La corona de hierba (30 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Cepio los esperaba en la suite de habitaciones que siempre habían ocupado. Cuando su esposa cruzó la puerta, la saludó con una adusta inclinación de cabeza, y cuando hizo pasar a las niñas para que saludaran al padre antes de retirarse a sus aposentos, las acogió también con una neutra y altiva inclinación de cabeza. Y continuó impasible cuando Servilia le dirigió una amplia y tímida sonrisa.

—Id y decid a la nodriza que traiga al pequeño Quinto —dijo Livia Drusa empujándolas hacia la puerta.

Pero la nodriza aguardaba ya; Livia Drusa cogió al pequeño y lo entró ella misma en la sala de estar.

—¡Aquí tienes a tu hijo, Quinto Servilio! —dijo sonriente—. ¿No es precioso?

Era una exageración muy comprensible en una madre, ya que el pequeño Cepio no era un niño guapo, aunque tampoco es que fuese feo. A sus diez meses, permanecía muy derecho en brazos de su madre y lo miraba todo muy tranquilo, sin sonrisas ni carantoñas. La gran mata de pelo largo y lacio era de un rojo llamativo, tenía ojos color de avellana y era larguirucho de miembros y enjuto de cara.

—¡Por Júpiter! —exclamó Cepio, mirándole atónito—. ¿De dónde le viene ese pelo?

—De la familia de mi madre, dice Marco Livio —contestó recatada Livia Drusa.

—¡Ah! —exclamó Cepio aliviado, no porque sospechase de la infidelidad de su esposa, sino porque le gustaba que todo quedase bien atado. Como no era un hombre afectuoso, no se molestó en coger al niño en brazos y hubo que instarle a que hiciera una mamola al pequeño y le hablase como hace un
tata
—. ¡Bien! —añadió finalmente—. Devuélvelo a la niñera, ya es hora de que tú y yo estemos a solas.

—Pero si es la hora de la cena —replicó Livia Drusa mientras cruzaba la puerta y se lo entregaba a la niñera—. Es tarde y no podemos retrasarla más —añadió, con el corazón en un puño ante la perspectiva del débito conyugal.

—No tengo hambre —dijo Cepio, cerrando las persianas, echando la llave a la puerta y comenzando a despojarse de la toga—. Y peor para ti si la tienes, esposa, ¡porque esta noche no cenas!

Aunque no era hombre sensible ni observador, Quinto Servilio Cepio no podía por menos de percatarse de lo que había cambiado Livia Drusa en cuanto se metió en la cama y la atrajo hacia sí. Estaba tensa y notablemente esquiva.

—¿Qué te sucede? —exclamó decepcionado.

—Que, como todas las mujeres, esto empieza a desagradarme —contestó—. Perdemos el interés después de haber tenido dos o tres hijos.

—¡Pues más vale que lo recuperes! —replicó Cepio, cada vez más disgustado—. Los hombres de mi familia somos moderados y morales y tenemos fama de no dormir más que con nuestras esposas.

La frase sonaba pomposa y absurda, como si la hubiese aprendido maquinalmente.

Así, el reencuentro de aquella noche habría únicamente podido calificarse de positivo al nivel más rudimentario, porque, aun después de varias acometidas de Cepio, Livia Drusa seguía fría, apática y, además, ofendió profundamente a su esposo quedándose dormida en medio del último asalto, ¡y roncando! Él la zarandeó brutalmente para despertarla.

—¿Así es como esperas tener otro hijo? —la recriminó, clavándole los dedos en los hombros.

—No quiero ningún otro hijo —contestó ella.

—Si no te andas con cuidado —balbució él, a punto de experimentar el orgasmo—, me divorcio de ti.

—Si el divorcio significa que puedo volver a vivir en Tusculum. —replicó ella por encima de los bramidos de Cepio—, no me importaría lo más mínimo. Detesto Roma y detesto lo que estamos haciendo —añadió zafándose y apartándose de él—. ¿Puedo dormir ya?

Cepio, cansado, no dijo nada, pero por la mañana volvió a tratar del tema nada más despertarse, aún más enojado.

