La corona de hierba (68 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Fabricio había efectuado unas modificaciones de última hora en el centro de la primera fila, donde habían levantado un bonito estrado protegido por un dosel, con espacio suficiente para la silla curul de Quinto Servilio, otra para su legado Fonteio y una tercera para él. Que aquella estructura tapase la vista a los de las filas inmediatamente posteriores, le traía sin cuidado. Su huésped era un pretor romano con
imperium
proconsular y mucho más importante que una pandilla de itálicos.

El grupo entró en el teatro por un túnel bajo la curvada
cavea
y salió por un lateral, unas doce filas más atrás del estrado honorífico, que estaba frente a la orquesta, un semicírculo vacío entre el escenario y el público. Lo encabezaban los majestuosos lictores con
fasces
y hacha al hombro, seguía el pretor con su legado y el encantado Fabricio trotando a su lado y cerraban la marcha veinte soldados. La esposa de Fabricio —que no había sido presentada a los viajeros romanos— se hallaba sentada con sus amigas a la derecha del estrado, en la fila de atrás, ya que la primera fila estaba exclusivamente reservada para varones con ciudadanía romana.

Al entrar el grupo, un fuerte murmullo recorrió las filas ocupadas por picentinos, que se inclinaron hacia adelante y estiraron el cuello para ver a los extranjeros. El murmullo fue creciendo hasta convertirse en un auténtico bramido con abucheos y silbidos. Aunque algo sorprendido y consternado por aquella hostil acogida, Quinto Servilio, de la familia de los Augures, siguió caminando con paso majestuoso y la cabeza muy alta hasta el estrado y, regiamente, tomó asiento en la silla de marfil, manteniendo una actitud patricia que no correspondía a lo que era. Le siguieron Fonteio y Fabricio, mientras que los lictores y soldados se acomodaban en los asientos de la primera fila a ambos lados del estrado, colocando lanzas y
fasces
entre las desnudas rodillas.

Dio comienzo la obra, una de las más agudas y divertidas de Plauto, acompañada por una deliciosa música. La representaban actores ambulantes pero de calidad y orígenes diversos; había romanos, latinos e itálicos, aunque ningún griego por tratarse de una compañía con un repertorio exclusivamente de comedias en latín. Las fiestas de Pico en Asculum era una de sus etapas anuales, pero aquel año reinaba un ambiente distinto. Aquella tendencia antirromana soterrada entre el público picentino era un fenómeno nuevo, y los actores se enfrascaban en sus papeles con renovado vigor, acentuando las situaciones más cómicas con gestos exagerados, decididos a disipar el malestar de los picentinos.

Desgraciadamente, también entre los actores se notaba el antagonismo, pues, mientras un par de romanos actuaban descaradamente para los del estrado, los latinos e itálicos lo hacían para la población local. El prólogo dio paso a la trama, con hilarantes diálogos entre los protagonistas y un gracioso dúo cantado sobre un fondo de flauta. Luego, el primer
canticum
, una magnífica aria de tenor acompañada a la lira; el cantante, un itálico de Samnio, tan famoso por su habilidad para alterar el texto como por su bella voz, se acercó al proscenio y cantó dirigiéndose al estrado honorífico:

¡Salve, pretor de Roma!

¡Salve y márchate!

¿Qué necesidad tenemos en esta fiesta

de deslumbrante ostentación?

¡Miradle ahí tan encumbrado,

nada pasmado de los demás!

¿No es indecente mis buenas gentes

que nos invada nuestras butacas?

¡Todos a una con él afuera!

¡A derribar a ese canalla!

¡Tan ufano en su silla de marfil,

de los testículos lo sacamos de aquí!

¡A patadas con este vil,

que eche el bofe corriendo de aquí!

No pudo acabar la improvisada canción porque un soldado de la escolta de Quinto Servilio cogió la lanza que tenía entre las rodillas y, sin levantarse, se la arrojó. El tenor samnita cayó muerto, atravesado, con un gesto de desprecio en su sorprendido rostro.

Se hizo un profundo silencio; el público picentino no acababa de creer lo que había sucedido ni sabía cómo reaccionar. Y mientras permanecían mudos, el actor latino Saunio, el favorito del público, dio un salto hacia un lado de la escena y comenzó un enfebrecido monólogo, mientras entre otros cuatro sacaban el cadáver y los dos actores romanos desaparecían entre bastidores.

—¡Apreciados picentinos, yo no soy romano! —gritaba Saunio, encaramándose como un simio a una columna y con la máscara colgándole de la mano—. ¡Os imploro que no me confundáis con esos de ahí! —añadió, señalando al estrado romano—. ¡Yo soy un simple latino, mis apreciados picentinos, y también padezco esos
fasces
que recorren de un lado a otro nuestra querida Italia, yo también deploro los actos de estas arrogantes aves de rapiña romanas!

