La corona de hierba (100 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—No, no lo haré —contestó ella—. Si tan interesado estás, hazla tú. Aunque te diré que divorciándote de Elia perderás popularidad.

—Ya he sido impopular antes.
Vale
.

Las elecciones por tribus se celebraron sin la presencia del cónsul, por haber confiado el Senado la encomienda del escrutinio a Metelo Pío el Meneitos, que era pretor y había venido a Roma con Sila. Que los tribunos de la plebe iban a ser conservadores se hizo evidente al ver que el cabeza de lista era Publio Sulpicio Rufo y no muy detrás salía elegido Publio Antistio. Sulpicio había obtenido licencia de Pompeyo Estrabón, tras labrarse una excelente reputación de comandante en el campo de batalla, luchando contra los picentinos. Ahora quería obtener fama política. Era célebre por su retórica y por su actuación en el Foro desde joven, y era, con mucho, el orador más prometedor entre las jóvenes lumbreras: al igual que el finado Craso Orator, su escuela era la asiática y de gestos tan airosamente calculados como su áurea voz, su léxico y sus recursos retóricos. Su caso más famoso había sido el juicio contra Cayo Norbano por haber inculpado ilegalmente a Cepio, el cónsul del oro de Tolosa, y que lo hubiese perdido no había empañado lo más mínimo su reputación. Gran amigo de Marco Livio Druso —aunque no era partidario de la emancipación de los itálicos—, desde la muerte de éste había trabado amistad con Quinto Pompeyo Rufo, el que se presentaba en binomio con Sila a las elecciones consulares. El que fuese el presidente del colegio de tribunos de la plebe no presagiaba nada bueno para las payasadas tribunicias de cariz demagógico, bien que, en realidad, no parecía que ninguno de los diez elegidos fuese proclive a la demagogia, ni la elección del colegio fue seguida por un aluvión de legislación polémica. Más prometedor era el nombramiento de Quinto Cecilio Metelo Celer como edil plebeyo, un hombre muy rico del que se rumoreaba que pensaba organizar unos magníficos juegos para la ciudad, harta de la guerra.

De nuevo bajo la presidencia del Meneitos, las centurias se reunieron en el Campo de Marte para oír el anuncio de los candidatos consulares y pretorianos. Cuando Sila y su colega Quinto Pompeyo Rufo anunciaron su candidatura conjunta, los vítores fueron ensordecedores. Pero cuando Cayo Julio César Estrabón Vopisco Sesquículo anunció que iba a contestar las elecciones consulares, se hizo un profundo silencio.

—¡No puedes! —replicó Metelo Pío con voz airada—. ¡Aún no has sido pretor!

—Yo sostengo que no hay nada en las tablillas que impida a nadie presentarse a cónsul antes que a pretor —alegó César Estrabón, sacando un abultado rollo que levantó protestas entre los presentes—. He traído una disertación que voy a leer de cabo a rabo para demostrar lo que digo.

—¡Enróllalo y no te molestes, Cayo Julio Estrabón! —dijo Sulpicio, el nuevo tribuno de la plebe desde la multitud congregada bajo el estrado de los candidatos—. ¡Yo veto tu candidatura!

—¡Ah, vamos, Publio Sulpicio! ¡Hagamos caso de la ley por una vez en lugar de usarla en contra de la gente! —replicó César Estrabón.

—Yo veto tu candidatura, Cayo Julio Estrabón. Baja de ahí y únete a los tuyos —dijo Sulpicio con firmeza.

—¡Pues me declaro candidato al pretorado!

—Este año no —contestó Sulpicio—. Lo veto igualmente.

A veces el hermano menor de Quinto Lutacio Catulo César y de Lucio Julio César el Censor mostraba muy mala intención y su genio le ponía en difíciles situaciones, pero en esta ocasión César Estrabón se contentó con encogerse de hombros, sonreír y bajar del estrado para unirse a Sulpicio.

—¡Loco! ¿Por qué has hecho eso? —inquirió Sulpicio.

