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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (131 page)

—¿Cómo has podido hacer eso? —inquirió Lucio César, llorando.

—¡Es horripilante! ¡Qué asco! —añadió Catulo César.

—¡No me vengáis con memeces y mojigaterías! Sabíais lo que iba a hacer y dijisteis que era preciso —replicó con desdén Cneo Octavio—. Así que, aunque no intervenisteis, disteis vuestro tácito consentimiento. ¡No me vengáis ahora con lloriqueos! Os he dado lo que queríais: unas centurias sumisas. Ya veréis como en adelante los supervivientes no votan las leyes de Cinna por mucho incentivo con que las presente.

Conmovido en su más íntimo ser, Catulo César miró furibundo a Octavio.

—¡Jamás he sancionado la violencia como instrumento político, Cneo Octavio! ¡Ni admito haber dado ninguna clase de consentimiento tácito ni de otro cariz! Si de lo que dijésemos mi hermano o yo has creído entender que estábamos de acuerdo, te equivocas. La violencia es mala, ¡pero esto…! ¡Esto es una matanza! ¡Un anatema sin paliativos!

—Mi hermano tiene razón —añadió Lucio César, enjugándose las lágrimas—. Hemos quedado infamados, Cneo Octavio. Ahora los conservadores somos iguales que Saturnino o Sulpicio.

Viendo que nada de lo que dijeran podía convencer a aquel pupilo de Pompeyo Estrabón de haber actuado mal, Catulo César se sobrepuso con la mayor dignidad posible.

—Primer cónsul, me han dicho que el Campo de Marte ha sido un horror durante dos días… Familias tratando de identificar a los cadáveres para cumplir los últimos ritos, mientras tus secuaces los amontonaban antes de que pudieran verlos y los arrojaban a un pozo de cal en medio de las huertas de puerros y lechugas de la Via Recta. ¡Puaf! Nos has convertido en gente peor que bárbaros, a nosotros que somos romanos. De verdad que no me siento con ánimos para seguir viviendo.

—¡Pues te sugiero que vayas a abrirte las venas, Quinto Lutacio! —replicó Octavio con sorna—. ¡Ésta no es la Roma de tus augustos antepasados, sino la de los hermanos Gracos, Cayo Mario, Saturnino, Sulpicio, Lucio Sila y Lucio Cinna! Vivimos en tal caos, que ya nada funciona… Si funcionase, no serían necesarias matanzas como la del Día de Octavio.

Atónitos, los hermanos César vieron que Cneo Octavio Ruso se vanagloriaba de aquello.

—¡Quién te dio el dinero para alquilar a los asesinos, Cneo Octavio? ¿Ha sido Marco Antonio? —inquirió Lucio César.

—Contribuyó en buena parte, sí. El no tiene tantos escrúpulos.

—¡Cómo había de tenerlos! ¡Con decir que es un Antonio está todo dicho! —espetó Catulo César, dándose una palmada en los muslos y poniéndose en pie—. Bien, ya está hecho y nunca lo podremos echar en olvido. Pero yo no quiero saber nada de esto, Cneo Octavio. Me siento como Pandora después de abrir la caja.

—¿Qué ha sido de Lucio Cinna y los tribunos de la plebe? —inquirió Lucio César.

—Huyeron —contestó Octavio, lacónico—. Naturalmente, serán proscritos. Espero que sin dilación.

Catulo César se detuvo en la puerta del despacho de Octavio y se volvió muy resuelto.

