La corona de hierba (34 page)

Read La corona de hierba Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La visión que tenía Druso de los procedimientos y de la Cámara era bastante global, por hallarse sentado cerca del final de la sección izquierda, junto a las enormes puertas de bronce construidas por la curia siglos antes, en tiempos del rey Tulio Hostilio, abiertas ahora para que pudiera oír el público congregado en el pórtico. Porque los cónsules habían decidido que fuese una sesión pública, aunque sólo se permitiera la entrada a los senadores y sus ayudantes privados.

Al otro extremo de la Cámara, flanqueado por las tres gradas en que los senadores situaban sus sillas plegables, se alzaba el estrado de los magistrados curules; en frente, el largo banco de madera que alojaba a los diez tribunos de la plebe. Las preciosas sillas curules de marfil labrado de los dos cónsules estaban situadas delante del estrado, y detrás de él las de los seis pretores, que a su vez tenían detrás las de los dos ediles curules. Los senadores que tenían derecho a la palabra por la simple acumulación de años en cargos curules ocupaban la grada inferior de cada sección; la grada del medio era para los sacerdotes o augures, los que habían sido tribunos de la plebe o eran sacerdotes de colegios menores, mientras que la grada superior era para los
pedarii
, cuya única potestad en la Cámara era votar.

Una vez que las plegarias, los sacrificios y los presagios fueron declarados satisfactorios, Lucio Licinio Craso Orator, el primer cónsul, se puso en pie.

—Príncipe del Senado, pontífice máximo, colegas magistrados curules, miembros de esta augusta cámara, el Senado ha venido tratando últimamente de la inscripción ¡legal de itálicos como ciudadanos romanos en el censo actual —comenzó diciendo, sosteniendo en su mano un documento—. Aunque nuestros ilustres colegas los censores Marco Antonio y Lucio Valerio esperaban que las listas se incrementasen con algunos miles de nombres nuevos, lo que no esperaban eran tantísimos millares. Pero es lo que ha sucedido. El censo en Italia ha experimentado un aumento sin precedentes de los que afirman ser ciudadanos romanos, pero se nos ha testificado que la mayoría de esos nuevos nombres son de individuos con la categoría de aliados itálicos, sin ningún derecho a ser ciudadanos de Roma. Se nos ha testificado que los dirigentes de las naciones itálicas acordaron inscribir masivamente sus pueblos como ciudadanos romanos. Y se han mencionado dos nombres: Quinto Popedio Silo, dirigente de los marsos, y Cayo Papio Mutilo, dirigente de los samnitas.

Al oír un perentorio chascar de dedos, el cónsul calló y dirigió una inclinación de cabeza al centro de la primera grada de su derecha.

—Cayo Mario, te doy la bienvenida por el regreso a esta Cámara. ¿Quieres preguntar algo?

—Efectivamente, Lucio Licinio —respondió Mario, poniéndose en pie y mostrándose en excelente forma y muy bronceado—. Los nombres de esos dos individuos, Silo y Mutilo, ¿figuran en las listas?

—No, Cayo Mario, no figuran.

—Entonces, testimonios aparte, ¿qué pruebas tienes?

—Pruebas, ninguna —contestó Craso Orator con frialdad—. Sólo he mencionado sus nombres a efectos de testificación como indicio de que incitaron personalmente a los ciudadanos de sus pueblos a inscribirse masivamente.

—Entonces, Lucio Licinio, ese testimonio a que os referís no cabe duda de que es sospechoso.

—Es posible —replicó Craso Orator sin alterarse, repitiendo una florida reverencia—. Cayo Mario, si permites que prosiga con mi parlamento, lo aclararé todo a su debido tiempo.

Mario le devolvió sonriente la reverencia y se sentó.

—Prosigamos, pues, padres conscriptos. Como tan acertadamente ha señalado Cayo Mario, un testimonio no avalado con pruebas materiales es cuestionable. Vosotros, cónsules y censores, no ignoráis esa circunstancia. Sin embargo, el que nos dio ese testimonio es un hombre ilustre y tal testimonio confirma, en efecto, nuestras propias observaciones —añadió Craso Orator.