—Soy tu esposo —dijo bajándose de la cama— y espero que mi esposa cumpla dignamente.

—¡Ya te he dicho que he perdido interés! —contestó ella con aspereza—. Si no te conviene, Quinto Servilio, te sugiero que te divorcies.

Pero el cerebro de Cepio había colegido que ella deseaba el divorcio, aun sin sospechar nada de infidelidad.

—No habrá divorcio, esposa.

—Bien sabes que yo puedo divorciarme de ti.

—Dudo mucho de que tu hermano lo consienta. Así que igual da: no habrá divorcio. Lo que sí tendrás que mostrar un poco de interés. Mejor dicho, yo te lo procuraré —añadió, cogiendo el cinturón de cuero y doblándolo tirante.

Livia Drusa se le quedó mirando atónita.

—¡Bah, deja de hacer baladronadas! ¡No soy una niña!

—Te comportas como si lo fueras.

—¡No se te ocurra tocarme!

A guisa de respuesta, Cepio la agarró del brazo, se lo retorció a la espalda y le subió el camisón para sujetarlo con la misma mano. Con un ruido seco, el cinturón golpeó costado, muslo, nalgas y piernas. Al principio ella trató de soltarse, pero notó que él era capaz de romperle el brazo. A cada nuevo azote el dolor crecía y notaba que su piel ardía; sus gritos sordos se transformaron en sollozos y luego en gritos de miedo. Cuando cayó de rodillas, tratando de taparse la cabeza con los brazos, él no la sujetó y, cogiendo el cinturón con las dos manos, siguió azotándola enfurecido.

Comenzaba a notar sus gritos penetrándole como un himno de alegría; le destrozó el camisón y siguió azotándola hasta cansarse, incapaz ya de sostener el cinturón, que le cayó de las manos.

Le dio un puntapié y, cogiéndola del pelo, la arrastró hasta el cerrado cubículo de dormir, cargado y maloliente de la sesión nocturna.

—¡Ahora veremos! —exclamó jadeante, cogiéndose el pene erecto con la mano—. ¡Tienes que obedecer, esposa, si no, habrá más!

Y subiéndose encima de ella, fornicó convencido de que sus achuchones, los débiles puñetazos y los gritos de angustia eran señal de excitación.

El jaleo procedente de las habitaciones de Cepio no había pasado inadvertido. Lo había oído la pequeña Servilia, que caminaba cautelosamente por la columnata a ver si su
tata
ya se había despertado, y lo oyeron algunos criados. Druso y Servilia Cepionis no lo oyeron, ni nadie se lo contó, porque no hubo quien se atreviese.

La doncella de Livia Drusa, después de bañarla, explicó con todo detalle y con gestos de horror las contusiones de su señora en las dependencias de los criados.

—¡Está llena de verdugones! —comentó al mayordomo Cratipo—. ¡y ha sangrado! ¡La cama está llena de sangre! ¡Pobrecilla, pobrecilla!

Cratipo lloró desconsolado en su impotencia, pero no fue el único, pues había varios sirvientes que conocían a Livia Drusa desde niña y le tenían afecto. Y cuando la vieron aquella mañana, volvieron a llorar, porque andaba más despacio que un caracol y parecía tener ganas de morirse. Pero Cepio, dentro de su furor, había sido astuto y no se advertía un solo golpe en brazos, rostro, cuello o pies.

Durante dos meses no hubo cambios, salvo que las palizas de Cepio, aplicadas a intervalos de unos cinco días, cambiaron de estructura; ahora se centraba en determinadas zonas del cuerpo de su esposa para que las otras fueran curándose. Le resultaba un estímulo sexual insuperable y sentía un fantástico aumento de poder; por fin comprendía la sapiencia de las antiguas costumbres, el fundamento del
paterfamilias
. El verdadero papel de la mujer.

Livia Drusa no dijo nada a nadie, ni siquiera a la doncella que la bañaba, y que ahora, además, vendaba sus heridas. El cambio en ella era evidente y Druso y su esposa comenzaron a preocuparse seriamente; sólo podía atribuirse a que hubiese vuelto a vivir en Roma, pensaba Druso, y, recordando su resistencia a casarse con Cepio, llegó también a preguntarse si no sería la presencia de éste el motivo de que anduviese arrastrando los pies, con gesto desvaído y más suave que un guante.

