La corona de hierba (72 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

—¡Ja! ¡Cuñados! —exclamó Lupo, poniéndose en pie de un salto—. ¡A mí no me engañas, Sexto Julio, no me engañas! ¡Después de escucharte durante años, me da la impresión de que tu mal es de lo más oportuno! ¡Te viene y se te va según te conviene! Yo también puedo hacerlo… ¡Escuchad!

Lupo comenzó a imitar una respiración sibilante.

—Estarás harto de oír mi respiración, Publio Lupo, pero no has escuchado bien —replicó Sexto César con amabilidad—, porque no tengo sibilancias cuando aspiro, sino cuando espiro.

—¡Me da igual cómo hagas tus malditos ruidos! —gritó Lupo—. ¡No vas a librarte de servir a mis órdenes y no pienso aceptar a Cayo Mario en tu lugar!

—Un momento, os lo ruego —terció Escauro, príncipe del Senado, poniéndose en pie—. Tengo algo que decir al respecto —añadió, mirando a Lupo en su silla curul con una expresión muy parecida a la que había adoptado cuando Vario le había acusado de traición—. ¡No eres de las personas a quienes más estimo precisamente, Publio Lupo! De hecho, me apena profundamente que lleves el mismo nombre que mi querido amigo Publio Rutilio, de sobrenombre Rufo. ¡ Sí, seréis parientes, pero no os parecéis lo más mínimo! Rufo el Rojo era una de las mayores honras de esta Cámara que mucho añoramos, mientras que Lupo el Lobo es una de las pústulas más lamentables!

—¡Me estás insultando! —exclamó Lupo, indignado—. ¡No puedes hacerlo; soy cónsul!

—Yo soy el portavoz de la Cámara, Publio Lobo, y creo que a mi edad ya ha quedado suficientemente demostrado que puedo hacer lo que me plazca… ¡porque cuando hago algo, Publio Lobo, tengo mis buenas razones y a mi corazón lo mueve el interés de Roma! ¡Pues bien, gusano miserable, piensa con la cabeza! ¡Y no me refiero a esa parte de tu anatomía que tienes pegada al cuello! ¿Quién te has creido que eres? ¡Estás sentado en esa silla porque has tenido dinero de sobra para sobornar al electorado!

Rojo de ira, Lupo abrió la boca.

—¡No hables, Lupo! —gruñó Escauro—. ¡Quédate sentado!

Escauro se volvió hacia Cayo Mario, que estaba muy erguido en su asiento. Nadie habría podido decir lo que sentía por verse marginado.

—Tenemos aquí a un gran hombre —prosiguió Escauro—. ¡Sólo los dioses saben las veces que a lo largo de mi vida le habré maldecido! ¡Sólo los dioses saben cuántas veces en mi vida habré deseado que no existiera! ¡Sólo los dioses saben cuántas veces en mi vida habré sido su peor enemigo! Pero a medida que el tiempo discurre cada vez más raudo y mi vida se esfuma, compruebo que cada vez recuerdo a menos hombres. Y no es un simple factor relacionado con la previsible inminencia de la muerte, sino un acopio de la experiencia que me dice a quién Vale la pena recordar con afecto y a quién no. Algunos de los hombres por quienes más afecto he sentido, hoy día no me dicen nada. Mientras que por algunos de los que más he detestado tengo profundos sentimientos.

Sabiendo perfectamente que Mario le estaría mirando con un peculiar destello en los ojos, Escauro se guardó mucho de volver la cabeza, porque no ignoraba que, de haberlo hecho, no habría podido contener la carcajada, y el discurso que estaba pronunciando era sentido y grave. ¡Un rasgo humorístico podía echarlo todo por tierra!

—Cayo Mario y yo hemos vivido juntos toda una época —continuó, mirando al demudado Lupo—. El y yo hemos estado sentados uno al lado del otro en esta Cámara, mirándonos con ira muchos más años de los que hace que tú, Lobo, llevas la toga de adulto. Hemos regañado y vociferado, pugnado uno con otro. Pero también hemos combatido juntos a los enemigos de la república, hemos contemplado juntos los cadáveres de gentes que habrían podido ser la ruina de Roma, hemos andado codo con codo, hemos reído al unísono y hemos llorado juntos. ¡Os lo repito! Tenemos aquí a un gran hombre. A un gran romano.

