La corona de hierba (105 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Menos de dos semanas después de la boda, se trasladaron a una gran mansión en el Palatino con vistas al circo Máximo y no lejos del templo de la Magna Mater. Tenía mejores frescos que los de la casa de Marco Livio Druso, columnas macizas de mármol, los mejores suelos de mosaico de Roma y muebles y objetos ornamentales más propios de un déspota oriental que de un senador romano. Sila y Dalmática contaban incluso con una mesa preciosa de madera de cedro, con una veta en forma de cola de
Pavo
real sobre un pedestal de marfil con incrustaciones de oro en formas de delfines entrelazados, regalo de boda de Metelo Pío el Meneitos.

Dejar aquella casa en la que había vivido veinticinco años fue otro importante factor de ruptura con el pasado. Se acabaron los recuerdos de la vieja y horrenda Clitumna y su más horrendo sobrino Stichus; atrás quedaban los recuerdos de Nicopolis, Julilla, Marcia y Elia. Y si el recuerdo de su hijo no se borraba, al menos sí que se evitaba la eventualidad de sentir pena al ver y tocar objetos que su hijo había visto y tocado; ya no tendría que pasar ante el cuarto vacío de los niños y sufrir la evocación de la imagen de aquel niñito desnudo y riente que le acosaba por doquier. Con Dalmática empezaba todo de nuevo.

Fue una suerte para Roma que Sila permaneciese en la ciudad mucho más tiempo del que había pensado de no ser por Dalmática, porque así pudo dirigir personalmente el programa de aminoración de deudas y discurrir medios para ingresar dinero en el erario público. Con potentes medidas y efectuando ingresos en las más inconcebibles ocasiones, consiguió pagar a las legiones (Pompeyo Estrabón cumplió su palabra y presentó una factura muy aligerada) y hasta parte de la deuda a la Galia itálica, viendo con satisfacción que los negocios acusaban una ligera recuperación.

Sin embargo, en noviembre tuvo que pensar seriamente en apartarse del cuerpo de su esposa. Metelo Pío estaba ya en el sur con Mamerco; Cinna y Cornutus lanzaban incursiones en tierras de los marsos, y Pompeyo Estrabón —acompañado de su hijo, pero sin el prodigioso burócrata Cicerón— permanecía al acecho en algún lugar de Umbría.

Pero quedaba una cosa por hacer, que Sila acometió el día antes de marcharse, ya que el asunto no requería promulgar ninguna ley y competía a los censores. La pareja entrante se había mostrado renuente en el asunto del censo, pese a que la ley de Pisón Frugi confinaba a los nuevos ciudadanos en ocho de las tribus rurales y en dos nuevas tribus, distribución que no ponía en peligro la situación electoral por tribus. Habían recurrido a una ilegalidad técnica, por si la temperatura de las aguas censoriales se calentaba demasiado para sus delicadas pieles y la discreción les obligaba a dimitir del cargo, y cuando los augures les instaron a efectuar una modesta ceremonia, fueron dando largas para no celebrarla.

—Príncipe del Senado, padres conscriptos, el Senado sufre una crisis —dijo Sila, hablando inmóvil junto a su silla, como tenía por costumbre—. Tengo aquí —añadió extendiendo la mano derecha con un rollo— una lista de senadores que no volverán nunca más a esta Cámara porque han muerto. Poco más de un centenar. Ahora bien, la mayor parte de ese centenar de nombres es de pedaríi, senadores sin derecho a la palabra y sin un particular conocimiento jurídico aparte del senatorial. Pero hay otros nombres, de hombres cuya ausencia se hace notar, pues eran la cantera de presidentes de tribunal, jueces y árbitros extraordinarios, oficiales de reclutamiento, legisladores y magistrados. ¡Y no han sido reemplazados! ¡Y tampoco veo iniciativa alguna para reemplazarlos! Mencionaré algunos: el censor y príncipe del Senado Marco Emilio Escauro; el censor y pontífice máximo Cneo Domicio Ahenobarbo; el consular Sexto Julio César; el consular Tito Didio; el cónsul Lucio Porcio Catón Liciniano; el cónsul Publio Rutilio Lupo; el consular Aulo Postumio Albino; el pretor Quinto Servilio Cepio; el pretor Lucio Postumio; el pretor Cayo Cosconio; el pretor Quinto Servilio; el pretor Publio Gabinio; el pretor Marco Porcio Catón Saloniano; el pretor Aulo Sempronio Aselio; el edil Marco Claudio Marcelo; el tribuno de la plebe Marco Livio Druso; el tribuno de la plebe Marco Fonteio; el tribuno de la plebe Quinto Vario Severo Hybrida Sucronensis; el legado Publio Licinio Craso hijo y el legado Marco Valerio Mesala.

