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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (92 page)

A las palabras de Titio Titinio siguió un profundo silencio que nadie rompía.

—Cayo Mario —dijo Pisón Frugi con un suspiro—, ¿qué harías con este hombre?

—Lucio Calpurnio Pisón Frugi, es un centurión y, tal como dice, le conozco. Es un hombre de valía, pero cubrió a su general con pellas de barro seco y eso es una infracción militar, al margen de la provocación. No se le puede devolver al cónsul Lucio Porcio Catón, porque sería un insulto para el cónsul, que lo apartó de su servicio y nos lo envió. Yo creo que lo mejor en interés de Roma es enviar a Titio Titinio con otro general. ¿Puedo sugerir que vuelva a Capua y se reintegre allí a sus antiguas obligaciones?

—¿Qué dicen mis colegas tribunos? —inquirió Pisón Frugi.

—Yo digo que se haga lo que indica Cayo Mario —contestó Silvano.

—Y yo —dijo Carbón.

Los otros siete fueron de la misma opinión.

—¿Qué dice el
concilium
plebis
? ¿Hay que proceder a una votación formal o lo hacéis a mano alzada?

Todos levantaron la mano.

—Titio Titinio, esta Asamblea te ordena presentarte a Quinto Lutacio Catulo en Capua —dijo Pisón Frugi, sin dejar que una sonrisa iluminase su rostro—. Lictores, quitadle las cadenas. Queda libre.

Pero él se negó a irse hasta que no le llevaran a presencia de Cayo Mario. Hecho lo cual, cayó de rodillas ante él y se echó a llorar.

—Entrena bien a los reclutas en Capua, Titio Titinio —dijo Mario, con los hombros caídos de cansancio—. Y ahora, si me excusáis, creo que es hora de que me vaya a casa.

Lucio Decumio salió de detrás de una columna, todo sonrisas, tendiendo la mano a Titio Titinio, pero mirando a Mario.

—Tienes una litera dispuesta, Cayo Mario —dijo.

—¡No pienso ir a casa en litera cuando he venido hasta acá por mis propios pies! —replicó—. Ayúdame, niño —añadió sujetándose con la manaza derecha en el bracito del pequeño, haciéndolo enrojecer por la gran presión sin que el pequeño hiciese mueca alguna, centrado en la tarea de ayudar a ponerse en pie al gran hombre, como si tal cosa. Una vez incorporado, Mario cogió el bastón, el niño se le puso al lado izquierdo y bajaron por la escalinata como dos cangrejos trabados. Media Roma, como mínimo, los acompañó colina arriba, animando a Mario en sus esfuerzos.

Los criados se pelearon por el honor de acompañar a su cuarto al ceniciento amo, y nadie advirtió que el pequeño César se quedaba rezagado. Una vez que se vio a solas, se acurrucó en el pasillo entre la puerta y el
atrium
y permaneció inmóvil con los ojos cerrados. Allí se lo encontró Julia momentos después. Atemorizada, se arrodilló a su lado, sin atreverse a pedir ayuda.

—¡Cayo Julio! ¿Qué te sucede?

Al levantarlo en brazos, vio que estaba desmadejado, pálido y que apenas respiraba. Le cogió las manos para comprobar el pulso y entonces advirtió la marca de los dedos de Mario en su brazo.

—¡Cayo Julio, Cayo Julio!

El niño abrió los ojos, suspiró, sonrió y su rostro recobró inmediatamente el color.

—¿Le he traído hasta casa? —inquirió.

—Claro que si, Cayo Julio, lo has hecho estupendamente —contestó Julia, con lágrimas en los ojos—. ¡Te has cansado más que él! Esos paseos te van a agotar.

—No, tía Julia, no te preocupes, de verdad. Ya sabes que él no saldría más que conmigo —contestó, poniéndose en pie.

—Si, desgraciadamente, lo sé. ¡Gracias, Cayo Julio! No sé cómo agradecértelo. Te ha hecho daño —añadió, examinándole el moretón—. Voy a ponerte algo para que te alivie.