En aquel momento, Quinto Servilio se levantó de la silla curul, bajó del estrado, cruzó el semicírculo de la orquesta y subió al escenario.

—¡Actor, si no quieres que te atraviesen el pecho con una lanza, sal de escena! —gritó Quinto Servilio—. ¡En mi vida había escuchado semejantes insultos! ¡Consideraos afortunados, escoria itálica, porque no ordene a mis tropas que acaben con todos vosotros!

Dio la espalda a Saunio para mirar al público, y, como la acústica era muy buena, pudo hablar con voz normal y le oyeron hasta en lo alto de la
cavea
.

—¡No olvidaré lo que aquí se ha dicho! —espetó—. ¡La
auctoritas
romana ha sufrido una afrenta moral! ¡Y os prometo que la población de este montón de estiércol itálico lo pagará caro!

Lo que sucedió a continuación fue tan rápido que después nadie supo explicárselo. Los quinientos picentinos cayeron en masa sobre las filas delanteras romanas, saltaron el vacío semicírculo de la orquesta y se abalanzaron sobre los soldados, los lictores y los romanos togados como un muro humano con mil manos que estrujaban, tiraban y desgarraban. No se esgrimió ninguna lanza, no se desenvainó ninguna espada ni se sacó ningún hacha de los haces de varillas; soldados y lictores, hombres togados con sus respectivas mujeres enjoyadas, fueron despedazados. La parte delantera del teatro quedó bañada en sangre y trozos de cuerpo volaban como pelotas de un lado a otro; la multitud chillaba y bramaba enloquecida de odio y placer y dejó a los cuarenta funcionarios romanos y a los doscientos comerciantes romanos con sus respectivas esposas reducidos a un sanguinolento picadillo. Fonteio y Fabricio fueron de los primeros en perecer.

Tampoco se libró Quinto Servilio, de la familia de los Augures, porque un numeroso grupo saltó al escenario antes de que pudiera moverse y se complació en arrancarle las orejas, retorcerle la nariz hasta desprendérsela, sacarle los ojos y arrancarle los dedos, cruelmente arañados por las sortijas, para luego, mientras gritaba como un poseso, agarrarle por los pies, los brazos y la cabeza y despedazarle.

Cuando todo hubo concluido, los picentinos de Asculum lanzaron vítores entre danzas, amontonaron los trozos de romano en el Foro y corrieron por las calles arrastrando hasta morir a los romanos que no habían ido al teatro. Al anochecer no quedaba vivo en Asculum Picentum ningún ciudadano romano ni pariente del mismo. Cerraron las imponentes puertas de la ciudad y comenzaron a tratar de lo que habían de hacer para sobrevivir. Nadie lamentó por un momento aquella locura; era como si la acción hubiese servido para extirpar un enconado absceso de odio, y ahora se recreaban en ese odio, jurándose nunca jamás someterse a Roma.

Cuatro días después de los sucesos de Asculum Picentum llegaba la noticia a Roma. Dos actores romanos habían logrado escapar del escenario, escondiéndose y contemplando horrorizados la escabechina, y después habían abandonado la ciudad antes de que cerraran las puertas. Cuatro días tardaron en llegar a Roma, a pie, sentados en carros tirados por mulas y a caballo en la grupa, enmudecidos de terror para contar nada de lo sucedido en Asculum Picentum hasta verse a salvo en la ciudad. Como eran actores, su relato no perdió precisamente en detalles y toda Roma lo escuchó sobrecogida, mientras el Senado decretaba luto por el pretor muerto y las vestales hacían sacrificios en memoria de Fonteio, padre de su última novicia.

Si algo podía calificarse de afortunado respecto a la matanza era el hecho de que ya se hubieran efectuado las elecciones en Roma, con lo que el Senado se ahorraba la ingrata tarea de enfrentarse a solas con Filipo. Lucio Julio César y Publio Rutilio Lupo eran los nuevos cónsules; un hombre bueno en el caso de César, vinculado por necesidad económica a un rico engreído pero inepto como Lupo. Era otro año de ocho pretores, con la habitual mezcla de patricios y plebeyos, competentes e incompetentes. César Estrabón, el hermano menor bizco del nuevo cónsul Lucio Julio César, era edil curul, y entre los cuestores se contaba nada menos que Quinto Sertorio, que, gracias a la corona de laurel ganada en Hispania, podía acceder al cargo que deseara. Cayo Mario, primo de la madre de éste, ya se había ocupado de que Sertorio ingresase en el censo senatorial, y en cuanto se nombraran otros dos nuevos censores tenía garantizado su ingreso en el Senado. Poco sabía de tribunales, pero era muy famoso pese a su juventud y poseía el encanto mágico para las multitudes, peculiar también de Cayo Mario.

