La corona de hierba (98 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Sila dejó unas cohortes en Aesernia al mando de Lúculo para impedir la salida de Mutilo y se dirigió a la antigua capital samnita de Bovianum, que era una ciudad con fortificaciones impresionantes con tres ciudadelas conectadas por fuertes murallas. Cada una de las ciudadelas estaba orientada en distinta dirección al efecto de poder avistar las tres diferentes carreteras que confluían en la ciudad, que se consideraba inexpugnable.

—¿Sabéis una cosa que siempre advertí en Cayo Mario cuando estaba en el campo de batalla? —dijo Sila a Metelo Pío y a Hortensio—. Que nunca le apasionaba la estrategia de tomar ciudades. Para él, lo único que contaba era la batalla campal. A mí, por el contrario, me fascina conquistar ciudades. Si observáis Bovianum, os parecerá inexpugnable; pero ya veréis como cae hoy mismo.

Y cumplió su palabra, engañando a los samnitas al hacerles creer que acampaba el ejército bajo la ciudadela que dominaba la carretera de Aesernia; mientras, una legión se escabullía por entre las montañas y atacaba a la ciudadela que miraba al Saepinum. Cuando Sila vio la enorme humareda que se elevaba sobre la torre del Saepinum, que era la señal convenida, atacó la torre de Aesernia. En menos de tres horas, Bovianum se rendía.

Sila acuarteló a sus tropas en Bovianum en lugar de instalar un campamento y utilizó la ciudad como base mientras efectuaba incursiones por los alrededores para estar seguro de que el sur del Samnio quedaba totalmente sometido y sin posibilidades de reclutar nuevas tropas.

Luego, dejando Aesernia sitiada con tropas llegadas de Capua, con sus cuatro legiones en bloque, conferenció con Cayo Cosconio. Era fines de septiembre.

—¡El este es tuyo, Cayo Cosconio! —dijo animado—. Quiero que me limpies totalmente la Via Appia y la Via Minucia. Instala tu cuartel general en Bovianum, que tiene una guarnición soberbia, y muéstrate tan implacable como hasta ahora. Lo más importante es mantener a Mutilo bloqueado dentro de Aesernia e impedir que reciba refuerzos.

—¿Cómo van las cosas en el norte? —inquirió Cosconio, que no había tenido prácticamente noticias desde que zarpó de Puteoli en marzo.

—¡Estupendamente! Servio Sulpicio Galba ha dado cuenta de casi todos los marrucini, marsos y vestinios. Dice que Silo estuvo en el campo de batalla, pero logró huir. Cinna y Cornutus han ocupado todas las tierras de los marsos y Alba Fucentia ha caído de nuevo en nuestras manos. El cónsul Cneo Pompeyo Estrabón ha hecho pedazos a los picentinos y ha reducido las zonas rebeldes de Umbría. Sin embargo, Publio Sulpicio y Cayo Baebio continúan firmes ante Asculum Picentum, que sin duda debe estar a punto de sucumbir de hambre, pero aún resiste.

—¡Entonces los hemos vencido! —exclamó Cosconio, maravillado.

—Oh, claro. ¡Teníamos que vencer! ¡Los dioses no iban a consentir una Italia en la que no mandara Roma! —dijo Sila.

El sexto día del mes de octubre llegaba a Capua para ver a Catulo César y hacer los preparativos pertinentes para los cuarteles de invierno del ejército. El tráfico por la Via Appia y la Via Minucia estaba restablecido, pese a que la ciudad de Venusia resistía tercamente, impotente para otra cosa que contemplar la actividad romana en la carretera que discurría por sus proximidades. Por la Via Popilia podían circular las tropas y convoyes de Campania en dirección a Rhegium, pero aún no era segura para los viajeros, dado que Marco Lamponio seguía emboscado en las montañas y centraba sus energías en incursiones que no pasaban de ser simples correrías de bandoleros.

