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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (107 page)

Pero el rey no dijo que iba a emprender la guerra contra Roma. Abrió la boca y dijo:

—Que venga Aristión.

Todos los cortesanos estaban tensos, aunque ninguno sabía exactamente qué sentimiento animaba a aquel temible personaje sentado en el trono de pedrería. Sólo sabían que sucedía algo.

En el salón de audiencias entró un griego alto y de gran belleza, ataviado con túnica y
chlamys
, quien sin torpeza ni rubor se postró a los pies del rey.

—Levántate, Aristión. Tengo un trabajo para ti.

El griego se levantó y se le quedó mirando extasiado, como en adoración. Era una pose que practicaba delante del espejo que el rey Mitrídates había colocado con toda idea en su lujosa habitación, y el griego se jactaba de haber hallado el equilibrio exacto entre un servilismo que el rey desdeñaría y una autonomía que no le habría hecho ninguna gracia. Llevaba casi un año en la corte póntica de Sinope, a la que había llegado desde su Atenas natal, pues era un filósofo peripatético de la escuela fundada por los discípulos de Aristóteles, que hacía aquel viaje resuelto a ganarse prosélitos en tierras menos cultivadas que Grecia, Roma y Alejandría. Por pura suerte había encontrado al rey del Ponto, que le había tomado a su servicio, ya que el soberano estaba acomplejado por sus carencias educativas desde su viaje a la provincia de Asia, diez años atrás.

Aristión, con gran cuidado en arropar sus lecciones en términos puramente de plática, acariciaba los oídos del monarca con relatos de la grandeza preterida de Grecia y de Macedonia, el poder repelente y odioso de Roma, las condiciones en que se desarrollaban el comercio y los negocios y la geografía e historia del mundo. Y, finalmente, Aristión se había llegado a creer el árbitro de la elegancia y sofisticación de Mitrídates en lugar de su pedagogo.

—Pensar que pueda seros de utilidad me llena de placer, oh poderoso Mitrídates —dijo Aristión con tono melifluo.

Tras lo cual, el rey procedió a demostrar que, aunque había temido emprender la guerra contra Roma, llevaba años pensando cómo hacerla.

—¿Eres de linaje lo bastante alto para tener poder político en Atenas? —inquirió inopinadamente el rey.

—Lo soy, gran rey —mintió Aristión con gesto encantador, ocultando su gran sorpresa.

En realidad era hijo de esclavo, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Y en Atenas nadie le recordaba. Lo que contaba era la apariencia; y su aspecto era enormemente aristocrático.

—Pues necesito que regreses inmediatamente a Atenas y comiences a acaparar poder político —dijo Mitrídates—. Necesito un agente leal en Grecia que tenga ascendiente para suscitar resentimiento contra Roma. No me importa el método que emplees, pero cuando los ejércitos y flotas del Ponto invadan las tierras de las dos orillas del mar Egeo, quiero tener a Atenas, ¡y a Grecia!, en la palma de la mano.

Un murmullo recorrió el salón, seguido de un estremecimiento de bélico fervor. ¡El rey no iba a postrarse a los pies de Roma!

—¡Estamos contigo, mi rey! —exclamó Arquelao con una sonrisa de satisfacción.

—¡Oh, poderoso, tus hijos te lo agradecen! —gritó Farnaces, su hijo mayor.

Mitrídates se
Pavo
neÓ aún más, embelesado de placer. ¿Cómo no se había percatado antes de lo peligrosamente que había estado a un paso de la rebelión? ¡Sus súbditos y parientes ansiaban emprender la guerra contra Roma! Pues él estaba preparado. Llevaba años preparado.

—No nos pondremos en marcha antes de que los delegados romanos y los gobernadores de la provincia de Asia y de Cilicia den un solo paso —dijo—. Pero en cuanto crucen nuestras fronteras, caeremos sobre ellos. Que armen las flotas y dispongan las dotaciones y que los ejércitos estén en pie de guerra. Si los romanos piensan apoderarse del Ponto, yo voy a apoderarme de Bitinia y de la provincia de Asia. Capadocia ya es mía y lo seguirá siendo porque cuento con tropas suficientes para que mi hijo Ariarates no tenga que prestarme las suyas —dijo, clavando sus ojos verdes, levemente desorbitados, en Aristión—. ¿Qué esperas, filósofo? Ve a Atenas con suficiente oro de mis tesoros para activar la causa. Pero, ¡cuidado! Nadie debe saber que eres mi agente.

—¡Comprendo, poderoso rey, comprendo! —dijo Aristión con voz sonora, retrocediendo para salir del salón.

—Farnaces, Macares, joven Mitrídates, joven Ariarates, Arquelao, Pelópidas, Neoptolemo, Leónipo, vosotros quedaos conmigo —dijo el rey, tajante—. El resto podéis marcharos.

