La corona de hierba (14 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Mitrídates se tomó muy a mal la noticia. Primero sufrió un ataque de ira que hizo que los cortesanos se dispersaran aterrorizados mientras él rugía de rabia en su salón de audiencias, lanzando imprecaciones y horribles maldiciones contra Roma y todo lo romano. Luego cayó en una apatía más terrorífica aún y estuvo varias horas solo, sentado en su trono leonado, reflexionando. Finalmente, tras notificar escuetamente a la reina Laódice que gobernase en su ausencia, salió de Sinope y no se le volvió a ver durante un año largo.

Primero fue a Amasia, la antigua capital del Ponto, donde todos sus antepasados reales estaban enterrados en tumbas excavadas en la roca viva de las montañas que rodean la ciudad, y allí se dedicó a pasear de arriba abajo durante varios días por los pasillos del palacio, sin hacer caso de la presencia de sus amedrentados servidores y las seductoras quejas de las dos esposas y ocho concubinas que vivían allí todo el año. Luego, del mismo modo repentino, el rey Mitrídates salió de aquel estado de furor y se dispuso a hacer planes. No mandó que vinieran de Sinope más cortesanos, ni cabalgó hasta Zela, en donde estaba acampado su ejército más próximo; lo que hizo fue convocar a los notables que vivían en Amasia para que le eligiesen un contingente de tropas formado por mil hombres de élite. Sus instrucciones fueron claras y terminantes, expuestas en un tono que no daba lugar a discusión. Después, se dirigió a Ancira, la mayor ciudad de Galacia, en avanzadilla con una escolta, seguido por los mil hombres mucho más atrás. A los notables los había mandado por delante con órdenes de convocar a todos los jefes de tribus a un gran encuentro en la ciudad, donde el rey del Ponto les haría importantes propuestas.

Galacia era un lugar estrafalario, una avanzadilla celta en un subcontinente habitado por comunidades persas, sirias, germánicas e hititas, en el que todos, menos los sirios, eran de tez clara, aunque no como aquellos inmigrantes celtas descendientes del segundo rey Breno de los galos. Durante casi doscientos años habían ocupado aquel territorio amplio y rico de la Anatolia central, y vivían al estilo galo al margen de las culturas que los rodeaban. Incluso sus contactos intertribales eran escasos, no tenían un soberano ni les interesaba formar un ejército para conquistar más territorio. Es cierto que durante algún tiempo habían aceptado a Mitrídates V del Ponto como soberano, circunstancia que no les reportaba nada, aunque tampoco a Mitrídates, ya que nunca entregaban los diezmos y tributos estipulados por el Ponto y Mitrídates murió antes de poder cobrarse las exacciones. A ellos nadie los forzaba a nada; eran galos, mucho más fieros que frigios, capadocios, pontinos, bitinios, jonios o griegos dóricos.

Los jefes de las tres tribus gálatas, y otras menos importantes, acudieron a Ancira en respuesta a la convocatoria de Mitrídates, más atraídas por la gran fiesta prometida que por ningún proyecto de campaña, incursión o botín que pudiera ofrecerles Mítrídates VI. Y en Ancira, poco más que un poblacho, encontraron a Mitrídates aguardándolos. Había ido adquiriendo durante todo el camino desde Amasia cuantas exquisiteces había podido para ofrecérselo a los jefes de las tribus en una fiesta mucho mejor de lo que su imaginación había fabulado. Ya en un estado de afable complacencia antes de atacar los alimentos, los jefes cayeron en la doble trampa de la comida y la bebida y, mientras yacían entre los desechos de la fiesta, en medio de ronquidos y convulsiones etílicas, los mil soldados de élite del rey Mitrídates penetraron cautelosamente en el recinto y los fueron matando. Hasta que el último jefe gálata no hubo muerto, no se movió el rey del trono que presidía la mesa, sentado con la pierna por encima del brazo, balanceándola, observando la matanza con cara de sumo interés.