Sila hizo una pausa, satisfecho. Todos le miraban perplejos.

—Sí, ya sé —dijo afablemente— que hasta que no leamos la lista entera no apreciaremos debidamente cuántos grandes y prometedores hombres han caído. Siete cónsules y siete pretores. Catorce hombres de eminente autoridad para actuar de jueces, comentar leyes y costumbres y salvaguardar el
mos maiorum
. Eso sin mencionar los otros seis nombres que habrían llegado a ser eminentes o poco habrían tardado en incorporarse a las filas de los dirigentes. Hay otros nombres que no he leído, entre los que se encuentran tribunos de la plebe que se labraron menor fama durante el cargo, pero que, no obstante, eran hombres de valía.

—¡Oh, Lucio Cornelio, es una tragedia —dijo Flaco, príncipe del Senado, con voz conmovida.

—Si, Lucio Valerio, en efecto —replicó Sila—. Hay muchos nombres que no están en la lista porque no han muerto, pero que se hallan ausentes de la Cámara por diversos motivos, servicio en ultramar o en otras partes de Italia. Incluso en la pausa invernal de esta guerra, no he podido contar más de cien senadores reunidos en la Curia Hostilia, pese a que los residentes en Roma están en la ciudad en esta época del año. Hay también una importante lista de senadores actualmente desterrados debido a las consideraciones de la comisión variana y de la comisión plautiana. Y hombres como Publio Rutilio Rufo.

»Por consiguiente, honorables censores Publio Licinio y Lucio Julio, os ruego encarecidamente que hagáis cuanto sea necesario para llenar los asientos vacantes. Dad la oportunidad a hombres de fuste y ambición de esta ciudad para que cubran las desastrosamente diezmadas filas del Senado de Roma. Y nombrad, además, entre los
pedarii
a quienes merezcan aportar su opinión y ascender en el cargo. Muchas veces no hay suficientes senadores presentes para obtener quorum. ¿Cómo puede el Senado de Roma pretender ser un órgano principal de gobierno si no se alcanza consenso?

Y eso era todo, concluyó Sila. Había hecho lo que podía para que Roma siguiera adelante, dando en público a la pareja de inertes censores una palmada en la espalda para que se pusieran manos a la obra. Ahora lo único que quedaba por hacer era terminar la guerra contra los itálicos.

VIII

E
l único aspecto de gobierno que Sila descuidó totalmente no lo había captado nadie desde la muerte del llorado Marco Emilio Escauro; su sucesor, Lucio Valerio Flaco, había hecho un débil intento por llamar la atención de Sila, pero carecía de personalidad. Pero tampoco se le podía reprochar a Sila el descuido. Italia se había convertido en el centro del mundo romano y los físicamente implicados en el desastre no podían ver más allá de él.

Una de las últimas tareas de Escauro estaba relacionada con dos reyes destronados, Nicomedes de Bitinia y Ariobarzanes de Capadocia. El esforzado príncipe del Senado había enviado uná comisión a Asia Menor para que investigase la situación relativa al rey Mitrídates del Ponto. El que dirigía la delegación era Manio Aquilio, colega de Cayo Mario en el quinto consulado y vencedor de la guerra servil de Sicilia. Acompañaban a Aquilio otros como Tito Manlio Mancino, Cayo Malio Maltino y los dos reyes Nicomedes y Ariobarzanes. El cometido de dicha comisión había quedado claramente expuesto por Escauro: reinstaurar a los dos soberanos y advertir a Mitrídates que no traspasara las fronteras.

Manio Aquilio había cortejado profusamente a Escauro para que le concediera la misión, pues su situación financiera era muy apurada debido a las graves pérdidas sufridas al estallar la guerra contra los itálicos. Su puesto de gobernador en Sicilia diez años atrás no le había aportado nada más que una querella judicial al regreso, y, aunque había sido declarado inocente, su reputación se había resentido inmerecidamente. El oro que su padre había recibido de Mitrídates V a cambio de la cesión al Ponto de la mayor parte de Frigia se había acabado hacía tiempo, pero el hijo seguía siendo objeto del odio que había levantado aquel abuso. Escauro, firme partidario de la costumbre de que los cargos fuesen hereditarios —y convencido de que el padre había hablado con el hijo de los problemas de aquella zona— consideró juicioso encomendar a Manio Aquilio la misión de reponer en su trono a los dos reyes, concediéndole el privilegio de que él mismo escogiese a los miembros de la comisión.

El resultado fue una delegación más preocupada por la rapiña que por la justicia, por acumular dinero que por el bienestar de dos países extranjeros. Antes de efectuarse los primeros preparativos del viaje, Manio Aquilio había convenido un trato satisfactorio con el rey Nicomedes, de setenta años, y cien talentos de oro de Bitinia habían ingresado milagrosamente en su banca. De no haber sido por ello, tan difícil era la situación financiera del comisionado, que ni habría podido salir de Roma, ya que todos los senadores estaban obligados a solicitar formalmente permiso para salir de Italia y no había posibilidad de hacerlo sin que se enterasen las bancas y los banqueros, que verificaban minuciosamente las listas expuestas en los
rostra
y la Regia.