—Habría salido bien si tú no intervienes.

—Antes te habría matado yo —dijo una voz.

César Estrabón se volvió, vio que la voz pertenecía al joven Cayo Flavio Fimbria y espetó sarcástico:

—¡Piénsatelo, cretino codicioso, tú no matas ni a una mosca!

—¡Alto, alto! —se apresuró a decir Sulpicio, poniéndose entre los dos—. ¡Vete, Cayo Flavio! ¡Vamos, márchate! ¡Fuera de aquí! Deja el gobierno de Roma a quienes son mayores y superiores a ti.

César Estrabón se echó a reír mientras Fimbria se alejaba.

—Para lo joven que es, tiene muy mala intención —dijo Sulpicio—. No te ha perdonado que acusases a Vario.

—No me extraña —contestó César Estrabón—. Con la muerte de Vario se quedó sin su único apoyo visible.

No habría más sorpresas; una vez presentadas las candidaturas a cónsul y pretor, todos se fueron a casa a aguardar con la mayor paciencia posible que llegara el cónsul Cneo Pompeyo Estrabón.

No regresó a Roma hasta casi finales de diciembre y se empeñó en celebrar su triunfo antes de llevar a cabo las elecciones. El que retrasase su regreso a Roma se debió a una brillante idea que había concebido tras la toma de Asculum Picentum. Su desfile triunfal (porque él no renunciaba a ello) iba a ser muy deslucido sin botín que exhibir ni carrozas exóticas con grupos de cautivos raros para los romanos. Y fue entonces cuando tuvo la brillante idea. ¡En el desfile exhibiría miles de niños itálicos! Sus tropas se dedicaron a recorrer los campos para apresar unos cuantos miles de niños de edades comprendidas entre cuatro y doce años, y, así, cuando desfiló en su carro triunfal por el itinerario prescrito, se hizo preceder de una legión de críos desamparados. Fue un horrible espectáculo, cuando menos porque demostraba la cantidad de varones adultos itálicos que habían perdido la vida por iniciativa de Cneo Pompeyo Estrabón.

Las elecciones curules se celebraron tres días antes de año nuevo. Lucio Cornelio Sila salió elegido primer cónsul y su amigo Quinto Pompeyo Rufo, segundo cónsul. Dos pelirrojos del extremo opuesto del espectro nobiliario romano. Roma ansiaba tener un binomio en buena armonía en el cargo con la esperanza de superar los males causados por la guerra.

Iba a ser un año de seis pretores, lo que supuso la prórroga en el cargo a casi todos los gobernadores de provincias: Cayo Sentio y su legado Quinto Bruto Sura en Macedonia; Publio Servilio Vatia y sus legados Cayo Celio y Quinto Sertorio en las Galias; Cayo Casio en la provincia de Asia; Quinto Apio en Cilicia y Cayo Valerio Flaco en Hispania. El nuevo pretor Cayo Norbano fue enviado a Africa, y de pretor urbano se designó a un hombre muy mayor, Marco Junio Bruto, que tenía un hijo que acababa de entrar en el Senado, pero había anunciado su candidatura a pretor pese a su proverbial mala salud porque alegaba que Roma necesitaba en ese cargo un hombre decente, pues había muchos hombres decentes en campaña. El
praetor peregrinus
fue un Servilio plebeyo de la familia de los Augures.

El día de año nuevo amaneció radiante y los presagios nocturnos habían sido propicios. Quizá por ello no era sorprendente que, tras dos años de temores y espantos, toda Roma decidiese echarse a la calle para ver la ceremonia inaugural. Todos qúerían ser testigos de la victoria sobre los itálicos y había muchos que esperaban que los nuevos cónsules lograran subsanar los tremendos problemas financieros de la ciudad.