—Quemadlos —les dijo— y esparcid sus cenizas sobre la sangre. En este sitio crecerá un trigo excelente el año próximo. No hay nada que fertilice más el suelo que la sangre y los huesos.

A continuación se proclamó rey de Galacia sin que nadie se le opusiera, salvo los galos diseminados y sin jefes.

Luego volvió a desaparecer totalmente sin que ni su principal notable supiera dónde estaba ni lo que hacía; el soberano se limitó a dejar una carta ordenándole limpiar Galacia, regresar a Amasia y enviar a la reina a Sinope para que nombrase un sátrapa para las nuevas tierras pónticas de Galacia.

Disfrazado de mercader, montado en un mediocre caballo marrón y con un asno cargado con la ropa y un esclavo gálata bastante tonto, que ni sabía quién era su amo, Mitrídates emprendió camino hacia Pessinus. Y en el recinto de la Magna Mater, la diosa Kubaba Cibeles, reveló su identidad a Batacio y tomó al
archigallos
a su servicio, obteniendo de él gran parte de la información que necesitaba. Desde Pessinus se dirigió a la provincia romana de Asia siguiendo el curso del largo valle del río Meandro.

Apenas dejó ninguna ciudad de la Caria sin indagar; el mercader oriental de gran estatura, curioso, algo ambiguo respecto a su rama de comercio, fue de un lugar a otro, aplicando a veces un correctivo físico a su zoquete esclavo, mirando hacia otro lado, atento a grabar en su mente todo lo que veía. Comió con otros mercaderes en las mesas de las posadas, paseó por la plaza del mercado hablando con todos aquellos que le parecía que tenían algo interesante que decir, recorrió los muelles de los puertos del Egeo, mirando fardos y olisqueando
amphorae
, trató con las mujeres de los pueblos, recompensándolas generosamente cuando satisfacían sus necesidades carnales, y escuchó historias de las riquezas de los santuarios de Esculapio en Cos, de Artemisa en Éfeso, el de Esculapio en Pérgamo y los fabulosos tesoros de Rodas.

De Éfeso regresó al norte hacia Esmirna y Sardis y, finalmente, llegó a Pérgamo, capital del gobernador romano, reluciente en su acrópolis como una arqueta de joyas. Allí vio por primera vez auténticas tropas romanas: la guardia personal del gobernador. Roma no consideraba que hubiese riesgo militar en la provincia de Asia y la tropa la constituían reclutas locales y la milicia. Mitrídates estuvo observando largo y tendido aquella tropa de ochenta soldados, tomando nota mental de las pesadas cotas de malla, las cortas espadas y los venablos de cabeza menuda, la manera entrenada de caminar propia del servicio que desempeñaban. Vio también por primera vez la toga bordada de púrpura en la persona del gobernador. El personaje, escoltado por los lictores en túnica carmesí, con las
fasces
en el hombro izquierdo y el hacha insertada, dado que el gobernador tenía potestad para aplicar la pena capital; al rey del Ponto le pareció que trataba con suma modestia a una serie de hombres que vestían toga blanca. Supo que éstos eran los
publicani
, empleados de las compañías que recogían los impuestos provinciales. Por la manera en que paseaban por las calles de Pérgamo, tan maravillosamente trazadas y cuidadas, parecía que la provincia fuese de ellos más que de Roma.

Era evidente que Mitrídates no pretendía entablar conversación con ninguno de aquellos engreídos, pues estaban demasiado ocupados y eran muy presumidos para prestar atención a un simple mercader oriental; se limitó, pues, a dirigirles una inclinación de cabeza cuando se los cruzaba, rodeados de sus cohortes de escribas y funcionarios, pero sí que lió amistosamente la hebra con los pergameses en las mesas de las tabernas, a las que no acudían precisamente los
publicani
.

—Nos sangran sin piedad —le dijeron tantas veces que juzgó sería la verdad y no las manidas quejas de quienes protestan sólo por ocultar su prosperidad, como sucede con los granjeros ricos y los que gozan de algún monopolio.

