La corona de hierba (111 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

En cuanto al afeminado, Tolomeo Alejandro, habrá que poner coto a su amor por los hombres, porque los egipcios le preferirán como futuro rey, dado que es el hijo legítimo. Por consiguiente, se le enseñará a que le gusten las mujeres si quiere conservar la cabeza sobre los hombros. En tus manos dejo la aplicación de este edicto.

Ponerse a escribir era un sufrimiento para el rey, que generalmente se valía de escribas, pero no quería que nadie viese la carta y tardó varios días en dejarla a punto, después de quemar varios borradores.

A finales de octubre la carta estaba en camino y el rey del Ponto se sintió, por fin, lo bastante fuerte para acometer el ataque de Rodas. Montó el asalto de noche, concentrándolo sobre el perímetro urbano de la parte de tierra, porque en el puerto estaba la escuadra enemiga. Pero nadie en la jerarquía de mando póntica tenía conocimientos ni ingenio para tomar una ciudad tan grande y bien fortificada como Rodas, y la operación fue un fracaso. Lamentablemente, el rey carecía de paciencia para someterla a un largo bloqueo y el único modo seguro era conquistarla. La asaltarían. Pero esta vez atraerían a la escuadra rodense para que saliera del puerto y persiguiera a un señuelo, ya que el principal empuje del ataque se haría por mar, precedido de una
sambuca
.

Lo que más emocionaba al rey era que lo de la
sambuca
era idea suya y, en la reunión de estado mayor, Pelópidas y los otros generales la habían elogiado, diciendo que era una estratagema muy ingeniosa que, sin duda, daría resultado. Ruborizado de regocijo, Mitrídates decidió construir personalmente la
sambuca
, es decir, bocetarla y supervisar la construcción.

Cogió dos galeras inmensas de dieciséis remos, idénticas y construidas en el mismo astillero y las ató por las bordas tangentes, y fue precisamente ahí en lo que la
sambuca
más adoleció de la ignorancia ingenieril del gran rey, pues debió mandar atarlas por las bordas de fuera y distribuir el peso uniformemente por toda la estructura. Pero él mandó atarlas por las bordas tangentes, y sobre ambas dispuso un puente tan grande, que parte de él sobresalía en voladizo, y no hizo nada por afirmarlo debidamente a la base. Sobre ese puente hizo erigir dos torres en el centro, una situada sobre el espacio entre las dos proas y otra sobre las popas, separadas por menor distancia. Entre ambas torres se construyó un amplio puente susceptible de ser elevado y bajado mediante un juego de poleas y cabrestantes hasta el plano del puente y lo alto de las torres. Dentro de éstas había unos inmensos molinos de ruedas movidos por los pies de cientos de esclavos para subir el puente levadizo. Uno de los lados largos del puente tenía acoplada mediante bisagras una alta valla de gruesas planchas de madera como protección contra los proyectiles, y cuando el puente alcanzaba su máxima altura o un poco más del adarve de las murallas del puerto de Rodas, la valla caía sobre ellas formando una pasarela.

El ataque se inició un día tranquilo del mes de noviembre, dos horas después de distraer a la escuadra enemiga que zarpó hacia el norte. El ejército póntico asaltó las murallas de la parte de tierra por sus puntos más débiles, con el flanco externo desplegado para mantener entretenida a la flota de Rodas, que en ese momento comprendió la estratagema y regresó. En el centro de la enorme flotilla póntica se alzaba la
sambuca
remolcada por docenas de galeras ligeras y seguida de cerca por los navíos cargados de tropas.

Entre gritos de alarma y enfebrecida actividad en las defensas rodenses, las tripulaciones de las naves ligeras arrimaron rápidamente la
sambuca
al paño de muralla marítima en que se asentaba el templo de Isis; una vez concluida la maniobra, los navíos cargados de tropas se fueron acercando. Sin sufrir graves daños por la enloquecida lluvia de piedras, flechas y lanzas, los soldados del Ponto abordaron la
sambuca
para estacionarse apretadamente en el puente levadizo; inmediatamente, los que operaban las poleas comenzaron a azotar a los esclavos para que pusieran en movimiento con sus piernas el molino de rueda. Entre horrendos crujidos y chirridos, el puente entre las torres comenzó a elevarse con su carga de tropas. Cientos de cascos de los defensores llenaron los adarves, para contemplar entre fascinados y aterrados la maniobra. Mitrídates la seguía desde su «acorazado» en medio de la apretada flota, viendo cómo la
sambuca
concentraba toda la resistencia rodense en el tramo de muralla del templo de Isis. Una vez que la
sambuca
acaparase toda la atención de los defensores, los otros barcos podían acercarse a los demás puntos de la muralla y montar impunemente un asalto con escalas y así todas las fortificaciones que rodeaban el puerto habrían quedado coronadas por soldados.

