La corona de hierba (65 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Desesperados, Filipo, Cepio, Catulo César y sus seguidores, con Metelo Pío el Meneítos indeciso en su órbita, vieron cómo Druso llevó a efecto las
contiones
durante la segunda mitad de octubre hasta primeros de noviembre. Al principio, las reuniones solían ser tormentosas, circunstancia que Druso sabía tratar magníficamente, concediendo la palabra a todos e incluso consintiendo que hablasen en coro, pero sin jamás sucumbir a la tiranía ni a la seducción de la multitud. Cuando una reunión subía demasiado de tono, la suspendía. Al principio, Cepio intentó desbaratar las asambleas por medio de la violencia, pero aquella manida técnica de las elecciones de nada sirvió con Druso, que parecía tener un instinto innato de cuándo iba a producirse el tumulto y suspendía una vez tras otra la asamblea antes de que sucediera.

Seis
contiones
, siete, ocho… Y todas cada vez más tranquilas y con una audiencia cada vez más conforme con la inevitabilidad de aquella ley. Incansablemente, Druso refutaba a sus adversarios con impecable gracia y dignidad, admirable buen humor y constante lógica. Ante aquellos razonamientos, sus enemigos parecían burdos, zafios, lerdos.

—Es la única manera —comentó a Escauro, príncipe del Senado, tras la octava
contio
, estando en la escalinata de la Cámara, desde donde Escauro había observado el desarrollo—. Lo que les falta a los políticos romanos nobles es paciencia. Afortunadamente es una cualidad que poseo en abundancia. Hago caso a todos los que acuden a escuchar, y eso les agrada. ¡Les agrado! He sido paciente con ellos y se han acostumbrado a creerme.

—Eres el primero que les gusta verdaderamente desde los tiempos de Cayo Mario —dijo Escauro, añorante.

—Y con motivo —replicó Druso—. Cayo Mario es otro en quien saben que pueden confiar. Les atrae por su loable sinceridad, su fuerza, su actitud de ser uno más igual que ellos en lugar de un noble romano. Yo no poseo esas ventajas naturales y no puedo dejar de ser lo que soy, un noble romano. Pero la paciencia ha ganado la partida, Marco Emilio. Han aprendido a confiar en mí.

—¿Crees realmente que ha llegado el momento de proceder a la votación?

—Si.

—¿Reúno a los demás? Podemos cenar en mí casa.

—Hoy más que nunca creo que debemos cenar en la mía —replicó Druso—. Mañana se juega mi destino, en un sentido o en otro.

Escauro se apresuró a ir en busca de Mario, Escévola y Antonio Orator. Al ver a Sila, le saludó también.

—Te invito de parte de Marco Livio a cenar en su casa, Lucio Cornelio. ¡Ven con nosotros! —añadió impulsivo al ver un aire de reserva en su rostro—. ¡Allí no habrá nadie que nos incordie!

—De acuerdo, Marco Emilio, iré —contestó Sila, cambiando de actitud y hasta sonriendo.

A principios de septiembre, los seis habrían tenido que caminar solos, pues, aunque Druso tenía muchos clientes, no era costumbre que éstos siguieran a su patrón a casa al concluir los asuntos del Foro. Era al amanecer cuando se reunían en casa del patrón. Sin embargo, aquel día de la octava
contio
, los partidarios de Druso en la zona de asambleas habían aumentado tanto, que él y sus cinco amigos nobles eran el núcleo de un animado grupo de unas doscientas personas; no había entre ellos hombres importantes ni ricos. Habían acudido gentes de la tercera y cuarta clases, y hasta del censo por cabezas, para admirar y tener el honor de conocer a aquel hombre resuelto, indomable e íntegro. Desde la segunda se habían ido congregando en número creciente para escoltarle hasta su casa, y aquel día lo hacían aún más animados por ser la víspera de las votaciones.

—Así que mañana se decide —comentó Sila a Druso por el camino.