En lo más íntimo de su ser, Livia Drusa apenas sentía más que la angustia física de los golpes y sus secuelas. Quizá a veces diera en reflexionar que era un castigo, o quizá el gran dolor físico que la abrumaba hacía más llevadera la pérdida de su adorado Catón, o quizá los dioses se mostraban propicios, porque había abortado un feto de tres meses que Cepio habría indudablemente comprendido que no era suyo. Con la sorpresa del regreso inesperado de Cepio, no había reparado en el problema hasta que se había solucionado así. Sí, eso debía de ser. Los dioses la favorecían. Más tarde o más temprano moriría si su marido no paraba. Y la muerte era infinitamente mejor que vivir con Quinto Servilio Cepio.

El ambiente en la casa había cambiado radicalmente, y era un detalle que a Druso, desde luego, le irritaba. Lo que habría debido ocupar sus pensamientos era el embarazo de su mujer, un gozoso e inesperado obsequio que ya desesperaba de obtener. Sin embargo, también Servilia Cepionis estaba irritada, contagiada por aquel palio taciturno que era Druso. ¿Qué sucedía? ¿Es que una esposa infeliz podía realmente crear tanta tristeza? Para empezar, los criados andaban serios y silenciosos, y eso que habitualmente eran gente ruidosa que molestaba constantemente, pues, desde niño, él se había acostumbrado a despertarse al oír las carcajadas procedentes de las dependencias debajo del
atrium
. Y ahora no se reían; andaban todos con cara larga, contestaban con monoSilabos y barrían, fregaban y quitaban el polvo cual si estuvieran cansados o no hubieran dormido bien. Ni siquiera Cratipo, siempre tan compuesto, parecía el mismo.

Al amanecer del día final de año, Druso llamó a su mayordomo antes de que Cratipo fuese a decir al portero que dejase pasar a los clientes del amo que aguardaban en la calle.

—Un momento —dijo Druso, señalando hacia su despacho—, quiero hablar contigo.

Pero una vez cerrada la puerta se vio incapaz de abordar el tema y se puso a pasear de arriba abajo, mientras Cratipo permanecía de pie mirando al suelo. Finalmente, Druso se detuvo y miró al mayordomo.

—Cratipo, ¿qué sucede? —inquirió con la mano abierta—. ¿Te he ofendido en algo? ¿Por qué están tan descontentos los criados? ¿Es que he cometido alguna falta grave contra vosotros al trataros? Si es eso, te ruego que me lo digas. No quiero que haya ningún esclavo descontento por una falta mía o de alguien de mi familia. Pero sobre todo no quiero verte a ti así. ¡Sin ti la casa se nos viene encima!

Para su sorpresa, Cratipo rompió a llorar. Druso estuvo un instante sin saber qué hacer, pero su instinto se impuso y fue a sentarse junto al mayordomo en el sofá, pasándole el brazo por los hombros y ofreciéndole el pañuelo. Pero cuanto más afectuoso se mostraba, más lloraba Cratipo. También al borde de las lágrimas, Druso se levantó a por vino, convenció al griego para que bebiera y siguió consolándole hasta que fue cediendo su aflicción.

—¡Oh, Marco Livio, qué agobiante ha sido!

—¿El qué, Cratipo?

—¡Las palizas!

—¿Las
palizas
?

—¡Y esa manera de gritar en voz baja! —añadió Cratipo, rompiendo a llorar de nuevo.

—¿Te refieres a mi hermana? —inquirió Druso.

—Sí.

Druso notaba que el corazón le latía apresuradamente, se ruborizaba y las manos le temblaban.

—¡Explícate! ¡Por los dioses del hogar, te conmino a que te expliques!

—Quinto Servilio acabará matándola.

Un estremecimiento agitó a Druso y respiró hondo.

—¿Es que su esposo le pega?