El abril del año en que Lucio Cornelio Sila y Quinto Pompeyo Rufo fueron cónsules se iniciaba la invasión romana de Galacia y el Ponto. Mientras Nicomedes III lloraba y se retorcía las manos, suplicando que le dejasen regresar a Bitinia, Pilemenes, príncipe de Paflagonia, ordenaba al ejército de Nicomedes avanzar hacia Sinope. Manio Aquilio se puso al frente de la legión romana de tropas auxiliares acuartelada en la provincia de Asia y marchó por tierra desde Pérgamo, atravesando Frigia, con la intención de cruzar la frontera del Ponto al norte del gran lago salado Tana. Existía una ruta de comercio sobre el itinerario, por lo que Aquilio pudo avanzar bastante de prisa. Cayo Casio se puso al frente de las dos legiones de milicia en las afueras de Esmirna y remontó el valle del Meandro para Internarse en Frigia sobre un eje que apuntaba al modesto asentamiento comercial de Prymnessus. Mientras, Quinto Opio zarpaba de Tarsus rumbo a Attaleia y marchaba con sus dos legiones hacia Pisidia sobre una línea que le conducía al oeste del lago Limnae.

En la primera semana de mayo, el ejército bitinio cruzaba la frontera del Ponto y llegaba al Amnias, afluente del Halys que discurría hacia el interior y que en las cercanías de Sinope era paralelo a la costa. La estrategia adoptada por Pilemenes consistía en avanzar desde la confluencia del Amnias y el Halys en dirección norte hacia el mar, donde pensaba dividir sus fuerzas para atacar Sinope y Amisus a la vez. Lamentablemente, el ejército bitinio se tropezó en el Ammas con un poderoso ejército póntico al mando de los hermanos Arquelao y Neoptolemo, antes de poder llegar al valle más amplio del Halys, y sufrió una aplastante derrota. Campamento, pertrechos, tropas, armas, todo se perdió. Menos el anciano rey Nicomedes, que, acompañado de un séquito de nobles y esclavos de su confianza, abandonó a sus tropas a su fatídica suerte para tomar inequívocamente el camino de Roma.

Casi al mismo tiempo en que el ejército bitinio se enfrentaba a los hermanos Arquelao y Neoptolemo, Manio Aquilio llegaba con su legión a las cumbres, avistando el lago Taita a lo lejos, al sur. Pero Aquilio no pudo deleitarse en la contemplación de la panorámica: a sus pies, en la llanura, se veía un ejército más vasto que el lago, con armas relucientes y formado de tal manera, que a un experto no se le podía escapar la magnífica disciplina y confianza. ¡Aquello no era ninguna horda de bárbaros! Cien mil soldados pónticos de caballería e infantería aguardando a que cayera en sus garras. Con la rapidez del rayo privativa de un general romano, Aquiho dio media vuelta con sus tropas y escapó. Cuando se aproximaba al río Sangarius, cerca de Pessinus —¡tanto oro y no poder detenerse a cogerlo!— el ejército póntico dio alcance a su retaguardia y comenzó a destrozarla. Igual que el rey Nicomedes, Aquilio abandonó el ejército a su suerte y huyó con sus oficiales y sus dos colegas delegados a través de las montañas de Misia.

El rey Mitrídates en persona fue a enfrentarse con Cayo Casio, pero su indecisión le jugó una mala pasada; empezó a vacilar y Casio tuvo noticia de la derrota de los bitinios y de Aquilio antes de que Mitrídates le alcanzara. El gobernador de la provincia de Asia se retiró con su ejército en dirección sudeste a la gran ciudad de Apameia, situada en un cruce de rutas comerciales, acantonándose tras sus fortificaciones. Situado al suroeste de Casio, Quinto Opio se enteró también de la derrota y optó por quedarse en Laodiceia, justo sobre la ruta que seguía el ejército de Mitrídates bajando por el curso del Meandro.

Así, el ejército póntico, mandado por Mitrídates en persona, se encontró con Quinto Opio antes de localizar a Casio. Decidido a aguantar el asedio, Opio vio en seguida que los laodicenses no eran de la misma opinión. La población abrió las puertas al rey del Ponto, le lanzó pétalos de flores y le entregó como obsequio extraordinario a Quinto Opio. Las tropas cilicias regresaron a su país por el mismo camino por el que habían venido, pero el rey se quedó con el gobernador romano, quien fue atado a un poste en el ágora de Laodiceia. Entre grandes carcajadas, el propio Mitrídates instó a la población a que arrojasen a Quinto Opio excrementos, huevos podridos, verduras pochas y toda clase de materiales blandos y silenciosos. Nada de piedras ni palos. Porque el rey recordaba que Pelópidas le había dicho que el romano era un hombre honorable. Dos días después, Opio quedaba en libertad prácticamente ileso, haciéndole encaminarse a Tarsus. A pie.

