La corona de hierba (15 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

De Pérgamo emprendió viaje por tierra hacia el triángulo poco importante llamado Troade, para llegarse a la ribera sur del lago Propontis, cerca de Cizicus, desde donde se dirigió a Prusa, en Bitinia: una región próspera situada en el regazo de un monte cubierto de nieve llamado el Olimpo de Misia, en la que únicamente se detuvo para observar que a los habitantes les traían sin cuidado las maquinaciones de su rey octogenario, continuando viaje hacia la capital de Nicomedia, donde el anciano tenía su corte. Era también una ciudad próspera y bastante grande,
domina
da por el recinto del templo y el palacio en una pequeña acrópolis.

Aquél era un país peligroso para un mitridátida y hasta era posible que en las calles de Nicomedia se tropezase con alguien que pudiera reconocerle, un sacerdote de la extensa cofradía de Ma o Tike o algún viajero de Sinope. Por ello optó por alojarse en una posada miserable, lejos de los mejores barrios de la ciudad, cubriéndose bien con los pliegues de su capa siempre que se aventuraba a pasear. Lo único que quería era comprobar la reacción de las gentes y hasta dónde llegaba su devoción por el rey Nicomedes para saber hasta qué extremo le apoyarían en una guerra contra el rey del Ponto, por ejemplo, aunque fuese pura especulación.

El resto del invierno y toda la primavera los pasó yendo desde Heraclea, en el Euxino bitiniano, hasta los confines más remotos de Frigia y Patagonia, observándolo todo, desde el estado de las carreteras —simples caminos—, la situación de la agricultura y el nivel de formación de sus habitantes.

Así, a principios de verano regresaba a Sinope, poderoso y satisfecho en sus propósitos, para encontrarse con su hermana-esposa Laódice, emocionada y proclive a la charla desenfrenada, y unos nobles demasiado tranquilos. Sus tíos Arquelao y Diofanto habían muerto y sus primos Neoptolemo y Arquelao se hallaban en Cimeria, situación que le hizo ver su vulnerabilidad, apagando su euforia e impulsándole a reprimir sus ganas de sentarse en el trono y relatar a la corte con todo detalle su odisea por occidente. Lo que hizo fue dirigir a todos una sonrisa despreocupada, hacer el amor a Laódice hasta que pidió una tregua, visitar a todos sus hijos e hijas y a sus respectivas madres, y sentarse a esperar acontecimientos. Algo sucedía, de eso estaba seguro, y hasta que descubriese lo que era decidió no decir palabra de dónde había estado durante aquella larga y misteriosa ausencia, ni sobre sus futuros planes.

Luego, durante el turno de guardia nocturna, vino a verle Gordio, su suegro capadocio, que se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio y le indicó con la mano que fueran a reunirse en las almenas del palacio lo antes posible. La luna plateaba la noche y una brisa arrancaba rizos brillantes en la superficie del mar, las sombras eran negrísimas y la luz del astro de la noche una fatua parodia de sol. Extendida sobre la lengua de tierra que unía al continente el bulboso promontorio en que estaba el palacio, la ciudad dormía tranquila. La densa oscuridad de las murallas se erguía coronada por su geométrica dentadura bajo el fulgor de unas nubes bajas.

A medio camino entre dos atalayas se encontraron el rey y Gordio, agachados detrás de las almenas, hablando tan quedamente que ni los pájaros durmientes pudiesen oírlos.

—Laódice estaba convencida de que esta vez no volveríais, gran señor —dijo Gordio.

—¿Ah, sí? —inquirió el rey con voz pétrea.

—Tomó un amante hace tres meses.

—Vuestro primo Farnaces, gran señor.

¡Ah, qué lista era Laódice! No un amante cualquiera, sino uno de los pocos varones del linaje que puede aspirar al trono del Ponto sin temor a ser desplazado por uno de la progenie real o algún hijo menor de edad. Farnaces era hijo del quinto hermano del rey y de la quinta hermana, con sangre real por ambas partes. Perfecto.