—¿Ah, sí? —replicaba él al principio, y como le preguntaban dónde estaba él treinta años antes cuando la muerte de Atalo, se inventó una historia de largos viajes por el norte del mar Euxino, por si alguien le interrogaba sobre cosas de Olbia o Cimeria y contestar como quien ha estado allí.

—En Roma —le dijeron— tienen dos altos funcionarios a los que llaman censores, designados por elección. ¿Verdad que es raro? Además, antes tienen que haber sido cónsules para que así se vea lo importantes que son. En cualquier comunidad griega que se precie, los negocios del Estado los llevan empleados civiles como es debido, no hombres que un año antes hayan estado mandando un ejército; pues en Roma no es así, y esos censores, simples aficionados en cuestión de negocios, tienen encomendado el control de todos los negocios del Estado y conceden cada cinco años contratas en nombre del Estado.

—¿Contratas? —inquirió ceñudo el déspota oriental.

—Contratas. Igual que todos los contratos, salvo que éstas se establecen entre empresas comerciales y el Estado —contestó el mercader de Pérgamo que conversaba con Mitrídates.

—Creo que he vivido demasiado tiempo en países en los que mandan reyes —replicó el soberano—. ¿Y el Estado no tiene servidores que se encarguen de que se efectúen los proyectos como es debido?

—Sólo magistrados; los cónsules, pretores, ediles y cuestores, a quienes sólo les interesa una cosa: que estén llenas las arcas de Roma —dijo el mercader riendo disimuladamente—. ¡Claro que, amigo mío, la mayoría de las veces lo único que les interesa es llenar su propia bolsa!

—Continuad. Estoy asombrado.

—Esta difícil situación nuestra es culpa de Cayo Graco.

—¿Uno de los hermanos Sempronios?

—Exacto. El más joven. Fue él quien legisló que los impuestos de Asia los cobrasen equipos de hombres especialmente nombrados para ese cometido. Así, el Estado se lleva su parte sin necesidad de dar empleo fijo a recaudadores. De esa ley nacieron los
publicani
asiáticos, los que recaudan aquí los impuestos. Los censores en Roma ponen a subasta las contratas con arreglo a las condiciones del Estado, y en el caso de la provincia de Asia estipulan la suma que quiere el Tesoro cada año de un período de cinco, no la suma real que se recauda en la provincia. Esa cifra la deciden las compañías recaudadoras, pues tienen que hacer sus ganancias antes de abonar al Tesoro lo contratado. Por lo tanto, un escuadrón de contables se sienta, ábaco en mano, y calcula cuánto pueden estrujar anualmente a la provincia de Asia durante ese período de cinco años y pujan para obtener la contrata.

—Perdonad mis pocas luces, pero ¿qué le importa a Roma la suma que se puja, si la cantidad que el Estado quiere ya ha sido establecida de antemano?

—¡Ah, esa cifra, querido amigo, es simplemente el mínimo que acepta el Tesoro! Y por eso se da el caso de que cada empresa de
publicani
trata de calcular una cifra que sea lo bastante alta respecto al mínimo para que el Tesoro la acepte y llevarse al mismo tiempo un buen beneficio.

—Ya entiendo —replicó Mitrídates con un bufido—. Dan la contrata a la empresa que más puja.

—Eso es.

—Pero ¿pagan al Tesoro la cifra que han pujado o toda la suma, incluido el fuerte beneficio?

—¡Sólo la suma que hay que pagar al Estado, amigo! —contestó el mercader riendo—. La ganancia que la empresa piensa sacar sólo la saben ellos, y los censores no preguntan nada, creedme. Abren las ofertas y la más alta es la que se lleva el contrato.

—¿Los censores conceden alguna vez la contrata a una empresa que oferte menos que otra?

—Que yo recuerde, no, amigo.

