiciabas.

La guardia subió hasta el dosel a Manio Aquilio y le obligó a sentarse en una banqueta a cierta distancia a la izquierda del rey, donde le ataron fuertemente los brazos al cuerpo con correas de cuero, sujetando un soldado las del lado izquierdo y otro las del derecho para que no se moviera.

Acto seguido llegó un herrero con unas tenazas y un crisol al rojo vivo, capaz para varias copas de metal fundido, que despedía un humo acre y un olor abrasador.

Un tercer soldado se colocó a la espalda del romano, le agarró del pelo y le obligó a echar la cabeza hacia atrás; luego le cogió de la nariz con la otra mano y le cerró brutalmente las coanas. Manio Aquilio no pudo evitar el acto reflejo de respirar, y abrió la boca. Al instante un chorro de turgente y brillante metal le entró en la garganta y continuó vertiéndose mientras él aullaba debatiéndose en vano para levantarse de la banqueta, hasta que expiró, con la boca, la barbilla y el pecho cubiertos por una cascada de oro solidificado.

—Abridle en canal y recuperad hasta la última partícula —dijo el rey Mitrídates, recreándose en la escena del meticuloso raspado interno y externo del romano.

—Arrojad sus restos a los perros —añadió el rey, levantándose del trono, descendiendo despreocupadamente del estrado y cruzando ante los restos despedazados de Manio Aquilio, procónsul de Roma.

¡Todo iba estupendamente! Nadie lo sabía mejor que el rey Mitrídates mientras paseaba por las frescas terrazas del palacio de Pérgamo, en lo alto de las montañas, aguardando a que finalizase Gamelio, el
Quinctilis
romano. Le habían llegado noticias de Aristión desde Atenas, diciendo que su misión había tenido éxito.

Nada nos detendrá ahora, oh poderoso Mitrídates, pues Atenas marcará el camino a Grecia. Inicié mi campaña hablando de la antigua hegemonía y riqueza de Atenas, porque en mi opinión la gente mayor piensa en la gloria del pasado con profunda nostalgia, y, por ello, es fácil seducirla con la promesa de un regreso a esos días gloriosos. Hablé en el ágora seis meses seguidos, venciendo poco a poco a la oposición y ganando prosélitos. Incluso convencí a mi público de que Cartago se había aliado con vos contra Roma, ¡y me creyeron! ¡Qué lejanos los tiempos en que los atenienses eran el pueblo más culto del mundo! Nadie sabía que Cartago fue totalmente arrasado por Roma hace casi cincuenta años. Increíble.

Escribo porque tengo el placer de comunicaros que acabo de ser elegido capitán militar de Atenas; escribo a mediados de Poseidón. Yme han concedido autoridad para elegir a mis colegas. Naturalmente, he elegido a hombres que creen firmemente que la salvación de nuestro mundo griego está en vuestras manos, gran rey, y que ansían ver el día en que aplastéis a Roma con vuestra bota leonina.

Atenas es totalmente mía, incluido el Pireo. Lamentablemente, los elementos romanos y mis enemigos jurados huyeron antes de que pudiera echarles la mano encima, pero los que han sido tan necios de quedarse —casi todos atenienses ricos que no acababan de creerse que pudieran Correr peligro— ya han perecido. He confiscado todas las propiedades de los desterrados y los muertos y he reunido un fondo para nuestra guerra contra Roma.

Lo que he prometido a mis electores lo cumpliré, tengo que cumplirlo, pero no entorpecerá vuestra campaña, oh gran rey. Les he prometido liberar la isla de Delos de los romanos. Es un emporio muy rentable, cuyas rentas mantuvieron la prosperidad ateniense en épocas de máxima hegemonía. A principios de Gamelio, mi amigo Apelicon (magnífico almirante y diestro general) organizará una expedición contra Delos. Es una manzana podrida y no opondrá resistencia.