—No puedes privar a un cónsul en funciones de su
imperium
consular, Cneo Octavio. El origen de todo esto es, precisamente, la intentona por parte de la oposición de despojar a Sila de su derecho consular a mandar los ejércitos de Roma. ¡Cosa que no se puede hacer! Pero nadie intentó quitarle el cargo de cónsul. Porque no se puede hacer. No hay nada en la legislación o constitución de Roma, ni ningún precedente, que confiera autoridad a ningún magistrado, organismo gubernamental o
comitia
, para procesar o desposeer del cargo a un magistrado curul antes de que finalice su mandato. Puedes expulsar a un tribuno de la plebe si sigues el proceso adecuado, puedes expulsar a un cuestor si delinque en sus deberes; sí, se les puede expulsar del Senado y borrarles del censo. Pero no puedes expulsar a un cónsul ni a ningún magistrado curul en el desempeño de sus funciones, Cneo Octavio.

—Yo he hallado el secreto para triunfar, Quinto Lutacio. Y es que puedo hacer lo que quiero —replicó Octavio con desdén—. Mañana hay reunión del Senado —añadió antes de que los dos hermanos cruzaran la puerta—. Os aconsejo que estéis presentes.

Roma no era Jerusalén ni Antioquía y no tenía paciencia ni veleidades con profetas y adivinos. Los augures oficiaban los ritos de los presagios conforme al auténtico espíritu romano, conscientes de que no poseían el poder de prever el curso futuro de los acontecimientos, y se ceñían estrictamente a los libros y las tablas.

Sin embargo, había una especie de profeta genuinamente romano, un patricio de la
gens
Cornelia llamado Publio Cornelio Culéolo. Nadie sabía exactamente cómo había adquirido tan malhadado sobrenombre, pues Culéolo era un anciano que siempre había tenido aspecto de tal. Vivía de un modo precario con una pequeña renta procedente de su familia escipiónica y solía vérsele en el Foro, sentado en los dos escalones de acceso al templete redondo de Venus Cloacina, más antiguo que la basílica Emilia, a la que había quedado unido. Culéolo, que no era ninguna Casandra ni un fanático religioso, se limitaba en sus predicciones a los acontecimientos políticos y gubernamentales de importancia, nunca predecía el fin del mundo ni el advenimiento de ningún dios nuevo más poderoso que los demás. Pero había vaticinado la guerra contra Yugurta, la llegada de los germanos, de Saturnino, la guerra itálica y la guerra en Oriente contra Mitrídates, que, según él, duraría toda una generación. Dados sus aciertos, gozaba de una fama con la que casi compensaba lo ridículo del mote, puesto que «culéolo» significaba escroto pequeño.

Al amanecer del día del regreso de los hermanos César a Roma, se reunió el Senado por primera vez desde la matanza del Día de Octavio, una sesión
Pavo
rosa como ninguna que se recordase. Hasta entonces, las peores indignidades perpetradas en nombre de Roma habían sido obra de algún individuo de la multitud del Foro, pero la matanza del Día de Octavio contaba con grandes posibilidades de pasar a la historia como un oprobio instigado por el Senado.

Sentado en lo alto de los escalones del templete de Venus Cloacina, Publio Cornelio Culéolo parecía de tal modo formar parte del decorado, que ninguno de los padres conscriptos que pasaban apresuradamente por delante de él parecían verle, aunque él sí los veía, frotándose las manos regocijado. Si hacía lo que Cneo Octavio Ruso le había encomendado —pagándole regiamente— y lo hacía bien, no volvería a tener que sentarse en aquellos duros escalones y podría retirarse de una vez de su oficio de vidente.

Los senadores fueron congregándose en grupos en el pórtico de la Curia Hostilia, hablando del Día de Octavio y comentando en voz alta la dificultad de entablar un debate al respecto. De pronto, un fuerte chillido hizo que todos volvieran la cabeza y mil ojos se clavaron en Culéolo, que se había puesto de puntillas, con el torso arqueado, los brazos abiertos y los dedos crispados, echando espuma por sus labios contraídos. Como el adivino no vaticinaba en trance, todos pensaron que se trataba de un ataque. Algunos senadores y casi todos los que se hallaban en el Foro siguieron mirándole fascinados, mientras unos cuantos acudieron en su ayuda, tratando de tenderle en el suelo, pero él se defendía con uñas y dientes, abriendo cada vez más la boca para proferir un segundo grito. Pero esta vez decía una palabra.

