La corona de hierba (64 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Con el rostro más blanco que la toga, Druso se puso tambaleante en pie, con una mano extendida, no se sabía si implorando o refutando. Y acto seguido, cuando sus labios balbucían algo, cayó cuan largo era sobre las losas blancas y negras del suelo de la Cámara. Filipo retrocedió unos pasos con gesto de repugnancia, mientras Mario y Escauro se arrodillaban rápidamente junto al caído.

—¿Está muerto? —inquirió Escauro, haciéndose oír por encima de la voz de Filipo, que aplazaba la sesión hasta el día siguiente.

Con el oído pegado al pecho de Druso, Mario movió la cabeza.

—Es un colapso grave, pero no está muerto —dijo, irguiéndose sobre los talones con un suspiro de alivio.

El síncope duraba tanto, que el rostro de Druso comenzó a adquirir un color ceniciento, al tiempo que movía brazos y piernas con espantosos espasmos, profiriendo horrendos sonidos.

—¡Es un ataque! —exclamó Escauro.

—No, no creo —dijo Mario, que tenía experiencia bélica y había visto en el campo de batalla toda clase de ataques—. Cuando alguien pierde tanto tiempo el conocimiento, sufre espasmos, pero sólo al final. Pronto volverá en sí.

Filipo se detuvo camino de la salida para echar un vistazo, lo suficiente apartado para que, en caso de que Druso vomitase, no le manchase la toga.

—¡Sacad de aquí a ese canalla! —dijo con desprecio—. Si muere, que muera en terreno no santificado.


Mentulam caco
,
cunne
! —dijo Mario alzando la cabeza hacia Filipo con voz suficientemente alta para que todos los que se hallaban cerca lo oyeran.

Filipo prosiguió su camino, algo más presuroso; si había alguien a quien temiese, ése era Cayo Mario.

Los que se quedaron rezagados esperaron un buen rato hasta que Druso recobró el conocimiento, y, con gran placer, Mario vio que entre ellos estaba Lucio Cornelio Sila.

Cuando Druso volvió en si, no parecía saber dónde estaba ni lo que había sucedido.

—He mandado traer la litera de Julia —dijo Mario a Escauro—. Dejémosle tumbado hasta que llegue.

Se había despojado de la toga para hacer con ella una almohada para Druso y taparle.

—¡Estoy verdaderamente turbado! —dijo Escauro, sentándose en el borde del estrado curul, tan alto que las piernas le colgaban—. ¡De verdad que nunca lo habría creído de este hombre!

—¡Tonterías, Marco Emilio! ¿No lo crees de un noble romano? ¡Pues a mí me sucedería lo contrario! ¡Por Júpiter, qué manera de engañarse!

Los luminosos ojos verdes bailotearon.

—¡Por Júpiter, patán itálico, qué bien conoces nuestras debilidades! —dijo Escauro encogiéndose de hombros.

—Conviene que alguien las conozca, amable saco de huesos —replicó Mario afable, sentándose al lado del príncipe del Senado y mirando a los tres que quedaban, Escévola, Antonio Orator y Lucio Cornelio Sila—. Bien, caballeros —añadió balanceando las piernas—, ¿qué hacemos ahora?

—Nada —dijo lacónico Escévola.

—¡Oh, Quinto Mucio, perdona a nuestro inanimado tribuno de la plebe su romana debilidad, haz el favor! —exclamó Mario, que ya reía con tantas ganas como Escauro.

—¡Será una debilidad romana, Cayo Mario, pero yo no la tengo! —espetó Escévola ofendido.

—No, probablemente no… por eso nunca tendrás su categoría, amigo mio —replicó Mario señalando con un pie al tendido Druso.

—¡Cayo Mario, eres realmente insoportable! —añadió Escévola torciendo el gesto—. En cuanto a ti, príncipe del Senado, ¡deja ya de tomártelo a guasa!

—Ninguno hemos contestado a la pregunta que ha hecho Mario —terció pacíficamente Antonio Orator—. ¿Qué hacemos ahora?

—No depende de nosotros —dijo Sila, interviniendo por primera vez—. Depende de él, naturalmente.