—¿Quién es esa persona ilustre? —inquirió Publio Rutilio Rufo sin levantarse.

—Debido a cierto riesgo intrínseco, nos pidió que no divulgásemos su nombre —contestó Craso Orator.

—¡Yo os lo puedo decir, tío! —terció Druso alzando la voz—. ¡Su nombre es Quinto Servilio Cepio, el que maltrata a su esposa! ¡También a mí me ha acusado!

—Orden, Marco Livio —terció el cónsul.

—¡Pues sí, le he acusado! ¡Es tan culpable como Silo y Mutilo! —gritó Cepio desde la grada posterior.

—Quinto Servilio, guarda el orden y siéntate.

—¡No lo haré hasta que no se incluya el nombre de Marco Livio Druso en mi acusación! —gritó Cepio aún más fuerte.

—Los cónsules y los censores han considerado fundadamente que Marco Livio Druso no está implicado en este asunto —replicó Craso Orator, ya algo enojado—. ¡Guarda compostura, igual que todos los
pedarii
, y no olvides que esta Cámara aún no te ha concedido el derecho a la palabra! ¡Siéntate y mantén tu lengua dentro de la boca cerrada! ¡La Cámara no desea escuchar las alegaciones de quienes mantienen rencillas personales, esta Cámara debe atender a lo que digo!

Se hizo un silencio, que Craso Orator observó también reverentemente unos instantes, para proferir un carraspeo y continuar.

—Por los motivos que sean, y a instigación de quien sea, en los rollos censuales aparecen de pronto demasiados nombres. Dadas las circunstancias, es lógico suponer que muchos se han atribuido ilegalmente la ciudadanía. Es deber de los cónsules rectificar la situación y no iniciar falsos juicios ni inculpar a nadie sin pruebas. Únicamente una cosa nos interesa: saber que si no hacemos algo nos veremos con un excedente de ciudadanos que querrán ser miembros de las treinta y una tribus rurales y que en la próxima generación podrán obtener más votos en las elecciones tribales que los ciudadanos de verdad, y cuya influencia posiblemente se haga notar en las votaciones de las clases centuriadas.

—Pues espero sinceramente que hagamos algo, Lucio Licinio —dijo Escauro, príncipe del Senado, desde su asiento en el centro de la primera grada de la parte derecha, junto al de Cayo Mario.

—Quinto Mucio y yo hemos redactado una nueva ley —contestó Craso Orator, sin enojarse por la interrupción— con el propósito de eliminar de las listas de Roma a los falsos ciudadanos. Solamente eso. No es un acta de expulsión, ni se pretende un éxodo masivo de falsos ciudadanos de Roma ni de ninguna otra localidad romana o latina dentro de Italia. Su propósito es descubrir a los que se han inscrito en las listas como ciudadanos y no lo son. A tal efecto, proponemos que la península se divida en diez regiones: Umbría, Etruría, Picenum, Lacio, Samnium, Campania, Apulia, Lucania, Calabria y Bruttium. En cada una de estas partes se establecerá un tribunal especial con potestad para indagar la condición de ciudadano de todos los que figuren en el censo por primera vez. La ley propone que estos
quaestiones
los formen jueces en lugar de jurados y que estos jueces sean miembros del Senado de Roma; el presidente de los tribunales tendrá rango consular y como ayudantes contará con dos senadores noveles. Se estipulan una serie de premisas a guisa de orientación para las indagaciones de los tribunales y todos los que comparezcan han de contestar (¡con pruebas!) a las preguntas dispuestas en esos pasos orientativos. Será un protocolo bastante estricto que impida a los falsos ciudadanos eludirlo, eso os lo garantizamos. En un ulterior
contio
leeremos el texto completo de la
lex Licinia Mucia
, pues juzgo que el primer
contio
de ninguna ley no debe entorpecerse con las minucias legalistas.