—No obstante —dijo Sila al jubiloso Catulo César, cuando se preparaba para marchar a Roma a fines de noviembre—, creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que toda la península vuelve a estar en nuestras manos.

—Prefiero esperar a que recuperemos Asculum Picentum para afirmarlo —replicó Catulo César, que había estado dedicado incansablemente durante dos años a tan ingrata tarea—. Allí comenzó todo, Lucio Cornelio, y sigue resistiendo.

—No olvides Nola —dijo Sila con un gruñido.

Pero Asculum Picentum tenía los días contados. Montando su caballo público, Pompeyo Estrabón fue con su ejército a juntarlo con el de Publio Sulpicio Rufo en octubre y cercó la ciudad con una auténtica muralla de tropas romanas. Ni una cuerda que colgase de las defensas pasaba inadvertida. La siguiente iniciativa fue cortar el suministro de agua; ingente trabajo, ya que la toma estaba distribuida en centenares de puntos distintos de la capa de grava existente bajo el lecho del río Truentius. Pero Pompeyo Estrabón mostró notable habilidad ingenieril, complaciéndose, además, en supervisar personalmente los trabajos.

Al servicio del cónsul Estrabón se hallaba su cadete más denostado, Marco Tulio Cicerón. Como Cicerón dibujaba bastante bien y utilizaba una taquigrafía inventada por él para anotarlo todo con gran rapidez y exactitud, al cónsul Estrabón le era muy útil en situaciones como la que sirvió para privar poco a poco de agua a Asculum Picentum. Cicerón hizo lo que le decían y se mantuvo callado, tan aterrado por su comandante como pasmado por su absoluta indiferencia ante la angustia de los picentinos.

En noviembre, los magistrados de Asculum Picentum abrieron las puertas principales y fueron saliendo para entregar la ciudad a Cneo Pompeyo Estrabón.

—Os entregamos la ciudad —dijo el decano de los magistrados con gran dignidad—. Solamente os pedimos que nos devolváis el agua.

Pompeyo Estrabón echó hacia atrás su canosa y amarillenta cabeza y soltó una carcajada.

—¿Para qué —inquirió humorístico—, si no va a quedar nadie vivo para beberla?

—¡Tenemos sed, Cneo Pompeyo!

—Pues seguid sedientos —contestó.

Entró con su caballo público en Asculum Picentum a la cabeza de un cortejo formado por sus legados Lucio Gelio Poplicola, Cneo Octavio Ruso y Lucio Junio Bruto Damasipo, con los tribunos de los soldados, los cadetes y un contingente selecto de tropas de cinco cohortes.

Mientras los soldados se diseminaban por la ciudad para detener a todos los habitantes e inspeccionar las casas, el cónsul Estrabón se dirigió al foro-mercado. Aún conservaba señales de la ocupación de Vidacilio, y donde antes se asentara el tribunal de magistrados no había más que un montón de troncos chamuscados, resto de la pira en que Vidacilio se había inmolado.

Mordisqueando la implacable fusta con que castigaba a su caballo público, el cónsul Estrabón miró detenidamente en derredor e hizo un gesto con la cabeza a Bruto Damasipo.

—Haz una plataforma sobre esa pira, rápido —le dijo tajante.

Al cabo de un rato, un grupo de soldados había arrancado puertas y vigas de los edificios más próximos y Pompeyo Estrabón tenía su plataforma con escalinata. Sobre ella colocaron su silla curul y una banqueta para el escriba.

—Ven conmigo —dijo a Cicerón, salvando los escalones y sentándose en la silla curul, sin haberse despojado de la coraza y el casco de general, aunque con una capa púrpura en lugar de la roja de general.

Cicerón se apresuró a dejar el montón de tablillas que llevaba en una mesa junto a la banqueta y tomó también asiento, con una tablilla en el regazo y estilo de hueso en mano. Era de suponer que iba a celebrarse un juicio.

