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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (129 page)

—Acepto a Burgundus complacido, Aulo Belaeo, pero no te preocupes de esa soldadesca. Sé quién los contrató: un hombre sin autoridad ni influencia que trata de darse importancia. Al principio pensé que era Lucio Sila, en cuyo caso el asunto habría sido más grave. Pero si el cónsul ha enviado patrullas en mi búsqueda, aún no han llegado a Minturnae. Esa pandilla estaba a sueldo de un simple
privatus
que pretendía hacer méritos. ¡No sabe Sexto Lucilio lo que le espera! —añadió Mario entre dientes.

—Mi barco es vuestro hasta que podáis volver —dijo Belaeo sonriente—. El capitán lo sabe. Afortunadamente la carga es vino de Falernio y mejorará aunque la travesía sea larga. Que tengáis buen viaje.

—Mis mejores deseos, Aulo Belaeo. Nunca te olvidaré —contestó Cayo Mario.

Y así concluyó la agitada jornada. Hombres y mujeres de Minturnae se apiñaban en el muelle, agitando las manos hasta que el navío desapareció en el horizonte, hasta que se volvieron en tropel a sus casas como si hubiesen ganado una importante batalla. Aulo Belaeo regresó también a su casa, sonriendo bajo el crepúsculo. Se le había ocurrido una idea estupenda. Localizaría al mejor muralista de toda la península y le encargaría pintar el episodio de la jornada de Cayo Mario en Minturnae en una serie de escenas que adornasen el nuevo templo de Marica en la preciosa arboleda. Al fin y al cabo era la diosa marina que dio a luz a Latinus, cuya hija Lavinia esposó a Eneas, concibiendo a iulus; por ello tenía especial significado para Cayo Mario, casado con una Julia. Además, Marica era la patrona de la ciudad. No había realizado mayor proeza Minturnae que negarse a dar muerte a Cayo Mario, y en años sucesivos toda Italia lo sabría gracias a los frescos del templo de Marica.

A partir de aquel momento, Cayo Mario no volvió a correr peligro, por largos y agotadores que fueran sus viajes. En Aenaria se reunieron diecinueve de los fugitivos, esperando en vano la llegada de Publio Sulpicio. Al cabo de una semana, pensaron apesadumbrados que nunca llegaría y decidieron zarpar sin él. Desde Aenaria desafiaron las olas del mar Toscano y no avistaron tierra hasta el cabo noroeste de Sicilia, en donde arribaron al puerto pesquero de Erycina.

Allí había decidido Mario quedarse para no alejarse de Italia más de lo necesario. Aunque su estado físico era notable, teniendo en cuenta todas las vicisitudes por las que había pasado, él mismo se daba cuenta de que su cabeza no andaba del todo bien. Se le olvidaban cosas y a veces lo que le hablaban le sonaba al bárbaro lenguaje de escitas y sármatas; notaba olores repugnantes y extraños, y a veces nublaba su visión una especie de telaraña. Otras, notaba un extraño sofoco y no sabía dónde estaba, perdía temple e imaginaba desaires y ofensas inexistentes.

—Lo que llevemos dentro y que nos hace pensar, estará en el pecho como dicen algunos, o en la cabeza como afirma Hipócrates, pero yo me inclino a creer que lo tenemos en la cabeza, porque yo pienso con los ojos, los oídos y la nariz, luego ¿por qué iba a estar tan alejado del centro del pensamiento como lo están el corazón y el hígado? —decía un día a su hijo, mientras aguardaban en Erycina noticias del gobernador—. Vamos a ver si me explico… —añadió con voz vacilante, frunciendo furiosamente el entrecejo—. Hay algo en mi mente que va menguando poco a poco, hijo. Aún me sé de memoria libros enteros, y si me esfuerzo, soy capaz de reflexionar correctamente… puedo dirigir una reunión y hacer todo lo que hacía antes. Pero no siempre. Y es un proceso complejo que no entiendo bien. A veces ni siquiera me doy cuenta de los cambios… Excúsame por estas vaguedades y lagunas. Pero tengo que conservar mi capacidad mental porque pronto seré cónsul por séptima vez. Me lo vaticinó Marta y no se equivocó. No se equivocó… Te lo he contado, ¿verdad?