—Si, Lucio Cornelio. Han aprendido a conocerme y a confiar en mi desde los caballeros con poder en la Asamblea plebeya hasta estas modestas personas que ahora nos rodean. Yo no veo motivo para retrasar más el voto. Estamos como en el fiel de la balanza: si he de triunfar, lo haré mañana.

—No cabe duda de que triunfarás, Marco Livio —terció Mario, satisfecho—. Yo seré el primero en votar a favor de tu ley.

El itinerario fue un corto paseo desde el bajo Foro hasta la escalinata de las Vestales, para girar a la derecha por el Clivus Victoriae hasta la casa de Druso.

—¡Pasad, pasad, amigos! —dijo Druso animando a la multitud—. Excusadme, id pasando al
atrium
. Lleva a los demás a mi despacho y aguardad allí —añadió en voz baja para Escauro—. No tardaré, pero es de cortesía dirigirme a ellos antes de despedirme.

Mientras Escauro y los otros cuatro nobles se encaminaban al despacho, Druso encabezó a su desordenada concurrencia hacia el jardín peristilo en dirección a la gran puerta doble del muro trasero, junto al extremo de la columnata. Atrás quedaba el
atrium
, una preciosa habitación policroma, aunque ya oscura pues se había puesto el sol. Estuvo un rato entre sus admiradores, bromeando y charlando, exhortándolos a votar debidamente al día siguiente, y ellos comenzaron a marcharse en grupos hasta que sólo quedaron unos cuantos. Caía el crepúsculo y en aquel momento en que aún no se habían encendido las lámparas, las sombras de los recesos detrás de los
pila
res y los nichos eran negras e impenetrables.

¡Qué bien! Ya se iban los pocos que quedaban. Uno de ellos le rozó bruscamente en la penumbra y Druso notó que se rasgaba el
sinus
de su toga y sentía un dolor punzante en la ingle; contuvo como pudo el grito que estuvo a punto de proferir, porque, aunque eran admiradores suyos, al fin y al cabo aquellos hombres eran desconocidos. Se apresuraban a salir, comentando lo rápido que había desaparecido la luz y deseosos de llegar a sus casas antes de que la noche convirtiese las calles de la ciudad en gargantas plagadas de peligros.

Medio obnubilado de dolor, Druso se apoyó en el umbral de la puerta que daba al jardín, con el brazo izquierdo alzado y entorpecido por los numerosos pliegues de la toga, mirando al portero, que en el otro extremo del peristilo hacía salir a los últimos; luego se volvió para dirigirse al despacho en el que aguardaban sus amigos. Pero en cuanto trató de dar un paso, aquel inexplicable y agudo dolor fue como un estallido. No pudo ahogar un grito que brotó de su interior como una cruel arpía. Algo caliente y viscoso le resbalaba por la pierna derecha. ¡Qué horror!

Cuando Escauro y los demás salieron en tropel del despacho, a Druso comenzaban a fallarle las piernas y se agarraba crispado la cadera derecha con una mano; la apartó, mirándola atónito, pues estaba llena de sangre. De su sangre. Cayó de rodillas y se derrumbó en el suelo como un muñeco y allí quedó tumbado con los ojos abiertos y la respiración entrecortada por el dolor.

Fue Mario y no Escauro quien se hizo cargo de la situación. Apartó de la cadera derecha los pliegues de la toga y apareció el mango de un puñal, clavado en la parte superior de la ingle. Misterio aclarado.

—Lucio Cornelio, Quinto Mucio, Marco Antonio, id a buscar cada uno un médico —dijo Mario resueltamente—. ¡Príncipe del Senado, que enciendan inmediatamente las lámparas! ¡Todas!

Druso volvió a gritar de improviso; fue una queja desgarradora y horrible que ascendió hasta el techo tachonado de estrellas del atríum y lo recorrió de viga en viga como un torpe murciélago. En aquel momento el
atrium
se llenó de esclavos corriendo y gritando, mientras Cratipo, el mayordomo, ayudaba a Escauro a encender las lámparas y Cornelia Escipionis irrumpía seguida de los seis niños, para arrodillarse junto a su hijo en aquel suelo ya encharcado de sangre.