—¡Muy bien dicho, Lucio Cornelio! —exclamó Mario, poniéndose en pie al ver el conocido rostro del jefe de los porteadores de la litera de su esposa asomar tímidamente por la gran puerta de bronce—. Vamos, susceptibles amigos, llevemos a casa al pobre Druso.

El pobre Druso estuvo aún delirando por el camino hasta que se hizo cargo de él su madre, que, con gran perspicacia, se abstuvo de llamar a un médico.

—No harán más que sangrarle y purgarle, que es lo que menos falta le hace —dijo, inflexible—. Lo que sucede es que últimamente no ha comido mucho. Cuando se le pase, le daré vino caliente con miel y se recuperará. Y más si echa un buen sueño.

Cornelia Escipionis metió a su hijo en cama y le hizo beber una buena copa de vino caliente con miel.

—¡Filipo! —gritó él, intentando incorporarse.

—No te preocupes de esa alimaña hasta que te encuentres con más fuerzas.

Druso dio unos cuantos sorbos y logró incorporarse, pasándose los dedos por el negro pelo corto.

—¡Oh, madre, qué cosa tan horrible! ¡Filipo ha descubierto lo del juramento!

Como Escauro la había puesto al corriente de la situación, Cornelia no tenía necesidad de más explicaciones y asintió con la cabeza.

—No pensarías que Filipo o cualquier otro no irían a averiguarlo…

—¡Hacía tanto tiempo, que me había olvidado del maldito juramento!

—Marco Livio, eso no tiene importancia —dijo ella, arrimando la silla al lecho y cogiéndole la mano—. Lo que haces es mucho más importante que el motivo por que lo hagas, ¡así de claro! El motivo por el que se hace algo es simple bálsamo para el hecho en sí, el porqué de lo que se haga no afecta a los resultados. Lo que importa es lo que se hace, y estoy segura que un amor propio sano es lo mejor para hacerlo bien. ¡Así que, anímate, hijo! Está aquí tu hermano y está muy preocupado por ti. ¡Anímate!

—Me guardarán rencor por esto.

—Algunos sí, cierto. Casi todos por envidia, pero otros estarán reconcomidos de admiración —dijo la madre—. Desde luego, a los amigos que te han traído a casa no parece haberles disgustado.

—¿Quiénes han sido? —inquirió él muy interesado.

—Marco Emilio, Marco Antonio, Quinto Mucio y Cayo Mario —contestó ella—. ¡Ah, y ese hombre tan fascinante, Lucio Cornelio Sila! Ah, si no fuera por mi edad…

Ahora que la conocía, aquellos comentarios los escuchaba sin escandalizarse, por eso le hizo gracia y sonrió.

—¡Qué raro que te guste! Te digo una cosa, a él le interesan mis ideas.

—Eso tengo entendido. Su único hijo murió a primeros de año, ¿verdad?

—Sí.

—Se le nota —dijo Cornelia Escipionis levantándose—. Bien, Marco Livio, voy a hacer pasar a tu hermano, y tienes que decidirte a comer. No hay nada que los buenos alimentos no curen. Haré que te preparen un plato gustoso y nutritivo y Mamerco y yo nos sentaremos delante de ti hasta que te lo comas.

Ya había anochecido cuando le dejaron a solas con sus pensamientos. Se sentía mucho mejor, cierto, pero aquel tremendo cansancio no se le pasaba y no parecía tener muchas ganas de dormir aun después de haber comido y bebido vino caliente. ¿Cuánto hacía que no dormía profundamente? Meses.

Filipo se había enterado. Era inevitable que alguien se enterase, y que quien lo supiese fuese a comentárselo a él o a Filipo. O a Cepio. ¡Era curioso que Filipo no se lo hubiese dicho a su querido amigo Cepio! De ser así Cepio se habría anticipado y lo habría explotado en provecho propio para que Filipo no se llevara los laureles. Aquella noche no todo sería paz y concordia en casa de Filipo, pensó Druso, sonriendo sin poderlo evitar.