—Con permiso, Lucio Licinio —dijo Escauro, príncipe del Senado, poniéndose en pie—, quisiera preguntar si te propones establecer alguno de tus
quaestiones
especiales en la ciudad de Roma y, en caso afirmativo, si ese
quaestio
funcionaría como potestad investigadora tanto en el Lacio como en Roma.

—Roma constituirá el undécimo
quaestio
—contestó Craso Orator con solemne ademán—. El Lacio es aparte. Sin embargo, en relación con Roma, quisiera decir que los rollos de listas de la ciudad no han revelado una inscripción masiva de nuevos ciudadanos que creamos sea falsa. A pesar de ello, consideramos que es conveniente establecer un tribunal de investigación, ya que en la ciudad debe haber, a poco que se profundice en la investigación, ciudadanos que no tengan derecho a serlo.

—Gracias, Lucio Licinio —dijo Escauro, volviendo a sentarse.

A Craso Orator se le notaba muy enfadado, pues se habían derrumbado todas sus esperanzas de endilgar uno de sus discursos de refinada retórica, ya que lo que había iniciado como discurso se había convertido en un diálogo de preguntas y respuestas.

Antes de que pudiera reanudarlo, Quinto Lutacio Catulo César se puso en pie, confirmando la sospecha del primer cónsul de que la Cámara no estaba de humor para escuchar discursos excelsos.

—¿Puedo hacer una pregunta? —inquirió Catulo César en tono edulcorado.

—Todos pueden hacerla, Quinto Lutacio —respondió Craso Orator con un suspiro—. Hasta los que no tienen derecho a la palabra. Te ruego que la hagas; te invíto a ello. ¡Hazla!

—¿La
lex Licinia Mucia
prescribirá o especificará multas concretas, o va a dejarse el castigo a discreción de los jueces con arreglo a la jurídica existente?

—Lo creas o no, Quinto Lutacio, ¡de eso iba yo a hablar! —replicó Craso Orator con muestras visibles de estar a punto de perder la paciencia—. La nueva ley especifica multas concretas. La primera y más relevante es que todos los falsos ciudadanos que durante este último censo se hayan inscrito como ciudadanos sufrirán la ira de los tribunales y se les someterá a flagelación con el látigo de nudos, el nombre del culpable quedará inscrito en una lista, de modo que él y todos sus descendientes jamás puedan obtener la ciudadanía, y se les impondrá una multa de cuarenta mil sestercios. Si el falso ciudadano tiene residencia en una ciudad, pueblo o municipio con derechos latinos o romanos, él y sus amistades quedarán privados de esa residencia y deberán regresar al lugar de origen de sus antepasados. Sólo en ese aspecto concreto se trata de una ley de expulsión. A los que no posean la ciudadanía pero no hayan falsificado su condición no les afecta y podrán continuar en su domicilio habitual.

—¿Y los que hayan falsificado su condición en otro censo anterior? —inquirió Escipión Nasica el viejo.

—No serán azotados ni multados, Publio Cornelio, pero se les inscribirá en una lista y serán expulsados de cualquier localidad latina o romana.

—¿Y si uno no puede pagar la multa? —inquirió Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo.

—Será vendido como garantía de la deuda al Estado de Roma por un plazo mínimo de siete años.

—¿Me concedes la palabra, Lucio Licinio? —espetó Cayo Mario poniéndose en pie.

—¡Ah! ¿Por qué no, Cayo Mario? —replicó Craso Orator, alzando los brazos—. ¡La tienes, siempre que no te interrumpa media Roma!

Druso contempló a Mario mientras éste descendía de su sitial y se dirigía al centro de la Cámara. Su corazón, órgano que él había creído inerme por la muerte de su esposa, latía aceleradamente. Allíestaba la única esperanza. «¡Oh, Cayo Mario, por muy poco que me gustes como persona, pensaba Druso, di tú lo que yo diría si tuviese derecho a la palabra! Si tú no lo haces, no lo hará nadie. Nadie.»