De vuelta a su casa después de velar toda la noche, Lucio Cornelio Sila revistió la toga bordada en púrpura, ciñó con sus propias manos la corona de hierba y salió a disfrutar de la novedad de caminar detrás de doce lictores togados que portaban al hombro el haz de varillas, ritualmente amarradas con correillas rojas de cuero. Delante de él iban los caballeros que habían optado por acompañarle a él en vez de a su colega, y detrás, los senadores, incluido su buen amigo el Meneitos.

Es mi día, se decía, entre murmullos y voces de apreciación de la muchedumbre al ver la corona de hierba. Por primera vez en mi vida no tengo rivales ni iguales. Soy el primer cónsul, he ganado la guerra contra los itálicos y llevo la corona de hierba. Soy más grande que un rey.

Los dos cortejos salidos de las casas de los nuevos cónsules se juntaron al pie del clivus Palatinus, en el lugar en que aún se alzaba la vieja puerta Mugonia, reliquia de los tiempos en que Rómulo había levantado las murallas de su ciudad palatina. A partir de allí, seis mil personas prosiguieron solemnemente el tortuoso itinerario por la Velia, descendiendo por el clivus Sacer hasta el bajo Foro; en su mayoría, caballeros con la franja estrecha —el angustus clavus— en la túnica, y un Senado en su mínima expresión, detrás de los cónsules y sus lictores. La multitud los aclamaba por doquier, asomada a las ventanas que daban al Foro, encaramada a los arcos y techos de las basílicas, a los tejados de las tabernas y tiendas de la Via Nova y a las galerías de las mansiones del Palatino y el Capitolio que daban al Foro. Gentío. Gentío por doquier aclamando al portador de la corona de hierba, una guirnalda que la mayoría de ellos nunca había visto.

Sila caminaba con una regia dignidad desconocida, respondiendo a los vítores con leves inclinaciones de cabeza, sin esbozar una sonrisa, sin brillo de gozo en la mirada. Era su sueño hecho realidad. Su día. Una de las cosas que más le fascinaba era distinguir tan claramente a individuos concretos en aquella ingente muchedumbre: una mujer hermosa, un niño subido a hombros de un adulto, un extranjero. Y Metrobio. Estuvo en un tris de detenerse, pero síguío caminando; no era más que un rostro entre la multitud, fiel y discreto como siempre. Aquella hermosa faz morena no mostraba signo alguno de una relación particular, salvo en los ojos, quizá; pero, aparte de Sila, nadie lo habría notado. Unos ojos tristes. De pronto quedó atrás y ya no le vio. Era cosa pasada.

El cortejo de caballeros se detuvo al llegar a la zona que bordeaba la hondonada de los
Comitia
, antes de girar a la izquierda y seguir por entre el templo de Saturno y los arcos abovedados de enfrente de los Doce Dioses, para volver la cabeza hacia el clivus Argentarius y proferir unos vítores más estentóreos que los que le habían dedicado a él. Sila los oía pero no veía a quién iban dirigidos; y notó el sudor corriéndole por la espalda. ¡Alguien le estaba robando el calor de la multitud! Porque también el gentío se volvía a mirar desde tejados y escalinatas en la misma dirección, lanzando aclamaciones por encima de un mar de manos que se agitaban como juncos.

Jamás en su vida había tenido Sila que hacer un esfuerzo semejante para no cambiar de expresión, modificar las regias inclinaciones de cabeza o alterar la impasibilidad de su mirada. El cortejo reemprendía la marcha y él avanzó por el bajo Foro detrás de sus lictores, sin estirar lo más mínimo el cuello para ver qué le esperaba al pie del clivus Argentarius. Quién le robaba su multitud. Su día. ¡Su día!

Y allí estaba Cayo Mario. En compañía del niño y con la
toga praetexta
. Aguardando para unirse a los senadores curules que iban a la zaga de Sila y Pompeyo Rufo. Otra vez activo. Dispuesto a asistir a la ceremonia inaugural de los nuevos cónsules, a la ulterior reunión del Senado en el templo de Júpiter Optimus Maximus en lo alto del Capitolio y a la fiesta en ese mismo templo. Cayo Mario. Cayo Mario, el militar genial. Cayo Mario, el héroe.

