La corona de hierba (25 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

¡Así que se marchaba! ¡Por fin se iba! Incluso en la época de cuestor había pedido destino en Roma, y ni una sola vez en los tres años que su padre había estado desterrado antes de morir se había aventurado a viajar a Esmirna para verle. Salvo aquel breve período durante su primer año de matrimonio, en que había sido tribuno de los soldados —escapando sospechosamente sin un rasguño de la batalla de Arausio—, Quinto Servilio Cepio no se había apartado de su esposa.

Livia Drusa no sabía qué se traía entre manos, ni le preocupaba, con tal de que fuese algo que le indujera a viajar. Era de suponer que su situación financiera comenzaba a resentirse al extremo de impulsarle a hacer algo por mejorarla, aunque muchas veces durante aquellos años Livia Drusa se había preguntado si su marido sería en realidad tan pobre como decía. No entendía cómo su hermano los aguantaba en su casa, además de que se había visto obligado a retirar su preciosa colección de pintura. ¡Cómo se habría horrorizado su padre! Pues era su padre quien había construido aquel
domus
enorme, simplemente para exhibir adecuadamente sus obras de arte. «Oh, Marco Livio, ¿por qué me obligaste a casarme con él?»

Ocho años de matrimonio y dos hijos no habían podido conformarla con su destino, aunque ya no era aquel profundo abatimiento de los primeros años, pues al tocar fondo se había conformado con su desgracia, pero sin olvidar lo que le había dicho su hermano al lograr finalmente doblegarla:

«Espero que te muestres con Quinto Servilio como cualquier joven a quien alegra el matrimonio. Le dirás que te complace y le tratarás con absoluta deferencia, respeto, interés y dedicación. En ningún momento, ni siquiera en la intimidad del dormitorio cuando estéis casados, le darás el más mínimo indicio de que no es el marido que deseas.»

Luego, Druso la había conducido ante el altar del
atrium
en que se adoraba a los dioses del hogar —Vesta de la tierra, los Di Penates de la despensa y los
lar familiaris
— y la había obligado a hacer aquella terrible promesa mediante juramento. Ya hacía tiempo que había dejado de abominar de su hermano por aquello, desde luego, merced a la madurez y a haber descubierto una faceta desconocida de Druso.

El Druso de su niñez y su adolescencia era terco, reservado, indiferente a ella y le causaba un profundo temor, y hasta después de la caída y destierro de su suegro no se había dado cuenta de cómo era en realidad. O quizá, se dijo (dado que también ella poseía la frialdad de Livio Druso), el afecto que le había cobrado sería consecuencia de aquel cambio tras la batalla de Arausio. En cualquier caso, se había ablandado y era más abierto, aunque no había vuelto a mencionar el hecho de haberla obligado a casarse con Cepio, ni la había exonerado de aquel terrible juramento. Pero sobre todo, ella le admiraba por su irreprochable deferencia con ella y con Cepio, porque jamás se había quejado ni de palabra ni con gestos de su presencia en la casa. Por eso le había sorprendido tanto que aquella noche Druso hubiese plantado cara a Cepio por criticar a Quinto Popedio Silo.

¡Qué deslumbrante había estado Cepio en la cena! Por el entusiasmo con que había hablado del tema, explicándolo con tanta lógica y detalle, era de creer que lo tenía organizado de un modo muy práctico y comercial. Puede que Silo tuviese razón y Cepio tuviese madera de comerciante y de caballero despierto para los negocios. Lo que pensaba hacer parecía apasionante. Y muy rentable. ¡Ah, qué maravilla tener casa propia!, pensó con añoranza.

Una carcajada brotó de las fauces de la escalera que conducía del peristilo a las dependencias de los criados en el sótano; Livia Drusa se sobresaltó, temblorosa, y se acurrucó temiendo que fueran a salir criados al
atrium
. Efectivamente, salía un grupito charlando entre risitas en tan rápido dialecto griego que Livia Drusa no entendió la gracia. ¡Qué contentos iban! ¿Por qué? ¿Qué tenían ellos que no tuviera ella? La posibilidad de llegar a ser libertos, obtener la ciudadanía romana y vivir su propia vida. A ellos les pagaban, y a ella no; tenían muchos amigos y compañía, y ella no; podían establecer relaciones íntimas entre sí sin que los criticasen ni se lo impidiesen, y ella no. Que su razonar no fuese del todo exacto, a Livia Drusa no le importaba. Para ella, era así.