Sus ojos se animaron con un destello y su boca esbozó una sonrisa que enterneció a Julia.

—Tía Julia, yo sé lo que me aliviaría.

—¿El qué?

—Un beso de los tuyos, por favor.

Y le dio cuantos besos quiso, y lo que más le gustaba de comer, y un libro, y le dejó descansar en la camilla de su cuarto de labores. Y no le dejó marchar hasta que llegó Lucio Decumio a por él.

Mientras transcurrían los días de aquel año en que, por fin, el curso de la guerra evolucionaba a favor de Roma, Cayo Mario y el pequeño César se convirtieron en referencia obligada de la urbe. El pequeño ayudaba al gran hombre y éste cada vez mejoraba más. Después de aquel primer día, siguieron dirigiendo sus pasos hacia el Campo de Marte, donde ya había menos gente y apenas llamaban la atención. Conforme Mario recuperaba fuerzas, prolongaban los paseos, culminando en el glorioso dia en que llegaron hasta el Tíber, al final de la Via Recta, y después de un buen descanso, Cayo Mario nadó en el Trigarium.

Una vez que comenzó a nadar periódicamente, fue mejorando a ojos vista. Y también aumentó su fascinación por los ejercicios militares y ecuestres que contemplaban a su paso. Mario había decidido que ya era hora de que el pequeño César iniciase su educación militar. ¡Por fin! Por fin, Cayo Julio César aprendía los rudimentos del arte que tanto anhelaba. Le montaron en la silla de un caballito bastante brioso y demostró que era un jinete nato; él y Mario se enfrentaban con espadas de madera, hasta que el gran hombre ya no podía con él. Le enseñaron a arrojar el
pilum
y siempre daba en el blanco; aprendió a nadar en cuanto Mario adquirió plena soltura para ayudarle en caso necesario, y escuchó nuevas historias de boca de Mario: los recuerdos de un general sobre la estrategia de sus batallas.

—Casi todos los comandantes pierden el combate antes de salir al campo a librarlo —dijo Mario al pequeño, estando sentados en la orilla del río, arropados en toallas de lino.

—¿De qué manera, Cayo Mario?

—Principalmente, de dos. Los hay que saben tan poco del arte del mando que en realidad creen que lo único que tienen que hacer es señalar el enemigo a las legiones y quedarse atrás viendo cómo actúan. Y hay otros que tienen la cabeza tan atiborrada de manuales y hazañas de generales de su juventud, que siguen los textos, y eso es buscarse la derrota. ¡Porque cada enemigo, cada batalla, Cayo Julio, es distinta! Hay que enfocarla con el respeto propio de una situación irrepetible. Ante todo la noche anterior hay que planificar lo que se va a hacer sobre un pergamino en la tienda de mando, aunque no considerándolo definitivo. Se espera a trazar el plan definitivo una vez avistado el enemigo y el terreno en la mañana del combate; cómo está dispuesto y cuáles son sus puntos débiles. ¡Y entonces se decide! Las ideas preconcebidas suelen ser fatales, y la situación puede cambiar conforme evoluciona el combate, porque todas las etapas son únicas. Puede cambiar el ánimo de las tropas, o el terreno enfangarse antes de lo previsto, o levantarse una polvareda que no te deja ver los sectores, o el general enemigo lanzar un ataque sorpresa, o surgir fallos o errores en tu propio plan o en el plan del enemigo —dijo Mario, enardecido.

—¿Nunca puede desarrollarse una batalla según lo planificado la víspera? —inquirió el pequeño César con los ojos brillantes.

—¡Alguna vez ha sucedido! Pero es muy raro, pequeño César. Recuerda siempre que, independientemente de lo que hayas planeado y por complicado que sea el plan, hay que estar preparado para modificarlo en un abrir y cerrar de ojos. Y hay también otra regla de oro, muchacho: que el plan sea lo más sencillo posible. Los planes sencillos siempre dan mejor resultado que los engendros tácticos, aunque sólo sea por la simple razón de que el general no puede llevarlo a cabo sin recurrir a la cadena de mando. Y la cadena de mando se degrada progresivamente según lo distante que esté del general.