Cuando Sila llegó a su altura, Cayo Mario le dirigió una reverencia. Reconcomido por una rabia inmensa, que bajo ningún concepto podía dejar traslucir, Sila se volvió para corresponder con otra reverencia. Tras lo cual la muchedumbre enfebrecida lanzó gritos de alegría y los rostros se llenaron de lágrimas. Luego, después de que Sila girase a la izquierda para pasar junto al templo de Saturno y emprender la subida del Capitolio, Cayo Mario ocupó su lugar entre los togados de orla púrpura, con el niño a su lado. Había mejorado tanto que casi no se le notaba el renqueo del pie izquierdo y mostraba la mano izquierda sujetando los profusos pliegues de la toga, para que todos viesen que ya no estaba inválido. En cuanto a su rostro, prescindía de sonreír para no mostrar aquella mueca en que se había convertido su sonrisa.

Esto me lo pagarás, Cayo Mario, pensó Sila. ¡Sabías que era mi día! Y no has podido resistir la tentación de mostrarme que Roma sigue siendo tuya. Que yo —un Cornelio patricio— no soy nada comparado contigo, un palurdo itálico que no habla griego. Que yo no cuento con el afecto de la gente. Que nunca podré llegar a donde tú has llegado. Bien, Cayo Mario, puede que sea así, pero me las pagarás. Has sucumbido a la tentación de dar el espectáculo en mi día. Si hubieses elegido volver a la vida pública mañana, pasado mañana u otro día cualquiera, el resto de tu vida sería muy distinto de la miseria en que voy a obligarte a vivir. Porque pienso hundirte. Nada de veneno, ni puñal. Lograré que tus descendientes no puedan ni exhibir tu
imago
en la procesión funeraria familiar. Arruinaré tu fama para siempre.

Pero, de alguna manera, logró sobreponerse y concluir aquella horrenda jornada. Con aire ufano y complacido, el nuevo primer cónsul permanecía de pie, a un lado del templo de Júpiter Optimus Maximus, esgrimiendo una sonrisa inane como la del rostro de la estatua del Gran Dios, dejando que los senadores tributaran su homenaje a Cayo Mario, al margen del hecho de que la mayoría de ellos le detestaban. Cuando Sila comprendió que la iniciativa de Mario había sido del todo inocente, que no se había detenido a pensar que le hacía sombra en su día y únicamente le había animado la idea de que sería una jornada sin par para hacer su reaparición en el Senado, la consideración no palió en nada su rabia ni fue óbice para que se retractara en su juramento de hundirle. Al contrario, la irresponsabilidad del acto hacía más intolerable aún la acción del gran hombre, porque venía a significar que, para Mario, Sila tenía muy poca importancia. Mario lo pagaría amargamente.

—¿Co… como se atrevió? —musitó Metelo Pío a Sila al término de la ceremonia, cuando los esclavos públicos iniciaban los preparativos de la fiesta—. Lo… lo… lo… hizo adrede.

—Ah, claro que lo hizo adrede —mintió Sila.

—¿Vas a de… de… dejarlo a… a… así? —añadió Metelo Pío, casi implorando.

—Cálmate, Meneitos, estás tartamudeando —replicó Sila dándole el detestado sobrenombre, pero de un modo que no resultaba ofensivo—. No quiero que ninguno de esos imbéciles se dé cuenta de lo que siento. Deja que ellos, ¡y él!, crean que estoy plenamente satisfecho. Yo soy el cónsul, Meneitos. Él, no. El no es más que un viejo enfermo que trata de recuperar un ascendiente que no volverá a tener.

—Quinto Lutacio está lívido —añadió Metelo Pío, conteniendo su tartamudez—. ¿Le ves allí? Acaba de decir una buena de Mario, fingiendo, el viejo hipócrita, que no lo decía en ese sentido. ¿Será posible?

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