¿Entonces qué sucede? Los cálculos de las empresas, por ejemplo, ¿están dentro del límite de la probabilidad o son demasiado optimistas? —inquirió Mitrídates haciéndose el ignorante.

—¿Qué os imagináis? Los
publicani
basan sus cálculos, por lo que sabemos, en las cifras obtenidas en el Jardín de las Hespérides y no en la Asia menor de Atalo. Así, cuando hay una disminución de la producción en el distrito más pequeño y en la actividad menos importante, de pronto a los
publicani
les entra el pánico porque la suma que han acordado pagar al Tesoro es superior a lo que están recaudando. ¡Si hubiesen hecho una oferta más realista todo iría mejor! Por lo tanto, a menos que tengamos una cosecha abundante y no perdamos una sola oveja en la esquila, hasta que vendamos hasta el último eslabón de cadena, el último palmo de tela, la última piel de vaca, y la última
amphora
de vino y
medimnus
de aceitunas, los recaudadores nos aprietan a todos sin contemplaciones —contestó el mercader con amargura.

—¿Y de qué modo aprietan? —inquirió Mitrídates, preguntándose dónde estarían los campamentos de tropas, pues no había visto ninguno en sus viajes.

—Contratan a mercenarios cilicios, de regiones en las que hasta las ovejas cilicias pasan hambre, y les dan carta blanca. Yo he visto vender a la población de distritos enteros como esclavos, mujeres y niños, viejos y jóvenes. He visto cavar en campos y derruir casas para buscar dinero. Sí, amigo, si os dijera todo lo que he visto hacer a los recaudadores para sacar dinero estrujando, lloraríais. Cosechas enteras confiscadas, salvo el mínimo para que el agricultor y su familia coman y puedan sembrar al año siguiente, rebaños diezmados, atiendas y comercios saqueados… y lo peor de todo es que esta situación hace que la gente mienta y engañe, porque si no lo hacen lo pierden todo.

—¿Y todos esos recaudadores
publicani
son romanos?

—Romanos o itálicos —contestó el mercader.

—Itálicos —dijo Mitrídates pensativo, lamentando haber pasado siete años de su infancia oculto en los bosques del Ponto. Como había notado desde el principio del viaje, su formación era muy deficiente en cuanto a geografía y economía.

—Bueno, en realidad, romanos —añadió el mercader, quien tampoco estaba muy seguro de la diferencia—. Proceden de zonas concretas que los romanos llaman Italia. Pero aparte de eso, para mí no existe ninguna diferencia. Cuando se juntan hablan latín por los codos en vez de tener la decencia de hacerlo en griego, y todos visten unas túnicas horrendas y mal cortadas que hasta un pastor se avergonzaría de llevar, unas túnicas sin pinzas ni pliegues para que caigan bien —dijo el mercader, cogiendo complaciente la suave tela de su túnica griega, seguro de que su corte favorecía su cuerpo más bien pequeño y delgaducho.

—¿Y llevan toga? —inquirió Mitrídates.

—A veces. En días de fiesta o si el gobernador los convoca —respondió el mercader.

—¿Y los itálicos también?

—No lo sé —contestó el mercader, encogiéndose de hombros—. Creo que sí.

De esta clase de conversaciones obtuvo Mitrídates la información que deseaba; casi todas eran una retahíla de odio hacia los publicanos y sus acólitos. Pero había también otro próspero negocio en la provincia de Asia dirigido por los romanos: los préstamos de dinero a unos intereses exorbitantes, y se enteró de que aquellos prestamistas solían ser empleados de las empresas recaudadoras de impuestos, aunque éstas no intervinieran en el préstamo. La provincia romana de Asia, pensó el rey del Ponto, era una gallina gorda que los romanos desplumaban sin ninguna consideración. Llegaban a ella de Roma y los departamentos que llamaban Italia para presionar y exprimir, y volver a sus casas con la bolsa repleta, indiferentes a la difícil situación de sus habitantes, los dorios y jonios asiáticos. ¡Por eso eran tan odiados!

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