Asumido conscientemente el hecho del descubrimiento, Druso se quedó tranquilo. Su madre tenía razón. La divulgación del juramento no tenía por qué afectar a lo que estaba haciendo; no afectaba más que a su amor propio. Si la gente optaba por pensar que lo hacía únicamente por atraerse tan inmensa clientela, ¿qué más daba? ¿Por qué tenía que esforzarse en hacerles creer que sus motivos eran totalmente altruistas? No sería romano renunciar a las ventajas personales, ¡y él era romano! Ahora veía claramente que en cualquier otro caso el conceder la ciudadanía a cien mil hombres habría suscitado gritos entre los senadores, los dirigentes de la plebe y seguramente entre la mayoría de las clases más bajas de Roma. Que nadie hubiese intuido las implicaciones hasta que Filipo hubo leído el juramento, era indicio de lo emocional e irracional que era la circunstancia, que había provocado una reacción tan visceral que obnubilaba los aspectos prácticos. ¿Cómo había podido pensar que la gente intuyese la lógica de lo que él pretendía, cuando su apreciación era tan emocional que ni siquiera habían pensado en la clientela? Si no veían lo de la clientela, era imposible que entendieran la lógica.

Se le cerraron los párpados y acabó por dormirse profunda y satisfactoriamente.

Cuando acudió a la Curia Hostilia al amanecer, Druso volvía a ser el mismo y estaba dispuesto a enfrentarse a los partidarios de Filipo y Cepio.

En su silla, Filipo, haciendo caso omiso de otros asuntos, incluida la aproximación de los marsos, abordó de inmediato los del juramento prestado por los itálicos.

—¿Es correcto el texto de lo que leía ayer, Marco Livio? —inquirió.

—Que yo sepa, Lucio Marcio, sí, pero nunca oí prestarlo ni lo había visto escrito.

—Pero te constaba.

Druso parpadeó y adoptó un aire de sorpresa.

—¡Naturalmente que me constaba, segundo cónsul! ¿Cómo va uno a ignorar algo tan ventajoso para su persona a la par que para Roma? Si hubieses sido tú el promotor de la emancipación general de Italia, ¿no te habría constado?

Era un ataque vengativo. Filipo, cogido por sorpresa, hizo una pausa antes de contestar.

—¡Nunca me sorprenderás recomendando nada para los itálicos que no sea unos buenos latigazos! —respondió con desdén.

—¡Pues peor para ti! —gritó Druso—. ¡Ya que hay que hacerlo, Vale la pena hacerlo a todos los niveles, padres conscriptos! ¡Rectificar una injusticia que persiste a lo largo de numerosas generaciones, haciendo que el país adquiera una hegemonía auténtica y deseable, abatir algunas de las barreras más
Pavo
rosas entre hombres de clases distintas, erradicar la amenaza inminente de guerra, ¡y digo inminente!, y contar con todos esos nuevos ciudadanos romanos vinculados por un juramento a Roma y a un romano! ¡Esto último es vitalmente importante, porque significa que cada uno de esos nuevos ciudadanos hallará una orientación genuinamente romana, significa que sabrán cómo votar y por quién votar, significa que serán encauzados para elegir a auténticos romanos en lugar de hombres de sus pueblos itálicos!

Era una argumentación a tener en cuenta; Druso lo notaba en los rostros de quienes le escuchaban con interés. Y todos escuchaban con interés. Conocía perfectamente el principal temor de sus colegas senadores: que una cifra abrumadora de nuevos ciudadanos romanos sumada a las treinta y cinco tribus mermara considerablemente el contenido romano de las elecciones, se traduciría en una pugna entre los itálicos en las elecciones a cónsul, a pretor, a edil, a tribuno de la plebe, a cuestor, significaría un importante acceso de itálicos al Senado, decididos a arrebatarles el control de la Cámara y ponerlo en manos de Italia. Eso sin tener en cuenta otras elecciones. Pero si esos nuevos romanos estaban vinculados por un juramento —y era un terrible juramento—, tanto a Roma como a un romano genuino el honor los obligaba a votar tal como se les indicara, como todo grupo de clientes.