—¡Cinna! ¡Cinna! ¡Cinna! ¡Cinna! ¡Cinna! —aullaba. Inmediatamente, numeroso público se congregó en torno al adivino.

—¡Si no se envía al destierro a Cinna y a sus seis tribunos de la plebe, Roma perecerá! —gritaba, retorciéndose y tambaleándose una y otra vez sin descanso hasta desplomarse en tierra sin sentido.

Los perplejos senadores advirtieron que el cónsul Octavio llevaba un rato llamándolos a la reunión y se apresuraron a entrar en la Curia Hostilia.

Nunca se supo si el primer cónsul acudía dispuesto a explicar a la Cámara los repugnantes acontecimientos del Campo de Marte, ya que Cneo Octavio Ruso optó, por el contrario, por centrar su interés (y el de la Cámara) en el extraordinario trance de Culéolo y en lo que había gritado ante toda Roma.

—A menos que el segundo cónsul y seis de los tribunos de la plebe sean desterrados, Roma perecerá —dijo Octavio, pensativo—. Pontífice máximo,
flamen dialis
, ¿qué decís de ese fantástico presagio de Culéolo?

—Creo que debo declinar todo comentario, Cneo Octavio —contestó Escévola, pontífice máximo, moviendo la cabeza.

Ya con la boca abierta para insistir, Octavio detectó algo en la mirada de Escévola que le hizo cambiar de idea; era un hombre cuyo innato conservadurismo le hacía aprobar muchas cosas, pero también era una persona que no se dejaba fácilmente intimidar ni engañar. En más de una ocasión había tajantemente condenado en la Cámara el veredicto sobre Cayo Mario, Publio Sulpicio y los demás, pidiendo el perdón y su regreso. No, era mejor no enfrentarse al pontífice máximo. Octavio sabía que el
flamen dialis
era un testigo más crédulo, y, además, había preparado a aquel inocente un mal presagio.

—¿
Flamen dialis
? —dijo Octavio con solemnidad.

Con aire profundamente perturbado, Lucio Cornelio
Merula
se puso en pie.

—Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado, Cneo Octavio, magistrados curules, varones consulares, padres conscriptos… Antes de entrar en comentarios sobre las palabras del vidente Culéolo, debo informaros de un suceso que tuvo lugar ayer en el templo del Gran Dios. Estaba yo cerrando la
cella
conforme al ritual, cuando vi un charquito de sangre en el suelo detrás del pedestal de la estatua del Gran Dios. ¡Al lado había una cabeza de pájaro… ¡de
merula
, un mirlo! ¡Mi propio sobrenombre! Y yo, que con arreglo a nuestras más antiguas y respetadas leyes tengo prohibido ser testigo de la muerte, me hallaba precisamente contemplando… ¡qué sé yo! ¿Mi propia muerte? ¿La muerte del Gran Dios? No sabía cómo interpretar el presagio y consulté al pontífice máximo. Él tampoco lo supo. Por lo tanto, convocamos al
decemviri sacris faciundis
para instarlos a que consultasen los libros de la Sibila, pero de nada nos ha servido.

Envuelto, como estaba, en la doble capa circular de su cargo, no era de extrañar, quizá, que
Merula
sudara a ojos vista, cosa que habitualmente no le sucedía. Su rostro orondo y liso, bajo el casco puntiagudo de marfil con que se tocaba, brillaba de sudor. Tragó saliva y prosiguió.

—Pero me he precipitado explicándolo. Cuando vi la cabeza del mirlo, busqué el resto del cuerpo y descubrí que el pájaro había anidado en un hueco bajo el manto dorado de la estatua del Gran Dios; y allí había seis pajarillos muertos. La única explicación plausible que hallo es que hubiese entrado un gato y que se comiera a la madre, dejando la cabeza, y que el animal no pudo subir a donde estaban las crías y éstas murieron de hambre.