Escauro bajó de la grada hasta el suelo de la Cámara, caminó hasta las puertas y se quedó allí plantado.

—Igual que Cayo Mario, igual que Lucio Julio, igual que Lucio Cornelio Sila, hoy no me cabe la menor duda de que nos hallamos ante una terrible guerra. Ayer no estaba tan convencido. ¿Por qué ese cambio? Sólo los dioses lo saben. Cuando el orden establecido de las cosas nos dice que éstas son de cierta manera porque han sido de esa cierta manera durante mucho tiempo, nos cuesta modificar nuestras impresiones y la pasión obnubila nuestro intelecto. Pero cuando en un breve lapso de tiempo caen las escamas de nuestros ojos, lo vemos todo claramente. Y es lo que a mí me ha sucedido hoy. Le ha sucedido también a Cayo Mario. Y probablemente les habrá sucedido a la mayoría de los senadores presentes. Porque de pronto se manifiestan con claridad mil pequeños indicios que ayer se nos escapaban.

»He optado por permanecer en Roma porque sé que aquí seré más útil en el cuerpo político. Pero no es el caso de Cayo Mario. Que, ¡como yo!, hayáis estado más en desacuerdo que de acuerdo con él, o que, ¡como Sexto Julio!, estéis vinculados a él por el doble lazo del afecto y de un matrimonio, todos tenéis que admitir, ¡como lo admito yo!, que en Cayo Mario tenemos un excelente talento militar y un pozo de experiencia que supera a la de todos nosotros juntos. ¡Poco me importaría que Cayo Mario tuviese noventa años y hubiese sufrido tres infartos! Me habría levantado del mismo modo a deciros lo que estoy diciendo, que si es capaz de razonar como lo hace, tenemos que utilizarlo en donde más descuella: ¡en el campo de batalla! ¡Desterrad vuestra intolerancia, padres conscriptos! Cayo Mario tiene mi misma edad, nada más que sesenta y siete años, y el único infarto que le afectó data ya de diez años atrás. Como príncipe del Senado, insisto en que Cayo Mario debe ser jefe legado de Publio Lupo y poner al servicio de Roma su mejor talento.

Nadie hablaba. Y parecía que nadie respirase; incluso Sexto César. Escauro volvió a sentarse junto a Mario, con Catulo César al otro lado. Lucio César los miró a los tres y a continuación dirigió la vista a lo largo de la grada hacia las puertas, donde se sentaba Sila. Al mirarle a los ojos, notó que su corazón se aceleraba. ¿Qué significaba aquella mirada? Tantas cosas, que era difícil de decir.

—Publio Rutilio Lupo, te ofrezco la oportunidad de aceptar voluntariamente de legado mayor a Cayo Mario. Si te niegas, plantearé la cuestión a la Cámara en votación.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —exclamó Lupo—. ¡Pero no le quiero como único legado mayor! ¡Que comparta el cargo con Quinto Servilio Cepio!

—¡Ésta si que es buena! —exclamó Mario, echando hacia atrás la cabeza y soltando una carcajada—. ¡El caballo de octubre uncido con un burro!

Julia, naturalmente, esperaba a Mario tan anhelante como puede estarlo la fiel esposa de un político. A Mario le fascinaba que siempre parecía saber como por instinto que algo grave se debatía en el Senado. Ni él mismo lo había imaginado al ponerse en camino por la mañana hacia la Curia Hostilia. ¡Pero ella si!

—¿Tendremos guerra? —inquirió Julia.

—Sí.

—¿Será enconada? ¿Sólo con los marsos, o con otros?

—Yo calculo que con la mitad de los aliados itálicos y seguramente se les unirán otros. ¡Tenía que habérmelo imaginado! Pero Escauro dio en el clavo: la pasión nubla los hechos. Druso lo sabía. ¡Ah, Julia, si no hubiese muerto! Si él estuviese vivo, los itálicos habrían obtenido la ciudadanía y no nos enfrentaríamos a una guerra.