—¡Sí,
domine
, sí! —contestó el mayordomo, rebulléndose para rehacer su compostura—. ¡Sé que no es de mi incumbencia decirlo y os juro que no lo habría hecho si no me hubierais requerido con tanta amabilidad y preocupación! Yo… Yo…

—Cálmate, Cratipo, no estoy enfadado contigo —dijo Druso con voz queda—. Te aseguro que te estoy profundamente agradecido por habérmelo dicho —añadió, poniéndose en pie y ayudándole a hacer lo propio—. Ahora ve a decir al portero que se excuse con los clientes porque hoy no puedo recibirlos, dile que tengo otras cosas que hacer. Luego, di a mi esposa que vaya al cuarto de los niños y se quede allí con ellos porque tengo que mandar a todos los criados al sótano a que realicen una tarea. Cuando hayas comprobado que toda la servidumbre está abajo, quédate tú también. Pero antes dirás a Quinto Servilio y a mi hermana que vengan al despacho.

Nada más quedarse a solas, Druso se sobrepuso y logró calmarse, pues pensó que tal vez Cratipo exageraba y que el asunto quizá no fuera tal como pensaban los criados.

En cuanto vio a Livia Drusa supo que no era exageración, sino bien cierto. Fue ella la que entró primero y él notó en seguida su dolor, su angustia, su temor, su profunda aflicción, y advirtió su falta de ganas de vivir. A continuación entró Cepio, más intrigado que otra cosa.

Druso permaneció de pie y no los invitó a sentarse, sino que miró a su cuñado de hito en hito con aborrecimiento y dijo:

—Me consta, Quinto Servilio, que estás vejando físicamente a mi hermana.

Livia Drusa contuvo un grito, mientras que Cepio se cruzaba de brazos, asumiendo una truculenta expresión de desdén.

—Lo que haga a mi esposa, Marco Livio, es asunto exclusivamente mío —respondió.

—No estoy de acuerdo —replicó Druso procurando no alterarse. Tu esposa es mi hermana y miembro de una familia grande y poderosa; en esta casa jamás le pegó nadie antes de casarse y no voy a consentir que nadie lo haga.

—¡Es mi esposa, lo que significa que está bajo mi tutela y no bajo la tuya, Marco Livio! Yo hago con ella lo que quiero.

—Tu relación con ella es matrimonial —replicó Druso con gesto duro—, mientras que mi relación con ella es consanguinea y eso es muy importante. ¡No consentiré que pegues a mi hermana!

—¡Tú dijiste que te desentendías de los métodos que emplease para disciplinarla! Y dijiste bien porque no es asunto tuyo.

—Si alguien pega a una esposa, es asunto de todos, hasta del más bajo en la escala social —dijo Druso mirando a su hermana—. Livia Drusa, te ruego que te despojes de tus vestiduras; quiero ver lo que te ha hecho.

—¡No lo hagas, esposa¡ —exclamó Cepio profundamente indignado—. ¡Ni se te ocurra desnudarte ante quien no es tu marido!

—Desvístete, Livia Drusa —dijo Druso.

Ella no hacía movimiento alguno ni abría la boca.

—Querida, haz lo que te digo —añadió Druso con afecto, acercándose a ella—. Tengo que verlo.

Cuando le puso el brazo por encima, ella dio un grito y se apartó. Pero Druso, procurando tocarla lo menos posible, le desabrochó la túnica por los hombros.

Lo que más despreciaba un hombre de rango senatorial eran los maridos que pegaban a sus mujeres. Y a pesar de saberlo, Cepio no tuvo valor para impedir que Druso descubriese su labor. La túnica había caído hasta la cintura de Livia Drusa, descubriendo unos senos cuya belleza quedaba afeada por las marcas de antiguos verdugones levemente rojizos y de un amarillo sulfuroso. Druso le desabrochó el ceñidor, y la túnica y la falda interior cayeron a los pies de su hermana. La última paliza la había recibido en los muslos, que aún estaban hinchados y con la carne enrojecida y contusa. Con ternura, Druso volvió a cubrirla y guió sus manos exánimes para que se sujetara la ropa, antes de volverse hacia Cepio.

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