¡No puede fallar! Esta vez caen en mis manos, pensaba el rey, mientras sus ojos se recreaban mirando la
sambuca
y el puente que iba elevándose lentamente entre las dos torres. Muy pronto alcanzaría la altura de la muralla, la valla protectora se abatiría sobre los goznes y formaría una pasarela para que los soldados asaltaran la muralla. Había tropa suficiente en el puente para mantener a raya a los defensores mientras el artilugio descendía hasta el puente de las dos embarcaciones para cargar nuevas tropas y volver a elevarlas. ¡No existe la menor duda de que soy el mejor!, se decía Mitrídates.

Pero conforme el centro de gravedad fue elevándose con el puente de la
sambuca
, la distribución de peso cambió, las embarcaciones trabadas comenzaron a separarse, las sogas que las unían fueron rompiéndose en sucesivos estallidos y las torres comenzaron a tambalearse; el puente de las embarcaciones fue combándose y el puente ascendente comenzó a balancearse. Luego, las dos embarcaciones que soportaban todo el peso comenzaron a zozobrar por el centro: cubiertas, torres, puente, soldados, marineros, artífices y esclavos cayeron al agua en medio de los navíos que se balanceaban, y una algarabía de gritos, siniestros crujidos, rugidos y vítores histéricos de los eufóricos rodenses que lo contemplaban desde la muralla; vítores que en seguida se transformaron en auténticas carcajadas.

—¡No quiero volver a oir el nombre de Rodas! —dijo el gran rey mientras su poderosa galera le conducía de nuevo a Halicarnassum—. Está demasiado próximo el invierno para proseguir esta pequeña campaña contra una pandilla de idiotas y locos. Los ejércitos que avanzan hacia Macedonia y las flotas que costean Grecia requieren más mi atención. Además, que ejecuten a todos los ingenieros que tengan algo que ver con la construcción de esa absurda
sambuca
. No, matarlos no. ¡Que les corten la lengua, les saquen los ojos, les corten las manos, los testículos y les pongan una escudilla al cuello!

Tan furioso estaba el rey de tamaña humillación que se dirigió a Licia con un ejército dispuesto a asediar Patara, pero al mandar talar un bosque de árboles consagrados a Latona, la madre de Apolo y Artemis se le apareció en sueños y le disuadió de ello. Al día siguiente, el rey dejó el sitio en manos de sus subalternos, dio el mando al desventurado Pelópidas y se fue con su fascinante esposa albina a Hierapolis. Allí, retozando entre cabriolas en los estanques de aguas termales en medio de las cascadas de cristal petrificado que caían de las alturas, logró olvidar las risotadas de Rodas y el navío de Chios, que le había dado el mayor susto de su vida.

IX

L
a noticia de la matanza en la provincia de Asia de romanos, latinos e itálicos llegó a Roma en un tiempo récord, antes que la noticia en que se comunicaba la invasión de la provincia llevada a cabo por Mitrídates. Justo nueve días después del último día de
Quinctilis
, el príncipe del Senado Lucio Valerio Flaco convocaba reunión de la Cámara en el templo de Bellona, fuera del
pomerium
, por tratarse de un asunto de guerra en el extranjero. A los que acudieron les leyó una carta de Publio Rutilio Rufo, llegada de Esmirna.

Envío la presente por medio de un navío rápido especialmente fletado hasta Corinto, para transbordarla a otro igualmente rápido con destino a Brundisium, confiando en que la sublevación en Grecia no lo intercepte. He dado instrucciones al correo para que galope día y noche desde Brundisium a Roma. La enorme cantidad de dinero que esto acarrea me la ha facilitado mi amigo Miltiades, etnarca de Esmirna, quien únicamente suplica que el Senado y el pueblo de Roma no olviden este favor cuando —como ha de ser inevitable— la provincia de Asia vuelva a ser de Roma.

Quizá no sepáis aún de la invasión del rey Mitrídates del Ponto, que ahora es dueño de Bitinia y de nuestra provincia de Asia. Manio Aquilio ha muerto en las más horrendas circunstancias y Cayo Casio ha huido no sé dónde. Un cuarto de millón de soldados del Ponto se encuentran al Oeste del Taurus, y el Egeo está lleno de escuadras pónticas, al tiempo que Grecia se ha aliado con el Ponto en contra de Roma.