—Marco Livio murió porque hay quienes no consentirán bajo ningún concepto que los itálicos adquieran la ciudadanía.

—Tienes razón; claro que tienes razón. ¿Crees que al cocinero le daría una apoplejiá si se le encomienda una exquisita cena para una tribu entera, mañana? —añadió, cambiando de tema.

—Yo creo que entrará en trance, porque siempre está refunfuñando que invitamos poco.

—¡Estupendo! Mañana he invitado a cenar a toda una tribu.

—¿Por qué, Cayo Mario?

—Quizá porque tengo el extraño presentimiento de que será la última vez que muchos de nosotros nos veamos,
mea vita
.
Meum mel
. Te amo, Julia.

—Y yo a ti —contestó ella, apacible—. Bien, ¿quiénes vienen a cenar?

—Quinto Mucio Escévola, que espero sea el suegro de nuestro hijo, Marco Emilio Escauro, Lucio Cornelio Sila, Sexto Julio César, Cayo Julio César y Lucio Julio César.

—¿Con sus esposas? —inquirió Julia, un tanto agobiada.

—Sí, con las esposas.

—¡Oh, no!

—¿Por qué lo dices?

—¡Dalmática, la esposa de Escauro, y Lucio Cornelio!

—Bah, eso sucedió hace años —replicó Mario, restándole importancia—. Los hombres los situaremos en las camillas en estricto orden de categoría; tú colocas a las mujeres del mejor modo posible. ¿Qué te parece?

—Bien, de acuerdo —contestó Julia, que aún tenía sus reservas—. Lo mejor será que siente a Dalmática y a Aurelia en frente de Lucio y Sexto Julio, y a Elia y Licinia frente al
lectus medius
. Yo me sentaré con Claudia de cara a Cayo Julio y Lucio Cornelio. ¡No creo que Lucio Cornelio se haya acostado con Claudia! —añadió con una risita.

—¿Insinúas que se ha acostado con Aurelia? —inquirió Mario con profusa perturbación del entrecejo.

—¡No! ¡Cayo Mario, de verdad que a veces eres exasperante!

—A veces lo eres tú —replicó Mario—. Bueno, ¿y dónde piensas colocar a nuestro hijo? Sólo tiene diecinueve años.

Julia colocó al joven Mario a los pies del
lectus imus
, el lugar más bajo para un varón. El no hizo objeciones, dado que el siguiente invitado a aquel puesto más bajo era otro pretor urbano, su tío Lucio Cornelio. El resto de invitados eran todos consulares, y su padre reunía dos consulados más que todos los demás juntos. Fue una agradable sensación para el joven, pero no se hacía ilusiones de superar a su progenitor, pues la única manera sería ser cónsul a una edad muy joven, incluso más joven de la que tenían al serlo Escipión el Africano o Escipión Emiliano.

El joven Mario sabía que le tenían dispuesto un matrimonio con la hija de Escévola; no conocía a Mucia, pues era muy joven para ir a fiestas, pero le habían dicho que era muy bella. No era de extrañar, su madre, Licinia, seguía siendo una mujer hermosa, que ahora estaba casada con Metelo Celer, hijo de Metelo el Baleárico. Adulterio. La joven Mucia tenía dos hermanastros Cecilios Metelos. Escévola se había casado con otra Licinia, menos hermosa, y era ésta la que acudió a la cena y se lo pasó en grande.

A pesar de ello, Lucio Cornelio Sila escribía a Publio Rutilio Rufo, en Esmirna:

Para mí fue un auténtico desastre, Y si no fue un desastre irremediable fue por obra y gracia de Julia, que se aseguró de que todos los hombres quedaban acomodados según el protocolo y sentó a las damas donde no causaran problemas. Con el resultado de que lo único que vi de Aurelia y de Dalmática, esposa de Escauro, fue la espalda.