—Sí, padre, me lo has contado muchas veces.

—¿Te dije que me vaticinó también otra cosa?

Los grises ojos del joven se clavaron en el rostro curtido y atormentado del padre, y esbozó una sonrisa, preguntándose si no sería otra divagación mental de su progenitor o hablaría en serio.

—No, padre.

—Pues sí, me lo vaticinó. Dijo que iba a ser el hombre más grande de la historia de Roma. Pero ¿sabes quién dijo que sería el romano más grande de todos?

—No, padre. Me gustaría saberlo —replicó el joven Mario, sin el menor rayo de esperanza, sabiendo perfectamente que no iba a ser él, hijo del gran hombre y plenamente consciente de sus carencias.

—Dijo que sería el pequeño César.

—¡Edepol!

Mario se retorció entre risitas, con escalofriante chochez.

—¡Pero no te preocupes, hijo! ¡No se cumplirá! ¡No consentiré que haya nadie más grande que yo! Por eso voy a hundir la estrella del joven César en lo más profundo del océano.

El joven Mario se puso en pie.

—Estás cansado, padre. Me he dado cuenta de que tu estado de ánimo y esos trastornos que dices empeoran cuando estás cansado. Tienes que dormir.

El gobernador de Sicilia era un tal Cayo Norbano, cliente de Mario, y estaba en Messana haciendo frente a una pretendida invasión de la isla por parte de Marco Lamponio y una tropa rebelde de lucanos y bruttianos. El emisario de Mario, enviado lo más de prisa posible a Messana por la Via Valeria, regresó al cabo de trece días con la respuesta del gobernador.

Aunque me doy perfecta cuenta de las obligaciones que me ligan a ti como cliente, Cayo Mario, soy también gobernador propraetore de una provincia romana y estoy obligado por mi honor a servir a Roma por encima del deber hacia mi patrón. Tu carta llegó después de haberse recibido una comunicación oficial del Senado notificándome que no preste ni a ti ni a los otros fugitivos ninguna clase de ayuda. Y, además, se me dan órdenes de perseguirte y matarte. Eso no puedo hacerlo, desde luego; pero debo conminarte a que tu barco abandone aguas sicilianas.

Personalmente te deseo lo mejor, y espero que encuentres asilo en algún sitio; aunque dudo mucho de que lo halles en territorio romano. Te diré que Publio Sulpicio fue apresado en Laurentum y su cabeza adorna los rostra en Roma. Ruin hazaña. Pero entenderás mejor mi postura si te digo que quien colocó la cabeza de Sulpicio en los
rostra
fue Lucio Cornelio Sila en persona. No, no ordenó ponerla. Lo hizo él mismo.

—¡Pobre Sulpicio! —exclamó Mario, reprimiendo las lágrimas—. ¡Bien, seguiremos viajando! —añadió, encogiéndose de hombros—. Veremos cómo nos reciben en la provincia de Africa.

Pero tampoco allí los autorizaron a entrar; el gobernador Publio Sextilio también había recibido órdenes y no pudo hacer otra cosa por los fugitivos que aconsejarles que se fuesen antes de que, en cumplimiento de su deber, se viera obligado a apresarlos y ejecutarlos.

Continuaron hasta Rusicade, el puerto de Cirta, capital de Numidia, donde ahora reinaba Hiempsal, hijo de Gauda y mejor persona que él. Cuando el rey recibió la carta de Mario se hallaba en la corte de Cirta, cerca de Rusicade. Ensartado en los cuernos del mayor dilema que se le presentaba en su reinado, el rey anduvo cierto tiempo indeciso. Cayo Mario era quien había puesto a su padre en el trono, pero podía muy bien ser causa de que le depusieran a él. Porque Lucio Cornelio Sila tenía también influencias en Numidia.

Al cabo de varios días de pensárselo, se trasladó con parte de la corte a Icosium, al oeste y bien lejos de testigos romanos, invitando a Cayo Mario y sus amigos a poner rumbo a dicho puerto; les permitió desembarcar y puso a su disposición unas cómodas villas. Además, les recibía con frecuencia en su mansión, lo bastante grande para ser considerada palacio, aunque sin comparación con el de Cirta. Dado que esta residencia era menos espaciosa, el rey había dejado en Cirta a algunas de sus esposas y concubinas, y en Icosium sólo le acompañaban la reina, Sofonisba, y dos esposas de segunda categoría, Salambó y Anno. Personaje cultivado según la mejor tradición helenística, Hiempsal no ostentaba el lujo oriental y permitía que sus invitados se tratasen sin trabas con los miembros de su familia, hijos, hijas y esposas. Lo cual, desgraciadamente, acarreó complicaciones.