Pero eso no es lo peor. El último día de Quinctilis, todos los romanos, latinos e itálicos de la provincia de Asia, Bitinia, Pisidia y Frigia han perecido asesinados por orden del rey Mitrídates del Ponto. También dieron muerte a sus esclavos. Creo que la cifra de muertos gira entorno a ochenta mil ciudadanos y setenta mil esclavos; un total de ciento cincuenta mil. Que yo no corriera igual suerte se debe a hallarme privado de la ciudadanía, aunque tengo la impresión de que el rey dio orden de que no se me hiciera nada. Buen regalo para el perro de Hades. ¿En qué habría podido contribuir la salvación de mi provecta vida para evitar la brutal carnicería de mujeres y niños romanos? Los arrastraron desde los altares en que clamaban a los dioses, y sus cadáveres insepultos aún se están pudriendo por orden del rey del Ponto. Este bárbaro monstruoso se cree el rey del mundo y alardea diciendo que pisará suelo italiano antes que acabe el año.

No queda nadie al este de Italia que pueda hacer frente al desafío salvo los nuestros de Macedonia. Pero no tengo esperanzas en Macedonia. Aunque no he podido obtener confirmación, se dice que Mitrídates ha organizado una expedición contra Tesalónica y que sus tropas han entrado ya al oeste de Filipos sin encontrar resistencia. Tengo más noticias referidas al escenario de Grecia, en donde un agente del Ponto llamado Aristión se ha hecho con el poder en Atenas, convenciendo a casi toda Grecia para que se ponga de parte de Mitrídates. Las islas del Egeo están en manos del Ponto; disponen de flotas ingentes. Al caer Delos, dieron muerte a otros veinte mil de los nuestros.

Os ruego que os hagáis cargo de la obligada brevedad de ésta y que hagáis cuanto podáis para evitar que este horrendo bárbaro Mitrídates se corone rey de Roma. Así de grave es la situación.

—¡Ah, lo que nos faltaba! —dijo Lucio César a su hermano Catulo César.

—No nos faltaba, pero ahí lo tenemos —añadió Cayo Mario, echando fuego por los ojos—. ¡Guerra contra Mitrídates! Yo sabía que llegaría, aunque realmente me ha sorprendido que haya tardado tan poco.

—Lucio Cornelio está en camino —terció el otro censor, Publio Licinio Craso—. Cuando llegue, respiraré más tranquilo.

—¿Por qué? —inquirió Mario con énfasis—. ¡No deberíamos haberle convocado! Que acabe la guerra contra los itálicos.

—Es el primer cónsul —replicó Catulo César—, y el Senado no puede adoptar decisiones importantes sin que lo presida en su silla.

—¡Bah! —exclamó Mario, cambiando de postura.

—¿Qúé le sucede? —inquirió Flaco, príncipe del Senado.

—¿Tú qué crees, Lucio Valerio? Es un viejo caballo de guerra que olfatea el olor de un conflicto ideal…, en país extranjero —contestó Catulo César.

—Pero no creerá que él va a poder ir —terció Publio Craso el censor—. ¡Es demasiado viejo y está enfermo!

—Claro que lo cree —respondió Catulo César.

La guerra de Italia había acabado, aunque los marsos no se rindieron oficialmente. De los pueblos que se habían alzado en armas contra Roma, eran los más perjudicados: apenas había quedado un varón marso con vida. En febrero, Quinto Popedio Silo huyó a Samnio y se refugió en Aesernia con Mutilo. Y se encontró con un Mutilo tan gravemente herido, que nunca más podría mandar tropas: se hallaba paralizado de cintura para abajo.

—Voy a cederte el mando de Samnio, Quinto Popedio —dijo.

—¡No! —exclamó Silo—. Yo no sé tratar a la tropa como tú, y menos a soldados samnitas… ni tengo dotes de general.

—No ha quedado nadie y mis samnitas han decidido seguirte.

—¿De verdad que los samnitas quieren continuar la guerra?

—Sí —contestó Mutilo—, pero en nombre de Samnio, no de Italia.

—Lo comprendo, ¿pero no queda ningún samnita que los mande?

—Ninguno, Quinto Popedio; tienes que hacerlo tú.

—Bien, de acuerdo —contestó Silo suspirando.

De lo que no hablaron fue de sus frustradas esperanzas de una Italia independiente. Ni tampoco de lo que ambos no ignoraban: que Italia estaba derrotada y que Samnio no podía vencer.

En mayo, el último ejército rebelde salió de Aesernia al mando de Quinto Popedio Silo. Constaba de treinta mil soldados de infantería y mil de caballería, reforzado por una tropa de veinte mil esclavos manumitidos. Casi todos los de infantería habían resultado heridos en un combate u otro y se hallaban en Aesernia por ser la única plaza segura que quedaba; Silo había traído la caballería, logrando cruzar las lineas romanas de cerco a la ciudad. Todas estas circunstancias hacían inevitable la salida, porque Aesernia no tenía posibilidades de seguir alimentando tantas bocas.

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