—Ya veo —comenzó Mario con voz tonante— que es una intervención legislativa minuciosamente pensada, como no era menos de esperar de dos de nuestros mejores juristas. Aunque le falta una cosa para hacerla redonda: una cláusula estipulando una recompensa para los delatores. ¡Es una ley admirable! ¿Pero es una ley justa? ¿No debemos preocuparnos por ese aspecto antes que nada? Y, lo que es más, ¿nos consideramos lo bastante poderosos, lo bastante arrogantes, ¡lo bastante lerdos! para aplicar las sanciones que la ley estipula? A tenor del discurso de Lucio Licinio, que no es de los mejores suyos, yo añado: hay decenas de miles de esos supuestos ciudadanos falsos esparcidos desde la frontera de la Galia itálica hasta Bruttium y Calabria. Hombres que se sienten con pleno derecho a participar en los asuntos internos del gobierno de Roma, si no, ¿a qué correr el riesgo de efectuar una falsa declaración de ciudadanía? Todos los que viven en Italia saben a lo que se arriesgan si se descubre la falsedad de esa declaración. Azotes, destierro, multa, aunque generalmente no se apliquen a la vez al mismo individuo.

Se volvió hacia el lado izquierdo de la Cámara y prosiguió:

—Pero ahora, padres conscriptos, parece que hemos de descargar el peso de la ley sobre esas decenas de miles de hombres ¡y sobre sus familias! Vamos a azotarlos, multarlos con cantidades impagables, apuntándolos en una lista negra y expulsándolos de sus hogares si éstos se hallan en una localidad romana o latina.

Cubrió la distancia hasta las puertas abiertas y desde allí se dirigió a las dos secciones de la Cámara.

—¡Decenas de miles, padres conscriptos! ¡No uno, dos, tres o cuatro hombres, sino decenas de miles! Y familias con hijos, hijas, esposas, madres, tías, tíos, primos, a sumar a esas decenas de miles, que tendrán amigos incluso quizá entre quienes poseen legalmente la ciudadanía romana o los derechos latinos. Fuera de las ciudades romanas y latinas los iguales a ellos serán mayoría. Y nosotros, los senadores que seremos elegidos (echando suertes, digo yo) vamos a constituir esos equipos investigadores, vamos a escuchar las pruebas, a seguir las directrices para el escrutinio de los que comparezcan y a aplicar la
lex Licinia Mucia
al pie de la letra a los que resulten falsos. Mi aplauso para los que tengan suficiente valor para hacer ese cometido, porque yo, para empezar, ¡desearía que me diera otro infarto! ¿O es que la
lex Licinia Mucia
pondrá destacamentos armados de milicia a la constante disposición de todos y cada uno de esos
quaestiones
?

Comenzó a avanzar despacio por la Cámara sin dejar de perorar.

—¿Es realmente un delito desear ser romano? No peco de exagerado si digo que gobernamos en lo más notable del orbe. Se nos respeta en todo, se nos muestra deferencia cuando viajamos por doquier y hasta los reyes aceptan nuestras órdenes. Hasta el último que pueda llamarse romano, pese a que sea del
capite censi
i es mejor que ningún otro hombre. Por pobre que sea para poseer un solo esclavo, sigue formando parte del pueblo que rige el mundo. Eso le confiere una valía sin igual, que nada define mejor que la palabra «romano». Aunque desempeñe el trabajo menestral obligado por no tener un solo esclavo, todavía puede decir: «Soy romano y mejor que el resto de la humanidad.»

Other books

Hot Valley by Lear, James
The Carlton Club by Stone, Katherine
Split Images (1981) by Leonard, Elmore
Under Cover of Darkness by Julie E. Czerneda
Living in Sin (Living In…) by Jackie Ashenden
Gaslight in Page Street by Harry Bowling
Kissing Cousins by Joan Smith