No la habían visto y volvió a relajarse. La luna gibosa había alcanzado altura suficiente para esclarecer la ciudad. Se dio la vuelta en el banco de mármol y apoyó los brazos en la balaustrada, mirando hacia el Foro. La casa de Druso estaba situada al borde del Germalus del Palatino, donde el Clivus Victoriae torcía en ángulo recto y discurría paralelo al Foro, y la vista era inmejorable; antiguamente la panorámica se extendía hasta la izquierda del Velabrum, en la época en que junto a la casa estaba el solar vacío del
area Flaciana
, pero ahora el enorme pórtico que había construido Quinto Lutacio Catulo César alzaba sus columnas al cielo y la ocultaba. El resto no había cambiado. La casa de Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo, seguía asomando por debajo de la de Druso y podía ver el peristilo.

Era una vista de Roma muy distinta del animado panorama diurno; ahora los llamativos colores de los edificios se reducían a grises y reflejos. No es que la ciudad estuviera inmóvil, pues se veían antorchas por las calles y se oía el traqueteo de carros y los gritos a los bueyes, dado que muchas tiendas y comerciantes aprovechaban la ausencia de gente en las calles para abastecerse. Por el bajo Foro pasaba un grupo de borrachos cantando una canción popular de amor, ¿de qué, si no? Un nutrido séquito de esclavos escoltaba una litera muy cerrada entre la basílica Sempronia y el templo de Cástor y Pólux; sin duda, alguna dama importante que volvía a casa tras un banquete. Un gato de ronda maullaba a la luna y le contestaban una docena de perros, cosa que divirtió tanto a los borrachos que uno de ellos tropezó cuando bordeaban la oscura hondonada de la
Comitia
y cayó en las gradas, entre gritos de jolgorio de sus amigotes.

Livia Drusa dejó vagar la mirada hacia el peristilo de la casa de Domicio Ahenobarbo, situada más abajo, mirándolo anhelante. Hacía mucho tiempo, antes de su matrimonio, la habían recluido prohibiéndole tratar incluso con muchachas de su edad, y ella había llenado aquel vacío con la lectura, enamorándose de alguien a quien no tenía esperanzas de conocer. Una época en que solía sentarse allí por el día para mirar hacia el balcón de abajo por si veía al joven alto y pelirrojo que tanto le atraía y sobre el que trenzaba sus fantasías, tomándole por el rey Odiseo de Itaca y asumiendo ella el papel de Penélope, que le espera fiel. Durante años, las pocas veces que le había visto —ya que el joven no visitaba la casa con mucha frecuencia— habían bastado para fomentar aquel rapto callado, un estado emocional que había perdurado tras su matrimonio y que sólo servía para agravar su desgracia. No sabía de quién se trataba, aunque le constaba que no era un Domicio Ahenobarbo, pues los de esa familia eran rechonchos, aunque también pelirrojos. No, él no parecía un Ahenobarbo.

Nunca olvidaría el día de su desilusión, el día en que su suegro había sido acusado de traición en la Asamblea de la Plebe, el día en que Cratipo, el mayordomo de su hermano, había llegado corriendo al otro extremo del Palatino para, a toda prisa, sacarlas a ella y a Servilia niña de la casa de Servilio Cepio por si les sucedía algo. ¡Qué día! Al ver por primera vez a Servilia Cepionis con Druso, comprendió cómo una mujer puede influir en el marido y supo también que no siempre las mujeres quedan excluidas de los consejos de familia; y había sido la primera vez que había probado vino sin aguar. Y fue luego, al cesar los disturbios, cuando Servilia Cepionis había mencionado el nombre del Odiseo pelirrojo: Marco Porcio Catón Saloniano. ¡Nada de caballero! Ni siquiera noble, pero sí nieto de un campesino túsculo por un lado y biznieto de un esclavo celtíbero por otro.

En aquel instante, Livia Drusa se había hecho mayor.

—¡Ah, estás ahí! —dijo la voz chillona de Cepio—. ¿Pero qué haces ahí, mujer? ¡Te vas a helar! ¿Entra en casa!

Livia Drusa, obediente, se levantó para ir a su odiosa cama.

A fines de febrero, Quinto Servilio Cepio salió de viaje, después de decir a Livia Drusa que no le esperase hasta pasado un año como mínimo, o quizá más. Ella se sorprendió, pero él le explicó que era necesario, ya que había invertido todo su dinero en aquel negocio en la Galia itálica y tenía que estar allí para supervisar la operación. Había sido insistente en su actividad sexual, dijo, porque quería un hijo y si se quedaba encinta estaría ocupada durante su ausencia. En los primeros años de matrimonio, a Livia Drusa tales intimidades la habían agobiado enormemente, pero después de saber el nombre de su adorado Odiseo pelirrojo, los actos amorosos de Cepio habían sido un simple aburrimiento al que ya no se sumaba el asco. Sin decir nada a su marido de los planes que tenía para ocupar el tiempo que él iba a estar ausente, le despidió y aguardó un intervalo de mercado de ocho días antes de pedir una entrevista con su hermano.