—Creerá que no voy a enterarme —dijo Mitrídates.

—Cree que los pocos que lo saben tienen demasiado miedo para hablar —replicó Gordio.

—¿Y por qué has hablado tú?

—Mi rey —dijo Gordio sonriente, brillándole los dientes bajo la luz de la luna—. ¡Vos sois el mejor! Lo supe la primera vez que os vi.

—Te prometo que serás recompensado, Gordio —dijo el rey, apoyándose en la muralla, pensativo—. Ella no tardará en intentar matarme —añadió finalmente.

—Eso creo, gran señor.

—¿Cuántos hombres leales tengo en Sinope?

—Creo que muchos más que ella. Es una mujer, gran señor, y por tanto más cruel y traicionera que ningún hombre. ¿Quién puede confiar en ella? Sus seguidores lo han hecho para ganarse ascensos. Y yo creo que además confían en que Farnaces la mate una vez que se vea seguro en el trono. Sin embargo, la mayoría de la corte ha resistido a sus halagos.

—¡Estupendo! Gordio, dejo en tus manos que expliques a mis leales lo que sucede. Diles que estén dispuestos a cualquier hora del día o de la noche —dijo el rey.

—¿Qué vais a hacer?

—¡Dejaré que esa cerda intente matarme! Yo la conozco; es mi hermana. Y sé que no usará el cuchillo o la flecha, sino el veneno. Con algo horrible, para que sufra.

—¡Gran señor, permitid que los aprese a ella y a Farnaces inmediatamente! —musitó Gordio enardecido—. ¡El veneno es algo muy sutil! ¿Y si a pesar de todas las precauciones os hace tomar cicuta o pone una víbora en vuestro lecho? ¡Dejadme que los aprese ahora! Es preferible.

—Necesito pruebas, Gordio —replicó el rey moviendo la cabeza—. Dejemos que intente envenenarme. Que encuentre la planta, la seta ponzoñosa o el reptil que mejor le parezca y que lo intente.

—¡Mi rey, mi rey! —dijo Gordio aterrado, con voz temblorosa.

—No hay por qué preocuparse, Gordio —replicó Mitrídates sin alterarse y sin temor alguno—. Nadie sabe, y menos Laódice, que durante los siete años en que anduve huyendo de la venganza de mi madre me hice inmune a todos los venenos conocidos y a algunos que nadie más que yo ha descubierto. Soy quien más sabe de venenos, puedo asegurártelo. ¿Crees que todas mis cicatrices las han producido las armas? ¡No! Me las hice yo mismo, Gordio, para asegurarme de que ninguno de mi familia consiga eliminarme por el método más fácil y limpio.

—¡Tan joven! —dijo Gordio asombrado.

—Pensé que era lo mejor para llegar a viejo. Nadie va a arrebatarme el trono.

—Pero ¿cómo os hicisteis inmune, gran señor?

—Mira, está el áspid egipcio, por ejemplo —dijo el rey, animado por el tema—, el que tiene una toca ancha y cabeza pequeña entre las placas, Me trajeron una caja con ejemplares de todos los tamaños y comencé a dejarme picar por los más pequeños, luego dejé que lo hiciera el más grande, un monstruo de siete pies de largo y tan grueso como mi brazo. Al final, Gordio, me picaban y no me sucedía nada. Y lo mismo hice con víboras y pitones, escorpiones y arañas, y después probé una gota de todos los venenos, cicuta, acónito, mandrágora, pulpa de semilla de cereza, poción de bayas, arbustos y raíces, la seta calavera y la roja de puntos blancos. ¡Sí, Gordio, los probé todos, aumentando la dosis una gota cada vez hasta que una copa entera no me hacía efecto! Y he continuado haciéndome inmune tomando veneno y dejándome picar. Y tomo antídotos —dijo Mitrídates, riendo por lo bajo—. ¡Deja que Laódice lo pruebe! ¡No podrá matarme!