El
flamen dialis
se estremeció.

—Estoy contaminado —siguió diciendo—. Después de esta sesión de la Cámara he de proseguir las ceremonias para recuperar la sacralidad de mi persona y del templo de Júpiter Optimus Maximus. El que esté aquí es una consecuencia de mis reflexiones a propósito del presagio… no ya la muerte de la
merula
, sino del fenómeno en sí. Sin embargo, hasta que no oí a Publio Cornelio Culéolo decir lo que dijo en ese extraordinario frenesí profético, no entendí el auténtico significado.

La Cámara permanecía muda y todas las miradas fijas en el sacerdote de Júpiter, conocido como persona honrada y casi ingenua, digna de crédito.

—Pues bien —prosiguió el
flamen dialis
—, Cinna no significa mirlo, pero sí cenizas, y a eso fue a lo que reduje la cabeza muerta del pájaro y las seis crías… a cenizas. Lo quemé todo, según el rito de purificación. Aunque soy un pobre intérprete, para mí el presagio representa la personificación de Cornelio Cinna y los seis tribunos de la plebe. Han profanado al Gran Dios de Roma, que por su culpa corre grave peligro. La sangre significa que habrá más disturbios y convulsiones sociales por culpa del cónsul Lucio Cinna y de esos seis tribunos de la plebe. No me cabe la menor duda.

Comenzaron a oírse murmullos, pensando que
Merula
había concluido, pero se apagaron cuando reanudó el discurso.

—Quiero decir algo más, padres conscriptos. Mientras aguardaba en el templo la llegada del pontífice máximo, miré para consolarme al rostro de la estatua del Gran Dios y… ¡tenía el entrecejo fruncido! —dijo el
flamen dialis
tembloroso y demudado—. Y tuve que salir afuera, sin valor para seguir aguardando adentro.

Todos se estremecieron y los murmullos se reanudaron.

Cneo Octavio Ruso se puso en pie, mirando a los hermanos César y a Escévola, pontífice máximo, con aire muy parecido al del gato después de haberse comido al mirlo en el templo.

—Yo creo, miembros de la Cámara, que debemos ir al Foro y decir a todos desde los
rostra
lo que ha sucedido. Y solicitar opiniones. Después reanudaremos la sesión.

Así, el fenómeno del mirlo en el templo y el vaticinio de Culéolo fueron difundidos desde la tribuna de los
rostra
y los que lo escucharon se estremecieron de espanto, sobre todo después de que
Merula
diera su interpretación y Octavio anunciase que procuraría la dimisión de Cinna y los seis tribunos de la plebe. Ninguno de los presentes planteó objeciones.

Poco después, en la Cámara, Cneo Octavio Ruso volvió a repetir que Cinna y los tribunos de la plebe tenían que ser destituidos. En ese momento, el pontífice máximo Escévola se puso en pie para tomar la palabra.

—Príncipe del Senado, Cneo Octavio, padres conscriptos, como bien sabéis todos, yo soy uno de los más acendrados partidarios de la constitución romana y de las leyes que la integran. En mi opinión no hay un recurso legal para hacer que un cónsul dimita de su cargo antes de que expire el plazo de su mandato. Sin embargo, puede que desde el punto de vista religioso pueda lograrse el mismo propósito. No podemos dudar de que Júpiter Optimus Maximus ha mostrado su preocupación de dos modos distintos, por medio de su propio
flamen
y por medio de un anciano que todos sabemos es un consumado adivino. En consideración a esos dos acontecimientos casi simultáneos, sugiero que el cónsul Lucio Cornelio Cinna sea declarado
nefas
. Eso no le priva de su cargo de cónsul, pero al proscribirle religiosamente le impedirá llevar a cabo su tarea como cónsul. Y lo mismo es aplicable a los tribunos de la plebe.

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