—O sea que un general debe tener un estado mayor con gran experiencia y entrenado a la perfección —dijo el niño, pensativo.

—¡Es primordial! —exclamó Mario—. Por eso un buen general no deja de dirigirse siempre a sus tropas antes de la batalla. Y no es por reforzar su moral, jovencito, sino para que los oficiales sepan qué planes tiene, pues, conociéndolos, pueden interpretar las órdenes al final de la cadena de mando.

—Vale la pena conocer a los soldados, ¿verdad?

—Ya lo creo. Y vale la pena asegurarse de que te conocen. Y que les gustas. Si el general gusta a la tropa, ésta se afana más y se arriesga más; no olvides nunca lo que dijo Titio Titinio en los
rostra
: a los soldados se les puede decir todos los epítetos que quieras, pero nunca darles motivo para que crean que los desprecias. Si conoces a tus oficiales y ellos te conocen, con veinte mil legionarios romanos derrotas a cien mil bárbaros.

—Tú fuiste soldado antes de ser general.

—Claro. Una ventaja que tú nunca tendrás porque eres un patricio romano. Y es más: si no has sido soldado antes de ser general, no puedes ser un auténtico general —dijo Mario, inclinándose hacia adelante, mirando algo más allá del Trigarium en el césped de la llanura vaticana—. Los mejores generales siempre han sido soldados. Mira Catón el Censor. Cuando tengas edad de ser cadete, no te quedes detrás de las líneas al servicio de tu comandante, ¡ve a primera línea a combatir! Deja a un lado tu nobleza. Siempre que haya una batalla, conviértete en oficial. Si el general presenta objeciones y quiere hacerte recorrer el campo llevando órdenes, dile que prefieres luchar. Y no te lo prohibirá porque no es algo que sea frecuente. Debes combatir como un soldado raso. Si no, cuando alcances el mando, ¿cómo vas a entender las vicisitudes de los soldados en primera línea? ¿Cómo vas a saber qué los atemoriza, qué los arredra, qué los anima y les hace embestir como toros? ¡Y te diré otra cosa, muchacho!

—¿Qué? —inquirió el pequeño César fascinado.

—¡Que es hora de irse a casa! —contestó Mario riendo, hasta que vio la cara que ponía el pequeño—. ¡Eh, muchacho, no me eches tu caballote encima! —bramó, decepcionado porque el niño no veía la gracia y le miraba enfurecido.

—¡No se te ocurra bromear con cosas tan serias! —replicó el niño, con una voz suave y tranquila como la que adoptaba Sila a veces—. ¡El tema es importante, Cayo Mario, y tú no estás para divertirme! Quiero saberlo todo antes de tener la edad de ser cadete, para, de ese modo, asimilar con una base más sólida que los demás. ¡Nunca dejaré de aprender! ¡Así que déjate de bromas que no tienen ninguna gracia y trátame como a un hombre!

—No eres un hombre —contestó Mario con voz queda, sorprendido por aquella reacción y sin saber qué decir.

—¡Cuando se trata de aprender, soy más hombre que nadie que conozca, tú incluido —replicó el pequeño, cada vez más enfurecido, a tal extremo que algunos bañistas cercanos a ellos se volvieron a mirarlos. No obstante, a pesar de su cólera, conservó la presencia de ánimo; miró a los curiosos y se puso raudo en pie, con los labios apretados—. No me importa ser un niño cuando tía Julia me trata como a un niño —añadió, ya calmado—, pero cuando tú me tratas como a un niño, Cayo Mario… ¡me ofendes muchísimo! ¡Y no te lo consiento! —alargó la mano para ayudarle a levantarse—. Vamos a casa. Hoy me has hecho perder la paciencia.

Mario se aferró a la mano y tomó el camino de su casa sin decir palabra.

Oportuna decisión, como se vería, pues nada más entrar se encontraron con Julia, que los esperaba angustiada, con aspecto de haber llorado.