Y Laódice lo intentó durante el banquete oficial que dio para celebrar el regreso del soberano. Como estaba invitada toda la corte, se despejó el gran salón del trono y en él se dispusieron docenas de camillas y se adornaron paredes y columnas con flores y guirnaldas, sembrando el suelo de olorosos pétalos. Acudieron los mejores músicos de Sinope y un grupo itinerante de actores griegos para dar una representación de la Electra de Eurípides, y la famosa bailarina Anais de Nisibis, que veraneaba en el Euxino.

Aunque en épocas anteriores los reyes del Ponto comían sentados a la mesa como sus antepasados tracios, hacía tiempo que habían adoptado la costumbre griega de comer reclinados en camillas, presumiendo de ser monarcas helenizados, producto genuino de la cultura griega.

Lo precario de tal helenismo se hizo evidente cuando los cortesanos entraron en el salón del trono uno por uno para postrarse en el suelo ante su rey. Y por si eran necesarias más pruebas, las habría durante el interminable espacio de tiempo en que la reina Laódice, sonriente y seductora, ofreció su copa escita de oro al rey, lamiendo sus bordes con su rosada lengua.

—Bebed de mi copa, esposo mío —le instó afable.

Sin dudarlo, Mitrídates dio un buen sorbo con el que despachó media copa, dejándola en la mesita frente a la camilla que compartía con la reina. Pero conservó parte del líquido en la boca, mirando a su hermana de hito en hito con sus ojos verde uva con puntitos marrones. Luego frunció el entrecejo, no con expresión temible, sino pensativo; gesto que se tornó en parpadeo con una amplia sonrisa.

—¡
Dorycnion
! —dijo, paladeándolo.

La reina se puso lívida y la corte guardó silencio porque había pronunciado la palabra con voz muy fuerte y hasta aquel momento la fiesta había sido tranquila.

El rey volvió la cabeza hacia la izquierda.

—Gordio —dijo.

—Decid, gran señor —contestó Gordio, bajando rápido de la camilla.

—Ven a ayudarme.

Cuatro años mayor que su hermano, Laódice se parecía mucho a él, cosa nada rara en una familia en que se habían casado con suma frecuencia hermanos con hermanas a lo largo de varias generaciones. La reina, mujer grande pero proporcionada, se tomaba con gran esmero su apariencia y peinaba su dorado cabello al estilo griego, pintaba sus ojos marrón-verde con
stibium
, las mejillas con colorete, los labios con carmín y manos y pies con alheña de color marrón oscuro. La cinta blanca de la diadema dividía su frente y las borlas de los extremos le caían sobre los hombros. Tenía un aspecto verdaderamente regio, como era su intención.

Ahora leía su destino en el rostro de su hermano y se rebulló para bajar de la camilla. Pero no tuvo tiempo porque él la asió de la mano con que quería impulsarse hacia atrás y tiró de ella por encima del montón de almohadones en que había estado reclinada, hasta que quedó en sus brazos mitad tumbada mitad sentada. Gordio estaba arrodillado al otro lado, con aviesa expresión de triunfo, pues sabía la recompensa que iba a solicitar: que su hija pequeña Nisa, una esposa menor, fuese elevada a la dignidad de reina, y, en consecuencia, que su hijo Farnaces adquiriese preferencia por delante de Macares, hijo de Laódice.

Laódice, desamparada, volvió la cabeza y vio que cuatro notables hacían comparecer a su amante Farnaces ante el soberano, quien le miraba impasible. Luego, el rey volvió a dirigir su atención hacia ella.

—No voy a morir, Laódice —dijo—. En realidad, esta poción baladí ni siquiera me sentará mal —añadió, sonriendo con auténtica complacencia—. De todos modos, es más que suficiente para matarte.