—Marco Livio, tengo que pedirte un gran favor —comenzó diciendo, sentada en la silla de los clientes, poniendo cara de sorpresa y riendo—. ¡Por los dioses! ¿Sabes que ésta es la primera vez que me siento aquí desde que me convenciste para que me casase con Quinto Servilio?

La tez color oliva de Druso se oscureció y se miró las manos que tenía cruzadas sobre la mesa.

—Ocho años hace —dijo en tono neutro.

—Eso es —añadió ella con otra carcajada—. Pero hoy no me siento para hablar de lo que sucedió hace ocho años, hermano, sino para pedirte un favor.

—Si puedo concedértelo, Livia Drusa, lo haré con mucho gusto —dijo él, complacido de que no le hubiese hecho mayores reproches.

Muchas veces había pensado pedirle excusas, pues no se le había escapado su constante desdicha, y él había tenido que admitir que la pobre había aguantado el aburrido temperamento de Cepio, pero el orgullo le había impedido hablar y nunca le había abandonado el convencimiento profundo de que, casándola con Cepio, al menos había evitado la posibilidad de que acabara como su madre. Aquella horrible mujer le había avergonzado durante muchos años con las lamentables aventuras eróticas que trascendían en las conversaciones de terceros.

—Tú dirás —dijo, viendo que Livia Drusa callaba.

Ella, con el entrecejo fruncido, se humedeció los labios y alzó sus bellos ojos, mirándole de frente.

—Marco Livio, hace ya mucho tiempo que me vengo dando cuenta de que mi esposo y yo hemos prolongado excesivamente nuestra estancia.

—Te equivocas —se apresuró él a contestar—, pero si he podido causarte esa impresión por alguna cosa, te ruego me perdones. De verdad, hermana, sabes que en esta casa siempre has sido bien acogida, y siempre lo serás.

—Te lo agradezco, pero lo que te digo es cierto. Tú y Servilia Cepionis nunca tenéis ocasión de estar a solas, lo que quizá sea la causa por la que no ha tenido hijos.

—Lo dudo —replicó él con una mueca.

—Yo no —dijo ella, inclinándose hacia adelante—. En estos momentos, Marco Livio, vivimos tiempos tranquilos. Tú no tienes ningún cargo oficial y ya hace tiempo que por la presencia del pequeño Druso Nerón es mayor la posibilidad de que tengas un hijo. Eso dicen las viejas, y yo lo creo.

—¡Al grano, al grano! —la instó él, apenado.

—La cuestión es que, mientras Quinto Servilio está de viaje, quisiera irme con mis hijos al campo —dijo ella—. Tú tienes una villa cerca de Tusculum, que no está a más de media jornada de viaje de Roma. En esa casa hace muchos años que no vive nadie. ¡Por favor, Marco Livio, cédemela un tiempo! ¡Déjame vivir a solas!

Druso la miró de hito en hito buscando algún indicio que delatara que pensaba cometer alguna indiscreción, pero no advirtió nada.

—¿Se lo has dicho a Quinto Servilio?

—Naturalmente —respondió ella muy serena, sin dejar de mirarle a los ojos.

—Pues no me lo comentó.

—¡Fantástico! —replicó ella sonriente—. Aunque, muy propio de él.

Druso soltó una carcajada.

—Bien, hermana, si él está de acuerdo, no veo motivo para negártelo. Como bien dices, Tusculum no está lejos de Roma y podré vigilarte.

Con expresión extasiada, Livia Drusa dio efusivamente las gracias a su hermano.

—¿Cuándo quieres irte?

—Inmediatamente —contestó ella, poniéndose en pie—. ¿Puedo decirle a Cratipo que lo organice todo?

—Desde luego —contestó él con un carraspeo—. En realidad, Livia Drusa, te echaremos de menos. Y a tus hijas.

—¿A pesar de haberle pintado otra cola al caballo y cambiar el racimo de uvas por unas horribles manzanas?

—Habría podido hacerlo el pequeño Nerón con dos años mas —replicó él—. Si se piensa bien, hubo suerte porque la pintura aún estaba fresca y el daño no fue irreparable. Las obras de arte de nuestro padre están a seguro en el sótano, y allí quedarán hasta que hayan crecido los niños.

Se puso también en pie y juntos fueron por la columnata hasta la sala de estar del ama de casa, en donde Servilia Cepionis estaba tejiendo en un telar mantas para la nueva cama del pequeño Druso Nerón.

—Nuestra hermana quiere dejarnos —dijo Druso al entrar.

No cabía duda de la consternación de su esposa, ni de su morboso placer.

—¡Oh, Marco Livio, qué lástima! ¿Por qué?

Pero Druso prefirió evadirse y dejar que su hermana diera las explicaciones.

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