—Un asesino —dijo Mario, lacónico.

—Tengo que avisar a su hermano —dijo la madre, poniéndose en pie, con la orla de la túnica teñida de sangre.

Nadie se fijaba en los niños, que se apretujaron a espaldas de Mario, mirando boquiabiertos la escena, el charco de sangre cada vez más grande, el rostro contorsionado de su tío y aquel objeto romo que le sobresalía del bajo vientre. Chillaba constantemente, a causa del dolor producido por la hemorragia interna que comprimía los principales nervios de la pierna, y a cada grito de agonía los niños se sobresaltaban, gimiendo acobardados, hasta que el pequeño Cepio pudo sobreponerse y abrazó a su hermanito Catón contra su pecho para que no viese aquella escena de agonía.

Sólo al regresar Cornelia Escipionis se percataron de la presencia de los niños, a quienes se obligó a salir, acompañados por la nodriza, llorando temblorosa; la madre volvió a arrodillarse, impotente, junto a su hijo moribundo.

En aquel momento apareció Sila, casi arrastrando a Apolodoro Siculo, a quien obligó de un empujón a que atendiese al herido.

—Este
mentula
sin corazón no quería interrumpir su cena —dijo.

—Hay que llevarle al lecho para que pueda examinarle —dictaminó el fisico griego al recobrar el resuello.

Mario, Sila, Cratipo y otros dos criados levantaron al encogido Druso del suelo y, dejando un gran reguero de sangre de la empapada toga, le condujeron a la gran cama en que él y Servilia Cepionis habían tratado inútilmente durante años de engendrar un hijo. La habitación era pequeña pero estaba clara como el día a causa de las muchas lámparas que habían traído.

Llegaban más médicos; Mario y Sila los dejaron a solas con Druso y se unieron a los demás en el
atrium
, desde donde se oía gritar a Druso sin cesar. Cuando entró Mamerco corriendo, Mario señaló hacia el dormitorio y se quedó quieto.

—No podemos irnos —dijo Escauro, de pronto, enormemente avejentado.

—No, no podemos —añadió Mario, sintiéndose muy viejo.

—Pues volvamos al despacho; así estorbaremos menos —dijo Sila, tembloroso por efecto de la inquietud y del esfuerzo de haber arrastrado al reticente galeno desde su casa.

—¡Por Júpiter, no acabo de creérmelo! —exclamó Antonio Orator.

—¿Habrá sido Cepio? —inquirió Escévola, tembloroso.

—Yo me inclinaría por Vario, ese canalla hispano —dijo Sila enseñando los dientes.

Se acomodaron en el despacho, evidenciándose su impotencia como hombres acostumbrados a dirigir, resonando aún en sus oídos los tremendos gritos del dormitorio. Pero no llevarían mucho rato allí, cuando vieron que Cornelia Escipionis hacia honor a los de su clan, pues a pesar del drama había dispuesto que un esclavo les sirviera vino y comida.

Cuando finalmente los médicos lograron extraer el puñal, vieron que era el arma ideal para el propósito que se perseguía, pues se trataba de una cuchilla de zapatero de hoja ancha y curvada.

—Se lo han retorcido completamente dentro de la herida —dijo Apolodoro Siculo a Mamerco, por encima de los impresionantes gemidos de Druso.

—¿Entonces? —inquirió Mamerco, sudoroso por el calor de las llamas de tantas lámparas e incapaz de apreciar las consecuencias de aquella herida.

—Todo está deshecho sin posibilidad de arreglo, Mamerco Emilio: vasos sanguíneos, nervios, vejiga y creo que hasta el intestino.

—¿Y no se le puede administrar algo para aliviar el dolor?