Una vez decidido el viajar por mar en vez de hacerlo por tierra por la Via Egnatia, la comisión llegó a Pérgamo en junio del año anterior y fue recibida con cierta pompa por el gobernador de la provincia de Asia, Cayo Casio Longino.

En Cayo Casio encontró Manio Aquilio la horma de su zapato en cuanto a codicia y carencia de escrúpulos, como ambos comprendieron inmediatamente con suma complacencia. Así, aquel caluroso junio se urdió en Pérgamo una conspiración en el preciso momento en que Tito Didio caía en el ataque a Herculaneum. El objeto de la misma era ver cuánto oro podían sacarle a la situación los delegados y el gobernador, y en particular en los territorios que bordeaban el Ponto y que en realidad no estaban bajo la autoridad romana, principalmente Paflagonia y Frigia.

Las cartas del Senado a Mitrídates del Ponto y a Tigranes de Armenia conminándolos a retirarse de Bitinia y Capadocia se enviaron por correo desde Pérgamo. Pero apenas habían abandonado la ciudad los portadores de las cartas, Cayo Casio ordenó la instrucción extraordinaria de una legión de tropas auxiliares y decretó una leva de milicia de un extremo a otro de la provincia de Asia. Luego, con un destacamento armado por escolta, los delegados Aquilio, Manlio y Malio se dirigieron a Bitinia con el rey Nicomedes, mientras el rey Ariobarzanes permanecía en Pérgamo con el súbitamente activo gobernador.

El poder de Roma seguía dando sus frutos. El rey Sócrates se quedó sin trono y emprendió el regreso al Ponto, el rey Nicomedes ocupó dicho trono y al rey Ariobarzanes se le ordenó regresar a Capadocia. Los tres delegados permanecieron en Nicomedia para pasar el resto del verano y planear la invasión de Paflagonia, la franja de territorio que separaba Bitinia del Ponto a lo largo de las riberas del mar Euxino. Los templos de Paflagonia eran ricos en oro, al contrario de los del país de Nicomedes, como descubrieron con decepción los delegados. Al huir a Roma el año anterior, el anciano se había llevado consigo la mayor parte del tesoro, yendo a parar a las cuentas bancarias de varios romanos, desde Marco Emilio Escauro (que no le hacía ascos a aceptar un pequeño obsequio) hasta Manio Aquilio y Otras muchas manos codiciosas.

El descubrimiento de que Nicomedes no tenía oro había suscitado cierto odio entre los delegados, y Manlio y Malio se sentían engañados, mientras que Aquilio pensó que tendría que ingeniárselas para encontrar suficiente cantidad para darles satisfacción sin necesidad de recurrir a su depósito de Roma. Naturalmente, quien pagó las consecuencias fue el rey Nicomedes. Los tres nobles romanos le instaron denodadamente a que invadiese Paflagonia y le amenazaron con la pérdida del trono si no obedecía sus órdenes. Mensajes de Cayo Casio desde Pérgamo corroboraron las exigencias de la comisión, y Nicomedes cedió, movilizando su modesto pero bien armado ejército.

A fines de septiembre, los delegados y el anciano rey Nicomedes marchaban sobre Paflagonia, Aquilio al mando del ejército y el rey como simple invitado a la expedición. Deseando echar sal a las heridas de Mitrídates, Aquilio obligó a Nicomedes a cursar órdenes a las guarniciones navales y flotas de Bitinia del Bósforo tracio y del Helesponto para que no dejasen navegar a ningún barco del Ponto entre el mar Euxino y el mar Egeo. ¡Desafía a Roma si te atreves, rey Mitrídates!, era el aviso implícito en esta medida.

Todo se desarrolló exactamente como había previsto Manio Aquilio. El ejército bitinio avanzó por la costa de Paflagonia asaltando ciudades y saqueando templos, al tiempo que crecía el montón de objetos de oro, capitulaba el gran puerto de Amastris, y
pila
menes, mandatario de la Paflagonia continental, unía sus fuerzas a las de los invasores romanos. En Amastris, los tres delegados decidieron regresar a Pérgamo, dejando al pobre y anciano rey invernando con su ejército entre Amastris y Sinope, peligrosamente próximo a la frontera del Ponto.

Fue en Pérgamo, a mediados de noviembre, donde los delegados recibieron una embajada del rey Mitrídates, quien hasta entonces no había dicho ni hecho nada. Encabezaba la delegación un tal Pelópidas, primo del rey.

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