Sé que Escauro te escribe, porque nuestras cartas salen en el mismo correo; así que no te repetiré la noticia de la guerra inminente contra los itálicos, ni te daré un resumen del discurso que él pronunció en la Cámara en elogio de Cayo Mario. ¡Estoy seguro de que Escauro te habrá enviado una copia! Sólo te diré que la actitud de Lupo me pareció lamentable, y no pude quedarme callado cuando vi que se negaba a dar un cargo al viejo maestro. Lo que más me fastidia es que ese burro de Lupo —¡de lobo no tiene nada!— sea el comandante de todo un frente, mientras Cayo Mario queda relegado a tareas secundarias. Lo más curioso es la afabilidad con que Cayo Mario recibió la noticia de que tendría que compartir el cargo de legado mayor con Cepio. ¿Qué preparará el zorro de Arpinum contra semejante zopenco? Me imagino que algo de órdago.

Pero me he alejado del tema de la cena y quiero volver a él, ya que Escauro y yo hemos acordado escribir abundantemente y repartirnos los temas. A mí me han tocado en suerte los comadreos, lo que no es justo, ya que Escauro es el mayor chismoso que conozco después de ti, Publio Rutilio. Escévola fue a la cena porque Cayo Mario está preparando la boda de su hijo con Mucia, la hija que tuvo Escévola con la primera Licinia (llamada Mucia Tercia, para distinguirla de las dos Mucias mayores que ella de Escévola el Augur). La joven tiene ahora trece años y lo siento por ella, porque el joven Mario no es de las personas que yo más admire; es un cachorro arrogante, presuntuoso y ambicioso. Los que tengan que habérselas con él en el futuro se verán en un brete. No es de la misma naturaleza que mi querido y difunto hijo.

Publio Rutilio, como nunca he tenido mucha vida familiar ni de niño ni de mayor, mi hijo me resulta insustituible. Desde el día que le conocí le amé con todo mi corazón. En él encontraba al compañero ideal, y todo lo que yo hacía le parecía maravilloso. En mi viaje a Oriente, él añadió una faceta de interés y entusiasmo. No me importó que no pudiera darme la opinión y los consejos que me habría dado una persona de mi edad; pero siempre comprendía las cosas y era afectuoso. Y de pronto murió. ¡Fue tan súbito e inesperado…! No ceso de repetirme: si se tuviese tiempo, si se pudiese prever… Pero ¿qué preparativos puede hacer un padre para la muerte de su hijo?

Viejo amigo, desde que él murió el mundo me resulta más gris. Es como si prescindiera de mí. Ya hace casi un año y creo que ya me he acostumbrado a su ausencia, aunque en muchos aspectos nunca me acostumbraré. Me falta una parte de mi propia esencia y noto un vacío que jamás llenaré. Me siento, por ejemplo, incapaz de hablar de él a nadie y oculto su nombre como si nunca hubiese existido. Porque mi dolor es insoportable. Ahora, mientras escribo hablándote de él, estoy llorando.

Pero tampoco pretendía hablarte de mi hijo. ¡Se suponía que había de escribirte a propósito de esa malhadada cena! Quizá lo que me indujo a pensar en él (aunque confieso que siempre pienso) fue el hecho de que ella estuviese presente. La pequeña Cecilia Metela Dalmática, esposa de Escauro. Supongo que ahora tendrá unos veintiocho años o poco le faltará. Se casó con Escauro a los diecisiete, a principios del año en que derrotamos a los cimbros; lo recuerdo. Tienen una niña de diez años y un niño de unos cinco; los dos de Escauro, sin género de dudas, los conozco. Escauro ya habla de casar a la niña con el hijo de su gran amigo Escévola el Augur, Manio Acilio Glabrio. Aunque hace años que son consulares para no preocuparse por el baldón de homo novus, no es el linaje lo que los atrae, supongo, sino la fortuna familiar, casi igual a la de los Servilios Cepionis. A mí, personalmente, me tienen sin cuidado los Acilios Glabriones, pese a que el abuelo de Manio Acilio Glabrio se pusiera de parte de Cayo Graco. ¡Por ello precisamente murió, como todos los que fueron partidarios suyos! Bueno, basta. Creo que ha sido un buen chismorreo, ¿no crees? ¿No? ¡Pues que Lamia te lleve!

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