—Los itálicos son hombres de honor, igual que nosotros —dijo Druso—. ¡Lo han demostrado por el simple hecho de haber prestado ese juramento! ¡A cambio del regalo de la ciudadanía, se avendrán a los deseos de los auténticos romanos! ¡De los genuinos romanos!

—¿Quieres decir que se avendrán a nuestros deseos? —inquirió Cepio cáustico—. ¡Y el resto de los romanos genuinos nos habremos asignado un dictador oficioso!

—¡Tonterías, Quinto Servilio! ¿Cuándo en mi conducta como tribuno de la plebe he mostrado algo que no sea conformidad a la voluntad del Senado? ¿Cuándo me he mostrado más preocupado por mi propio bien que por el bien del Senado? ¿Cuándo me he mostrado indiferente a las necesidades de todas las clases del pueblo de Roma? ¿Qué mejor patrón pueden tener los itálicos que yo, el hijo de mi padre, un auténtico romano, un hombre profunda y esencialmente conservador?

Druso se volvió de un lado de la Cámara hacia el otro con los brazos abiertos.

—¿A quién preferís como patrón de tantos nuevos ciudadanos, padres conscriptos? ¿A Marco Livio Druso o a Lucio Marcio Filipo? ¿A Marco Livio Druso o a Quinto Servilio Cepio? ¿A Marco Livio Druso o a Quinto Vario Severo Hybrida Sucronensis? ¡Más vale que os decidáis, miembros del Senado de Roma… porque los itálicos han de emanciparse! ¡Lo he jurado y lo haré! Habéis borrado mis leyes de las tablillas, habéis despojado a mi tribunado de la plebe de su propósito y sus logros. ¡Pero aún no ha concluido mi año de cargo, y me he granjeado honorablemente vuestro respeto por cómo os he tratado, colegas senadores! Pasado mañana plantearé mi propuesta de emancipación general de Italia a la Asamblea de la plebe, y se tratará el asunto
contio
tras
contio
, con la más religiosa corrección, con la debida atención a la ley y del modo más pacífico y ordenado. Pues, aparte de otros juramentos, os juro a todos vosotros que no concluirá mi tribunado de la plebe sin que la lex Livia quede inscrita en las tablillas… ¡Una ley que estipule que todos los hombres desde el Arnus al Rhegium, desde el Rubico al Vereium, desde el Toscano al Adriático sean plenos ciudadanos romanos! ¡Si los hombres de Italia me han prestado un juramento, yo les presto otro a ellos: que mientras esté en el cargo los veré emancipados! ¡Y creedme que lo haré, lo haré!

Era evidente que se los había ganado; todos lo notaban.

—Lo más asombroso de todo —comentó Antonio Orator— es que ahora les ha hecho pensar que la ciudadanía general es inevitable. Están acostumbrados a ver a los hombres ceder y Druso les ha hecho ceder a ellos, príncipe del Senado, te lo garantizo.

—Estoy de acuerdo —dijo Escauro, que parecía como iluminado—. ¿Sabes, Marco Antonio, que yo pensaba que nada del gobierno romano podía sorprenderme y que todo tenía un precedente, generalmente mejor? Pero este Marco Livio es único. Nunca se había visto nada igual en Roma. Y sospecho que no se volverá a ver.

Druso cumplió su palabra. Llevó al
concilium plebis
su propuesta de emancipación de toda Italia, marcado por un halo de indomabilidad que todos admiraron. Su fama había crecido y se había divulgado, y se hablaba de él en todos los estratos sociales. Por su firme conservadurismo, por su férrea determinación a hacer las cosas legalmente y como era debido, se había convertido en una especie de héroe. Toda Roma era esencialmente conservadora, incluido el censo por cabezas, capaz de seguir a un Saturnino pero incapaces de matar a sus mejores ciudadanos por un Saturnino. El
mos maiorum
—las tradiciones y costumbres heredadas de siglos— contaba siempre, incluso para el censo por cabezas. Y por fin había un hombre para quien el
mos maiorum
importaba tanto como la justicia. Marco Livio Druso comenzó a adquirir fama de semidiós, lo que a su vez hacía que la gente creyese que todas sus aspiraciones eran acertadas.

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