—Ya le he dado jarabe de amapolas, pero le haré beber más; aunque, desgraciadamente, no creo que sirva de mucho.

—¿Qué podríamos darle? —inquirió Mamerco.

—Nada.

—¿Queréis decir que mi hijo va a morir? —inquirió incrédula Cornelia Escipionis.

—Sí,
domina
—dijo el fisico con gesto digno—. Marco Livio sufre una hemorragia interna y externa que nosotros no podemos contener. Morirá sin remisión.

—¿Con esos dolores? ¿No pueden hacer algo? —preguntó la madre.

—En nuestra farmacopea la droga más eficaz es el jarabe de amapolas de Anatolia,
domina
. Si eso no los alivia, nada puede hacerse.

Toda la larga noche la pasó Druso en un continuo alarido. El eco de su agonía llegaba a todos los rincones de la magnífica mansión y a los oídos de los seis niños, apelotonados en el cuarto de juegos; el pequeño Catón seguía con la cabeza hundida entre los brazos de su hermano y todos lloraban y gemían, recordando la escena de tío Marco ensangrentado en tierra, una obsesión que mortificaba dramáticamente sus mentes infantiles.

—¡Estoy contigo y no te pasará nada! —exclamaba el pequeño Cepio, acunando con firmeza a su hermanito.

En el Clivus Victoriae la gente seguía congregándose hasta cubrir una zona de trescientos pasos en ambas direcciones; también allí se oían los lamentos de Druso, secundados por sollozos y gemidos no tan fuertes pero también dolorosos.

Dentro de la casa se había reunido el Senado en el
atrium
, aunque Cepio y Filipo habían adoptado la prudente decisión de no acudir. Y como advirtió Lucio Cornelio Sila, que asomó la cabeza por la puerta del despacho, tampoco estaba allí Quinto Vario. En aquel momento reparó en una sombra junto a la puerta que daba a la columnata y se dirigió cautelosamente hacia ella. Era una niña de unos trece o catorce años, morena y graciosa.

—¿Qué quieres? —la preguntó, situándose de pronto ante ella, iluminado por una lámpara a sus espaldas.

Ella contuvo un grito al ver aquella cabellera rojo-dorada; por un instante creyó ver al difunto Catón Saloniano. Sus ojos irradiaron odio y luego se apagaron.

—¿Y quién eres tú para preguntármelo? —replicó con gran altivez.

—Lucio Cornelio Sila. ¿Y tú?

—Servilia.

—Vuélvete a la cama, jovencita. Aquí no tienes por qué estar.

—Busco a mi padre.

—¿Quinto Servilio Cepio?

—¡Sí, sí, mi padre!

Sila se echó a reír sin consideración alguna por ella.

—¿Cómo iba a estar aquí, tonta, si media Roma sospecha que es el inductor del asesinato de Marco Livio?

A Servilia se le iluminaron los ojos de alegría.

—¿De verdad, de verdad que va a morirse?

—Sí.

—¡Qué bien! —exclamó con franca ferocidad, abriendo una puerta y desapareciendo.

Sila se encogió de hombros y regresó al despacho.

Poco después del amanecer entró Cratipo.

—Marco Emilio, Cayo Mario, Marco Antonio, Lucio Cornelio, Quinto Mucio, el amo os requiere.

Los gritos se reducían ya a unos esporádicos y atragantados gemidos; los que se hallaban en el despacho sabían lo que esto significaba y se apresuraron a seguir al mayordomo, cruzando por entre el grupo de senadores que aguardaban en el
atrium
.

Druso yacía moribundo, con la piel tan blanca como las sábanas y el rostro semejando una simple máscara en la que algún espíritu diabólico hubiera insertado un par de hermosos ojos oscuros, fulgurantes y vitales. A un lado del lecho estaba de pie Cornelia Escipionis, hierática e impávida, y al otro, Mamerco Emilio Lépido Liviano, hierático e impávido. Los médicos se habían ido.

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