El rey le tenía pinzada la nariz entre el pulgar y el índice de su mano izquierda y la obligó a echar la cabeza hacia atrás, por lo que ella hubo de abrir inmediatamente la boca porque la respiración se le había paralizado por el terror. Y Mitrídates fue vaciando despacio el contenido de la copa escita en su garganta, haciendo que Gordio le cerrase la boca cada vez que él vertía líquido, mientras él le acariciaba voluptuosamente el cuello para que tragara mejor. Ella no se resistió por considerar indigno de una mitridátida tener miedo a la muerte, y más habiendo estado a punto de apoderarse del trono. Una vez vacía la copa, el rey dejó tendida a su hermana en la camilla ante los ojos del horrorizado amante.

—No intentes vomitarlo, Laódice —dijo Mitrídates sonriente—, porque si lo haces te obligaré a beber otra vez.

Todos los presentes miraban la escena en silencio, quietos y horrorizados. Nadie supo decir después cuánto había durado aquello, salvo el rey (a quien, desde luego, nadie se lo preguntó). Mitrídates se volvió hacia sus cortesanos y se dirigió a ellos en un tono parecido al de un maestro de filosofía con sus alumnos. Y para ellos fue una auténtica revelación el conocimiento que el rey tenía de los venenos, una faceta del soberano que circularía velozmente en forma de rumor de un extremo a otro del Ponto y se difundiría después fuera del país; Gordio amplió la información, quedando para siempre unidos en la leyenda las palabras «Mitrídates» y «veneno».

—La reina —dijo Mitrídates— no habría podido elegir mejor sustancia que el
dorycnion
, que los griegos llaman trychnos. Tolomeo, el general de Alejandro Magno, posteriormente rey de Egipto, trajo la planta de la India, donde dicen que crece y alcanza la altura de un árbol, si bien en Egipto sólo llega a hacerse arbusto, con hojas parecidas a las de nuestra salvia. Después del aconiton es con toda certeza el mejor veneno. Advertiréis que la reina, conforme va muriendo, no perderá el sentido hasta el último suspiro. Por experiencia personal puedo deciros que la percepción se acentúa extraordinariamente y uno se encuentra en un mundo de sensaciones y visiones sin parangón con lo que se siente en estado normal. Primo Farnaces, tengo que decirte que todos los latidos de tu corazón, tu último parpadeo, la congoja que sientas al ver su sufrimiento, las percibirá mejor que nunca. Puede que sea una lástima que no pueda llevarse dentro nada más de ti, ¿verdad? Mira, ya comienza —añadió, mirando a su hermana.

Laódice tenía clavados los ojos en Farnaces, que permanecía de pie entre sus guardianes, con la cabeza gacha y una mirada que ninguno de los presentes olvidaría: dolor y horror, exaltación y pena, una gama de emociones rica y cambiante. Ella no decía nada, evidentemente porque le era imposible, y poco a poco sus labios iban distendiéndose sobre los grandes dientes amarillos y su cuello curvándose a medida que la columna vertebral se arqueaba y la cabeza tendía a tocar la parte posterior de las rodillas. Luego comenzó a experimentar unas sacudidas rítmicas, que fueron aumentando en magnitud y disminuyendo en frecuencia hasta convertirse en fuertes convulsiones de la cabeza, el cuerpo y las extremidades.

—¡Sufre un ataque! —exclamó Gordio con voz estridente.

—Naturalmente —añadió Mitrídates con desdén—. El ataque que acabará con ella, ya veréis —añadió, observándolo con auténtico interés clínico, él, que había experimentado variantes más suaves, aunque nunca ante su espejo de plata—. Mi ambición es hallar un antídoto universal —prosiguió dirigiéndose a los presentes mientras continuaban inexorablemente los espasmos de Laódice—, un elixir mágico que cure los efectos de cualquier veneno, sea de planta, animal, pez o sustancia inanimada. Actualmente me veo obligado a beber no menos de cien pociones de distintos venenos para no perder la inmunidad. Así podré ingerir un brebaje compuesto de cien antídotos —añadió en un aparte a Gordio—. Os confieso que si no tomo los antídotos me siento algo indispuesto.

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