La impresionante y poco corriente colección de tribunos de la plebe contaba con un repulsivo representante en Quinto Vario Severo Hybrida Sucronensis, que se las prometía muy felices en cuanto el colegio entrase en funciones para hacérselas pagar a los partidarios de la emancipación de Italia; del primero al último. La noticia de la matanza de Asculum Picentum fue un magnífico pretexto para Vario, y aunque aún no había asumido el cargo, fue ganándose incansablemente por parte de los caballeros y asiduos al Foro el apoyo de su proyecto de venganza contra la Asamblea plebeya. El Senado, exasperado por las acerbas censuras de Filipo y Cepio, ansiaba que concluyera el año.

Luego, poco después de la noticia de la matanza, llegó una delegación de veinte nobles itálicos de la nueva capital, Itálica, aunque ellos no mencionaran para nada a Italia ni su capital; el grupo se limitó a solicitar audiencia con el Senado para hablar de la emancipación de toda la población de Italia al sur, no del Arnus y el Rubico, ¡sino del Padus, en la Galia itálica! La nueva frontera había sido concienzudamente pensada para suscitar la hostilidad de toda Roma, desde el Senado hasta el censo por cabezas, pues los dirigentes de la nueva nación italiana ya no querían la emancipación, sino la guerra.

Encerrado con la delegación en el Senaculum, un pequeño edificio anexo al templo de la Concordia, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, intentaba rechazar aquella inaceptable pretensión. Fiel partidario de Druso, una vez muerto éste no veía el sentido de seguir presionando por la emancipación general. Amaba la vida.

—Decid a vuestros dirigentes que no se puede negociar nada hasta obtener plena reparación por los hechos de Asculum Picentum —dijo Escauro con desdén—. El Senado no os recibirá.

—Asculum Picentum no es más que el ejemplo irrefutable del profundo sentimiento que une a los italianos —dijo el jefe de la delegación, Publio Vetio Escato, de los marsos—. En cualquier caso, no está en nuestra mano exigir nada a Asculum Picentum. Es una decisión que compete a los picentinos.

—Es una decisión que compete a Roma —replicó secamente Escauro.

—Solicitamos de nuevo que nos reciba el Senado —dijo Escato.

—El Senado no os recibirá —contestó impertérrito Escauro.

Tras lo cual, los veinte delegados giraron sobre sus talones, decididos a marcharse, sin que les pesara, advirtió Escauro. El último en salir fue Escato, que le entregó un rollo.

—Tomad, Marco Emilio, de parte de los marsos —dijo.

Escauro no desplegó el documento hasta llegar a su casa, una vez que se lo hubo devuelto el escriba a quien lo había confiado. Se dispuso a leerlo, un tanto molesto por haberlo olvidado, y su sorpresa fue enorme a medida que iba descifrándolo.

Al amanecer convocó una reunión de la Cámara, que estuvo poco concurrida por lo precipitado del caso. Como de costumbre, ni Filipo ni César se molestaron en aparecer. Silo hicieron Sexto César y los nuevos cónsules y pretores, así como los tribunos de la plebe salientes y casi todos los entrantes. Los consulares habían acudido, y Sexto César hizo el recuento y vio con alivio que había quórum.

—Tengo aquí —dijo Escauro— un documento firmado por tres dirigentes marsos: Quinto Popedio Silo, que se denomina cónsul, Publio Vetio Escato, que se denomina pretor, y Lucio Frauco, que se denomina concejal. Voy a leéroslo.

Al Senado y al pueblo de Roma. Nosotros, representantes elegidos del pueblo marso, en nombre de nuestro pueblo declaramos nula nuestra condición de aliados de Roma. Que no pagaremos a Roma impuestos, tributos, tasas ni diezmos. Que no contribuiremos con tropas a su ejército. Que recuperaremos de Roma la ciudad de Alba Fucentia con todas sus tierras. Os rogamos que lo toméis como una declaración de guerra.

Se oyó un murmullo en las gradas y Cayo Mario alargó el brazo para que Escauro le diera el documento, que a continuación pasó de mano en mano hasta que todos comprobaron que era auténtico.

—Bien, parece que ya está ahí la guerra —dijo Mario.

—¿Contra los marsos? —inquirió Ahenobarbo, pontífice máximo—. Cuando hablé con Silo ante la puerta Collina dijo que habría guerra… ¡pero los marsos no pueden vencernos! ¡No tienen gente para emprender la guerra contra Roma! Esas dos legiones que traía es lo más que pueden reunir los marsos.

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