Cuando Cayo Casio supo la suerte que había corrido Quinto Opio, abandonó la milicia en Apameia y huyó en un caballo de fortuna hacia la costa de Mileto, manteniendo el rio Meandro entre él y Mitrídates, y viajando totalmente solo. Consiguió cruzar la red póntica en torno a Laodiceia, pero en Nisa le reconocieron y fue conducido a presencia del
etnarca
, un tal Chaeremon. Casio tornó su angustia casi en grito de placer al ver que Chaeremon era ferviente partidario de Roma y dispuesto a hacer lo que fuese por ayudarle. Lamentándose por no atreverse a quedarse, Casio se zampó una buena comida, montó en un caballo fresco y se marchó al galope hacia Miletus, en donde buscó la nave más rápida dispuesta a llevarle a Rodas. Llegado a Rodas sin incidentes, tuvo que acometer la más ardua tarea que imaginarse pueda, redactando una carta para el Senado y el pueblo de Roma tratando de convencerlos de la grave situación existente en Asia Menor, pasando por alto sus propias debilidades. Naturalmente no dio término a tan hercúleo cometido en un día, ni siquiera en un mes, pues, aterrado porque pudiera trascender su culpabilidad, Cayo Casio Longino fue aplazando la decisión.

A fines de junio toda Bitinia y la provincia de Asia habían caído en poder de Mitrídates, con excepción de algunas intrépidas y dispersas poblaciones que confiaban en sus defensas, su inaccesibilidad y el poder de Roma. Un cuarto de millón de soldados del Ponto holgaban en las verdes praderas desde Nicomedia a Milasa. Como en su gran mayoría eran bárbaros del norte, cimerios, escitas, sármatas, roxolanos y caucasianos, sólo el temor al rey Mitrídates impidió que se desbocaran.

Las distintas ciudades helenizadas jónicas y dorias y puertos de la provincia de Asia se apresuraron a dar al monarca oriental el trato obsequioso que encarecía. El odio acumulado durante los cuarenta años de ocupación romana fue una inapreciable baza para el rey Mitrídates, que fomentó la romanofobia proclamando que aquel año y los cinco siguientes quedaban derogados los impuestos, diezmos y tasas. Los que debían dinero a prestamistas romanos o itálicos quedaban eximidos de sus deudas, y, como consecuencia, la provincia de Asia llegó a nutrir la esperanza de que bajo el dominio del Ponto viviría mejor que bajo el yugo de Roma.

El rey descendió por el curso del Meandro y se dirigió al norte costeando hacia una de sus ciudades preferidas: Éfeso. Y allí se instaló temporalmente para impartir justicia, granjeándose aún más el afecto de los habitantes de la provincia de Asia, prometiendo que todos los destacamentos de milicia que se rindiesen serían perdonados, quedarían en libertad y, además, recibirían dinero para regresar a sus casas. Los que más odiaban a Roma —o al menos lo proclamaban más alto— fueron nombrados para ocupar los principales cargos en pueblos, ciudades y distritos; las listas de personas simpatizantes con los romanos o empleados por éstos aumentaron rápidamente y los delatores hicieron su agosto.

Sin embargo, bajo aquel regocijo y aquellas lisonjas se palpaba el terror de los que sabían de sobra lo que era la crueldad y el capricho de los reyes orientales y lo superficial que era su aparente magnanimidad, pues no eran más que unos sátrapas que en un momento dado conceden su favor y cuando menos se espera te hacen decapitar. Y nadie sabía cuándo se inclinaría la balanza.

A finales de junio, en Efeso, el rey del Ponto cursó tres órdenes secretas, pero la tercera, la más secreta de todas.

¡Cuánto disfrutó con aquellas órdenes, diciendo lo que tenía que hacer éste, dónde tenía que ir aquél! ¡Ah, cómo se moverían sus peones! Que otros seres inferiores definieran y perfeccionasen los detalles, el mérito de la ingeniosa y complicada trabazón era estrictamente suyo. ¡Y qué trabazón! Recorrió el palacio tarareando y silbando, trayendo de cabeza cien escribas para redactar y sellar las órdenes, ingente tarea realizada en un solo día. Y cuando el último paquete del último correo quedó sellado, reunió en el patio de palacio a los escribas y ordenó a la guardia que los degollara. ¡Los muertos no hablan!

La primera orden era para Arquelao, que en aquel momento no gozaba de gran favor porque había querido tomar la ciudad de Magnesia en un asalto frontal, que había sido un rotundo fracaso en el que había resultado gravemente herido. No obstante, Arquelao seguía siendo su mejor general y él debía recibir el paquete de la primera orden. Uno solo. Le mandaba tomar el mando de todas las flotas del Ponto y cruzar el Euxino hasta el Egeo a finales de Gamelio —el
Quinctilis
romano—, a un mes vista.

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