Y eso es todo de momento, mi señor y dueño. La ciudad de Atenas es vuestra y el puerto del Pireo está abierto a vuestras naves siempre que lo necesitéis.

Sí que necesitaba el rey el Pireo; y la ciudad de Atenas conectada a él por la Larga Muralla. Porque a fines de
Quinctilis
, el Gamelio griego, las flotas de Arquelao zarparon del Helesponto y se dirigieron a la ribera occidental del mar Egeo. Totalizaban trescientas galeras de guerra con puente de tres o más bancos de remeros, más de cien birremes sin puente con doble banco y mil quinientas embarcaciones de transporte con tropas y marinos. Arquelao no se preocupó del litoral de la provincia de Asia, pues ya estaba en poder de su rey. Su intención era establecer la presencia póntica en Grecia para que Macedonia quedase aplastada entre dos ejércitos del Ponto, el suyo en Grecia y el del joven Ariarates en Macedonia oriental.

El joven Ariarates se había ajustado también al plan previsto por su padre el rey. A fines de
Quinctilis
cruzó con sus cien mil hombres el Helesponto e inició el avance por la estrecha franja costera hacia la Macedonia tracia por la Via Egnatia construida por los romanos. No encontró resistencia alguna, por lo que estableció acantonamientos en la costa, en Abdera, y un poco más tierra adentro en Filipos, para continuar en dirección Oeste hacia el primer asentamiento fortificado romano, la ciudad de Salónica, residencia del gobernador.

A últimos de
Quinctilis
, los ciudadanos romanos, latinos e itálicos residentes en Bitinia, la provincia de Asia, Frigia y Pisidia fueron asesinados sin excepción: hombres, mujeres, niños y esclavos. En esta orden, la más secreta de todas, Mitrídates había aplicado gran astucia, pues, en lugar de recurrir a sus hombres para llevarla a cabo, había dispuesto que fuese la población indígena compuesta por griegos jónicos y dorios la que llevara a cabo la matanza. En muchas zonas se recibió con alborozo el decreto y no hubo dificultad en reunir una fuerza de voluntarios dispuestos a eliminar al opresor romano, pero hubo zonas en las que se horrorizaron y no hubo manera de persuadir a nadie para matar a los romanos. En Tralles, el
etnarca
tuvo que contratar a una banda de mercenarios frigios para llevarla a cabo. Otros distritos hicieron lo propio, en la esperanza de que la culpa recayese sobre extranjeros.

Ochenta mil romanos, latinos e itálicos con sus familias murieron en un mismo día, junto con setenta mil esclavos. La matanza se extendió desde Nicomedia, en Bitinia, hasta Cnidus, en Caria, y tierra adentro hasta Apameia. No se salvó nadie ni los huidos recibieron ayuda para escapar. El terror del rey Mitrídates no admitía compasión alguna. De haber utilizado sus propios soldados, la responsabilidad de la matanza hubiese sido enteramente suya, pero obligando a los principales núcleos de población griega a hacer el trabajo sucio, pretendía lavarse las manos. Y los griegos comprendieron perfectamente lo que se les venía encima: con el rey Mitrídates del Ponto, la vida no era más prometedora que bajo el yugo de Roma, por muchos impuestos que hubiese condonado.

Muchos fugitivos buscaron amparo en templos, pero se les negó y fueron detenidos mientras seguían implorando a este o a aquel dios. A los que se aferraban aterrados a altares o estatuas les cortaron las manos para sacarlos del lugar sagrado y ejecutarlos fuera.

Lo peor de todo era la última cláusula de la orden de ejecución, sellada personalmente por Mitrídates: ningún esclavo romano, latino o itálico debía ser quemado: había que trasladar los cadáveres lo más lejos posible de los núcleos habitados para que se pudrieran en barrancos, valles cerrados, cumbres y en lo profundo de los mares. Ochenta mil romanos, latinos, itálicos y setenta mil esclavos. Ciento cincuenta mil personas. Los animales carroñeros de tierra, mar y aire comieron bien aquel Sextilis, pues ninguna población se atrevió a desobedecer la orden quemando a las víctimas. El rey Mitrídates se complació enormemente en viajar de un lugar a otro para contemplar los inmensos montones de cadáveres.