—Poplicola, Ruso, Damasipo, Cneo Pompeyo hijo, venid aquí —dijo el cónsul con su habitual sequedad.

Con el corazón en un puño, Cicerón logró calmarse lo bastante para no perderse detalle de la escena, dispuesto a hacer las primeras anotaciones oficiales. Era evidente que la ciudad había adoptado ciertas precauciones antes de abrir las puertas, pues una gran cantidad de espadas, cotas de malla, lanzas, puñales y otros objetos que podían conceptuarse de armas se amontonaban ante el edificio de juntas.

Trajeron a los magistrados y les hicieron permanecer de pie frente al improvisado tribunal. Pompeyo Estrabón abrió el juicio, diciendo:

—Sois culpables de traición y asesinato. No sois ciudadanos romanos, por lo que seréis azotados y decapitados. Consideraos afortunados de que no os dé el castigo propio de esclavos y os crucifique.

Allí mismo, al pie del tribunal, se ejecutaron todas las sentencias, mientras el aterrado Cicerón, dominando sus ascos por el método de fijar la vista en la tablilla que tenía en el regazo, garabateaba signos ininteligibles en la cera.

Una vez ejecutados los magistrados, el cónsul Estrabón procedió a pronunciar la misma sentencia para todos los varones entre trece y ochenta años que sus soldados pudieron encontrar. Para activar el asunto, dispuso cincuenta soldados para las flagelaciones y otros cincuenta para las decapitaciones. Otros se encargaron de escarbar en el montón de armamento ante el edificio de juntas por si encontraban buenas hachas; pero, mientras tanto, los verdugos fueron actuando con las espadas, y, con la rutina, alcanzaron tal habilidad en decapitar a sus exhaustas víctimas, que prescindieron de las hachas. No obstante, transcurrida una hora no llevaban decapitados más que a trescientos asculanos, cuyas cabezas fueron clavadas en lanzas y colocadas en las murallas, dejando los cuerpos amontonados a un lado del Foro.

—Tenéis que avivar el ritmo —dijo Pompeyo Estrabón a sus soldados y oficiales—. ¡Quiero dejarlo acabado hoy mismo, no dentro de una semana! Disponed doscientos hombres para los azotes y otros doscientos para la decapitación. Y daos prisa. No lo estáis haciendo por equipos ni sistemáticamente, y si no os espabiláis seguiréis la misma suerte.

—Sería mucho más fácil dejarlos morir de hambre —dijo el hijo del cónsul, mirando desapasionadamente aquella carnicería.

—Mucho más fácil, pero ilegal —contestó el padre.

Aquel día perecieron más de cinco mil varones de Asculum, una matanza que perviviría en el recuerdo de todos los romanos que fueron testigos de ella, aunque ninguna voz se alzó en contra, ni nadie comentó nada posteriormente. La plaza quedó materialmente cubierta de sangre y su peculiar olor, cálido, dulzón, fétido y ferroso, se alzó como una niebla en aquella atmósfera montañosa soleada.

Al ponerse el sol, el cónsul se levantó, desperezándose, de su silla curul.

—Volvemos al campamento —dijo lacónico—. Mañana nos ocuparemos de las mujeres y los niños. No hay necesidad de dejar guardia dentro. Sólo cerrad las puertas y montad patrullas fuera.

Y no dio ninguna orden respecto a lo que había que hacer con los cadáveres, ni mandó limpiar la sangre.

Por la mañana, el cónsul volvió a sentarse en el tribunal, insensible a lo que tenía ante sus ojos, mientras sus soldados mantenían a los que aún quedaban con vida agrupados por tandas fuera del Foro. La sentencia fue la misma para todos:

—Marchaos inmediatamente de aquí, sólo con lo que lleváis puesto. Nada de comida, dinero, objetos de valor ni recuerdos.