El joven Mario tenía ya veintiún años y comenzaba a afirmarse como adulto. Simpático y muy guapo, era, además, muy dado a la actividad física —porque intelectualmente no era muy dotado— y se entregaba con fruición a la caza, deporte que no complacía al rey númida, pero sí a su esposa Salambó. En las llanuras africanas había abundante caza, elefantes, leones, avestruces, gacelas, antílopes, osos, panteras y ñus, y el joven Mario se pasaba el día aprendiendo a cazar animales para él desconocidos. Y con la princesa Salambó como maestra y guía.

Quizá pensando en el carácter público de semejantes expediciones y en el número de personas que en ellas participaban, el rey Hiempsal lo consideró garantía suficiente para la virtud de su joven esposa; o quizá agradeciese incluso que le librasen —durante algunos días, a veces— de la presencia de aquella dinámica criatura. El se pasaba el tiempo a solas con Mario (que había mejorado mucho mentalmente desde su llegada a Icosium), charlando de los buenos tiempos y escuchando el relato de las campañas en Numidia y Africa en la época de Yugurta, de los que tomaba cumplida nota para los archivos de familia, ansiando que algún día sus hijos o sus nietos pudiesen aspirar a casarse con una noble romana. Porque Hiempsal no se hacía ilusiones; podía ser rey, gobernar un país grande y rico, pero ante la nobleza romana él y los suyos no eran nadie.

Naturalmente, el secreto trascendió. Uno de los validos del rey le hizo saber que los días que Salambó pasaba con el joven Mario eran, sí, inocentes, pero que las noches eran otra cosa. La revelación sumió al rey en el pánico; por una parte no podía ignorar la infidelidad de su esposa, pero por otra no podía hacer lo que normalmente habría hecho: ejecutar al seductor. Y así, optó por salvar en lo posible su dignidad diciéndole a Cayo Mario que era un asunto muy delicado para que los fugitivos continuaran en su reino y le rogó que zarpase en cuanto el barco estuviese bien aprovisionado.

—¡Necio! —dijo Mario mientras se dirigían al puerto—. ¿No tenías mujeres corrientes de sobra para tener que robarle las esposas a Hiempsal?

El joven Mario dejó escapar una sonrisa, sin lograr mostrarse arrepentido.

—Lo siento, padre, es que era una delicia. Además, no la seduje yo, sino ella a mí.

—Pues podrías haberle dado calabazas.

—Habría podido —replicó el impenitente joven—, pero no lo hice porque era una delicia.

—Bien dices «era», hijo, porque esa necia ha perdido la cabeza por tu culpa.

Sabiendo perfectamente que Mario estaba enfadado sólo porque tenían que marcharse, y que de no ser por eso le habría complacido su aventura con una reina extranjera, el joven Mario siguió sonriendo. La suerte de Salambó no preocupaba a ninguno de los dos, ya que ella sabía a lo que se arriesgaba si la descubrían.

—Que lástima —comentó el joven—. Era verdaderamente…

—¡No me lo repitas! —le interrumpió tajante el padre—. ¡Si fueses más pequeño y pudiera sostenerme en una pierna, te iba a dar tal puntapié en el culo que te saltarían los dientes! ¡Con lo bien que estábamos…!

—Pégamelo, si quieres —dijo el joven Mario, agachándose, apartando las piernas y presentándole el trasero en broma. Sabía que no corría ningún riesgo. Su delito era de los que un padre perdona fácilmente, y Mario en toda su vida le había puesto la mano encima; menos aún iba a darle una patada.

Entonces, Mario hizo una seña al fiel Burgundus, quien le sujetó por la cintura, mientras él alzaba la pierna derecha y plantaba su recia bota exactamente en el intersticio de las nalgas de su hijo. Que el joven Mario no se desmayase fue más que nada cuestión de orgullo, porque el daño fue descomunal. Estuvo durante días penando y repitiéndose insistentemente que su padre no lo había hecho por maldad deliberada y que él no había sabido calibrar la indignación paterna respecto al incidente con Salambó.