Pocos romanos se libraron de la muerte. Sólo los desterrados, despojados de la ciudadanía y condenados a no volver a Roma. Y entre ellos estaba Publio Rutilio Rufo, amigo de romanos famosos, ciudadano de Esmirna muy respetado y autor de procaces retratos literarios de personajes como Catulo César y Metelo Numidico el Meneitos.

En general, pensó Mitrídates a principios del mes de Antesterión, que era el Sextilis romano, las cosas no podían ir mejor. En la provincia de Asia, sus sátrapas estaban instalados en la sede gubernamental desde Mileto hasta Andramyttium, e igualmente en Bitinia, en donde ya no habría más reyes, pues el único candidato que Mitrídates habría permitido ascender al trono, había muerto. Efectivamente, Sócrates, después de su regreso al Ponto, irritó tanto al gran rey con sus lloriqueos que éste le había mandado ejecutar para no oírle. Toda Anatolia al norte de Licia, Panfilia y Cilicia estaba en poder del Ponto y el resto no tardaría en caer.

Sin embargo, nada complacía tanto al rey como la matanza de romanos, latinos e itálicos. Cada vez que pasaba por un lugar en el que habían amontonado miles de cadáveres para que se pudrieran, reía y se regocijaba. No había hecho distingos entre romanos e italianos a pesar de que sabía que Roma e Italia estaban en guerra, fenómeno que nadie mejor que él podía entender, pues se trataba de una lucha fratricida por hacerse con el poder.

Sí, todo iba viento en popa. Su hijo Mitrídates actuaba de regente en el Ponto (aunque el prudente monarca se había hecho acompañar de la nuera en su avance por la provincia de Asia, para asegurarse el buen comportamiento del hijo); su hijo Ariarates era rey de Capadocia; Frigia, Bitinia, Galacia y Paflagonia eran satrapías reales al mando de sus hijos mayores, y su yerno Tigranes de Armenia tenía carta blanca para actuar al este de Capadocia a condición de no pisar los dedos al Ponto. Que Tigranes conquistase Siria y Egipto. Así estaría ocupado. Mitrídates frunció el entrecejo. En Egipto, el populacho no admitiría un rey extranjero. Es decir, un Tolomeo títere; si es que podía encontrarse alguien dispuesto. Pero, desde luego, las reinas de Egipto serían descendientes de Mitrídates. No podía consentir que una hija de Tigranes usurpara un puesto destinado a una hija de Mitrídates.

Lo más impresionante fue el éxito de las flotas del rey, haciendo salvedad del rotundo fracaso de Aristión y su «magnifico almirante y diestro general» Apelicon, pues la invasión ateniense de Delos fue un desastre. De todos modos, después de apoderarse de las Cícladas, Arquelao fue a tomar Delos y allí también hizo ejecutar a veinte mil romanos, latinos e itálicos; luego se la cedió a Atenas para asegurarse que Aristión seguía en el poder, ya que las flotas pónticas necesitaban el Pireo como base occidental.

En manos del Ponto estaban ya las islas de Eubea, Sciathos y gran parte de la Tesalia lindante con la bahía de Pagasae, además de los importantes puertos de Demetrias y Metona. Gracias a sus conquistas en el norte de Grecia, las fuerzas pónticas pudieron cortar las carreteras de Tesalia con Grecia central, factor que hizo que casi todo el resto de Grecia se uniera a Mitrídates. El Peloponeso, Beocia, Laconia y todo el Atica aclamaron fervientemente al rey del Ponto como libertador del yugo romano y permanecieron expectantes para ver cómo los ejércitos y la flota del gran rey aplastaban Macedonia.

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