Los dos años de asedio habían convertido a Asculum Picentum en una ciudad mísera; no quedaba nada de dinero y menos aún objetos de valor. Pero antes de que a los desterrados se les permitiese abandonar la ciudad, les registraron y a ninguno se le dejó ir a su casa desde donde estaban concentrados; todos los grupos de mujeres y niños fueron conducidos hacia las puertas como borregos, obligándolos a cruzar las líneas de Pompeyo Estrabón hacia tierras completamente asoladas por las legiones. No se atendieron los gritos de clemencia ni el llanto de los niños; las tropas de Pompeyo Estrabón no estaban para bromas. Las mujeres hermosas fueron para oficiales y centuriones y las menos agraciadas, para la tropa. Cuando acabaron, las que aún seguían con vida fueron conducidas a los campos devastados con sus madres e hijos.

—No hay nada que merezca la pena llevar a Roma para mi triunfo —dijo el cónsul una vez que todo estuvo concluido, levantándose de su silla curul—. Lo que haya, dádselo a los soldados.

Cicerón siguió a su general y miró boquiabierto lo que se le antojó la mayor carnicería del mundo, ya sin sentir náuseas ni estremecimiento alguno. Si esto es la guerra, se dijo, que nunca más vuelva a estar en una. Sin embargo, su amigo Pompeyo, a quien adoraba y sabía cuán amable era, no se privaba de atusarse hacia atrás su hermosa cabellera rubia y de silbar alegremente, abriéndose camino por entre los charcos de sangre coagulada plagados de moscas, y sus bellos ojos azules no irradiaban más que aquiescencia por aquellos montones de cadáveres decapitados.

—He mandado a Poplicola que nos reserve dos buenas mujeres a los cadetes —dijo Pompeyo rezagándose para evitar que Cicerón pisase un charco de sangre—. ¡Ah, cómo nos divertiremos! ¿Tú has visto a alguien haciéndolo? ¡Pues esta noche lo verás!

—Cneo Pompeyo —dijo Cicerón heroicamente, conteniendo la respiración—, no me faltan agallas, pero no tengo ánimo ni estómago para la guerra. Después de ver lo que ha sucedido aquí estos dos últimos días, no me excitaría ni viendo a Paris haciéndoselo a Helena. En cuanto a esas mujeres de Asculum, te ruego que no cuentes conmigo. Dormiré bajo un árbol.

Pompeyo se echó a reír y pasó el brazo por los deprimidos hombros de su amigo.

—¡Oh, Marco Tulio, eres una vestal apergaminada como no hay dos! —exclamó, conteniendo la risa—. ¡El enemigo es el enemigo! ¡No se puede sentir piedad por gente que no sólo ha desafiado a Roma, sino que ha matado a un pretor romano y a centenares de hombres, mujeres y niños romanos, despedazándolos! ¡Así, como suena! Pero bueno, vete a dormir bajo un árbol. Tu polvo lo echaré yo.

Salieron de la plaza y caminaron por una calle corta y estrecha hasta la puerta principal. Y allí estaba de nuevo el horror: una fila de horripilantes trofeos con cuellos deshechos y rostros picoteados que se extendía en ambas direcciones hasta donde la vista alcanzaba. Cicerón sintió arcadas, pero ya había adquirido tal habilidad en no perder el ánimo ante el cónsul, que se mantuvo impávido delante de su amigo, que siguió charlando despreocupado.

—No había nada para exhibirlo en un triunfo —decía Pompeyo—, pero encontré una red espléndida para atrapar pájaros; y mi padre me ha dado varios cubos de libros y una edición de mi tío abuelo Lucilio que no conocíamos. Suponemos que será obra de algún copista local. Muy interesante y muy bonito.

—No tienen comida ni ropa de abrigo —dijo Cicerón.

—¿Quiénes?

—Las mujeres y los niños desterrados.

—¡Eso espero!

—¿Y esa porquería que queda ahí dentro?

—¿Te refieres a los cadáveres?

—Sí, me refiero a los cadáveres. Y a la sangre. Y a las cabezas.

—Se irán pudriendo.

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