Desde Icosium fueron navegando a lo largo de la costa este africana sin tocar tierra hasta el nuevo destino de Cayo Mario: la isla de Cercina, de la Pequeña Sirte africana. Allí estaban a salvo, porque la población la constituían varios miles de ex combatientes de las legiones de Mario, beneficiarios de parcelas de tierra. Algo aburridos de cultivar trigo en parcelas de cien
iugera
, los encanecidos veteranos acogieron con los brazos abiertos a su antiguo general, agasajaron a Mario y a su hijo y juraron que Sila no tendría ejércitos suficientes para poner fin a la libertad de Cayo Mario.

Más preocupado por su padre desde aquel puntapié, el joven Mario no le perdía de vista, y, profundamente afligido, fue percatándose de los numerosos detalles que probaban su trastorno mental, maravillándose de que le perdonasen cosas por ser quien era o del modo como, de pronto, con un enorme esfuerzo de voluntad, parecía normal. Los que no le veían a menudo ni en la intimidad, no daban tanta importancia a un simple fallo de memoria, una mirada de desconcierto o su tendencia a divagar en lo que estaba contando si sobre la marcha perdía interés. ¿Podría hacerse cargo de un séptimo consulado? El joven Mario lo ponía en duda.

La alianza entre los nuevos cónsules Cneo Octavio Ruso y Lucio Cornelio Cinna era cuando menos incómoda, y en su peor aspecto se traducía en una serie de disputas en público en el Senado y en el Foro, que tenían a toda Roma en ascuas por ver quién se impondría. Los rápidos intentos de impugnar lo hecho por Sila habían cesado de inmediato cuando Pompeyo Estrabón envió una breve carta privada a Cinna diciéndole que si quería seguir siendo cónsul —y sus domesticados tribunos de la plebe apreciaban la vida— dejase en paz a Lucio Cornelio Sila para que pudiera marchar a Oriente. Consciente de que Octavio era el valido de Pompeyo Estrabón y de que las legiones que había en Italia en pie de guerra estaban en manos de dos de los más acérrimos partidarios de Sila, Cinna echó un rapapolvo a sus tribunos de la plebe Virgilio y Magio, que no querían soltar su presa. Pero Cinna, en último extremo, les dijo que si no lo hacían cambiaría de bando, aliándose con Octavio, y los expulsaría del Foro y de Roma.

Durante sus primeros ocho meses en el cargo hubo contrariedades de sobra en Roma y en Italia para que Octavio y Cinna no tuvieran un momento de reposo. Aparte de que el Tesoro seguía vacío y circulaba poco dinero, Sicilia y Africa sufrían un segundo año de sequía y los gobernadores, Norbano y Sextilio, se habían incorporado a su destino siendo aún pretores para ver lo que podían hacer para aumentar los envíos de trigo a la capital, con autorización para comprar, si era preciso, grano mediante pagarés, reforzados por la presencia de sus soldados. Bajo ningún concepto, ni presionados por ninguna unión de cultivadores, iban los cónsules ni el Senado a consentir que se repitiesen los hechos que habían desembocado en aquella breve hora de gloria de que había gozado Saturnino porque el censo por cabezas pasaba hambre. Al censo por cabezas había que alimentarle. Al descubrir algunos de los graves problemas que Sila había tenido durante su consulado, Cinna aprovechó todos los métodos recaudatorios posibles y envió cartas a los dos gobernadores de Hispania ordenándoles exprimir al máximo las dos provincias. El gobernador de las Galias, Publio Servilio Vatia, recibió orden de arramblar con todo lo que pudiese, haciendo equilibrios en la cuerda floja que suponía aquella situación de hacer frente a los bárbaros de la Galia Transalpina, dejando al mismo tiempo a los acreedores de la Galia itálica con dos palmos de narices. Cuando recibió las indignadas respuestas, Cinna las quemó nada más leer el párrafo inicial, deseando dos cosas imposibles: que Octavio se ocupase más de los asuntos peliagudos de gobierno y que Roma dispusiese aún de los ingresos de la provincia de Asia.

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