—¡Oh, Cayo Mario, ha sucedido algo horrible! —exclamó, sin acordarse que no convenía preocuparle.

—¿Qué es ello,
meum mel
?

—¡El joven Mario! ¡No, no, mi amor, no ha muerto! —añadió al ver la mirada de estupefacción de su esposo—. ¡Ni tampoco está herido! ¡Perdona, perdona que te dé estos sustos… pero no sé ni dónde estoy, ni qué hacer!

—Pues siéntate, Julia, y sobreponte. Me pondré aquí a tu lado y Cayo Julio al otro y nos lo cuentas, tranquila y con claridad, y sin llorar como una fuente.

Julia se sentó, mientras Mario y el pequeño César lo hacían a ambos lados de ella, cogiéndole cada uno una mano.

—A ver, dime —dijo Mario.

—Ha habido una gran batalla contra los marsos al mando de Quinto Popedio Silo, cerca de Alba Fucentia, creo. Y han vencido ellos… aunque nuestro ejército pudo retirarse sin muchas pérdidas —dijo Julia.

—Bueno, eso ya está algo mejor —dijo Mario con voz pesada—. Sigue. Supongo que habrá algo más.

—El cónsul Lucio Catón murió poco antes de que nuestro hijo ordenase la retirada.

—¿Nuestro hijo ordenó la retirada?

—Si —contestó Julia, conteniendo las lágrimas con todas sus fuerzas.

—¿Y cómo sabes todo esto, Julia?

—Porque Quinto Lutacio pasó a verte a primera hora. Por lo visto estaba de visita oficial en el frente marso, en relación, por lo que he entendido, con los constantes problemas que tenía Lucio Catón con las tropas. No lo sé, de verdad que no lo sé —añadió, apartando la mano que le sujetaba el pequeño César y llevándosela a la cabeza.

—Bien, da igual que Quinto Lutacio visitase el frente —dijo Mario, tajante—. Supongo que fue testigo de esa batalla que ha perdido Catón.

—No, él estaba en Tibur, que es donde se retiró el ejército después del combate. Parece ser que sufrió una aplastante derrota y la tropa se quedó sin mando. El único que conservó la calma fue nuestro hijo, por lo visto. Por eso tocó retirada y camino de Tibur intentó restablecer el orden entre las legiones, pero no lo consiguió. Se ve que los pobres habían perdido la razón.

—Y… ¿qué hay de malo en ello, Julia?

—Es que en Tibur había un pretor, un nuevo legado nombrado por Lucio Catón… Lucio Cornelio Cinna… sí, ése es el nombre que me dijo Quinto Lutacio. Y cuando el ejército llegó a Tibur, Lucio Cinna relevó del mando a nuestro hijo, todo pareció volver a la normalidad y Lucio Cinna incluso le elogió por su sentido común —añadió Julia, retorciéndose las manos.

—Está bien. ¿Y qué sucedió después?

—Lucio Cinna convocó una reunión para averiguar qué había pasado. Sólo había unos cuantos cadetes y tribunos para informar, ya que al parecer los legados habían muerto pues no había ninguno en Tibur —continuó Julia, intentando con todas sus fuerzas hacer un relato lúcido—. Luego, cuando Lucio Cinna abordó las circunstancias de la muerte del cónsul Lucio Catón… ¡uno de los cadetes acusó a nuestro hijo de haberle asesinado!

—Entiendo —comentó Mario con voz pausada y sin alterarse—. Bien, Julia, continúa.

—Ese cadete dijo que el joven Mario trató de persuadir a Lucio Catón para que ordenase la retirada, pero él le apostrofó llamándole hijo de traidor itálico, se negó a ordenarla y añadió que era preferible que todos los romanos cayeran frente al enemigo que vivir sin honra. ¡Y el cadete dice que nuestro hijo le clavó a Lucio Catón la espada hasta la empuñadura por la espalda! Y que luego tomó el mando y ordenó la retirada —concluyó Julia entre lágrimas.

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